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Tristán el sepulturero

[Cuento - Texto completo.]

Vicente Blasco Ibáñez

I

La luz agonizante de la tarde apenas si lograba disipar las espesas tinieblas que invadían la taberna del tío Corneja, maese carrilludo, panzudo y decidor, que, según la pública opinión, gozaba de la amistad de todos los perdidos de la villa que acudían a su establecimiento con preferencia a otros de la misma especie.

A dicha hora, el interior de la tal taberna presentaba un aspecto digno de ser descrito.

Arrimados a la pared y perdiéndose en la sombra como deformes cuerpos de gigantes, se veían algunos toneles alineados tras un mugriento mostradorcillo, y en el resto de la estancia, unidas en caprichosos grupos, estaban un sinnúmero de mesas y sillas lesionadas en diferentes partes.

Añadiendo a todo esto un pavimento de baldosas frías, húmedas y resbaladizas y un techo abovedado tan bajo, que en más de una ocasión le rozaban los penachos que ornaban los chambergos de los parroquianos, podrá formarse el lector una idea de tal establecimiento.

A través de las espesas sombras se distinguían en el momento en que comenzamos la narración, sentados en derredor de una mesita situada en uno de los extremos de la taberna, dos hombres de mala catadura, tan diferentes en trajes como en aspectos.

A pesar de la semioscuridad que los envolvía, podía adivinarse en uno de ellos a un valentón de aquellos tan comunes en el siglo XVII con sus mostachos erizados, su espada de colosal cazoleta, y el rostro cruzado por honda cicatriz, adquirida, según afirmación propia, en los campos de Flandes, y según ajena, en alguna contienda acaecida en taberna o lupanar. En cuanto al otro, a pesar de su aspecto repulsivo y acanallado, tenía cierto aire digno y noble, que le hacía simpático a los ojos del observador.

Era joven y su rostro no estaba exento de hermosura; antes al contrario, sus ojos miraban de una manera dulce y melancólica, y su frente era espaciosa y altiva, si bien surcada por algunas arrugas que denotaban grandes pesares e inmensas amarguras.

Vestía una ropilla y calzas negras, aunque con ese colorcillo amarillento que delata el mucho uso y el no menor roce, y sus luengos cabellos los cubría un fieltro de forma algo indefinible y recubierto en más de una parte por reluciente capa de grasa.

El primero de los dos hombres, o sea el de aspecto rufianesco, era un perdonavidas conocido por todos con el nombre de Puñiferro, a causa de su terrible fuerza, y el segundo era Tristán el sepulturero de la villa de… (el nombre no importa), y el cual es el héroe de la presente narración.

En el momento que comenzamos ésta, los dos hombres se ocupaban en vaciar un descomunal jarro de vino, sin que 1a menor palabra saliese de sus labios.

Puñiferro de vez en cuando miraba a su compañero, como esperando que este le dirigiera la palabra, mas, viendo que no lograba su deseo, se entretenía golpeando con los dedos sobre la mesa el acompañamiento de una marcha guerrera.

-¡Por los cuernos del diablo! -gritó de pronto el valentón-. ¿Sabes, camarada Tristán, que tienes un vino bastante triste?

El aludido, al escuchar esto, levantó la cabeza, y después de contemplar algunos instantes al rufián, murmuró:

-Mis pensamientos me ponen triste, que no el vino.

-Hablas muy bien. Este vino es superior y hace el elogio del aprecio que nos profesa el buen tío Corneja. ¿Pero en qué piensas? Sepámoslo.

-Pienso en lo que soy y en lo que fui.

-Eres un sepulturero, oficio que es tan honrado como otro cualquiera. ¡Pues ahí es nada que digamos el que todos los vecinos de esta villa tengan que pasar necesariamente por tus manos y deberte el último favor!

-Por lo mismo, todos me miran con repugnancia.

