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Un caso de longevidad

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

Amigo lector: Habrás oído alguna vez decir, y sí no lo oyes ahora, aquello de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su suelo después de muerto». Pues bien, voy a contarte el origen de dicho decidero.

Don Anastasio Gómez Cid fue durante muchos años catedrático de Psicología, Lógica y Ética en el Instituto de Renada. Había sido condiscípulo de Aquiles Zurita, cuya melancólica historia y habilidad para conocer el pescado fresco sabemos todos los españoles gracias al inolvidable «Clarín».

Don Anastasio Gómez Cid tenía un tan fino sentimiento ingénito de la verdadera nobleza que huyó siempre, como de la acción de peor gusto, de distraer sobre sí la atención de sus conciudadanos. Sabía, no sabemos si gracias a su psicología, lógica y ética académicas, que la verdadera distinción consiste en no pretender distinguirse. Cumplía estrictamente su deber; pero sin jactancia ni ostentación algunas, y muy de tarde en tarde, de años a brevas, publicaba en El Cronista, de Renada, algún articulillo sobre antigüedades de la ciudad ilustre y siempre noble y fiel. Como en su ética enseñaba que el hombre debe cultivar asiduamente sus sentimientos de sociabilidad iba, para predicar con el ejemplo, todas las tardes al Centro de Ganaderos y Labradores a echar su partida de tute.

No pareció irle muy bien a don Anastasio en su vida; privada, por lo menos a juicio de sus convecinos. Quedose viudo muy joven, y de una mujercita que le salió algo casquivana, y le dejó una hija paralítica y un hijo haragán de nacimiento.

Víctor, el hijo de don Anastasio, era una asombrosa y fertilísima inteligencia para no trabajar. «Tú -solía decirle su padre- con tal de no trabajar eres capaz de pasar toda clase de trabajos». A lo que contestaba el mozo: «Puede ser; pero es peor lo que te he oído decir muchas veces y es que hay quienes por adquirir honores pierden el honor». «Yo no sé, yo no sé -acababa siempre diciéndole el padre- lo que va a ser de vosotros dos cuando yo me muera; ella, la pobre Ángela, paralítica de cuerpo, y tú de alma…». «No tengas cuidado, padre, que ya me arreglaré yo para que no te mueras; siquiera por hacer honor a tu nombre».

Pasaban los años, iba don Anastasio envejeciendo sin que nadie, ni él mismo, lo notara, pues parecía un hombre plantado en lo que se llama cierta edad, y Víctor, su hijo, sin haber querido seguir carrera alguna. No era más que miembro del comité del partido progresista, y cuando había elecciones, notabilísimo muñidor electoral y hombre de un ingenio fertilísimo para tales lides. Todos los que aspiraban a diputados por el distrito de Renada y todos los que lo habían sido le consideraban grandemente. Por su habilidad técnica electorera en primer lugar, y por su haraganería también, que admiraban sin reserva.

Un día el pobre don Anastasio sufrió un ataque de apoplejía que le tuvo a las puertas de la muerte. Salió de él, pero completamente incapaz, no ya para todo ejercicio, mas ni aún para explicar psicología, lógica y ética. «¿Lo ves? ¿Lo ves?», le decía balbuciendo y con lengua estropajosa a su hijo. «No, si no veo nada -le contestó Víctor-; le he dicho que no le dejaré morir mientras yo viva y cumpliré mi palabra. Es palabra de vocal del Comité progresista».

En cuanto Víctor vio que su padre se quedaba inútil para todo trabajo y a la vez para su cátedra, le trasladó, con toda la familia, a una casita de campo de extramuros de Renada, donde tenían un pequeño jardín en que alguna vez se entretenía en cavar el haragán, ya que ese esfuerzo no lo reputara trabajo. La familia se componía de don Anastasio, su hija Ángela, la paralítica, Víctor y una criada de servicio con la que éste andaba enredado en torpes tratos. Allí apenas entraba nadie, sino muy raras veces un médico, compañero progresista. A don Anastasio no le veían más que los de la casa. Pasábase casi todo el día en la cama, alelado excepto a las horas de sol, en que le bajaban un rato al jardincillo. Y al cabo de un año, ni esto.

Víctor se arregló, gracias a sus relaciones políticas, para que su padre cobrara todo el sueldo sin ganarlo. El procedimiento fue de una sencillez admirable, y consistió en incoar el expediente de jubilación del inválido don Anastasio y hacer luego que lo detuvieran, dándole carpetazo en el ministerio. Las nóminas las firmaba el mismo Víctor con el nombre de su padre -no a nombre de él, pues decían ser ilegal-, al principio tratando de imitar la letra, pero muy pronto sin tomarse este trabajo. Aunque para nuestro haragán electorero no era trabajo lo de ponerse a contrahacer letras ajenas. Cuando le preguntaban por la salud de su padre contestaba: «Mal, mal, cada vez peor; eso es incurable, pero va a durar mucho… mucho… mucho…».

