Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Un cobarde

[Cuento - Texto completo.]

Edith Wharton

1

—Mi hija Irene —comentó la señora Carstyle haciendo rimar el nombre con « tureen»— no ha gozado de oportunidades sociales, pero si el señor Carstyle hubiese optado… —Se interrumpió para mirar alusivamente el raído sofá que se encontraba frente a la chimenea como si se tratara del propio señor Carstyle. Vibart se alegró de que no fuese el caso.

La señora Carstyle era una de esas mujeres que vulgarizan lo elegante. Se refería invariablemente a su marido como «el señor Carstyle», y aunque sólo tenía una hija se cuidaba mucho de designar siempre a la joven por su nombre. Durante el almuerzo se había explayado a gusto sobre la necesidad de una mayor altura de miras en lo relativo a influencias y aspiraciones, alternando la conversación con sus excusas por el cordero reseco y fingiendo sorprenderse de que la criada (desconcertada a su vez) se hubiese olvidado de servir el café y los licores, «como siempre».

Vibart casi se arrepentía de haber ido. La señorita Carstyle seguía siendo preciosa, casi tan preciosa como la primera vez que la vio, hacía sólo dos días, enmarcada en el exuberante escenario de una de esas reuniones campestres tan habituales en el mes de junio.

Pero las declaraciones y comentarios de su madre devaluaban la belleza de la joven de la misma forma que las señales de tráfico arruinan la armonía de un bosque. La mirada de la señora Carstyle viajaba de manera compulsiva de su hija hasta Vibart, como un taxi vacío en busca de pasajeros. La señorita Carstyle, concluyó el joven, era la clase de chica que resultaba irremediablemente eclipsada por su entorno. ¿O era quizá que la señora Carstyle tenía ese tipo de personalidad que colorea a cuantos se encuentran a su alcance? Sopesando aquella alentadora posibilidad desde su extremo de la mesa, Vibart acabó por convencerse de que, en cualquier caso, la dama había fracasado rotundamente al intentar colorear al señor Carstyle. Sin lugar a dudas, aquello obedecía a que, más bien, había logrado decolorarlo por completo. El señor Carstyle era de por sí bastante incoloro, tanto que resultaría imposible adivinar su tono original. Si de algún modo había llegado a afectarle el carácter de su esposa, había sido negativamente: no se había disculpado por el cordero y, tras el almuerzo, se había retirado sin molestarse en aparentar que aguardaba la llegada del café y de los licores de sobremesa. Por otra parte, sus parcas contribuciones a la conversación mantenida durante el almuerzo no estuvieron orientadas hacia abstractas consideraciones sobre la vida. Mientras le observaba alejarse, con el paso ligeramente escorado y un encorvamiento que sugería el hábito de esquivar misiles, Vibart, que todavía estaba en edad de hacer cábalas, se sorprendió a sí mismo especulando sobre el sentido que podría tener la vida para alguien que a todas luces se había resignado a viajar con el viento a la espalda. Así pues, la referencia de la señora Carstyle a la falta de oportunidades de su hija (alusión hecha mientras Irene buscaba por toda la casa un cigarrillo que no acababa de encontrar) resultó de una exactitud que no se correspondía precisamente con la intención con que se había formulado.

—Si el señor Carstyle hubiese querido —repetía aquella señora—, habríamos tenido nuestra casa en la capital (en ningún momento empleó el vulgar sustantivo «ciudad»), e Irene podría haberse codeado con la sociedad que yo frecuentaba a su edad. —Y con un sentido suspiro vino a enfatizar aquel tiempo remoto en el que los jóvenes hacían cola al mediodía con el único propósito de visitarla.

Dicho suspiro atrajo la mirada de Vibart, y aquella mirada le llevó a la penosa conclusión de que, a decir verdad, Irene se parecía a su madre. Indiscutiblemente, no era la mustia rama paterna la responsable de la linda floración de la joven: era la señora Carstyle quien había aportado los toques definitivos a aquel lienzo.

La señora Carstyle interceptó su mirada y se la apropió con cierta complacencia de beldad suplente. Era consciente de la importancia de su propio aspecto personal para garantizar que Irene llegase a ser una mujer distinguida.