-Porque te temen, lo mismo que a mí. ¿No ves que los dos somos ayudantes de la muerte? Tú entierras y yo mato.

-Y pensar que no hace muchos años yo era…

-¿Qué eras tú? Un hidalgüelo de escueta bolsa, que se pasaba los días componiendo versos a su amada y las noches cantando al pie de sus rejas.

-Era un hombre estimado y respetado por todos cuantos me conocían, y que podía ostentar el linaje noble y honrado de mis antepasados.

-Y ahora eres un sepulturero que cuentas con la amistad de hombres de mi prosapia.

-¡Ah! Entonces vivía….

-Te comprendo. Entonces vivía ella; más claro, tu amada; mejor dicho, tu Laura. ¿Crees, acaso, que yo desconozco algunos detalles de tu antigua vida?

-¿Qué es lo que tú sabes?

-Muy poco. Solo ha llegado a mis oídos que tú amabas a una tal Laura; que esta se murió, y que tú, desde aquel día, para estar más cerca de ella, te hiciste sepulturero. Y a propósito: ¿esto último es verdad?

-Y tanto.

-Pues no veo el motivo de semejante disparate. ¿Cómo diablos has de estar cerca de ella, si tu Laura estará ya hecha polvo y perdida entre la tierra del cementerio?

Tristán, al escuchar esto, sonrió compasivamente y murmuró con acento firme, casi al oído de Puñiferro.

-Laura me visita todas las noches.

-¡Ja, ja, ja! ¿Crees, amigo Tristán, que hablas con alguna vieja de esas que toman por verdad todo aquello que tiene algo de sobrenatural?

-Lo que te he dicho es cierto.

-No me basta con que tú lo asegures para creerlo.

-Pues acompáñame esta noche al cementerio y te convencerás.

-¿Quién, yo? ¡Estaría bueno! ponme en este instante una docena de hombres ante mí, y no temblaré un momento. pero no me digas que en una noche de Ánimas como esta te acompañe al cementerio, que me espeluzno. Eso queda para ti, que eres amigo de los muertos, pues te deben el favor de enterrarlos; mientras que, a mí, algunos de ellos solo me conocen por la punta de mi espada.

-Pues, entonces, déjame que te cuente mi historia, que solo conoces en muy pequeña parte, y en ese caso tal vez te convenzas.

-Eso es diferente. Cuenta cuanto quieras, que aquí estaré yo escuchándote hasta el día del juicio.

-Pues disponte a oír, sin que te pasme mi relato.

-Tengo el corazón algo duro para que me espante nada. Pero ante todo rocíate la garganta y después empieza.

II

El tío Corneja apareció en aquellos instantes en el umbral de una puertecita que comunicaba la taberna con los demás aposentos de la casa, armado de un colosal candil que colgó en la pared, y después de dar 1as buenas noches a sus dos parroquianos, fue a sentarse detrás del desvencijado mostradorcillo.

La luz, al difundirse por la estancia, bañó con sus rayos los rostros de Tristán y Puñifeno, que en aquellos instantes demostraban claramente el estado de sus ánimos.

El primero, con la mirada vaga y las cejas fruncidas, parecía recorrer con su imaginación el dilatado campo del pasado, mientras que el segundo aguardaba impasible que su amigo comenzase la relación.

Por fin, después de algunos momentos de silencio, Tristán sacudió su cabeza como para salir de aquel ensimismamiento, y comenzó a hablar de esta manera:

-Hace pocos años (como tú has dicho muy bien), era yo un hidalgo de bolsa escueta, aunque de preclaro linaje, y muy bien podía considerarme como el hombre más feliz del mundo.

Laura, la joven más hermosa de la villa, me amaba tanto como yo a ella (y eso que mi amor bien podía colocarse entre las más celebradas pasiones), y por mí, solamente por mí, desdeñaba a los numerosos adoradores que sin tregua la asediaban con declaraciones, billetes y serenatas.

