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Tres tazas de té

[Cuento - Texto completo.]

Andrés Rivera

Mi abuelo alquilaba un pequeño departamento de dos piezas en la calle Parral, cuando Parral era ancha y de tierra. En una de las piezas dormían mis tíos Físhale y Meier; en la otra, el abuelo. Yo, los fines de semana, dormía en la pieza de mi abuelo. Me desvestía, y me acostaba en su cama. Mi abuelo apagaba la luz de la pieza, se sentaba en una silla y encendía un cigarrillo. Al rato, me preguntaba si estaba despierto. Yo le contestaba que sí, que estaba despierto, que no tenía sueño. Entonces, el abuelo desenvolvía la crónica de un pogrom inacabable. Petliura, Jmelnitzky, los cosacos, tal vez Taras Bulba, brotaban de la helada oscuridad del invierno con sables, con antorchas, con blasfemias. (Demoré años y algunas lecturas para advertir que el abuelo omitía la cronología de los vertiginosos exterminios. Indistintamente, las turbas borrachas de vodka saqueaban y acuchillaban a los judíos, incendiaban sus casas y sus sinagogas, violaban a sus mujeres y a sus hijas, en 1918, en 1670, en 1890. Los siglos y el nombre de los jefes de las hordas; el crepitar de las llamas; el estrépito de los vidrios rotos; los relinchos salvajes de las bestias que montaban los degolladores; las procesiones que llevaban, envueltos en finos paños de lino, el pan y la sal de la súplica y la misericordia, se sucedían, despiadados, en el relato del abuelo. La abominación ocurría anoche -y yo olí, en un amanecer desolado y silencioso, el hedor de la sangre vertida y de los excrementos del pánico- o había estallado, quizá, en un pasado remoto. Pero el escenario permanecía ajeno a la inasibilidad del tiempo: el terco arrabal de una minúscula ciudad ucraniana, la infinita llanura, la oscuridad, el invierno.)

El abuelo, a veces, me hablaba de sus viajes a la frontera polaca, y de cómo la atravesaba furtivamente; de cómo intercambiaba, en una choza hospitalaria, tabaco por carne, tabaco por pan, tabaco por huevos. Petliura o Jmelnitzky o los cosacos, o, tal vez, Taras Bulba, se batían en los frentes de la primera guerra mundial.

Recuerdo, en estos días, una historia que el abuelo trajo de uno de sus peregrinajes a la frontera polaca, y que me contó en una noche de sábado, porteña e irrepetible. La escribo, pero, estoy seguro, las degradaciones que le impuso el olvido, las lecturas en que, todavía, incurro, y mi memoria, la empobrecen.

Como se sabe, los polacos son propensos a la demencia y a la rebeldía. O, si se prefiere, sus rebeliones son insensatas y desesperadas. Para ser polacos tienen que ser locos. El buen Dios, a quien los polacos aman en sus horas de embriaguez, no deja de ponerlos a prueba. Eso lo supo el padre de Casimiro Bajuch, miembro de una organización patriótica y clandestina, cuando la policía del zar lo detuvo. Creyó que no resistiría, a bordo del desvencijado tren que se dirigía a San Petesburgo, los golpes metódicos de sus interrogadores, la pedantería soez de sus insultos, los salivazos que le descargaban entre risotadas licenciosas e indecentes. Acaso, escribió el padre de Casimiro Bajuch a la mujer que amaba, la Virgen medió para que no capitulara. También su alma, exhausta pero obstinada.

El padre de Casimiro Bajuch pasó tres años en un lóbrego calabozo de la fortaleza Pedro y Pablo. Un juez de la autocracia zarista, cumplidos los tres años de prisión, ordenó que se desterrara al padre de Casimiro Bajuch a una perdida aldea de los Urales. La vida, en la inhóspita aldea, era sórdida y monótona: se prestaba a la obscenidad y el extravío. La madre de Casimiro Bajuch murió al dar a luz a Casimiro Bajuch. No la mató el alumbramiento del niño sino la pena, convencida como estaba de que no volvería a ver las luces de Varsovia, sus calles y sus plazas. El padre de Casimiro Bajuch, destrozada su alma -si es que el Señor se acordó de concederles alma a los polacos-, huyó a Francia, con el pequeño Casimiro Bajuch pegado a su corazón.

Dos hermanos del padre de Casimiro Bajuch siguieron sus pasos: súbditos probos, temían, no obstante, las represalias policiales. Ellos, en Francia, se hicieron cargo del niño. El padre de Casimiro Bajuch regresó a una patria penitente y descarriada, a una Polonia irreal, y cayó abatido en una escaramuza sin importancia con soldados del Dueño de Todas las Rusias.

Quiero creer que el abuelo me dijo, en este punto, que la historia perdía intensidad dramática, y que, quizá, las informaciones posteriores a la muerte del padre de Casimiro Bajuch no fueran tan precisas como esos tiempos exigían. Eso no asombró a mi abuelo, cosa que hoy, cuando supongo su lacónico comentario, está lejos de extrañarme. Por las siguientes razones, obvias, si se quiere: a) un judío se asombra en el escenario de un teatro; b) un judío que sobrevivió al pogrom -si se asombra- es un fenómeno excluido de la naturaleza humana; c) la conducta del hombre -aun la de un polaco- es hija de sus actos, salvo que se pruebe lo contrario.