Un día hizo llevar Víctor a su casita una buena provisión de madera. Le había dado por la carpintería. Proponíase construir muebles para su propio uso, que si fuese para ganarse la vida con ello no lo habría hecho. Y una noche se entretuvo en enterrar en un gran foso que cavó en un rincón del jardincillo una gran caja. Dentro de ella iba el cadáver de su padre, que se extinguió el día antes. No pudo su hijo, a pesar de sus buenos deseos, alargarle más la vida.

Con una habilidad tan grande como la que desplegaba en las luchas electorales, logró Víctor mantener oculta la muerte del psicólogo, lógico y ético oficial de Renada. Verdad es que los únicos que podían ser cómplices de la piadosa superchería eran una pobre paralítica, una criada de todo servicio con aspiraciones a ama legal de la casa, y el médico progresista compañero de corroblas de Víctor. Y éste, cuando le preguntaban por su padre, respondía invariablemente: «Ahora está menos mal, no sufre; pero incurable del todo. ¡Y así va a durar mucho, pero mucho!». E invariablemente firmaba, con el nombre de su padre, la nómina.

Y duraba, duraba el podre don Atanasio. Cumplió en el padrón municipal y en el escalafón de Institutos los noventa años, y su ya casi olvidado expediente de jubilación se había perdido real y definitivamente en el ministerio… Es lo que ocurre con lo que se deja dormir, y es que al fin se muere de veras.

Los convecinos del difunto don Atanasio, aunque casi tan difuntos como él, sorprendíanse de su longevidad, y cuando le hablaban de ella a su hijo, respondía éste: «En rigor no vive ya hace años; existe. Lo único que hace es firmar». «¿Pero firma?», le preguntaban. Y él muy serio: «Sí, llevándole yo de la mano». Y cuando su amigote el médico progresista, sabedor del embuste, le manifestaba terrores de que se descubriese al cabo la superchería: «Quítate, hombre -le contestaba-; aquí no se descubre nada, y además, si fuese mi padre el único difunto que cobra… Y a mí, que he hecho votar a tantos difuntos para sacar adelante a los candidatos del gobierno, no tiene éste derecho a privarme de mi difunto padre». Y llevaba razón.

Como el don Atanasio oficial, el del escalafón, se iba acercando a los cien años, los renatenses, y, sobre todo, los que habían sido discípulos del consecuente psicólogo, lógico y ético, se propusieron celebrar su centenario. Desfilarían ante el lecho del anciano, aunque éste no se enterara de ello. Víctor lo aceptó. Pensaba hacer un muñeco, de rostro y manos de cera, darle el mayor parecido posible con su padre y tenderlo en la cama. Sería un golpe maestro de audacia y de habilidad, algo que coronaría su fama de diestrísimo agente político. Llegó a entusiasmarse con la idea. Y él mismo, así como construyera antaño la caja en que enterró a su padre, se puso a modelar en cera y a pintar luego el rostro y las manos de él. Para ahorrarse trabajo le supuso calvo del todo y afeitado, resolviendo así el problema del pelo, que podía haberle llevado a abrir los ojos de sus convecinos. Y conforme avanzaba en su trabajo, él, el haragán, se entusiasmaba con las aptitudes de retratista modelador, casi de escultor, que descubría en sí. «Tendré que dedicarme a la escultura si al fin tengo que dar a mi padre por muerto», pensó. Porque lo de la política no andaba ya muy bien.

Mas he aquí que cuando apenas faltaban cuatro meses para el día del centenario de don Anastasio y Víctor tenía terminada la efigie de la ceremonia, una pulmonía se llevó al piadoso hijo, fiel guardador de la memoria y de los sueldos de su padre. Y entonces, al saberse la superchería estalló primero una colectiva exclamación de admirativo asombro, celebraron todos la talentuda travesura y la genial osadía del gran Víctor Gómez, y dieron luego todos en decir que habían estado en el secreto y que no fueron engañados. Había un pobre mozo que aspiraba a la cátedra de don Atanasio y que también se creyó obligado a fingir que estuvo en el secreto, y cuando le argüían de cómo se callara, decía: «Era mi maestro y le debía respeto; le debía respeto aun más después de muerto… Por otra parte, aspiro yo también a llegar y si puedo a pasar de los cien años, y hoy por ti y mañana por mí». «Pero, ¿y si no tienes un hijo que te defienda así?…», le objetaban.

«¡Es verdad… es verdad!…».

En Renada produjo hondísima admiración el caso, pero en el ministerio no la produjo. El expediente de jubilación fue imposible hallarlo. Y ya, ¿para qué?

He aquí, amigo lector, el suceso que originó la frase desde entonces famosa en Renada, y que acaso haya llegado a tus oídos, de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su sueldo después de muerto». Y si eres, lector, tan cándido que crees que este relato, no sólo no es verdadero, sino inverosímil, te digo que no sabes una jota de nuestras castizas costumbres administrativas.

*FIN*


Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 22-I-1917


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