Ahora te relataría a grandes rasgos la felicidad de que entonces gozaba, si no fuera porque a ti te es por completo indiferente cuanto podría decirte.

Aquellas entrevistas amorosas a través de sus rejas y a la luz de blanca luna, aquellos suspiros apasionados, aquellos crujientes besos; todo, todo lo oirías de mi boca si no fuera porque eres un hombre incapaz de comprender otras cosas que no sean pendencias y villanías.

No te formalices, Puñiferro. ¿A qué esos gestos, si sabes que los dos nos conocemos?

Como te he dicho antes, ninguno de los detalles de aquella época feliz te interesan, ni es fácil que los comprendas, y por lo tanto te hago gracia de ellas.

¿Te imaginas tú el cielo cayendo en estos instantes sobre nosotros? ¿Comprendes tú el aire convirtiéndose en fuego y los ríos llameando como lava hirviente envolviéndonos en sus ondas? ¿Comprendes tú el punzante frío transformándonos en estatuas de hielo? Pues todas estas impresiones fueron las que yo sucesivamente sentí el día en que supe que Laura, mi adorable Laura, acababa de morir.

Cuando recuerdo aquel fatal instante, todavía parece que se reproduzcan en mi alma.

Muerta, ¡Dios mío! Muerta cuando yo soñaba en un porvenir radiante de felicidad, cuando ella solo consistía mi dicha, cuando ella era todo mi encanto y yo solo vivía para ella.

Al suceder tales cosas, se duda de Dios, de ese Dios que en algunas ocasiones se muestra tan injusto y desalmado. Pero… ¿qué es lo que digo? Los dolorosos recuerdos, al agolparse en mi mente, me hacen proferir palabras de las que luego me arrepiento y de las cuales es autora mi desesperación.

-¡Alto! -dijo al llegar aquí puñiferro, con acento sentencioso. No te exasperes, la vida es corta y es preciso marcharse al otro mundo con el mayor bagaje de alegrías posible. Bebe hasta que quede vacío el jarro, y después continúa.

Tristán cumplió el consejo del valentón, y luego dijo, un poco más calmado:

-Todavía parece que veo a mi Laura tal como estaba antes de que la llevasen a enterrar. Sus ojos, aquellos ojos en el fondo de los cuales tantas veces había visto reproducida mi imagen, estaban velados por las sombras de la muerte, y el color carmesí de sus labios había huido para siempre. Su pálida frente ostentaba una corona de blancas rosas, y su cuerpo estaba envuelto en albas vestiduras. ¡Dios mío! ¡Cuán hermosa estaba aun después de muerta! Vestida de esta manera es como se me aparece todas las noches.

Al oír esto, Puñiferro sonrió incrédulamente y fue a hablar, pero el sepulturero le atajó, diciéndole:

-No te rías. ¿Qué motivos tienes para dudar de mis palabras? Sigue escuchando y te convencerás.

Laura murió, como ya sabes, dejándome en el mayor desconsuelo. A pesar de todo, tuve el valor de acompañar su féretro al cementerio y contemplé impasible, en apariencia, a la luz del vespertino crepúsculo, cómo mi antecesor en el oficio bajaba a la tumba a mi amada. En aquellos instantes, el sucio enterrador me pareció el ser más repugnante del mundo. Aquel hombre cantaba indiferente mientras enterraba mis esperanzas e ilusiones.

¿Quién me hubiera dicho a mí que pasado algún tiempo tenía que hacer lo mismo, y por lo tanto ser odioso a los ojos de los demás? Cuando salí del cementerio puede decirse que traspasé la valla divisoria de dos diferentes partes de mi existencia. Desde aquel día busqué el olvido, o mas bien dicho, la muerte de mi alma en el juego, los placeres y las pendencias, y al poco tiempo me convertí en el hombre más depravado que escandalizaba la villa con sus actos. Entonces fue cuando te conocí a ti y a otros muchos, poco más o menos de tu categoría. Pasó bastante tiempo sin que volviese por el cementerio, en el cual dormía mi Laura el sueño de Ia muerte. Cuando de vez en cuando asaltaba su recuerdo mi memoria, lo ahogaba en el fondo de las botellas, y seguía impertérrito el camino de la disipación.

