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Un corazón sencillo

[Cuento - Texto completo.]

Gustave Flaubert

I

Durante medio siglo las vecinas acomodadas de Pontl’Évêque envidiaron a la señora de Aubain su criada Felicitas.

Por cien francos al año cocinaba, arreglaba la casa, cosía, lavaba y planchaba, sabía embridar un caballo, cebar las aves de corral, batir la manteca; y además se mantuvo fiel a su ama, la que, sin embargo, no era una persona agradable.

Se había casado con un buen muchacho sin fortuna que murió a comienzos de 1809, dejándole dos niños muy pequeños y una cantidad de deudas. Entonces vendió sus fincas, con excepción de la granja de Toucques y la de GefTosses, cuyas rentas ascendían a 5.000 francos a lo sumo, y dejó su casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos costosa que había pertenecido a sus antepasados y se hallaba detrás del mercado.

Esa casa, con techo de pizarra, estaba entre un pasaje y una callejuela que iba a dar al río. Tenía interiormente diferencias de nivel que hacían tropezar. Un vestíbulo estrecho separaba la cocina de la sala, donde la señora de Aubain pasaba todo el día sentada junto a la ventana en un sillón de paja. Contra el zócalo, pintado de blanco, se alineaban ocho sillas de caoba. Un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, un montón piramidal de cajas y sombrereras. Dos butacas tapizadas flanqueaban la chimenea de mármol amarillo y de estilo Luis XV. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta, y toda la habitación olía un poco a moho, pues el entarimado quedaba más bajo que el jardín.

En el piso alto estaba en primer lugar el dormitorio de “la señora”, muy grande, revestido con un papel de flores pálidas y adornado con el retrato del “señor” ataviado a lo lechuguino. Esa habitación se comunicaba con otra más pequeña, donde se veían dos camitas de niño sin colchones. Luego venía el salón, siempre cerrado y lleno de muebles enfundados. A continuación un pasillo llevaba a un gabinete de estudio; libros y papelotes guarnecían los estantes de una biblioteca que rodeaba por tres de sus lados a un gran escritorio de madera negra. Los dos entrepaños en ángulo se ocultaban bajo dibujos a pluma, paisajes a la acuarela y grabados de Audran, recuerdos de una época mejor y de un lujo desaparecido. En el segundo piso, un tragaluz iluminaba la habitación de Felicitas, que daba a las praderas.

Felicitas se levantaba al amanecer para no perder la misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción; luego, terminada la cena, en orden la vajilla y la puerta bien cerrada, ocultaba los rescoldos bajo las cenizas y se dormía ante el hogar con el rosario en la mano. Nadie mostraba más obstinación en los regateos. En cuanto a la limpieza, el bruñido de sus cacerolas causaba la desesperación de las otras sirvientas. Económica, comía con lentitud y recogía de la mesa con los dedos las migajas de su pan, un pan de doce libras cocido ex profeso para ella y que duraba veinte días.

En todas Las estaciones llevaba un pañuelo de indiana sujeto a la espalda con un alfiler, una toca que le ocultaba el cabello, medias grises, falda roja y sobre la camisola un delantal con pechero, como las enfermeras de los hospitales.

Su rostro era enjuto y su voz aguda. A los veinticinco años se le calculaba cuarenta. Desde la cincuentena ya no mostró edad alguna; y siempre silenciosa, con el cuerpo erguido y los gestos mesurados, parecía una mujer de madera que funcionaba de manera automática.

II

Había tenido, como cualquier otra, su historia amorosa. Su padre, albañil, se había matado al caer de un andamio.

Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un labrador y la dedicó desde pequeñita a guardar las vacas en el campo. Tiritaba bajo los harapos, bebía boca, abajo el agua de los charcos, le pegaban con cualquier motivo y finalmente la echaron por un robo de un franco y medio que no había cometido. Entró en otra granja, donde trabajó como moza de corral, y como era del agrado de los patrones, sus compañeras la envidiaban.

Una noche de agosto, cuando tenía dieciocho años, la llevaron a la feria de Colleville. En seguida la aturdieron y dejaron estupefacta el estruendo de los músicos de aldea, las luces en los árboles, el abigarramiento de los vestidos, los encajes, las cruces de oro y la multitud de gente que saltaba al mismo tiempo. Ella se mantenía apartada modestamente, cuando un joven bien trajeado, y que fumaba su pipa apoyado en la lanza de un carricoche, la invitó a bailar. La obsequió con sidra, café, galletas y un pañuelo de seda, e imaginándose que ella barruntaba su intención, se ofreció a acompañarla. A la orilla de un campo de avena la revolcó brutalmente. Ella se asustó y comenzó a gritar. El joven se alejó.

Otra noche, en el camino de Beaumont, quiso adelantarse a un carretón de heno que avanzaba lentamente, y al pasar rozando las ruedas reconoció a Teodoro.

El se le acercó con aire tranquilo y le dijo que debía perdonarle todo, porque “la culpa la tenía la bebida”.

Ella no supo qué responder y deseaba huir.

Inmediatamente él habló de las cosechas y de los notables del pueblo, pues su padre se había trasladado de Colleville a la granja de los Ecots, de manera que ahora eran vecinos. –

“¡Ah!”, -dijo ella

Él añadió que deseaban casarlo. Pero no tenía prisa y esperaría hasta encontrar una mujer de su gusto. Felicitas bajó la cabeza y Teodoro le preguntó si pensaba en el matrimonio. Ella contestó, sonriendo, que hacía mal en burlarse.

-¡Pero no, se lo juro!

Y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; disminuyeron el paso. El viento soplaba suavemente, las estrellas brillaban, el carretón de heno oscilaba delante de ellos, y los cuatro caballos, arrastrando las patas, levantaban el polvo.

Luego, sin que se lo ordenaran, giraron hacia la derecha. Él la abrazó una vez más y ella desapareció en la oscuridad.

A la semana siguiente Teodoro consiguió algunas citas.

Se encontraban en el fondo de los corrales, detrás de tina tapia, bajo un árbol solitario. Ella no era inocente a la manera de las señoritas -los animales la habían instruido pero la razón y el instinto del honor le impidieron caer. Esa resistencia exasperó el amor de Teodoro, tanto que para satisfacerlo, o ingenuamente tal vez, le propuso casamiento. Como ella vacilaba en creerle, le hizo grandes juramentos.

Pronto él confesó algo enfadoso: el año anterior sus padres le habían comprado un hombre, pero de un día a otro podían volver a llamarlo, y la idea del servicio militar le espantaba. Esa cobardía fue para Felicitas una prueba de cariño, y aumentó el suyo. Se escapaba por la noche y cuando llegaba a la cita Teodoro la torturaba con sus inquietudes y súplicas.

Por fin anunció que iría él mismo a la Prefectura para tomar informes y los traería el domingo siguiente entre las once y las doce de la noche.

Cuando llegó el momento, Felicitas corrió hacia el enamorado.

En su lugar encontró a uno de sus amigos.

Este le dijo que no volvería a verlo. Para librarse del servicio Teodoro se había casado con una vieja muy rica, la señora Leoussais, de Toucquet.

La aflicción de Felicitas fue muy grande. Se arrojó por tierra, gritó, invocó a Dios, y se quedó gimiendo sola en el campo hasta la salida del sol. Luego volvió a la granja, declaró su propósito de irse, y al cabo de un mes, cuando recibió su salario, guardó todas sus pobres pertenencias en un pañuelo y se dirigió a Pont-l’Évêque.

Delante de la posada, interrogó a una señora con capelina de viuda y que, precisamente, buscaba una cocinera. La muchacha no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas exigencias, que la señora de Aubain terminó por decirle:

-Está bien, la acepto.

Un cuarto de hora después, Felicitas estaba instalada en su casa.

Al principio, vivió en ella en una especie de temblor que le causaban “el tono de la casa” y el recuerdo del “señor” que se cernía sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años y la otra de apenas cuatro, le parecían hechos de una materia preciosa; los llevaba a cuestas como un caballo y la señora de Aubain le prohibió que los besara a cada minuto, lo que le mortificaba. Sin embargo, se sentía feliz. La apacibilidad del medio ambiente había disipado su tristeza.