—Pero tal vez —continuó la dama retomando el hilo de sus divagaciones— haya oído hablar de la peculiar extravagancia del señor Carstyle. Él ya sabe que así la denomino yo, por decirlo de forma caritativa. —Dirigió una gélida mirada al raído sofá y otra rebosante de indulgencia al joven sentado en una esquina del mismo—. Puede parecerle extraño, señor Vibart, que, teniendo en cuenta que nos conocemos desde hace tan poco tiempo, le haga estas confidencias, pero, no sé por qué, no puedo evitar considerarle ya un amigo. Creo en las simpatías instintivas, ¿usted no? Nunca me han defraudado…

—Entornó los párpados durante la fugaz retrospección—. Y, además, siempre le digo al señor Carstyle que en este tema jamás me andaré con tapujos. Soy inexorable en lo que a la verdad se refiere, y considero mi deber hacer saber a mis amigos que nuestro austero estilo de vida es por pura elección…, por elección del señor Carstyle. Cuando me casé con el señor Carstyle lo hice con la esperanza de residir en Nueva York y de disponer de mi propio carruaje. Y la verdad es que no hay ningún motivo para que no lo hagamos… No hay motivo, señor Vibart, para que nuestra hija Irene se haya visto privada de las ventajas intelectuales de los viajes al extranjero. Deseo dejar esto bien claro. Es únicamente por libre decisión de su padre por lo que Irene y yo hemos vivido recluidas en los estrechos límites de la sociedad de Millbrook. No me quejo en lo que a mí respecta. Si el señor Carstyle elige anteponer a los demás a su propia esposa, no le corresponde a esta lamentarse. Puede incluso que su punto de vista sea noble…, quijotesco. No me permito opinar sobre eso, aunque otros consideran que sacrificar a la propia familia para favorecer a extraños es violar las normas más sagradas de la vida doméstica. Así lo creen mi director espiritual y algunos amigos íntimos. Pero, como suelo decirles a todos ellos, no pido nada para mí. En lo que concierne a mi hija Irene el asunto es diferente…

Fue un alivio para Vibart que en aquel preciso instante la reaparición de Irene interrumpiera la perorata de deber moral de la señora Carstyle. Irene había sido incapaz de encontrar un cigarrillo para el señor Vibart, y su madre, derrochando boba incongruencia, sugirió que en tal caso sería preferible que la joven le enseñase el jardín.

La casa de los Carstyle se ubicaba a escasos metros de la calle adoquinada de Millbrook y su jardín era minúsculo, salvo que, según parecía ser la intención de la señora Carstyle, uno acabase midiéndolo en función de los encantos de su hija. Tan notables eran estos que para cuando Vibart se dio cuenta de las limitaciones de la propiedad de los Carstyle, ya había recorrido media docena de veces, y de arriba abajo, la distancia entre el porche y la cancela. Sólo cuando Irene le acusó de ser un cínico, y tras confesarle que «las chicas» estaban furiosas con ella por haber permitido que él la acaparase tanto tiempo durante la reunión campestre en casa de su tía, reparó el joven en la angostura de su entorno. Con ligera irritación observó también el perfil indiferente del señor Carstyle, inclinado sobre un periódico al otro lado de una de las ventanas inferiores. Para Vibart lo normal habría sido que, mientras simulaba leer la prensa, el señor Carstyle hubiese contado el número de veces que su hija recorría con su acompañante el trayecto comprendido entre los setos de lilas. Por algún motivo difícil de precisar, le contrariaba más la desentendida vigilancia del señor Carstyle que la deliberada desaparición de la señora Carstyle. Para quien trata de agasajar a una chica atractiva la proximidad de un espectador neutral resulta a veces más desconcertante que la más flagrante connivencia. Y algo en la expresión del señor Carstyle delataba su cándida impasividad ante el ir y venir de Irene.

Cuando la cancela se hubo cerrado por fin tras Vibart, éste fue consciente de que su curiosidad por los Carstyle había desplazado su epicentro de la hija al padre. Acostumbrado como estaba a sorpresas emocionales de esta índole, había adquirido la habilidad de sacar partido de lo que pudiese surgir de ellas.

 2

Los Carstyle pertenecían al Millbrook de las fábricas de papel, de los funiculares, de la pavimentación de calzadas, de las obras caritativas y demás actividades sociales que se sucedían a lo largo del año, mientras que la señora Vanee, la tía en cuya casa se alojaba Vibart, constituía un ornamento más de la colonia de veraneantes que desplegaba sus residencias de campo por entre los cerros circundantes. Pese a ello, la señora Vanee no tuvo dificultad alguna para satisfacer la curiosidad que las enigmáticas palabras de la señora Carstyle habían despertado en el joven. La señora Carstyle prefería desahogar su inmoderada franqueza con los tradicionalmente conocidos como «veraneantes»: no iba a tolerar que nadie en un radio de diez kilómetros de Millbrook dispusiera de carruaje sin dejar claro que también ella estaba en situación de poder permitirse uno. La señora Vanee comentó entre suspiros que las reivindicaciones anuales de la señora Carstyle para despejar posibles dudas sobre su estatus social regresaban siempre con la misma puntualidad que los impuestos y el pago de la contribución.

—Querido mío, el asunto se reduce a lo siguiente: cuando Andrew Carstyle se casó con ella hace años (sólo Dios sabe por qué lo hizo, siendo él uno de los Carstyle de Albany y ella una de las hijas del viejo diácono Ash, del sur de Millbrook)… Bueno, pues cuando contrajeron matrimonio, él disponía de una pequeña renta, y supongo que la recién casada esperaba establecerse en Nueva York y convertirse en uña y carne de todo el clan Carstyle.

