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Trío en la menor

[Cuento - Texto completo.]

J. M. Machado de Assis

I. ADAGIO CANTABILE

María Regina acompañó a la abuela hasta el cuarto, se despidió y se fue al suyo. La crida que la servía, a pesar de la familiaridad que existía entre ellas, no pudo arrancarle una palabra, y salió, media hora después, diciendo que la señrita estaba muy seria. Apenas quedó sola, María Regina se sentó al pie de la cama, con las piernas extendidas, los pies cruzados, pensando.

La verdad pide que diga que esta muchacha pensaba amorosamente en dos hombres al mismo tiempo, uno de veintisiete años, Maciel; otro de cincuenta, Miranda. Convengo que es abominable, pero no puedo alterar el aspecto de las cosas, no puedo negar que si los dos hombres están enamorados de ella, ella no lo está menos de ambos. Una exquisita, en suma; o, para hablar como las amigas de colegio, una insensata. Nadie le niega corazón excelente y espíritu limpio; pero la imaginación es que es el mal, una imaginación adusta y ambiciosa, insaciable principalmente, adversa a la realidad, sobreponiendo a las cosas de la vida otras de sí misma; de ahí curiosidades irremediables.

La visita de los dos hombres (que la enamoraban de a poco) duró cerca de una hora. María Regina conversó alegremente con ellos, y tocó en el piano una pieza clásica, una sonata que hizo a la abuela dormitar un poco. Finalmente, discutieron de música. Miranda dice cosas pertinentes acerca de la música moderna y antigua; la abuela tenía una predilección por Bellini y su Norma, y habló de las tocadas de su tiempo, agradables, saudosas y principalmente claras. La nieta coincidía con las opiniones de Miranda; Maciel concordó cortésmente con todos.

Al borde de la cama, María Regina reconstruía ahora todo eso, la visita, la conversación, la música, el debate, los modos de ser de uno y de otro, las palabras de Miranda y los bellos ojos de Maciel. Eran las once de la noche, la única luz del cuarto era la lamparita, todo convidaba al sueño y al devaneo. María Regina, a fuerza de recomponer la noche, vio allí dos hombres frente a ella, los oyó, y conversó con ellos durante unos cuantos minutos, treinta o cuarenta, al son de la misma sonata tocada por ella: la, la, la…

 

II. ALLEGRO MA NON TROPPO

Al día siguiente, la abuela y la nieta fueron a visitar a una amiga en Tijuca. Al regreso, el carruaje atropelló a un niño que atravesaba la calle, corriendo. Una persona que vio esto, se arrojó a los caballos y, poniendo en peligro su propia vida, consiguió detenerlos y salvar al pequeño, que apenas quedó herido superficialmente y no tuvo más que un desmayo. Gente, tumulto, la madre del pequeño acudió en lágrimas. María Regina descendió del carruaje y acompañó al herido hasta la casa de su madre, que era allí cerca.

Quien conoce la táctica del destino adivinará que la persona que salvó al pequeño fue uno de los dos hombres de la otra noche; el hombre era Maciel. Hechos los primeros auxilios, Maciel acompañó a la muchacha hasta el carruaje y aceptó el lugar que la abuela le ofreció hasta la ciudad. Estaban en Engenho Velho. En el carruaje, María Regina se dio cuenta que la mano del joven traía estaba ensangrentada. La abuela preguntaba reiteradamente, si el pequeño estaba muy mal, si sobreviviría; Maciel le dijo que las heridas eran leves. Después les relató el accidente: estaba parado, en la calzada, esperando que pasase un tílburi, cuando vio al pequeño atravesar la calle por delante de los caballos; compredió el peligro, y trató de evitarlo, o disminuirlo.

—Pero usted está herido —dice la anciana.

—No es nada.

—Vamos, vamos —insistió la muchacha—; debió haberse atendido también.

—No es nada —insistió él; fue un arañazo, me limpiaré con el pañuelo.

No tuvo tiempo de sacar el pañuelo; María Regina le ofreció el suyo. Maciel, conmovido, lo tomó, pero vaciló en mancharlo. —Úselo, Úselo —le decía ella; y viéndolo indeciso, lo tomó y le limpió, ella misma, la sangre de la mano.