Todos los jueves iban los amigos de la casa a jugar una partida de Boston. Felicitas preparaba de antemano los naipes, y los braseros. Llegaban a las ocho en punto y se retiraban antes de que dieran las once.

Todos los lunes por la mañana el chamarilero que vivía bajo la recova instalaba en el suelo su chatarra. Luego la ciudad se llenaba de un zumbido de voces, con las que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de ovejas, gruñidos de cerdos y el ruido seco de los carros en la calle. Hacia el mediodía, cuando el mercado estaba en su mayor actividad, aparecía en la puerta un viejo campesino de alta estatura, la gorra echada hacia atrás y nariz aquilina. Era Robelin, el arrendatario de Geflòsses. Poco después llegaba Liébard, el arrendatario de Toucques, pequeño, colorado, obeso, vestido con pelliza gris y polainas armadas con espuelas.

Los dos ofrecían a la propietaria gallinas o quesos Felicitas desbarataba invariablemente sus astucias y ellos se iban llenos de consideración por ella.

En épocas indeterminadas la señora de Aubain recibía la visita del marqués de Gremanville, uno de sus tíos, arruinado por la crápula y que vivía en Falaise de la última parcela de sus tierras. Se presentaba siempre a la hora del almuerzo, con un horrible perro de aguas que ensuciaba todos los muebles con las patas. A pesar de sus esfuerzos para parecer caballero, hasta el punto dé descubrirse cada vez que decía: “.Mi difunto padre”, se dejaba llevar por la costumbre, bebía un vaso tras otro y decía chocarrerías. Felicitas lo echaba cortésmente, diciéndole:

-Ya está cansado, señor de Gremanville. ¡Hasta la próxima!

Y cerraba la puerta.

La abría complacida al señor Bourais, exprocurador. Su corbata blanca y su calva, la pechera de su camisa, su amplia levita parda, su manera de tomar rapé arqueando el brazo, toda su persona le causaba la turbación en que nos sume el espectáculo de los hombres extraordinarios.

Como administraba las propiedades de “la señora”, se encerraba con ella durante horas en el despacho del “señor”. Temía siempre comprometerse, sentía un respeto infinito por la magistratura y tenía pretensiones de latinista.

Para instruir a los niños de una manera agradable les regaló una geografía con láminas que representaban diferentes paisajes del mundo, antropófagos con plumas en la cabeza, un mono raptando a una señorita, beduinos en el desierto, una ballena arponeada, etcétera.

Pablo explicaba esos grabados a Felicitas, y esa fue toda su educación literaria.

La de los niños estaba a cargo de Guyot, un pobre-diablo empleado en la Alcaldía, famoso por su buena letra y que afilaba el cortaplumas en la bota.

Cuando hacía buen tiempo iban temprano a la granja de Geffosses.

El corral estaba en pendiente, la casa en el centro, y el mar, a lo lejos, parecía una mancha gris.

Felicitas sacaba de la cesta lonjas de carne fría que comían en una habitación contigua al establo de las vacas. Era lo único que quedaba de una casa de recreo ya desaparecida. El papel de la pared, hecho jirones, se agitaba con las corrientes de aire. La señora de Aubain inclinaba la cabeza, abrumada por los recuerdos; los niños no se atrevían a hablar.

-¡Pero jugad!” -les decía, y los niños se iban.

Pablo subía al hórreo, cazaba pájaros, hacía rebotar piedras en la charca, o golpeaba con un palo los grandes toneles, que resonaban como tambores.

Virginia daba de comer a los conejos, corría para recoger azulejos y la rapidez de sus piernas dejaba en descubierto sus pantaloncitos bordados.

Una tarde de otoño regresaban por los pastos.

La luna, en cuarto creciente, iluminaba una parte del cielo y la niebla flotaba como una faja sobre las sinuosidades del Toucques. Unos bueyes tendidos en la hierba contemplaban tranquilamente el paso de aquellas cuatro personas. En el tercer pasto se levantaron algunos y se colocaron en círculo delante de ellos.

-No teman -dijo Felicitas.

Y murmurando una especie de lamento acarició el lomo al que estaba más cerca; el buey volvió grupas y los otros lo imitaron. Pero cuando ya habían atravesado el pasto oyeron un mugido terrible. Era un toro oculto por la niebla, que avanzaba hacia las dos mujeres. La señora de Aubain se disponía a correr.

-¡No, no, más despacio! -les gritó Felicitas.

Pero ellas aceleraron el paso, oyendo a su espalda un resoplido sonoro que se acercaba.

Las pezuñas del toro golpeaban como martillos la hierba de la pradera, ¡y en aquel momento galopaba! Felicitas se volvió, arrancó con las dos manos unos terrones y se los arrojó a los ojos.

El toro bajaba el hocico, sacudía los cuernos, temblaba de furor y mugía horriblemente. La señora de Aubain, ya en la linde del prado con los niños, buscaba, fuera de sí, la manera de pasar al otro lado. Felicitas seguía retrocediendo ante el toro y le lanzaba continuamente terrones que le cegaban, mientras gritaba:

-¡Corran! ¡Corran!

La señora de Aubain bajó a la zanja, alzó a Virginia y luego a Pablo y cayó muchas veces al tratar de trepar por el talud, pero a fuerza de coraje lo consiguió.

El toro había acosado a Felicitas contra una tranquera y le lanzaba su baba a la cara; un segundo más e iba a destriparla. Pero ella tuvo tiempo para deslizarse entre dos estacas, entonces, el furioso animal, muy sorprendido, se detuvo.

Ese acontecimiento fue durante muchos años un tema de conversación en Pont-l’Évêque. Felicitas no se envaneció por ello y ni siquiera sospechó que hubiese hecho algo heroico.

Tenía que atender exclusivamente a Virginia, quien, a consecuencia del susto, sufrió una afección nerviosa. El señor Poupart, el médico, aconsejó los baños de mar en Trou- ville.

En esa época no eran frecuentes. La señora de Aubain se informó, consultó a Bourais e hizo preparativos como para un largo viaje.

Su equipaje salió la víspera en el carro de Liébard. Este llevó al día siguiente dos caballos, uno con silla de mujer y respaldo de terciopelo, y el otro con una manta enrollada como asiento en la grupa. La señora de Aubain montó en él detrás de Liébard. Felicitas se encargó de Virginia, y Pablo montó a horcajadas en el asno del señor Lechaptois, que se lo prestó con la condición de que lo cuidara bien.

El camino era tan malo que sus ocho kilómetros exigieron dos horas. Los caballos se hundían hasta las ranillas en el barro, y para salir de él hacían movimientos bruscos con las ancas, o bien tropezaban en los baches; otras veces, tenían que saltar. La yegua de Liébard se paraba de pronto en ciertos lugares. El esperaba pacientemente a que volviera a ponerse en marcha, y hablaba de las personas cuyas propiedades se hallaban al borde del camino, agregando a su relato reflexiones morales. Por ejemplo, al llegar a Toueques, al pasar bajo las ventanas rodeadas de capuchinas, dijo, con un encogimiento de hombros:

-He ahí una, la señora Lehoussais, que en vez de elegir un joven…

Felicitas no oyó el resto: los caballos trotaban, el asno Y galopaba; todos enfilaron un sendero, giró una barrera, aparecieron dos mozos, y se apearon ante el estiércol en el umbral mismo de la puerta.

La tía Liébard, al ver a su ama, prodigó las manifestaciones de alegría. Les sirvió un almuerzo en el que había un solomillo, mondongo, morcilla, guisado de pollo, sidra espumante, una tarta de compota y ciruelas en aguardiente, acompañándolo todo con cumplidos a la señora, que parecía gozar de muy buena salud; a la señorita, que se había puesto “magnífica”; al señorito Pablo, hecho un buen mozo; sin olvidar a sus abuelos difuntos que los Liébard habían conocido, pues estaban al servicio de la familia desde hacía muchas generaciones. La granja tenía, como ellos, aspecto de antigüedad. Las vigas del techo estaban carcomidas; las paredes, ennegrecidas por el humo; los vidrios, grises de polvo. Un aparador de roble sostenía toda clase de utensilios: jarras, platos, escudillas de estaño, cepos para lobos, esquiladoras para las ovejas, y una jeringa enorme que hizo reír a los niños. En los tres patios no había un árbol que no tuviera setas al pie, o una mata de muérdago en las ramas. El viento había derribado muchos, que volvían a brotar por el medio, y todos se encorvaban bajo el peso de la gran cantidad de manzanas. Los techos de paja, parecidos a terciopelo oscuro y de espesor desigual, resistían a las borrascas más fuertes. Sin embargo, la carretería estaba completamente arruinada. La señora de Aubain dijo que se ocuparía de ello y ordenó que volvieran a aparejar los caballos.