Así las cosas, los tíos de Casimiro Bajuch se contrajeron al cuidado del niño. El niño creció sano y hermoso. Los tíos -laboriosos, tenaces y honestos- le proporcionaron una esmerada educación. Lograron, tras considerables y fatigosas gestiones, cuyos detalles sería impropio enumerar, que Francia se convirtiese en la tierra natal de su sobrino y, por consiguiente, Casimiro Bajuch pasó a llamarse Henri Beaumont.

Henri Beaumont ingresó, poco antes de cumplir quince años, a una de las academias militares más prestigiosas del continente europeo, que tenía (tiene, todavía) su sede en París. Alumno brillante, egresó, el primero de su promoción, con el grado de subteniente. Visitaba asiduamente a sus tíos -ancianos ya-, hacia los que guardaba una singular devoción, vistiendo el uniforme de oficial del ejército de Napoleón III. El kepí (mi abuelo contempló, atento, una borrosa fotografía del joven militar en la choza polaca que servía de zona franca para el intercambio de alimentos de subsistencia) no ocultaba una frente despejada y unos ojos bondadosos. También observó un incipiente bigote y una boca de amante cortés e impulsivo. Y mi abuelo dijo que, cuando tíos y sobrino se encontraban, los tíos calentaban un bruñido samovar, y los tres hombres bebían un té fuerte y aromático.

La guerra franco-prusiana interrumpió las prolongadas tertulias. Henri Beaumont se batió como bueno en defensa de su patria, pero el valor que demostró en los campos de batalla, y que le deparó sucesivos ascensos, no impidió la victoria de los hunos. Militar disciplinado, no se preguntó por los motivos de la derrota, ni por qué una nefasta República, hundida en el caos y el espanto, reemplazó los esplendores del Imperio.

El sobrino reanudó las visitas a sus tíos. Estos, atribulados, vieron llorar al capitán Henri Beaumont la derrota de Francia y las severas condiciones de paz que le dictó Bismarck; vieron cómo se le enfriaba la taza de té; se vieron, a sí mismos, llenar dos hojas de papel con signos opacos e inexpresivos, y doblar las hojas de papel e introducirlas en un sobre, y remitir el abultado sobre a lejanos parientes que residían en Polonia. Aturdidos, pretendieron transmitir en palabras la magnitud de la tragedia que los desasosegaba.

La insurrección de los parisinos contra las autoridades legalmente constituidas -o una parte de los parisinos: sanglants imbéciles, según la calificación de Gustave Flaubert, un escritor que detestaba la aprobación pública- encontró, en el capitán Henri Beaumont, a un soldado dispuesto a preservar el orden, sea cual fuere el precio que, por tal causa, se debiera pagar. En consecuencia, marchó a Versailles, ciudad en la que sesionaba el gobierno legitimado por las fuerzas vivas de la Nación. Los tíos, solitarios y desvelados, no dejaron que se enfriara el samovar.

El superior inmediato del capitán Henri Beaumont, coronel Guy Le Boudec, tenía 35 años y era oriundo del Languedoc. Un periodista de la época, cuya prosa erudita y fluida deslumbraba a sus lectores, alabó en él al guerrier intrépide et soldat de profession, puritano y arrojado como el caballero de Durero. El periodista no se privó de una línea de efecto: S’il tue, et même le plus possible, c’est par “moralisme”. La nota, que suscitó una oleada de entusiasmo en las damas, se cerraba con una frase escandalosa: el coronel Le Boudec -a quien el emperador confirió la Legión de Honor por sus hazañas en África y México- era de una inteligencia inquietante.

El capitán Henri Beaumont logró quebrar, en el cementerio del Père Lachaise, donde se libró el combate final contra la insurrección, la rígida distancia que el coronel Le Boudec dibujó entre su silueta de meridional austero y las de sus subordinados. La lucha fue feroz y mortal, y Beaumont se precipitó a ella con un coraje que dejó estupefactos a amigos y enemigos. (Años después, Beaumont intentó explicarse: la audacia y la valentía irracionales de los insurgentes lo enceguecieron; morían sin que una sola queja asomara a sus labios. Uno de los cabecillas del levantamiento, Delescluze, alto y flaco y canoso, trepó a una barricada, y erguido sobre ella esperó serenamente a que lo fusilaran. Eso era inhumano, y enfureció a Beaumont.)

Aplastados los últimos focos de resistencia, Le Boudec estrechó entre sus brazos al capitán Henri Beaumont y le ofreció, presumiblemente emocionado, su amistad, porque en la voz del coronel vibró comme un drapeau son accent languedocien. (La acotación pertenece al periodista de prosa erudita y elegante que asistió al conmovedor episodio.)

Un soldado, la respiración entrecortada, silenció las expresiones de mutua admiración: les avisó que habían localizado, a pocas cuadras del cementerio, un nido de agitadores extranjeros.

Excitados y jadeantes, Le Boudec y Beaumont, al frente de sus hombres, atravesaron velozmente calles nocturnas y desiertas. Luego, subieron, a los tropezones, una angosta escalera, irrumpieron en una pieza iluminada y sorprendieron a dos individuos, sentados a una mesa, que emitían sonidos guturales e ininteligibles. Al coronel le bastó escucharlos; le bastó que le presentaran papeles cubiertos de trazos que, a primera vista, revelaban un lenguaje codificado, para afirmarse en la exactitud de sus conjeturas: la bancarrota de Francia obedecía a la acción satánica de elementos e ideas extranacionales. Sin vacilar, dispuso que ejecutaran a los dos conspiradores. Estos fueron arrojados escaleras abajo y el capitán Henri Beaumont, revólver en mano, dio cumplimiento a la orden.

Tres tazas de té y un samovar bruñido humearon, en la habitación devastada, hasta las primeras claridades del día.

FIN



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