Pero llegó un día en que el exiguo caudal que tenía de mis padres se agotó, y entonces vacilé ante el porvenir. Afortunadamente aquel día pasé por la puerta del cementerio, y a1 verlo entreabierto penetré en él. Allí, y junto a una de las tapias, recubiertos sus brazos por verdes enredaderas, se levantaba una cruz de piedra, en la cual se leía el nombre de mi amada. A la vista de aquel rústico sepulcro se agolparon en mi alma los recuerdos de otras épocas, sentí que una ola se subía hasta mis ojos y regué con mis lágrimas la tierra que envolvía los despojos de mi amada. Al llorar, sentí un goce inexplicable, una sensación extraña, debida no sé si al desahogo de mi alma o al encontrarme cerca de mi Laura.

En aquel momento hubiera yo querido morir para poder descansar eternamente junto al sitio que ocupaba el cuerpo de mi antiguo amor. En aquel lugar me sentía yo feliz.

El cielo pareció oír mis súplicas, y favoreció mis deseos, aunque no por completo, proporcionándome un medio de permanecer en el cementerio como formando parte integrante de él.

Aquel maldito viejo que, como antes te he dicho, cantaba al dar sepultura a mi Laura, acababa de morir, y me resultó fácil lograr el vacante empleo de enterrador.

El pueblo todo se escandalizó al ver que un hidalgo de mi clase abrazaba tan despreciativa profesión, y no faltó quien dijo que más valía acabar en sepulturero que en racimo de horca.

Pero yo callé ante tantas murmuraciones, y con mi azadón al hombro y el alma llena de una melancolía no exenta de placer, me puse en camino del cementerio, ansioso de recostarme junto a la tumba de Laura y contemplar la tierra que cubría sus huesos. Todavía recuerdo, hasta en sus menores detalles, el día, o más bien dicho, la noche (pues el sol acababa de desaparecer), en que comencé mis funciones.

En el espacio se disipaban los últimos rayos de luz. Sobre el azulado cielo comenzaban a brillar algunas estrellas en derredor del brillante lucero de la tarde, y allá por el oriente iba apareciendo poco a poco una luna de color sanguinolento y descomunal tamaño.

Los fúnebres cipreses agitaban sus altas copas a impulsos del viento, produciendo una armonía lúgubre propia de un cementerio, y en todo este comenzaba a reinar esa atmósfera indescriptible que siempre rodea lo sobrenatural.

La gótica iglesia, a la cual está adosada el cementerio, parecía proteger a este con su inmensa mole, y su elevado campanario comenzaba a proyectar su sombra sobre el suelo sembrado de fosas abiertas, blancas tumbas y negruzcas cruces.

Al entrar arrojé mi azadón en el suelo y fui a colocarme junto a la tumba de Laura, en el mismo instante en que en el campanario de la iglesia sonaba dulce y melancólico el toque del Avemaría.

No sé si la hora o el lugar, o los sonidos de la campana, influyeron en mi alma. Lo cierto es que en aquel momento vi pasar ante mi memoria mi borrascosa vida, y me arrepentí de mis escándalos, de mis vilezas y de las estocadas que en más de una ocasión había dado a mis compañeros.

-¡Por los cuernos del diablo! -gritó Puñiferro al llegar a este punto-. ¿Sabes, compadre Tristán, que eso que cuentas es muy digno de oírse? ¿Tú, arrepentido? ¡Ja, ja, ja! Prosigue, hombre que te escucho con mucho gusto. Así como así sabes contar las cosas tan por sus pelos y señales, que da placer oírte.

