Tu mínima mortaja puede cubrir mi rostro cuando muera;
tu mínima mortaja movida por el soplo
de la brisa, hoja seca.
Toda la sangre humana, todo el amor y el odio
caben en la columna vertebral que atraviesa
tu leve cuerpo dócil que hoy vaga sin reposo;
toda la sangre humana y el dolor, hoja seca.
Porque todo se vuelve nubecilla de polvo
después de haber salvado la carne y la osamenta.
Así, cuando mi rostro, que hoy es ávido insomnio,
se libere del cráneo que en su máscara encierra,
y entregue al aire el cáliz de su último despojo
y se expanda en delgada voluta polvorienta,
llueve sobre mi ausencia con el último otoño
que humedezca mis pardas cenizas en la tierra;
ven a mí, en la caída vesperal y el sollozo
de las últimas lluvias que inunden mi corteza.
Desciende de aquel tilo familiar, de aquel olmo
en que dejó mi mano, mortal, profunda huella.
Cuando de mis mejillas fugaces y mis ojos
quede apenas la franja de lo humano y la estela
de un gesto, de una risa, de una mano, de un torso
febril, de una cabeza;
cuando sólo perdure la orilla de un escombro
y un nombre entrando al reino frutal de la leyenda,
permite que mi sombra duerma el sueño más hondo,
ese sueño que en auras inefables despierta,
bajo tu blanda toca tutelar o tu embozo
vegetal, hoja seca.
¡Qué grande hoy mi presencia, frente a ti, a quien invoco!
Mañana, bajo tu alda virginal, ¡qué pequeña!
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