Pero ya fuese porque él se avergonzó de ella desde el principio o por cualquier otra razón inexplicable, optó por adquirir una casa en el campo, y allí se asentó de por vida. Durante unos cuantos años vivieron con considerable holgura… Ella disponía de un vestuario bastante elegante y siempre acudía en una victoria a visitar a los veraneantes. Más tarde, cuando la linda Irene tendría unos diez años, la muerte del único hermano del señor Carstyle reveló que se había apropiado de considerables fondos que tenía en fideicomiso.

Fue un asunto horrible: desaparecieron más de trescientos mil dólares y, naturalmente, la mayor parte pertenecía a viudas y huérfanos. Tan pronto como los hechos se hicieron públicos, Andrew Carstyle declaró que repondría lo que había sustraído su hermano.

Vendió su casa de campo y el carruaje de su mujer y se mudaron a la casita en la que viven ahora. Seguramente los ingresos del señor Carstyle no son tan grandes como le gustaría hacer creer a la señora Carstyle, y pese a que, según tengo entendido, destina cada año una considerable cantidad a satisfacer las deudas de su hermano, imagino que ésta tardará todavía algún tiempo en liquidarse. Para ayudarse un poco abrió un bufete (estudió Derecho en su juventud), pero aunque dicen que es un hombre inteligente, he escuchado que no le sobra el trabajo precisamente. Su carácter hosco y reservado intimida a la gente. Nadie cree en un hombre que no cree en sí mismo, y el señor Carstyle parece estar siempre espiando a través de una rendija de su celo profesional. A la gente no le gusta eso. A su mujer no le gusta. Creo que ella habría accedido a la venta de la casa de campo y del carruaje si él hubiese explicado abiertamente su postura, haciéndole comprender que de ese modo cumplía con su deber. Pero el hecho de que él se hubiese tomado el asunto a la ligera acabó por sacar a su esposa de sus casillas. ¿Qué objeto tiene realizar proezas como si fuese lo más sencillo del mundo? Compadezco a la señora Carstyle. Perdió su casa y su carruaje, y ni siquiera se le permitió ser una heroína.

Vibart había estado escuchando con atención.

—Me gustaría saber lo que piensa de todo esto la señorita Carstyle —murmuró pensativo.

La señora Vanee le miró con una maliciosa sonrisa:

—Y a mí me gustaría saber qué piensas de la señorita Carstyle —preguntó a su vez.

Su respuesta la tranquilizó:

—Creo que se parece a su madre —dijo él.

—¡Ah! —exclamó su tía en tono jocoso—. En tal caso no me veo obligada a escribirle a tu madre, y además ¡no hay problema en seguir invitando a Irene a todas mis reuniones!

La señorita Carstyle constituía un elemento esencial en el marco de las restringidas combinaciones sociales al alcance de una anfitriona de Millbrook. Resultaba muy útil contar con una belleza local durante las prolongadas recepciones de fin de semana, y la atractiva Irene solía ser ofrecida como asidua novedad a los huéspedes de la colonia veraniega víctimas del tedio.

Como había recalcado la tía de Vibart, Irene resultaba perfecta hasta que se ponía a flirtear. Y nunca flirteaba antes del tercer día.

Con semejante panorama, parecía natural que Vibart frecuentase la compañía de la joven y, sin darse apenas cuenta, se encontró en la anómala situación de pasar por pretendiente de la hija con objeto de congraciarse con el padre. La señorita Carstyle era guapa, Vibart joven, y los días se hacían eternos en la amplia y suntuosa casa de su tía. Pero era más bien el deseo de saber más del señor Carstyle lo que llevaba al joven a compartir tan asiduamente el churruscado cordero de aquel anfitrión. La imaginación de Vibart se conmovía al descubrir que, lejos de viajar con el viento a favor, aquel hombrecillo escorado afrontaba permanentemente un temporal doméstico nada desdeñable. El que el señor Carstyle hubiese querido saldar la deuda de su hermano le parecía al joven una hazaña más o menos comprensible, pero lo que en verdad se le antojaba modelo de un heroísmo sin precedentes era soportar que a dicha cantidad de dinero vinieran a sumarse de manera sistemática e incesante los recurrentes reproches sobre el insuficiente vestuario de Irene o las excusas por parte de la señora Carstyle en relación al cordero. El señor Carstyle era tan inaccesible como cualquier padre americano medio, y llevaba una vida tan ajena a la de las mujeres de su casa que Vibart encontró ciertas dificultades para atraer su atención. Para el señor Carstyle él sólo era uno más de los jovenzuelos de turno que merodeaban por la casa desde que Irene abandonase la escuela, y los esfuerzos de Vibart por desmarcarse de aquel abstracto concepto de pretendiente se veían entorpecidos por la alborozada asunción por parte de la señora Carstyle de que él y no otro era el pretendiente, así como por la naturalidad con que Irene se sentía destinataria de sus visitas.