La mano era hermosa, tan hermosa como su dueño; pero parece que él estaba menos preocupado con la herida de su mano que con las arrugas de sus puños. Mientras conversaba, miraba hacia ellos disimuladamente y los escondía. María Regina no veía nada, lo veía a él, veía, por sobre todo, la acción que acababa de realizar, y que lo engalanaba con una aureola. Comprendió que la naturaleza generosa saltaba por encima de los hábitos pausados y elegantes del muchacho, para arrancar a la muerte un niño que él ni conocía. Hablaron del asunto hasta la puerta de la casa de las mujeres; Maciel rechazó, agradeciendo, el carruaje que ellas le ofrecían, y se despidió hasta la noche.

—¡Hasta la noche! —repitió María Regina.

Lo esperó ansiosa. Él llegó alrededor de las ocho, trayendo una venda negra alrededor de la mano, y se disculpó de venir así; pero le habían dicho que era conveniente y obedeció.

—¡Pero está mejor!

—Estoy bien, no fue nada.

—Venga, venga —le dijo la abuela, de otro lado del salón—. Siéntese aquí, junto a mí: usted es un héroe.

Maciel la escuchaba sonriendo. Había pasado el instante del ímpetu generoso, comenzaba a recibir los dividendos del sacrifício. El mayor de ellos era la admiración de María Regina, tan ingenua y tan grande, que se olvidaba de la abuela y del salón. Maciel se había sentado al lado de la anciana, María Regina frente a ellos. Mientras la abuela, restablecida del susto, contaba las conmociones que había padecido, al principio sin saber de nada, después imaginándose que el niño habría muerto, los dos se miraban discretamente, y por fin desaprensivamente. María Regina preguntaba a sí misma, adónde encontraría un novio mejor. La abuela, que no era miope, entendió que la contemplación era excesiva, y cambió de tema; solició a Maciel que le contara las novedades sociales.

 

III. ALLEGRO APPASSIONATO

Maciel era hombre, como él mismo decía en francés, très répandu; sacó del bolsillo un montón de novedades menudas e interesantes. La más jugosa de todas fue la de la anulación del casamiento de cierta viuda.

—¡No me diga eso! —exclamó la abuela—. ¿Y ella?

—Parece que fue la iniciativa fue de ella: lo cierto es que concurrió anteayer a la fiesta, bailó y conversó con mucha animación. ¡Ah! pero después de esa noticia lo que realmente más me impresionó fue el collar que ella lucía; algo magnífico…

—¿Con una cruz de brillantes? —preguntó la anciana—. Lo conozco; es muy lindo.

—No, no es ese.

Maciel conocía el de la cruz, se lo había visto en casa de uno de los Mascarenhas; no era ese. El que él decía había estado expuesto, hasta unos pocos días antes, en el negocio de Resende; una auténtica maravilla. Y lo describió minuciosamente, número, disposición, tallado de las piedras; concluyó diciendo que fue la joya de la noche.

—No sé para qué tanto lujo; lo mejor hubiera sido que se casara —ponderó maliciosamente la abuela.

—Concuerdo que su fortuna no le basta para eso: ¡Ahora, espere! Mañana iré a lo de Resende, por curiosidad, para saber a qué precio lo vendió. No debe haber salidobarato; no puede haber salido barato.

—Pero ¿por qué se anuló el casamiento?

—No pude saberlo; pero el sábado voy a cenar con Venancinho Corrêa, y él me locontará todo. ¿Sabía que está emparentado con ella? Buen muchacho; está completamente peleado con el barón…

La abuela no estaba entarada de la pelea; Maciel se la contó del principio al final, con todas sus causas y agravantes. La gota que rebasó la copa fue una frase dicha en la mesa de juego, una alusión al defecto de Venancinho, que es zurdo. Le contaron eso, y él rompió drásticamente las relaciones con el barón. Lo interesante del asunto es que los compañeros del barón se acusaron unos a otros de haber ido a contar sus palabras. Maciel declaró que no era hábito suyo el de andar repitiendo lo que oía en la mesa de juego, ya que es un lugar donde hay cierta franqueza.