Tardaron otra media hora en llegar a Trouville. La pequeña caravana se apeó para pasar los Écores; era un acantilado desde donde se dominaba las embarcaciones; y tres minutos después, al final del muelle, entraron en el patio de El Cordero de Oro, propiedad de la vieja David.

Desde los primeros días, Virginia se sintió menos débil como consecuencia del cambio de aire y de la acción de los baños. Los tomaba en camisa, a falta de traje de baño, y su niñera la vestía en una caseta de aduanero que utilizaban los bañistas.

Por las tardes iban con el asno hasta más allá de RochesNoires, por el lado de Hennequeville. El sendero subía al principio por terrenos ondulados a modo de valle y cubiertos de césped como un parque, y luego llegaba a una meseta donde alternaban los pastos con los campos de labranza. A la orilla del camino, entre la maleza de espinos, se alzaban los acebos-aquí y allá un gran árbol muerto trazaba un zigzag con sus ramas en el aire azul.

Casi siempre descansaban en un prado, con Deauville a la izquierda, El Havre a la derecha y enfrente la alta mar. Ésta brillaba al sol, lisa como un espejo, tan apacible que apenas se oía su murmullo; piaban gorriones invisibles y la bóveda inmensa del cielo lo cubría todo. La señora de Aubain, sentada, trabajaba en su labor de costura; Virginia, a su lado, trenzaba juncos; Felícitas recogía flores de alhucema; y Pablo, que se aburría, quería irse.

Otras veces, después de cruzar el Toucques en bote, buscaban conchillas. La marea baja dejaba en descubierto erizos, caracolas y medusas, y los niños corrían para apoderarse de los copos de espuma que se llevaba el viento. Las, ondas adormecidas caían sobre la arena y se extendían a lo largo de la playa, que se prolongaba hasta perderse de vista, aunque por el lado de la tierra la limitaban las dunas, separándola del Marais, extensa pradera en forma de hipódromo. Cuando volvían por allí, Trouville, en el fondo sobre la pendiente del cerro, se agrandaba a cada paso, y con todas sus casas desiguales parecía dilatarse en un desorden alegre.

Los días en que hacía demasiado calor no salían de su habitación. La claridad deslumbradora del exterior ponía barras de luz entre las varillas de las persianas. Ningún ruido en la aldea. Y nadie abajo, en la acera. Ese silencio expandido aumentaba la tranquilidad de las cosas. A lo lejos, los martillos de los calafateadores carenaban las embarcaciones y una brisa pesada traía en un soplo el olor de la brea.

La principal diversión era el regreso de las barcas. Apenas pasaban las balizas comenzaban a bordear. Sus velas descendían hasta los dos tercios de los mástiles, y con la mesana inflada como un globo, avanzaban, deslizándose entre el cabrilleo de las olas hasta el centro del puerto, donde caía de golpe el ancla. Luego, la embarcación se colocaba-junto al muelle. Los marineros arrojaban por encima de la borda los peces palpitantes; una fila de carros los esperaba, y mujeres con gorro de algodón se abalanzaban para tomar las cestas y abrazar a sus hombres.

Un día, una de ellas se acercó a Felicitas, quien un rato más tarde entró en la habitación radiante de alegría. Había encontrado a una hermana, y Nastasia Barette, esposa de Leroux, se presentó con un nene al pecho, otro niño asido a su mano derecha, y a la izquierda un grumetillo con los’ puños en las caderas y la boina sobre la oreja.

Al cabo de un cuarto de hora la señora de Aubain los despidió.

Se los encontraba siempre en las cercanías de la cocina o en los paseos que daban. El marido no se dejaba ver.

Felicitas se encariñó con ellos. Les compró una manta, camisas y un hornillo; evidentemente la explotaban. Esa debilidad irritaba a la señora de Aubain, a quien por otra parte no le gustaban las familiaridades del sobrino, que tuteaba a su hijo; y como Virginia tosía y el tiempo no era ya bueno, volvió a Pont-l’Évêque. El señor Bourais le aconsejó respecto a la elección de colegio. El de Caen pasaba por ser el mejor. Allí enviaron a Pablo, quien se despidió muy animoso, contento porque iba a vivir en una casa donde tendría compañeros.

La señora de Aubain se resignó a separarse de su hijo porque era indispensable. Virginia se acordaba de él cada vez menos. Felicitas echaba de menos su alboroto. Pero una nueva tarea la distrajo: desde la Navidad, llevó a la niña diariamente al catecismo.

III

Después de hacer en la puerta una genuflexión, avanzaba por la alta nave entre la doble hilera de sillas, abría el banco de la señora de Aubain, se sentaba y paseaba la mirada a su alrededor.

Los muchachos a la derecha y las niñas a la izquierda, llenaban los sitiales del coro; el cura se mantenía de pie cerca del facistol; en una vidriera del ábside el Espíritu Santo se cernía sobre la Virgen; en otro aparecía ésta de rodillas ante el Niño Jesús; y detrás del tabernáculo una talla en madera representaba a San Miguel derribando al dragón.

El sacerdote comenzaba haciendo un resumen de la historia sagrada. Felicitas creía ver el Paraíso, el diluvio, la torre de Babel, ciudades incendiadas, multitudes que morían, ídolos derribados; y de ese deslumbramiento conservó el respeto por el Altísimo y el temor de su ira. Luego lloró escuchando el relato de la Pasión. ¿Por qué le habían crucificado, a Él, que amaba a los niños, alimentaba a la gente, sanaba a los ciegos y había querido, por bondad, nacer entre los pobres, sobre el estiércol de un establo? Las siembras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas ordinarias de que habla el Evangelio las tenía ella en su vida; el paso de Dios las había santificado, y en adelante amó más tiernamente a los corderos por amor al Cordero, y a las palomas a causa del Espíritu Santo.

Se le hacía difícil imaginarse a este, porque no era solamente un ave, sino también un fuego, y otras veces un soplo. Era tal vez su luz la que revolotea en las orillas de los pantanos, su aliento el que empuja a las nubes, su voz la que hace armoniosas las campanas; y se quedaba en adoración, gozando de la frescura de las paredes y la tranquilidad del templo.

En cuanto a los dogmas, no los comprendía ni trataba de comprenderlos. El cura hablaba, los niños recitaban y ella terminaba durmiéndose; y se despertaba de pronto cuando al salir los otros hacían resonar las losas con los zuecos.

De esta manera, a fuerza de oírlo, fue como aprendió el catecismo, pues en su juventud habían descuidado su educación religiosa; y desde entonces imitó todas las prácticas de Virginia, ayunaba como ella y se confesaba al mismo tiempo que ella. El día del Corpus hicieron juntas un altar.

La primera comunión la atormentó por adelantado. Se preocupó por los zapatos, el rosario, el libro de oraciones y los guantes. ¡Con qué temblor ayudó a su madre a vestirla!

Durante toda la misa estuvo angustiada. El señor Bourais le ocultaba un lado del coro; pero justamente enfrente el conjunto de vírgenes, con sus coronas blancas y sus velos echados, formaba como un campo nevado, y en él reconoció desde lejos a su niña querida por su cuello más lindo y su actitud recogida. Sonó la campana. Las cabezas se inclinaron y se produjo un silencio. A los acordes del órgano los chantres y la multitud entonaron el Agnus Dei; luego comenzó el desfile de los muchachos, y a continuación se levantaron las niñas. Paso a paso, con las manos juntas, se dirigían al altar completamente iluminado, se arrodillaban en el primer peldaño, recibían la hostia sucesivamente y en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó el turno a Virginia, Felicitas se inclinó para verla, y con la imaginación que da el verdadero cariño, le pareció que aquella niña era ella misma, que su rostro se convertía en el suyo, que su traje la vestía, que su corazón le latía en el pecho; y en el momento en que Virginia abría la boca y cerraba los ojos estuvo a punto de desmayarse.