Así las cosas y de un día para otro, Vibart percibió un sutil pero determinante cambio en la actitud de las señoras.

Irene, en lugar de andar acusándole de cínico y antipático, y de confesarse incapaz de creer cualquier palabra que él pronunciase, empezó a acoger sus comentarios con la anodina sonrisa que Vibart la había visto adoptar con los varones casados en las veladas en casa de su tía. Por su parte, la señora Carstyle, hablando por encima de la coronilla de Vibart como si se dirigiese a un interlocutor invisible pero claramente compresivo y empático, debatía la conveniencia de que Irene aceptase una invitación para pasar el mes de agosto en Narragansett. Cuando Vibart, en un acceso de audacia, se arrogó los derechos sobre aquel oscuro oráculo manifestando que unas semanas en la costa supondrían un beneficioso cambio para la señorita Carstyle, las señoras le miraron y rompieron a reír.

Fue justo entonces cuando, por primera vez, Vibart se sintió observado por el señor Carstyle. Estaban todos reunidos en torno a los restos de un almuerzo que concluyó su repertorio tras el estofado de ternera, lo cual dio pie a que la señora Carstyle volviese a lamentar la ineptitud de la pobre cocinera en cuestión de postres, especialmente cuando recibían invitados. El señor Carstyle, con las manos embutidas en los bolsillos y los enjutos hombros encorvados por el contacto con el respaldo de su silla, permanecía sentado contemplando a su invitado con una sonrisa de inequívoca aprobación. Cuando Vibart interceptó su mirada, dicha sonrisa se desvaneció, y el señor Carstyle, deslizando sus gafas sobre el puente de su fina nariz, se puso a mirar por la ventana como quien trata de disimular a toda costa. Pero Vibart estaba seguro de haberle visto sonreír: se había establecido entre él y su anfitrión una complicidad que el simulado desinterés del señor Carstyle no hacía sino corroborar.

Animado por dicho incidente, Vibart se presentó unos días después en la oficina del señor Carstyle. Para no suscitar suspicacia, el joven alegó que iba de parte de su tía para informarse sobre un asunto que la señora Vanee tenía pendiente con la compañía telefónica de Millbrook. Pero en realidad lo que le movía a hacer de intermediario no era sino la esperanza de retomar el contacto con el señor Carstyle en el punto en el que lo había dejado la sonrisa en cuestión. Vibart no se vio defraudado. En una deslucida oficina, con una única ventana que daba a una pared vacía, encontró al señor Carstyle, vestido con un abrigo de alpaca y leyendo a Montaigne.

Obviamente, ni se le pasó por la cabeza que Vibart hubiese ido a hablar de negocios y, por la complacencia con que fue recibido, el joven sintió como si le hubiese dado la oportunidad de decir la última palabra en una hipotética disputa conyugal de la que, para variar, el señor Carstyle hubiese salido airoso.

Una vez dirimido el tema legal, Vibart centró su atención en Montaigne: ¿conocía el señor Carstyle la colección de ensayos del joven fulano de tal? Había uno sobre Montaigne con un enfoque original, con una curiosa perspectiva. A Vibart le asombró comprobar que el señor Carstyle sabía quién era fulano de tal. Los jóvenes instruidos son muy dados a creer que sus mayores nunca pasaron de Macaulay. No obstante, el señor Carstyle parecía lo bastante familiarizado con la literatura moderna para no tomarla demasiado en serio.

Aceptó el ofrecimiento que le hizo Vibart de la colección de fulano de tal, admitiendo que su biblioteca personal no estaba precisamente actualizada.

Vibart salió de allí sumido en especulaciones. Regresó al día siguiente con la colección de ensayos. De forma tácita, quedó sobreentendido que podía acercarse cuando quisiera por la oficina para ver al señor Carstyle, cuyos compromisos legales no interferían seriamente con sus intereses literarios.

Durante una semana o diez días y siempre en presencia de Vibart, la señora Carstyle continuó dirigiéndose a su confidente ficticio para debatir el tema de la visita de su hija a Narragansett. Una o dos veces dejó caer Irene su insulsa sonrisa para dar a entender ante Vibart que no le importaba si iba o dejaba de ir. La señora Carstyle escogió un momento de têt-à-têt para confesarle que la pobre criatura detestaba la idea de marcharse, y que sólo lo hacía porque su amiga, la señora Higby, no dejaba de insistirle. Naturalmente, de no ser por las excentricidades del señor Carstyle, habrían tenido su propia residencia en la playa (en Newport, probablemente, pues la señora Carstyle prefería el postín de Newport) e Irene no habría tenido que depender de la caridad de sus amistades. Pero, tal como estaban las cosas, debían estar agradecidos por estas pequeñas muestras de generosidad, y verdaderamente la señora Higby era muy amable a su manera y, aun tratándose de Narragansett, gozaba de una buena posición social.