-Tú eres un miserable incapaz de comprender la mayor parte de mi relato; pero no importa, a pesar de todo, sigue escuchando. No sé cuánto tiempo permanecí contemplando internamente aquella revista retrospectiva de mi vida; lo que sí puedo decirte es que, cuando volví en mí, la noche había comenzado a reinar, y la luna reflejaba sus rayos en la alta veleta del campanario. Cuando por las noches has cruzado tu algún bosque, ¿no has creído ver surgir (tal vez a influjos del astro de la noche), de entre los troncos de 1os árboles, un confuso tropel de blancas sombras tan indefinibles como delirios?

Pues así vi yo brotar sobre la tumba de Laura una sombra no indefinible, sino igual en rostro y figura a mi amada, y de la cual emanaban unos efluvios que me embriagaban.

Febril y delirante, tendí los brazos hacia ella, pero solo encontré el espacio y el convencimiento de lo intangible de aquellas divinas formas que parecían huir de mis caricias.

Como las inimitables melodías del ruiseñor, como el dulce susurro de las aguas, así sonaron en mi oído un sinnúmero de frases que, saliendo de aquella boca, repercutían en mi corazón para perderse en mi memoria.

¿Qué me decía? No lo sé. Lo que solamente puedo decirte es que todos los placeres de la tierra no podían darme juntos tanta felicidad como aquellas palabras que en fantástica cadencia sonaban junto a mi oído, vagas y sin expresión.

Y tanta era mi dicha y tanto lo que gocé escuchando aquella voz que las horas transcurrieron tan rápidas, que cuando apenas creía pasados algunos momentos, vi que el horizonte comenzaba a teñirse con la blanca luz de la aurora, cuyos rayos disiparon 1a fantástica figura de Laura.

Desde entonces ninguna noche dejé de ir al cementerio, y, para evitar murmuraciones, contesté a todos cuantos me preguntaron, diciendo que me acostaba en un ataúd vacío, bajo el cobertizo que hay sobre la puerta que da a la parte interior.

Aquella mansión de la muerte es el palacio de mi dicha.

Allí gozo del amor de mi adorada que se sustrae, solamente por mí, de los brazos de la muerte que tan traidoramente me la robó.

Hace ya dos años que todas las noches acudo puntualmente al cementerio, y allí pasan para mí las horas entregado a un placer sobrenatural e inexplicable, que cada vez rompe más los vínculos que me unen a esta tierra.

-¿Y por qué estás aquí esta noche en la taberna y no acudes a la cita de tu hermosa difunta? -dijo Puñifeno.

-¡Oh! Esta noche es muy diferente a las otras. Es la de las Ánimas.

-¡Bien! ¿Y qué le importa eso a un hombre que, como tú, pasa tan tranquilo las noches en el cementerio?

-Esta es muy diferente. En noches como esta, cuando el reloj de la iglesia da las nueve, todos los muertos abandonan sus tumbas y se desparraman por el pueblo hasta las doce, hora en que vuelven a tenderse sobre la tierra.

-¿Y has visto tú eso alguna vez?

-Sí, hace dos años acudí, como siempre, al cementerio, sin pensar que era la noche de las Ánimas, y vi cómo la tierra se abría por cien lados, y los muertos, envueltos en blancos sudarios, salían de sus tumbas y se alejaban de mí con paso reposado.

-¿Y no te dijeron nada?

-Nada; pero te aseguro que a pesar de que mi continuo trato con ellos me ha curado de espanto, no me quedaron muchas ganas de volver al cementerio en tal noche.

-¡Ba! Compare Tristán, estás borracho como una cuba y pretendes hacerme creer todas las mentiras que ahora acuden a tu magín.

-¿No crees acaso lo que te digo?

-No. Tus nocturnos amoríos con Laura son una cosa que no puedo creer, ni tampoco que hayas visto a los muertos salir del cementerio en noches como esta.

-¿Entonces por qué temes el venirte allí conmigo?

-Eso yo me lo sé.