Al día siguiente, muy temprano, se presentó en la sacristía para que el señor cura le diera la comunión. La recibió devotamente, pero no experimentó las mismas delicias.

La señora de Aubain quería hacer de su hija una persona perfecta, y como Guyot no podía enseñarle el inglés ni la música, resolvió ponerla como pupila en el colegio de las ursulinas de Honfleur.

La niña no se opuso. Felicitas suspiraba y pensaba que la señora era insensible. Luego creyó que la señora tal vez tuviera razón. Esas cosas no eran de su incumbencia.

Por fin, un día, un viejo carruaje se detuvo ante la puerta, y de él se apeó una monja que venía en busca de la señorita. Felicitas subió los equipajes a la baca, hizo recomendaciones al cochero y colocó en la caja del vehículo seis tarros de dulce y una docena de peras, más un ramo de violetas.

En el último momento, Virginia estalló en un gran sollozo, abrazó a su madre, que la besaba en la frente y repetía: “¡Vamos! ¡Ánimo, ánimo!” y levantaron el estribo. El coche partió.

Entonces, la señora de Aubain sintió un desfallecimiento, y por la tarde todos sus amigos, el matrimonio Lormeau, la señora Lechaptois, las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y Bourais se presentaron para consolarla.

La ausencia de su hija fue para ella muy dolorosa al principio. Pero tres veces por semana recibía una carta de la niña, y los otros días le escribía ella, se paseaba por el jardín, leía un poco y de esa manera llenaba el vacío de sus horas.

Por la mañana, según su costumbre, Felicitas entraba en la habitación de Virginia y contemplaba las paredes. Le ponía de mal humor no tener que peinarla, ni atarle los zapatos, ni doblarle la ropa de la cama, y no ver ya continuamente su cara graciosa, no llevarla de la mano cuando salían juntas. En sus ratos de ocio trataba de hacer encaje, pero sus dedos demasiado torpes rompían los hilos; no servía para nada, había perdido el sueño y, según su expresión, estaba “consumida”.

Con el fin de “disiparse” pidió permiso para recibir a su sobrino Víctor.

Llegó el domingo, después de la misa, con las mejillas rosadas, el pecho desnudo y oliendo al campo por el que había pasado. Inmediatamente ella le preparó la mesa. Comieron el uno frente al otro, ella lo menos posible para ahorrar el gasto, pero al sobrino lo atiborró de tal modo que se quedó dormido. Al primer toque de Vísperas lo despertó, le cepilló el pantalón, le anudó la corbata y lo llevó a la iglesia, apoyada en su brazo con orgullo maternal.

Sus padres le encargaban siempre que llevara algo; un paquete de azúcar negra, jabón, aguardiente, y a veces incluso dinero. Él llevaba sus ropas viejas para que ella las remendara, y Felicitas aceptaba esa tarea, contenta porque era un motivo que obligaba a volver a su sobrino.

En el mes de agosto su padre lo llevó al cabotaje.

Era la época de las vacaciones. La llegada de los niños le consoló. Pero Pablo se iba poniendo caprichoso y Virginia no tenía ya edad para que se le tutease, lo que creaba una incomodidad, una barrera entre ellos.

Víctor fue sucesivamente a Morlaix, Dunkerque y Brighton; al regreso de cada viaje le hacía un regalo. La primera vez fue una caja de conchillas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran muñeco hecho con pan de centeno, miel y especias. Se iba embelleciendo, estaba bien formado, tenía un poco de bigote, bellos ojos francos y un sombrerito de cuero echado hacia atrás como un piloto. Divertía a Felicitas contándole aventuras salpicadas con términos marinos.

Un lunes, el 14 de julio de 1819 -ella nunca olvidó la fecha- Víctor anunció que se había contratado para un largo viaje, y que dos días después por la noche iría en el paquebote de Honfleur a embarcarse en su goleta, la que zarparía de El Havre muy pronto. Probablemente estaría dos años ausente.

La perspectiva de una ausencia tan larga desconsoló a Felícitas, y para despedirle otra vez, el miércoles por la tarde, después de servir la comida a la señora, se calzó los zuecos y se tragó las cuatro leguas que separan a Pontl’Évêque de Honfleur.

Cuando llegó al Calvario, en vez de tomar a la izquierda tomó a la derecha; se perdió en los astilleros, tuvo que retroceder y las personas a las que interrogó le instaron a que se apresurara. Dio la vuelta a la dársena llena de barcos, tropezó con las amarras y luego, como el terreno descendía y las luces se entrecruzaban, creyó que se había vuelto loca al ver unos caballos en el aire.

Al borde del muelle otros relinchaban, asustados por el mar. La polea que los alzaba los depositaba en un barco, donde se atropellaban los viajeros entre barricas de sidra, cestos de queso y sacos de trigo; se oía cacarear a las gallinas, el capitán juraba y un grumete se hallaba acodado en la serviola, indiferente a todo. Felicitas, que no lo había reconocido, gritaba: “¡Víctor!” El grumete levantó la cabeza, y cuando ella corrió hacia él retiraron de pronto la escala.

El paquebote, halado por mujeres que cantaban, salió del puerto. Sus cuadernas crujían y las fuertes olas le azotaban la proa. La vela cambió de dirección y ya no se vio a nadie; y en el mar plateado por la luna el paquebote formó una mancha negra que fue palideciendo, se hundió y desapareció.

Felicitas, al pasar junto al Calvario, quiso encomendar a Dios al ser que más amaba, y oró durante largo tiempo, de pie, con la cara bañada por las lágrimas y los ojos elevados hacia las nubes. La ciudad dormía, los aduaneros se paseaban, y el agua caía ininterrumpidamente por las aberturas de la represa, con un ruido de torrente. Dieron las dos.

El locutorio no se abriría hasta el amanecer. Un retraso seguramente contrariaría a la señora, por lo que, a pesar de su deseo de besar al otro niño, volvió a casa. Las mozas de la posada acababan de despertarse cuando entró en Pont-l’ Évêque.

¡El pobre muchacho iba, pues, a rodar por las olas durante muchos meses! Los viajes anteriores no le habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía, pero América, las colonias y las islas se perdían en una región vaga, en el otro extremo del mundo.

Desde entonces Felicitas pensó exclusivamente en su sobrino. Los días de sol se atormentaban acordándose de la sed que podía sufrir, y cuando había tormenta temía que le cayera un rayo. Al oír el viento que rugía en la chimenea y se llevaba las tejas, lo veía azotado por la misma tempestad en lo alto de un mástil roto, con el cuerpo tendido de espalda bajo una capa de espuma; o bien -recuerdos de la geografía con láminas- lo devoraban los salvajes, lo raptaban en un bosque los monos, o moría en una playa desierta. Pero nunca hablaba de sus inquietudes.

La señora de Aubain tenía otras con respecto a su hija.

Las buenas hermanas decían que era afectuosa, pero delicada. La menor emoción la turbaba. Tuvo que abandonar el piano.

Su madre exigía del convento una correspondencia regular. Una mañana no fue el cartero y se impacientó; se paseaba por la sala desde el sillón hasta la ventana. ¡Era realmente extraordinario! ¡Desde hacía cuatro días no tenía noticias!

Para que se consolara con su ejemplo, Felicitas le dijo:

-Yo, señora, hace ya seis meses que no las recibo.

-¿De quién?

La criada contestó en voz baja:

-De mi sobrino.

-¡Ah, de su sobrino!

Y, encogiéndose de hombros, la señora de Aubain reanudó su paseo, lo que quería decir: “Yo no pensaba en eso. Además, me tiene sin cuidado. ¡Un grumete, un pelagatos, sin la menor importancia! En tanto que mi hija… ¡Imagínese!”.

Aunque Felicitas estaba acostumbrada a la rudeza, se indignó contra la señora, pero luego olvidó.

Le parecía muy natural que su ama perdiera la cabeza cuando se trataba de su hija.

Los dos niños tenían para ella la misma importancia; el afecto de su corazón los unía y su destino debía ser el mismo.