Tales confidencias pronto fueron sustituidas por diálogos entre madre e hija llenos de alusiones, cada vez más frecuentes, a los atractivos de Narragansett, a la popularidad de la señora Higby y al encanto de su casa. La señora Carstyle incluso llegó a hacer una referencia de pasada a la posibilidad de que, como siempre, se encontrase allí Hewlett Bain (¿no le había comentado la señora Higby a Irene que él estaría allí?). Dicha observación fue decisiva para hacer partir finalmente a la señorita Carstyle y dejar a Vibart en la grata compañía de su padre.

Vibart nunca había sido aficionado a las diversiones veraniegas de Millbrook. El compromiso familiar por el cual se veía forzado a pasar unos meses al año con su tía (la señora Vanee era viuda y sin hijos, y él desempeñaba el sacrificado puesto de sobrino favorito) confería también cierta sensación de obligatoriedad a las triviales ocupaciones con las que rellenaba su tiempo libre. La señora Vanee, pese a que confesaba sentirse sola cuando él se encontraba ausente, estaba demasiado ocupada con notas, telegramas e invitados yendo y viniendo como para otra cosa que no fuese dedicarle una apresurada sonrisa al verle o implorarle que llevase a dar un paseo en calesa a la chica más aburrida de sus reuniones (y, camino de Millbrook, ¿sería tan encantador de pasar un momento por el mercado para preguntar por qué no habían llegado las langostas?). Ni la casa en sí ni los invitados que iban y venían de ella como el público ajetreado de las estaciones de tren proporcionaban un instante de paz a sus pensamientos. Algunas casas resultan cómplices naturales: las paredes, las estanterías de libros, las propias sillas y mesas poseen la cualidad de la empatía. Sin embargo, los interiores de la señora Vanee eran tan impersonales como el escenario de un drama clásico.

Tales circunstancias favorecieron un asiduo intercambio de libros entre Vibart y el señor Carstyle. El joven se acercaba casi a diario a la modesta casa de la ciudad donde la señora Carstyle, que ya le recibía con el aire despreocupado de quien lleva los bigudíes puestos, y que a primera vista no era raro que le confundiese con el afinador de pianos, no se molestaba en detenerle cuando se dirigía hacia el despacho de su esposo.

 3

En ciertas ocasiones, cuando Vibart se disponía a despedirse, el señor Carstyle se calaba un raído sombrero panamá y acompañaba al joven durante un par de kilómetros en su camino de regreso a casa. La carretera que llevaba hasta la casa de la señora Vanee discurría entre uno de los barrios más apacibles de Millbrook, y el señor Carstyle, caminando a paso tranquilo, con el sombrero echado hacia atrás y arrastrando su bastón tras de sí, parecía complacerse filosóficamente en el aspecto de los cuidados parterres y de los opulentos jardines.

Vibart no conseguía nunca que su acompañante prolongara su paseo hasta el salón de la señora Vanee, pero una tarde, cuando las montañas se perfilaban a lo lejos tras los arqueados olmos encendidos por la luz crepuscular, ambos hombres continuaron andando hasta adentrarse en el campo y llegar hasta las hospitalarias columnas de la puerta de la dama en cuestión.

Era un día apacible, la calle estaba desierta, y el más mínimo sonido se filtraba nítidamente en el aire. El señor Carstyle se encontraba en mitad de una disquisición sobre Diderot cuando irguió la cabeza y se quedó inmóvil.

—¿Qué es eso? —dijo—. Escuche.

Vibart se puso a escuchar y percibió un distante rumor de cascos de animal al trote.

Al cabo de un momento, una calesa tirada por un par de rocines dobló peligrosamente la esquina. Estaba a unos cuarenta metros de distancia y se dirigía velozmente hacia ellos. El hombre que conducía estaba inclinado hacia delante con los brazos extendidos. Junto a él iba sentada una niña.

De repente Vibart vio que el señor Carstyle se ponía de un salto en mitad de la carretera, frente a la calesa. Se quedó allí clavado, con los brazos extendidos y las piernas separadas, en actitud de irreductible resistencia. Casi al mismo tiempo, Vibart advirtió que el conductor de la calesa tenía sus caballos bajo control.

—¡No están desbocados! —gritó, saltando a la carretera y agarrando la manga de alpaca del señor Carstyle. Éste miró vagamente en derredor: parecía ido.

—¡Vamos, señor! —voceó Vibart tirándole del brazo.

La calesa pasó rauda de largo y el señor Carstyle se quedó en medio de la polvareda observando cómo se alejaba.