-Y yo también. Porque tú no tienes ese valor frío que yo poseo, porque tú solo sabes andar a estocadas con vivos, y no te crees capaz de pasar una noche con los muertos.

-Ni tú tampoco esta noche.

-Acompáñame y verás.

-¡Por Cristo! Eso es tentar al diablo.

-Ya se cumple lo que acabo de decirte. Eres cobarde ante las cosas del otro mundo.

-¡Yo cobarde! ¿Sabes lo que has dicho? ¡Yo cobarde! ¡Eh! Tío Corneja, tabernero del demonio, traednos al instante un jarro de vino, el más grande que tengáis.

Momentos después, el panzudo tabernero dejaba sobre la mesa un jarro más que regular, cuyo contenido redujo a la mitad Puñiferro con un par de tragos.

-Bebe tú ahora, Tristán -añadió el valentón-. Bebe pronto y vámonos al cementerio. Quiero demostrarte que a un hombre como yo no se le llama tan impunemente cobarde.

-¿Estás dispuesto a acompañarme? -preguntó Tristán con extrañeza.

-Sí, ¡fuego de Dios! Te acompañaré hasta el infierno para que te convenzas de mi valor.

-Pues en marcha -dijo el sepulturero, después de dar cuenta del resto del jarro.

Y a los pocos momentos los dos compadres, apoyándose el uno en el brazo del otro, salieron de la taberna con no muy firme paso, al mismo tiempo que el tío Corneja murmuraba:

-¡Valiente borrachera llevan los mocitos! Que el diablo cargue con ellos y los guíe camino del infierno para descanso mío y de la villa entera. Pero preparémonos a cerrar, que esta noche no es como las otras, y anda cada cosa por esas calles capaz de asustar al mismo miedo. Así como así la taberna está desierta.

Momentos después, el tabernero cerraba la puerta de su establecimiento, y el callejón en que esta estaba situado quedaba tan oscuro como solitario y silencioso.

III

A la mañana siguiente aparecieron en el cementerio los cadáveres de Tristán el sepulturero y su compadre Puñiferro.

Ni la más leve herida se notaba en sus cuerpos, y bien se dejaba ver que su muerte no era debida a mano humana.

Todos los habitantes de la villa sintieron interés por dar en la clave de aquel misterio, y no faltaron viejas devotas que fueron de puerta en puerta buscando deseadas noticias.

Pero el único que pudo darlas un poco satisfactorias para los curiosos, fue un tal Lechucillo, acólito sagaz y apicarado, que tenía su dormitorio en un cuchitril abierto en los muros del campanario.

El rapaveias declaró que al dar la medianoche había visto en el cementerio, a través del tragaluz de su tugurio, un espectáculo que le heló la sangre de espanto.

Todos los muertos, envueltos con sus blancos sudarios y cogidos de los haces de huesecillos que componían sus manos, formaban un gran círculo, agitándose sin parar y dando furiosos saltos que hacían crujir las junturas de sus tibias.

En el centro del círculo vio también el acólito, a pesar de la oscuridad, a Tristán y a Puñiferro que estaban próximos por el aturdimiento que les causaba aquella danza macabra, si bien el valentón esgrimía furiosamente su tizona contra el escuadrón de sobrenaturales seres, aunque sin resultado alguno.

Esta fue la relación del llamado Lechucillo y que todos acogieron como verdadera, juzgándola como muy digna de ser contada en las noches de invierno.

A Tristán, por una casualidad, lo mismo que al valentón, lo enterraron junto a la tumba de Laura.

El sepulturero que sucedió en el cargo al infortunado amante, no vio nunca que la hermosa muerta saliese de la tierra, a pesar de que en más de una ocasión se quedó a dormir en el cementerio.

Bueno será advertir que al nuevo enterrador le gustaba (cosa rara) poco el vino, y por lo tanto no era asiduo parroquiano del tío Corneja.

*FIN*



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