El farmacéutico le dijo que el barco donde iba Víctor había llegado a La Habana. Había leído la información en un periódico.

A causa de los cigarros, se imaginaba que La Habana era un lugar donde no se hacía más que fumar, y Víctor andaba entre los negros envuelto en una nube de tabaco. En “caso necesario”, ¿se podía volver de allí por tierra? ¿A qué distancia quedaba de Pont-l’Évêque? Para saberlo interrogó al señor Bourais.

Él tomó el atlas y comenzó a darle explicaciones sobre las longitudes, y sonreía pedantescamente ante el estupor de Felicitas. Por fin, con su lapicera, señaló en una mancha ovalada un punto negro y dijo: “Aquí está”. Ella se inclinó sobre el mapa, pero aquella red de líneas de colores le cansaba la vista y no le enteraba de nada. Bourais le preguntó qué dificultad encontraba y ella le pidió que le mostrara la casa donde vivía Víctor. Bourais levantó los brazos, estornudó y soltó una carcajada; semejante candor excitaba su júbilo, sin que Felicitas comprendiera el motivo, pues lo que ella esperaba tal vez era ver inclusive el retrato de su sobrino, ¡tan limitada era su inteligencia!

Quince días después Liébard, a la hora del mercado como de costumbre, entró en la cocina y le entregó una carta que le enviaba su cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Felicitas recurrió a su ama.

La señora de Aubain, que contaba las mallas de un tejido, lo dejó a un lado, abrió la carta, se estremeció y en voz baja y con una mirada profunda, dijo:

-Le anuncian… una desgracia. Su sobrino…

Había muerto. Nada más decía la carta.

Felicitas cayó en una silla, con la cabeza apoyada en el tabique, y cerró los párpados, que se le enrojecieron de pronto. Luego, con la cabeza baja, las manos colgantes y los ojos fijos, comenzó a repetir a intervalos:

-¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!

Liébard la contemplaba y suspiraba. La señora de Aubain temblaba un poco.

Propuso a Felicitas que fuera a ver a su hermana en Trouville.

Felicitas respondió con un gesto que no necesitaba hacer eso.

Hubo un silencio, y el bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.

Entonces ella dijo:

-A ellos no les importa eso.

Volvió a bajar la cabeza; y de vez en cuando levantaba maquinalmente las largas agujas del costurero.

Unas mujeres pasaron por el patio con unas angarillas de las que goteaba ropa blanca.

Al verlas desde la ventana, Felicitas recordó su lejía; la víspera había hecho la colada y tenía que aclararla. Salió de la habitación.

Su tabla y su cuba estaban a la orilla del Toucques. Colocó en el ribazo un montón de camisas, se remangó y-tomó la pala, y los fuertes golpes que daba se oían en los huertos de los alrededores. En los prados no había nadie, el viento agitaba el río, en el fondo se inclinaban sobre él grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres que flotasen en el agua. Felicitas reprimía su dolor y hasta la noche se mostró muy valiente, pero cuando estuvo en su habitación se entregó a su angustia, tendida boca abajo en el colchón, con la cara apoyada en la almohada y los dos puños contra las sienes.

Mucho tiempo después se enteró, por medio del capitán del barco en que iba Víctor, de las circunstancias de su muerte. Le habían sangrado demasiado en el hospital a causa de la fiebre amarilla. Cuatro médicos lo atendieron al mismo tiempo. Murió inmediatamente y el médico jefe dijo:

-¡Bueno! ¡Uno más!

Sus padres lo habían tratado siempre con dureza. Felicitas prefería no volver a verlos, y ellos nada hicieron para ello, por olvido o porque eran unos miserables sin corazón.

Virginia se debilitaba.

Opresiones, toses, una fiebre constante y jaspeaduras en las mejillas revelaban alguna enfermedad seria. El señor Poupart aconsejó una estada en Provenza. La señora de Aubain, tomó una decisión e inmediatamente llevó a su hija de vuelta a su casa, a pesar del clima de Pontl’Évêque.

Hizo un arreglo con un alquilador de coches que la llevaba al convento todos los martes. En el jardín había una terraza desde la que se veía el Sena. Virginia se paseaba allí del brazo de su madre, sobre las hojas de pámpano caídas. A veces el sol que atravesaba las nubes le obligaba a guiñar los ojos cuando miraba a lo lejos las velas y todo el horizonte, desde el castillo de Tancarville hasta los faros de El Havre. Luego descansaban en la glorieta. Su madre se había procurado un barrilito de excelente vino de Málaga, y, riendo ante la idea de emborracharse, la niña bebía dos deditos solamente.

Recuperó las fuerzas. El otoño transcurrió apaciblemente. Felicitas tranquilizaba a la señora de Aubain. Pero una tarde en que había ido a hacer un encargo en las cercanías, al volver encontró delante de la puerta el cabriolé del señor Poupart, y a él en el vestíbulo. La señora de Aubain se ponía el sombrero.

-¡Déme la estufilla, mi bolso y los guantes! ¡Apresúrese!

Virginia tenía pulmonía. Tal vez su estado era desesperado.

-Todavía no -dijo el médico.

Y los dos subieron al coche, bajo los copos de nieve arremolinados. Se acercaba la noche y hacía mucho frío.

Felicitas corrió a la iglesia para encender un cirio. Luego volvió a correr tras el cabriolé, al que alcanzó una hora después, saltó ágilmente a la trasera y aguantó el traqueteo, hasta que de pronto pensó: “¡El patio no estaba cerrado! ¿Y si entraran ladrones?” Y se apeó.

Al día siguiente, al amanecer, se presentó en casa del médico. Había vuelto y salido otra vez para el campo. Luego se quedó en la posada, creyendo que algunos desconocidos le llevarían una carta. Por fin, a primera hora, tomó la diligencia de Lisies.

El convento se hallaba en el fondo de una callejuela empinada. Hacia la mitad del camino oyó unos sonidos extraños, como si las campanas tocaran a muerto. “Será por otro”, pensó, y golpeó violentamente con la aldaba.

Al cabo de muchos minutos se arrastraron unas chancletas, se entreabrió la puerta y apareció una monja.

La buena hermana le dijo en tono compungido que “la niña acababa de morir”. Al mismo tiempo, redoblaba la campana de Saint-Léonard.

Felicitas subió al segundo piso.

Desde la puerta de la habitación vio a Virginia tendida de espaldas, con las manos juntas, la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás bajo una cruz negra que se inclinaba sobre ella entre las cortinas inmóviles, menos pálidas que su rostro. La señora de Aubain, al pie de la cama que abrazaba, hipaba de angustia. La superiora se hallaba de pie a la derecha. Tres candeleros colocados en la cómoda formaban manchas rojas y (a niebla blanqueaba las ventanas. Unas religiosas se llevaron a la señora de Aubain.

Durante dos noches Felicitas no se separó de la difunta. Repetía las mismas plegarias, rociaba con agua bendita las sábanas, volvía a sentarse y la contemplaba. Cuando terminó la primera velación observó que la cara se le ponía amarilla, se le azulaban los labios, se le afilaba la nariz y se le hundían los ojos, Los besó muchas veces, y no se habría sorprendido mucho si Virginia los hubiera abierto de nuevo, pues para almas como la suya lo sobrenatural es muy sencillo. La vistió, la amortajó, la depositó en el ataúd, le puso una corona y le extendió la cabellera. Era rubia y muy larga para su edad. Felicitas cortó un mechón y guardó la mitad en su pecho, resuelta a no desprenderse de él.

El cadáver fue conducido a Pont-l’Évêque, como deseaba la señora de Aubain, que siguió a la carroza fúnebre en un coche cerrado.

Después de la misa tardaron otros tres cuartos de hora en llegar al cementerio. Pablo iba delante y sollozaba. Le seguían el señor Bourais y luego los vecinos principales, las mujeres cubiertas con mantos negros, y Felicitas. Pensaba en su sobrino, y como no había podido rendirle esos horrores, su tristeza aumentaba, como si enterrasen al mismo tiempo a los dos.

La desesperación de la señora de Aubain no tuvo límites.