Por fin sacó su pañuelo y se limpió la frente. Estaba lívido, y Vibart vio que le temblaba la mano.

—Un aviso justo a tiempo, ¿verdad, señor? Supongo que pensó que se habían desbocado.

—Sí —dijo el señor Carstyle con lentitud—, pensé que se habían desbocado.

—Desde luego eso pareció en un primer momento. Sentémonos, ¿quiere? Yo también estoy sin resuello.

Vibart notó que su amigo apenas podía tenerse en pie. Se sentaron sobre el tronco de un árbol, al pie de la carretera. El señor Carstyle continuaba enjugándose la frente sin decir palabra.

Al cabo de un rato se volvió hacia Vibart y le soltó de improviso:

—Me he plantado en medio de la carretera, ¿no? Si se hubiese tratado de una estampida, ¿habría podido detenerlos?

Vibart lo miró atónito.

—Lo habría intentado, sin duda. Si alguien no hubiese podido apartarle a tiempo…

El señor Carstyle enderezó sus estrechos hombros.

—En cualquier caso, no ha habido vacilación por mi parte, ¿verdad? ¿No…, no pareció que quisiera esquivarlo?

—Yo diría que no, señor. Fui yo quien se lo impidió.

El señor Carstyle guardó silencio. Había inclinado la cabeza, parecía un anciano.

—¡Ha sido otra vez mi maldita suerte! —exclamó de repente en voz alta.

Por un momento, Vibart pensó que estaba desvariando, pero el otro levantó la cabeza y siguió hablando con mayor coherencia.

—Apuesto a que hace un instante le he parecido bastante ridículo, ¿eh? Tal vez usted se percató desde un principio de que los caballos no venían al galope. Sus ojos son más jóvenes que los míos y, por otra parte, usted no está siempre pendiente de eventuales fugitivos, como lo estoy yo. ¿Sabe que en treinta años no he presenciado ni una estampida?

—Es usted afortunado —dijo Vibart todavía desconcertado.

—¿Afortunado? Hombre, por Dios, rezo para ver una. No una estampida necesariamente, sino cualquier accidente grave que supusiera un peligro para la vida de la gente. Ocurren accidentes constantemente en todo el mundo, ¿por qué no iba yo a toparme con uno? ¡No habrá sido por no haberlo intentado! Hubo un tiempo en que vigilaba los teatros con la esperanza de detectar incendios… Los incendios en los teatros tienen muchas posibilidades de resultar fatales. Pues, bueno, ¿quiere creerlo? Estuve en el teatro de Brooklyn la noche antes de que saliera ardiendo y salí del antiguo Madison Square Garden media hora antes de que se desplomaran los muros. Y lo mismo me ocurre con los accidentes de la calle… ¡Me los pierdo siempre, no hay vez que no llegue tarde! El año pasado un muchacho resultó arrollado por un funicular en nuestra esquina. Llegué a mi puerta justo en el momento en que le trasladaban en una camilla. Y siempre me pasa lo mismo. Si hubiese sido otro el que hubiera ido caminando por la calzada, esos caballos habrían venido desbocados. Y había una niña en la calesa, demasiado… ¡Era sólo una niña!

El señor Carstyle volvió a hundir la cabeza.

—Se está preguntando qué significa todo esto —prosiguió tras otra pausa—. Por un momento me he sentido confuso… Debo de haberle parecido un demente. —Su voz se había aclarado, e hizo un esfuerzo por recomponerse—. En fin, una vez me comporté como un maldito cobarde y desde entonces intento vivir con eso.

Vibart le miró incrédulo y el señor Carstyle respondió a su mirada con una sonrisa.

—¿Por qué le extraña? ¿Acaso me parezco a Hércules? —Levantó una mano pellejuda y su esmirriada muñeca—. No estoy hecho para ese papel, desde luego que no, pero eso da igual. Lo que importa es el alma invicta del hombre y todo eso… En fin, que yo me comporté como un rematado cobarde en cada partícula de mi ser, en cuerpo y alma.

Dejó de hablar y miró a uno y otro lado de la carretera. No había nadie a la vista.

—Sucedió cuando yo era un jovenzuelo recién salido del instituto. Me encontraba de viaje por el mundo con otro amigo de mi edad y con un hombre mayor, Charles Meriton, que desde entonces ha adquirido una notable reputación. Puede que haya oído hablar de él…

—¿Meriton, el arqueólogo? ¿El que hace poco descubrió las ruinas de unas ciudades africanas?