Después hizo una estadística de la Rua de Ouvidor, en la víspera, entre la una y las cuatro horas de la tarde. Conocía el nombre de las telas y todos los colores modernos. Mencionó las principales toilettes del día. La primera fue la de Mme. Pene Maia, bahiana distinguida, très pschutt. La segunda fue la de Mlle. Pedrosa, hija de un magistrado de São Paulo, adorable. Y destacó tres más, comparó después a las cinco, dedujo y concluyó. A veces se olvidaba y hablaba francés; puede ser, incluso, que no fuera olvido, sino algo intencional; conocía bien el idioma, se expresaba con facilidad y había formulado un día este axioma etnológico —que hay parisienses en todas partes. Al pasar, explicó un problema de cartas.

—Usted tiene cinco triunfos de as de espadas y manilla, tiene un rey y dama de copas…

María Regina se precipitaba de la admiración al hastío; se aferraba aquí y allá, contemplaba la figura joven de Maciel, recordaba la bella acción de aquel día, pero se iba desmoronando; el hastío no tardaba en absorverla. No había nada que hacer. Entonces apeló a un recurso singular. Trató de combinar a los dos hombres, el presente con el ausente, mirando a uno, y escuchando al otro de memoria; recurso violento y doloroso, pero tan eficaz, que ella pudo contemplar durante un tiempo a una criatura perfecta y única.

En eso apareció el otro, Miranda en persona. Los dos hombres se saludaron fríamente; Maciel siguió allí unos diez minutos más y salió.

Miranda permaneció. Era alto y seco, rostro helado y duro. Tenía la expresión cansada, los cincuenta años se delataban en los cabellos grisáceos, en las arrugas y en la piel. Solo en los ojos había algo menos envejecido. Eran pequeños, y se escondían por debajo de sus vastas cejas; pero allá, al fondo, cuando no estaban pensativos, centellaban de juventud. La abuela le preguntó, apenas salió Maciel, si tenía alguna noticia del accidente de Engenho Velho, y lo contó con gran lujo de detalles, pero el otro oía todo sin admiración ni envidia.

—¿No le parece sublime? —preguntó ella por fin.

—Creo que lo que él salvó sea quizá la vida de un desalmado, que algún día, sin conocerlo, puede hundirle un cuchillo en la barriga.

—¡Oh! —exclamó la abuela, contrariada.

—O quizás aun conociéndolo —corrigió él.

—No sea malo —intervino María Regina—; usted habría hecho lo mismo, de haber estado allí.

Miranda sonrío de un modo sardónico. La risa acentuó la dureza de su fisonomía. Egoísta y malo, este Miranda descollaba por un solo lado: espiritualmente, era completo. María Regina encontraba en él el traductor maravilloso y fiel de una serie de ideas que luchaban dentro de sí, vagamente, sin forma o expresión. Era ingenioso y fino y hasta profundo, todo sin pedanterías, y reticente a las selvas enmarañadas, prefería casi siempre las llanuras de las conversaciones ordinarias; a tal punto es cierto que las cosas valen por las ideas que nos sugieren. Compartían los mismos gustos artísticos; Miranda había estudiado derecho para obedecer a su padre; su vocación era la música.

La abuela, previendo la sonata, preparó el alma para dormitar un rato. Por lo demás, no podía admitir en su corazón a un hombre semejante; lo encontraba malhumorado y antipático. Se calló al cabo de algunos minutos. La sonata llegó en medio de una conversación que María Regina encontró deliciosa, y no llegó más que porque él le pidió que tocase; él la escucharía de muy buen grado.