Al principio se rebeló contra Dios, pues consideraba injusto que le hubiera quitado su hija. ¡que nunca había hecho daño a nadie y cuya conciencia era tan pura! Pero no, debía haberla llevado al Mediodía, o quizá otros médicos la habrían salvado. Se acusaba a sí misma, quería ir a unirse con ella, gritaba angustiada en sus pesadillas. Una, sobre todo, le causaba obsesión. Su marido, vestido de marinero, regresaba de un largo viaje y le decía llorando que había recibido la orden de llevarse a Virginia. Entonces se ponían de acuerdo para encontrar un escondite en alguna parte.

Una vez volvió del jardín sobresaltada. Un momento antes -y señalaba el lugar- padre e hija se le habían aparecido juntos y no hacían más que mirarla.

Durante muchos meses permaneció en su habitación sin moverse. Felícitas le sermoneaba afectuosamente: debía cuidarse por su hijo, y por la otra, en recuerdo “de ella”.

-¿Ella? -repetía la señora de Aubain, como si despertara-. ¡Ah, sí, sí! ¡No la olvide usted!

Aludía al cementerio, al que le habían prohibido ir rigurosamente.

Felícitas iba todos los días.

A las cuatro en punto, subía a lo largo de las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba de Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y alrededor cadenas que encerraban un jardincito. Las flores cubrían los arriates. Ella regaba las hojas, renovaba la arena, se arrodillaba para labrar mejor la tierra. Cuando pudo ir, la señora de Aubain experimentó un alivio, una especie de consuelo.

Luego transcurrieron los años, todos parecidos y sin más episodios que la vuelta de las grandes fiestas: Pascuas, la Asunción, el día de Todos los Santos. Los acontecimientos domésticos señalaban una fecha, a la que se referían más tarde. Así, en 1825, dos obreros pintaron el vestíbulo; en 1827 una parte del techo cayó al patio y casi mató a un hombre; en el verano de 1828 correspondió a la señora ofrecer el pan bendito; en esa época Bourais se ausentó misteriosamente, y los viejos conocidos fueron desapareciendo poco a poco: Guyot, Liébard, la señora Lechaptois, Robelin y el tío Gremanvílle, paralítico desde hacía mucho tiempo.

Una noche, el conductor del coche de las postas anunció en Pont-l’Évêque la revolución de julio. Poco después nombraron un nuevo subprefecto: el barón de Larsonnière, ex cónsul en América y con el que vivían, además de su esposa, su cuñada y tres señoritas ya bastante crecidas. Se las veía en su jardín, vestidas con blusas ondulantes; tenían un negro y un loro. Visitaron a la señora de Aubain, quien no dejó de devolver la visita. Cuando aparecían, aunque fuera a lo lejos, Felicitas corría a avisarle. Pero solo una cosa era capaz de conmoverla: las cartas de su hijo.

Este no podía seguir carrera alguna, porque pasaba el tiempo en los cafetines. Su madre le pagaba las deudas y él contraía otras; y los suspiros que lanzaba la señora de Aubain mientras tejía junto a la ventana llegaban hasta Felicitas, que hilaba en la cocina.

Se paseaban juntas a lo largo de la espaldera y conversaban siempre acerca de Virginia, preguntándose si tal cosa le habría gustado, lo que en tal ocasión habría dicho, probablemente.

Todas sus pequeñas pertenencias ocupaban un armario en la habitación de dos camas, y la señora de Aubain las inspeccionaba con la menor frecuencia posible. Un día de verano se decidió a hacerlo, y al abrir el armario volaron unas mariposas.

Los vestidos estaban alineados bajo una tabla en la que había tres muñecas, aros, un ajuar y la palangana que utilizaba. Sacaron del armario esas cosas y también las enaguas, las medias y los pañuelos, y los tendieron sobre las dos camas antes de doblarlos. El sol iluminaba esas tristes prendas y destacaba las manchas y los pliegues formados por los movimientos del cuerpo. La atmósfera era calurosa y azul, gorjeaba un mirlo y todo parecía vivir en una apacibilidad profunda. Encontraron un sombrerito de felpa de largos pelos y de color castaño, pero estaba todo comido por los insectos. Felicitas lo reclamó para ella. Se miraron una a otra y los ojos se les llenaron de lágrimas. Por fin el ama abrió los brazos y la criada se arrojó en ellos; y se abrazaron, desahogando su dolor en un beso que las igualaba.

Era la primera vez en su vida, pues la señora de Aubain no era de índole expansiva. Felicitas se lo agradeció como si le, hubiera hecho un favor, y en adelante la quiso con una abnegación bestial y una veneración religiosa.

La bondad de su corazón aumentó.

Cuando oía en la calle los tambores de un regimiento en marcha se colocaba delante de la puerta con un jarro de sidra y daba de beber a los soldados. Cuidaba a los enfermos de cólera, protegía a los polacos y hubo uno que quiso casarse con ella, pero riñeron, porque una mañana, al volver del Ángelus, lo encontró en la cocina, donde se había introducido para prepararse una vinagreta que comía tranquilamente.

Después de los polacos fue el tío Colmiche, un viejo del que se decía que había participado en los horrores del 93. Vivía a la orilla del río, en los escombros de una pocilga. Los chiquillos lo miraban por las rendijas de la pared y le tiraban piedras que caían en su camastro, donde yacía sacudido continuamente por un catarro, con el cabello muy largo, los ojos inflamados y en el brazo un tumor más grueso que su cabeza. Felícitas le procuró ropa, trató de limpiar su cuchitril y pensó en instalarlo en la tahona sin que molestase a la señora. Cuando reventó el tumor lo curaba todos los días, a veces le llevaba galleta, lo ponía al sol en un haz de paja; y el pobre viejo, babeando y temblando, se lo agradecía con su voz apagada y, temiendo perderla, alargaba los brazos en cuanto la veía alejarse. Murió y Felícitas hizo decir una misa por el descanso de su alma.

Ese día tuvo una gran alegría: a la hora de la comida se presentó el negro de la señora de Larsonnière llevando el loro en su jaula, con el palo, la cadena y el candado. Una esquela de la baronesa anunciaba a la señora de Aubain que, habiendo ascendido su marido al cargo de prefecto, se iban por la tarde, y le rogaba que aceptase aquel ave como un recuerdo y un testimonio de su consideración.

Desde hacía mucho tiempo ese loro ocupaba la imaginación de Felícitas, pues venía de América, y esta palabra le recordaba a Víctor, tanto que se informaba acerca de él por medio del negro. En una ocasión le había dicho:

-Es la señora la que se alegraría mucho de tenerlo.

El negro había repetido esas palabras a su ama, la que, como no podía llevárselo, se libraba de él de esa manera.

Se llamaba Lulú. Su cuerpo era verde; las puntas de las alas, rosadas; la cabeza, azul, y el pecho, dorado.

Pero tenía la molesta manía de morder el palo, arrancarse las plumas, desparramar sus inmundicias y derramar el agua de su bañera. Como molestaba a la señora de Aubain, se lo cedió para siempre a Felícitas.

Ella se dedicó a instruirle, y no tardó en repetir: “Muchacho encantador”, “Servidor de usted”, “Dios te salve, María”. Lo puso junto a la puerta, y muchos se asombraban de que no respondiese al nombre de Perico, pues a todos los loros se les llama Perico. Lo comparaban con una pava o un leño, y eran como otras tantas puñaladas asestadas a Felícitas. Era extraña la obstinación de Lulú, que no hablaba cuando lo miraban.

Sin embargo, buscaba la compañía, pues los domingos, mientras las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y los nuevos contertulios: el boticario Onfroy, el señor Varin y el capitán Mathieu, jugaban su partida de naipes, el loro golpeaba los cristales con las alas y se agitaba tan furiosamente que era imposible entenderse.

Sin duda la cara de Bourais le parecía muy graciosa, pues en cuanto la veía comenzaba a reír y a reír con todas sus fuerzas. Los estallidos de su risa saltaban hasta el patio, los repetía el eco y los vecinos se asomaban a las ventanas y reían también. Para que no lo viera el loro, el señor Bourais se deslizaba a lo largo de la pared, ocultando su perfil con el sombrero, llegaba al río y entraba por la puerta del jardín, y las miradas que lanzaba al pajarraco no eran muy afectuosas.