—El mismo. Por entonces él era tutor de instituto, y mi padre, que le conocía desde niño y que le tenía en gran estima, le pidió que nos acompañase en nuestro viaje. Ambos, mi amigo Collins y yo, sentíamos una inmensa admiración por Meriton. Era la clase de tipo que despierta el entusiasmo de cualquier muchacho: frío, rápido, impasible… De los que siempre están preparados para entrar en acción. Sus exploraciones le habían llevado a los lugares más peligrosos del mundo y había dado muestras de una combinación extraordinaria de calculadora paciencia y de arrojo. Jamás hablaba de sus hazañas. Nos enterábamos de ellas por casualidad a través de las personas que fuimos conociendo en el viaje. Había estado en todas partes, conocía a todo el mundo y todo el mundo tenía algo emocionante que contar de él. Seguro que esta descripción parece exagerada, tal vez lo sea. No le he visto desde entonces. Pero en aquella época me parecía un tipo formidable, una especie de Ayax de la ciencia. En cualquier caso, era un compañero de viaje insustituible: afable, alegre, con sentido del humor, sin asomo de esa jactancia de estar de vuelta de todo que les resulta tan cargante a los jóvenes. Nos hacía sentir como si para él todo fuese tan nuevo como lo era para nosotros. Jamás truncaba nuestro entusiasmo ni nos aguaba las sorpresas. No había nadie cuya opinión me importase más que la suya: él era el sumun.

»De vuelta a casa, Collins enfermó de difteria. Nos encontrábamos en el Mediterráneo, cruzando las Espóradas en una falúa. Mi amigo se sintió mal en Chios. La enfermedad se presentó de repente y el riesgo nos disuadía de llevarle de vuelta a Atenas en la falúa. Nos hospedamos en la posada de Chios, donde el pobre chico estuvo convaleciendo durante semanas. Afortunadamente, en la isla había un médico bastante bueno, e hicimos traer de Atenas a una monja enfermera para que nos ayudase a asistirle. El pobre Collins estaba fatal: a la difteria le siguió una parálisis parcial. El doctor nos aseguró que el peligro había pasado, que paulatinamente recobraría el control de sus miembros.

Pero la recuperación sería lenta. También la hermana nos infundía ánimos… Había visto casos igual de severos con anterioridad, y, a decir verdad, él mejoraba un poquito cada día.

Meriton y yo nos habíamos turnado con la hermana para cuidarle, pero, tras presentarse la parálisis, no había mucho que pudiésemos hacer y nada impedía que Meriton pudiese dejarnos solos durante un día o dos. Había recibido noticias de Asia Menor sobre el descubrimiento de una interesante tumba en algún lugar del interior. No se había ofrecido a llevarnos consigo porque el viaje no era seguro, pero ahora que estábamos retenidos en Chios no había razón que impidiese que él fuese a echar un vistazo. La expedición no duraría más de tres días, Collins estaba convaleciente y tanto el médico como la enfermera nos aseguraban que no había motivo para inquietarse. Así que, una tarde a la hora del ocaso, Meriton se marchó. Le acompañé y vi cómo embarcaba en la falúa. La perspectiva del peligro me atraía tanto que habría dado lo que fuera por partir con él.

»“No dejarás que Collins se quede nunca solo, ¿verdad?”, se volvió a gritarme cuando el barco ya abandonaba la bahía. Recuerdo que aquella recomendación me molestó.

»Volví caminando a la posada y me acosté. La enfermera permaneció toda la noche asistiendo a Collins. A la mañana siguiente, la relevé a la hora habitual. Era un día bochornoso, con un extraño cielo plomizo. El aire era sofocante. A mitad del día la enfermera regresó para sustituirme mientras yo iba a comer. De vuelta en la habitación de Collins la enfermera me dijo que iba a salir a tomar un poco el aire.

»Me senté junto a la cama de Collins y empecé a refrescarle con el abanico que había estado usando la hermana. El calor le hacía estar inquieto, y le recosté sobre el otro lado de la cama porque él todavía no podía valerse: tenía todo el costado derecho

insensible. Al poco tiempo se quedó dormido y yo me acerqué a la ventana y me senté a mirar la plaza que quedaba más abajo, desierta a causa del calor, en la que unos cuantos asnos y sus dueños dormitaban a la sombra del muro del convento de enfrente. Recuerdo haber advertido los caireles azules en los cogotes de los asnos… ¿Alguna vez ha vivido un terremoto? ¿No? Yo tampoco lo había vivido nunca. Es una sensación indescriptible… Hay en el ambiente un presagio de Día del Juicio Final. Todo empezó cuando los burros se despertaron temblando. Me percaté de ello y me pareció raro. Poco después los dueños de los animales se incorporaron de un salto… Advertí el terror en sus caras. A continuación un rugido… Recuerdo haber visto cómo una gran grieta negra resquebrajaba el muro del convento de enfrente…, una grieta en zigzag, como un rayo abriendo un tajo en la madera.