—Abuelita —dijo ella—, le ruego que tenga paciencia…

Miranda se acercó al piano. Bajo la luz de los candelabros, su cabeza mostraba toda la fatiga de los años, mientras que la expresión del rostro resaltaba como mucho más pétrea y amarga. María Regina advirtió la transformación, y tocaba sin mirar hacia él; lo cual no resultaba fácil, porque, si él hablaba, las palabras le entraban tanto por el alma, que la muchacha, insensiblemente, alzaba los ojos, y se encontraba de inmediato con un viejo malo. Entonces lo recordaba a Maciel, sus años en flor, su expresión franca, tierna y buena, y finalmente la acción de aquel día. Comparación tan cruel para Miranda, como fuera para Maciel el cotejo de sus espíritus. Y la muchacha apeló al mismo recurso. Completó uno con el otro; escuchaba a Miranda con el pensamiento puesto en Maciel; y la música iba alentando la ficción, indecisa al principio, pero luego viva y lograda. Así fue como Titania, oyendo enamorada la canción del tejedor, le admiraba sus bellas formas, sin advertir que la cabeza era de burro.

 

IV. MINUETTO

Diez, veinte, treinta días pasaron después de aquella noche, y aún más veinte, y luego otros treinta. Nadie sabe cuánto tiempo, a ciencia cierta; lo mejor es no conjeturar. La situación seguía siendo la misma. Era la misma insuficiencia individual de los dos hombres, y el mismo complemento ideal por parte de ella; de lo cual resultaba un tercer hombre, que ella no conocía.

Maciel y Miranda desconfiaban uno del otro, se detestaban cada vez más y más, y sufrían mucho. Especialmente Miranda, para quien María Regina constituía una pasión otoñal. Finalmente, terminaron aborreciendo a la muchacha. Esta los vio apartarse poco a poco. La esperanza aún los hizo reincidentes, pero todo muere, hasta la esperanza, y ellos se fueron para no volver. Las noches fueron pasando, pasando… María Regina comprendió que todo había terminado.

La noche en que se persuadió de que así era fue una de las más bellas de aquel año, clara, fresca, luminosa. No había luna; pero nuestra amiga detestaba la luna —no se sabe bien por qué—, o bien porque su brillo es prestado, o bien porque toda la gente la admira, aunque pudo ser por ambas razones. Era una de sus rarezas. Otra era la que sigue.

Había leído por la mañana, en una noticia del periódico, que hay estrellas dobles, que nos parecen un solo astro. En vez de ir a dormir, se apoyó en la ventana de la habitación para ver si mirando el cielo descubría alguna de ellas; fue inútil el esfuerzo. Al no descubrirla en el cielo, la buscó en sí misma, cerró los ojos para imaginar el fenómeno; astronomía fácil y barata, pero no sin riesgo. Lo peor que ella tiene es poner a los astros al alcance de la mano; de modo que, si uno abre los ojos y ellos continúan resplandeciendo allá en la cima, grande es el desconsuelo y cierta la blasfemia. Fue lo que sucedió aquí. María Regina vio dentro de sí la estrella doble y única. Separadas, valían bastante; juntas, constituían un astro espléndido. Y ella quería el astro espléndido. Cuando abrió los ojos y vio que el firmamento quedaba tan alto, concluyó que la creación era un libro erróneo e incompleto, y se desesperó.

En el muro que se alzaba al fondo del quintal vio entonces algo parecido a dos ojos de gato. Al principio tuvo miedo, pero se dio cuenta enseguida que no era más que la reproducción externa de los dos astros que ella ella había visto en sí misma, y que le habían quedado impresos en su retina. La retina de la muchacha hacía que se reflejaran fuera de ella todas sus fantasías. Empezó a refrescar y ella se recogió, cerró la ventana y se fue a la cama.

No se durmió en seguida, debido a dos ruedecillas ópalo que estaban incrustadas en la pared; advirtiendo que se trataba todavía de una ilusión, cerró los ojos y se durmió. Soñó que moría, que su alma, arrebatada por los aires, volaba en dirección a una hermosa estrella doble. El astro se escindió, y ella voló hacia una de las dos partes; no encontró allí la sensación primitiva y se dirigió hacia la otra; igual resultado, igual regreso, y ahí la tienen, yendo de una a otra de las dos estrellas separadas. Entonces una voz surgió del abismo, con palabras que ella no entendió.

—Es tu castigo, alma sedienta de perfección; tu castigo es oscilar por toda la eternidad entre dos astros incompletos, al son de esta vieja sonata del absoluto: la, la, la…

*FIN*


“Trio em lá menor”,
Gazeta de Notícias, 1886


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