A Lulú le había dado un papirotazo el dependiente de la carnicería porque se permitió meter la cabeza en su cesta y, desde entonces, trataba de-picarle a través de la camisa. Fabu lo amenazaba con retorcerle el cuello, aunque no era cruel, a pesar del tatuaje de los brazos y de sus gruesas patillas. Al contrario, sentía afecto por el loro, hasta el punto de querer enseñarle juramentos para divertirse. Felicitas, asustada pop esa manera de comportarse, llevó al loro a la cocina. Pero luego le quitó la cadenita y andaba por toda la casa.

Cuando bajaba por la escalera, apoyaba en los peldaños la curva del pico, levantaba la pata derecha y luego la izquierda, y Felícitas temía que esa gimnasia le causara vértigos. Se enfermó y ya no podía hablar ni comer. Bajo la lengua se le formó un bulto, como sucede a veces a las gallinas. Felicitas lo curó, arrancándole esa película con las uñas. Un día Pablo cometió la imprudencia de soplarle en las ventanas de la nariz el humo de un cigarro. En otra ocasión, la señora de Lormeau le provocó con la punta de la sombrilla y el tragó el regatón y se quedó sin aliento.

Felicitas lo puso en el césped para reanimarlo; se ausentó un momento y, cuando volvió, ¡ya no estaba el loro! Primeramente, lo buscó en los matorrales, a la orilla del río y en los tejados, sin hacer caso de su ama, que le gritaba: “¡Cuidado! ¡Está usted loca!”. Luego, revisó todos los huertos de Pont-l’Évêque; detenía a los transeúntes y les preguntaba: “¿Por casualidad no ha visto usted alguna vez a mi loro?”. A los que no lo conocían se lo describía. De pronto, creyó advertir, detrás de los molinos, al pie del cerro, algo verde que revoloteaba. Pero cuando llegó a la cima del cerro no vio nada. Un buhonero le aseguró que acababa de verlo en Saint-Melaine, en la tienda de la tía Simon. Corrió allá. Nadie sabía de qué hablaba. Por fin volvió, exhausta, con las chancletas rotas y el corazón angustiado. Sentada en un banco junto a la señora, le relataba todas sus pesquisas, cuando le cayó en el hombro un peso liviano: ¡Lulú! ¿Qué diablos había hecho? ¡Tal vez se había paseado por los alrededores!

Ella tardó mucho tiempo en reponerse, o más bien nunca se repuso.

A consecuencia de un enfriamiento, padeció de anginas, y poco tiempo después de mal de oídos. Tres años más tarde estaba sorda y hablaba en voz muy alta, inclusive en la iglesia. Aunque sus pecados habrían podido divulgarse por todos los rincones de la diócesis, sin deshonor para ella ni inconveniente alguno para el mundo, el señor cura juzgó discreto no oír su confesión sino en la sacristía.

Zumbidos ilusorios contribuían a aturdirla. Su ama le decía con frecuencia:

-¡Dios mío, qué tonta es usted!

Y ella replicaba:

—Sí, señora.

Y buscaba algo a su alrededor.

El pequeño campo de sus ideas se reducía cada vez más, y ya no existían para ella el repique de las campanas ni el mugido de los bueyes. Todos los seres funcionaban con el silencio de los fantasmas. Solo un ruido llegaba a sus oídos: el parloteo del loro.

Como para entretenerla, reproducía el tic-tac del asador, el pregón agudo del vendedor de pescado, la sierra del carpintero de enfrente; y, cuando sonaba la campanilla, remedaba a la señora de Aubain: “¡Felícitas! ¡La puerta, la puerta!”.

Mantenían diálogos, el loro, repitiendo hasta el hartazgo las tres frases de su repertorio, y ella respondiéndole con palabras inconexas, pero en las que ponía todo su afecto. En su aislamiento, Lulú era para ella casi un hijo, un enamorado. Trepaba por sus dedos, le mordisqueaba los labios, se asía de su pañoleta, y como ella bajaba la cabeza y la movía como las nodrizas, las grandes alas de su toca y las del pájaro se estremecían juntas.

Cuando se amontonaban las nubes y retumbaba el trueno, el loro gritaba, recordando quizá las tormentas de los bosques natales. El chorreo del agua le ponía frenético, revoloteaba desatinado, subía al techo, lo derribaba todo y salía por la ventana para chapotear en el jardín; pero volvía en seguida a posarse en uno de los morillos de la chimenea y, brincando para secarse las plumas, mostraba ora la cola, ora el pico.

Una mañana del terrible invierno de 1837 en la que Felícitas lo había puesto delante de la chimenea a causa del frío, lo encontró muerto en la jaula, cabeza abajo y con las uñas en los alambres. ¿Le había matado una congestión? Ella creyó en un envenenamiento por medio del perejil y, a pesar de la carencia absoluta de pruebas, sus sospechas recayeron sobre Fabu.

Lloró tanto que su ama le dijo:

-Pues bien, hágalo embalsamar.

Felícitas consultó con el farmacéutico, que siempre había sido bueno con el loro.

Escribió a El Havre. Un tal Fellacher se encargó de la tarea. Pero como la diligencia extraviaba a veces los paquetes, decidió llevarlo ella misma hasta Honfleur.

Los manzanos sin hojas se sucedían a la orilla del camino. El hielo cubría las cunetas. Los perros ladraban alrededor de las granjas, y ella, con las manos bajo la mante leta, los chanclitos negros y la espuerta, caminaba rápidamente por el centro de la carretera.

Cruzó el bosque, pasó el Haut-Chêne y llegó a SaintGatien.

Detrás de ella, entre una nube de polvo e impulsado por la pendiente, un coche-correo descendía al galope como una tromba. Al ver a aquella mujer que no se apartaba, el conductor se irguió sobrepasando la capota, el postillón gritó también, mientras los cuatro caballos, que no podía contener, aceleraban la carrera; los dos primeros la rozaron y, con una sacudida de las riendas, logró desviarlos hacia la cuneta, pero, furioso, levantó el brazo y a pleno voleo, con su gran látigo, le fustigó desde el vientre hasta el rodete con tal fuerza que Felícitas cayó de espaldas.

Lo primero que hizo cuando recobró el conocimiento fue abrir la cesta. Lulú estaba bien, por suerte. Ella sentía una quemadura en la mejilla derecha; llevó a ella las manos y vio que estaban rojas. Corría la sangre.

Se sentó en un montón de piedras, se secó la cara con el pañuelo, comió una corteza de pan que había puesto en la cesta por precaución y se consoló de su herida contemplando al pájaro.

Cuando llegó a la altura de Ecquemauville vio las luces de Honfleur que centelleaban en la oscuridad como estrellas; más allá se extendía el mar, confusamente. Entonces sintió un desfallecimiento que la detuvo, y la miseria de su infancia, el desengaño de su primer amor, la partida de su sobrino, la muerte de Virginia, como las olas de una marea volvieron al mismo tiempo y, subiéndosele a la garganta, la ahogaban.

Luego, quiso hablar con el capitán del barco y, sin decirle lo que enviaba, le hizo recomendaciones.

Fellacher retuvo durante mucho tiempo al loro. Siempre le prometía enviárselo a la semana siguiente. Al cabo de seis meses le anunció la salida de una caja, pero no supo más del asunto. Era para creer que Lulú nunca volvería. “Me lo habrán robado”, pensaba ella.

Por fin llegó, y espléndido, posado en la rama de un árbol, apuntalada en un pedestal de caoba; con una pata en el aire y la cabeza inclinada, mordía una nuez que el disecador, por amor a lo grandioso, había dorado.

Felícitas lo encerró en su habitación.

Aquel lugar, donde admitía a poca gente, parecía al mismo tiempo una capilla y un bazar, tan lleno estaba de objetos religiosos y de cosas heteróclitas.