Eso pensé en aquel momento también. Entonces empezaron a sonar todas las campanas del lugar… Producían una algarabía pavorosa… Vi gente corriendo por la plaza… Ruidos de derrumbe inundaban el aire. El suelo se hundió ante mí de forma vertiginosa, y luego resurgió lanzándome contra el techo, pero ¿ dónde estaba el techo? ¿Y la puerta? Me dije a mí mismo: “Estamos en una segunda planta, las escaleras tienen el ancho justo para una persona…”. Dirigí una rápida mirada a Collins: estaba en la cama, completamente despierto, los ojos fijos en mí. Eché a correr. Algo me golpeó la cabeza cuando me lancé escaleras abajo…, pero seguí corriendo. Supongo que el golpe me dejó aturdido, porque apenas recuerdo nada hasta que me encontré en un viñedo a más de un kilómetro del pueblo. Me despertó la sangre tibia que corría por mi nariz… Me oía a mí mismo explicándole a Meriton lo que había sucedido exactamente…

»Cuando, casi arrastrándome, pude volver al pueblo, me dijeron que todas las casas próximas a la posada estaban derruidas y que una docena de personas había perecido. Ni que decir tiene que entre ellos estaba Collins. Se le había caído el techo encima.

El señor Carstyle se secó la frente. Vibart continuaba sentado evitando mirarle.

—Dos días después regresó Meriton. Empecé a contarle la historia, pero él me interrumpió.

»—Entonces, ¿no había nadie con él en ese momento? ¿Le habíais dejado solo?

»—No, no estaba solo.

»—¿Quién estaba con él?

»—Yo.

»—… ¿Tú estabas con él…?

»Nunca olvidaré la mirada de Meriton. Creo que intenté explicarme, acusarme, proclamar la agonía de mi alma, pero me di cuenta de que era inútil. Se había cerrado una puerta entre uno y otro. Ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra. Fue muy amable conmigo en el camino de regreso a casa: cuidó de mí con un celo maternal mucho más duro de soportar de lo que lo habría sido su flagrante desprecio. Me daba cuenta de que el hombre intentaba de corazón compadecerse de mí, pero no servía de nada… simplemente era incapaz.

El señor Carstyle se incorporó despacio, con cierta rigidez.

—¿Volvemos a casa? Quizá le estoy retrasando.

Caminaron un trecho en silencio. Al rato él retomó la palabra.

—Aquel incidente alteró toda mi vida. No debí haberlo permitido, naturalmente…, porque eso es otra forma de cobardía. Pero ya no podía verme a mí mismo de otro modo que no fuese a través de los ojos de Meriton… Una de las peores desgracias de la juventud es la de estar siempre intentando ser otro. Yo había pretendiendo ser un Meriton… Comprendí que lo mejor era volverme a casa y estudiar Derecho…

»Sé que es una fantasía pueril, un reducto del primitivo salvaje, si usted quiere, pero desde aquel instante hasta hoy he añorado día y noche la oportunidad de redimirme, de enderezar al hombre que quise ser. Quiero demostrarle a dicho hombre que todo fue un accidente…, una desviación inexplicable de mis instintos naturales, que el haber sido cobarde una vez no significa que uno sea cobarde por naturaleza… Y no puedo, ¡no puedo!

De forma imperceptible, el tono del señor Carstyle había pasado de la desazón a la ironía. Había recuperado la objetividad que era consustancial a su carácter.

—En resumidas cuentas, soy una rama de olivo perfecta —concluyó con su risa mordaz e indulgente—. Hasta los bebés dejan de llorar cuando me acerco… Arrastro a mi paso una especie de milenio… Me haría rico como agente de la Sociedad para la Paz. Me iré a la tumba sin haber podido convencer a ese otro hombre.

Vibart regresó caminando con él hasta Millbrook. En la puerta de su casa se encontraron con la señora Carstyle, sofocada y envuelta en plumas, con un tarjetero en la mano y con las botas llenas de polvo.

—No le invito a entrar —le dijo a Vibart en tono de disculpa—, porque esta noche no respondo de la cena. La criada principal dice que se marcha a un baile…, ¡cosa que yo no he hecho en años! Y además sería inhumano pedirle a usted que pase una tarde tan calurosa en nuestra agobiante casita… El aire es mucho más fresco en casa de su tía. Salude de mi parte a la señora Vanee, y dígale cuánto lamento no poder incluirla ya en mi ronda de visitas. Cuando disponía de carruaje veía a toda la gente que quería, pero, ahora que tengo que ir andando, mis posibilidades de alternar en sociedad son más restringidas. De joven no tuve necesidad de hacer mis visitas a pie, y mi médico afirma que caminar es un ejercicio de lo más perjudicial para las personas habituadas a desplazarse en carruaje. —Dirigió a su marido una mirada cargada de rencorosa dulzura—. Afortunadamente —concluyó—, al señor Carstyle caminar le sienta bien.

*FIN*


“A Coward”,
The Greater Inclination, 1899


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