Un gran armario estorbaba para abrir la puerta. Frente a la ventana que daba al jardín había un tragaluz que daba al patio; una mesa, colocada junto al catre, sostenía una jarra de agua, dos peines y una pastilla de jabón azul en un plato desportillado. En las paredes se veían rosarios, medallas, muchas Vírgenes milagrosas y una pila de agua bendita hecha con corteza de coco; en la cómoda, cubierta con un paño como un altar, estaba la caja de conchillas que le había regalado Víctor y, además, una regadera y una damajuana, cuadernos de escritura, la geografia con láminas y un par de zapatos; y en el clavo del espejo, colgado de las cintas, el sombrerito de felpa. Felicitas llevaba tan lejos esa especie de respeto que conservaba una de las levitas del señor. Todas las antiguallas que desechaba la señora de Aubain, ella las llevaba a su habitación. Por eso había flores artificiales en el borde de la cómoda, y el retrato del conde de Artois en el hueco del tragaluz.

Lulú quedó instalado, por medio de una tablilla, en una saliente de la chimenea que se adentraba en la habitación. Todas las mañanas, al despertarse, lo veía a la claridad del alba, y eso le hacía recordar el pasado y actos insignificantes hasta en sus menores detalles, sin dolor y serenamente.

Como no se comunicaba con nadie, vivía en un adormecimiento de sonámbula. Las procesiones del Corpus la reanimaban. Iba a ver a las vecinas para pedirles velas y esteras, con las que adornaba el altar que erigían en la calle.

En la iglesia, contemplaba siempre el Espíritu Santo, pues le parecía que tenía algo del loro. Esa semejanza se le hizo todavía más patente en una imagen de Épinal que representaba el bautismo de Nuestro Señor. Con sus alas de púrpura y su cuerpo de esmeralda era, verdaderamente, el retrato de Lulú.

Compró esa imagen y la colocó en lugar del conde de Artois, de modo que de una sola mirada veía a las dos aves.

Se asociaban en su pensamiento, y el loro se santificaba con esa relación con el Espíritu Santo, que se hacía para ella más vivo e inteligible. El Padre, para enunciarse, no había podido elegir una paloma, pues esos animalitos carecen de voz, sino más bien uno de los antepasados de Lulú. Y Felicitas rezaba mirando la imagen, pero de vez en cuando se volvía un poco hacia el pájaro. En algún momento, ella tuvo idea de ingresar en la congregación de las Hijas de María, pero la señora de Aubain la disuadió.

Se produjo un acontecimiento importante: el casamiento de Pablo.

Después de haber sido pasante de escribano, de haber actuado luego en el comercio, la aduana y las contribuciones y de haber hecho gestiones para ingresar en la administración de aguas y bosques, de pronto, a los treinta y seis años, en virtud de una inspiración del cielo, descubrió su camino: el registro civil. Y mostró en él tan grandes facultades que un perito le ofreció su hija y le prometió su protección.

Pablo, que se había hecho serio, la llevó a casa de su madre.

Ella denigró las costumbres de Pont-l’Évêque, se dio aires de princesa y ofendió a Felicitas. Cuando se fue, la señora de Aubain sintió un gran alivio.

En la semana siguiente se supo la muerte del señor Bourais en una posada de la baja Bretaña. El rumor de un suicidio se confirmó, y surgieron dudas sobre su probidad. La señora de Aubain examinó sus cuentas y no tardó en descubrir la serie de sus fechorías: malversación de atrasos, ventas de madera ocultas, recibos falsos, etcétera. Además tenía un hijo natural y “relaciones con una persona de Dozulé”.

Estas ignominias le afligieron mucho. En el mes de marzo de 1853 comenzó a sentir un dolor en el pecho; parecía tercer la lengua cubierta de humo; las sanguijuelas no le calmaron la opresión, y nueve noches después murió, a los setenta y dos años de edad, exactamente.

La creían menos vieja, a causa de su cabello moreno, cuyos mechones rodeaban su rostro pálido picado por la viruela. Pocos amigos lamentaron su muerte, pues sus modales tenían una altivez que alejaba.

Felicitas la lloró como no se llora a los amos. Que la señora muriera antes que ella perturbaba sus ideas, le parecía contrario al orden natural de las cosas, inadmisible y monstruoso.

Diez días después -el tiempo necesario para acudir desde Besanzón- se presentaron los herederos. La nuera registró los cajones, eligió unos muebles y vendió otros, y luego volvieron a su casa.

El sillón de la señora, su velador, su braserillo, las ocho sillas, habían desaparecido. Donde estaban anteriormente los grabados solo quedaban unos rectángulos amarillos en las paredes. Se llevaron las dos camitas con los colchones, ¡y en el armario ya no se veía ninguna de las cosas de Virginia! Felicitas iba de piso en piso angustiada.

Al día siguiente, pusieron en la puerta un cartel, y el boticario le gritó al oído que la casa se hallaba en venta.

Felícitas tambaleó y tuvo que sentarse.

Lo que le acongojaba, principalmente, era tener que dejar su habitación, tan cómoda para el pobre Lulú. Envolviéndolo con una mirada de angustia, imploró al Espíritu Santo, y contrajo la costumbre idólatra de rezar sus oraciones arrodillada delante del loro. A veces, el sol que entraba por el tragaluz daba en sus ojos de vidrio y hacía que surgiese de ellos un gran rayo luminoso que le extasiaba.

Su ama le había legado una renta de trescientos ochenta francos. El huerto le proveía de legumbres. En cuanto a la ropa, tenía la necesaria para vestirse hasta el fin de su vida, y ahorraba luz acostándose al anochecer.

Apenas salía, para no ver la tienda del chamarilero, donde se exhibían algunos muebles que habían pertenecido a la casa. Desde su accidente arrastraba una pierna, y como sus fuerzas disminuían, la tía Simon, arruinada en su comercio, iba todas las mañanas a partirle la leña y bombearle el agua.

Se le debilitó la vista y ya no abría las persianas. Pasaron muchos años y la casa no se alquilaba ni se vendía.

Por temor a que la despidieran, Felícitas no solicitaba reparación alguna. Las vigas del techo se pudrían, y durante todo el invierno se mojó su almohada. Después de Pascuas escupió sangre.

Entonces, la tía Simon recurrió a un médico. Felícitas quiso saber qué tenía. Pero como era demasiado sorda, solo oyó una palabra: “Pulmonía”. Sabía qué era eso y dijo en voz baja:

-¡Ah, como la señora!

Le parecía natural seguir a su ama.

El día del Corpus y los altares se acercaba.

El primero lo ponían siempre al pie de la cuesta, el segundo delante del correo, y el tercero a mitad de la calle. A propósito de éste hubo rivalidades, y las vecinas de la parroquia eligieron por fin el patio de la señora de Aubain.

Las opresiones y la fiebre aumentaban. Felícitas se afligía porque no hacía nada por el altar. ¡Si al menos hubiese podido poner algo en él! Pensó en el loro. Los vecinos objetaron que no era’ apropiado. Pero el cura le concedió el permiso, y ella se sintió tan dichosa que le rogó que aceptara a Lulú, su única fortuna, cuando muriera.

Desde el martes hasta el día del Corpus, tosió con más frecuencia. Por la noche tenía la cara agarrotada, los labios se le pegaban a las encías y comenzaron los vómitos; y ese día, al amanecer, como se sentía muy mal, hizo llamar a un sacerdote.

Tres buenas mujeres la rodearon durante la extremaunción. Luego declaró que necesitaba hablar con Fabu.

Se presentó con su traje dominguero, y se sentía incómodo en aquella atmósfera lúgubre.

-Perdóneme -le dijo ella, esforzándose por tenderle la mano-, yo creía que era usted quien lo había matado.

¿Qué significaban esos chismorreos? ¡Sospechar que había podido cometer un crimen un hombre como él! Se indignó y estaba a punto de armar un alboroto.

-Pero ya ven ustedes que no sabe lo que dice.

De vez en cuando Felicitas hablaba con las sombras. Las buenas mujeres se fueron, y la Simon se quedó a almorzar.

Un poco después tomó a Lulú y lo acercó a Felícitas.

-¡Vamos, despídete de él! -le dijo.

Aunque no era un cadáver, los gusanos lo devoraban; tenía rota una de las alas y por el vientre le salía la estopa. Pero, como estaba ciega, Felícitas lo besó en el pico y lo mantuvo unos instantes contra la mejilla. La Simon se lo llevó para ponerlo en el altar.

V

Desde los prados llegaba el olor del verano, las moscas zumbaban, el sol hacía brillar el río y caldeaba las pizarras. La tía Simon volvió a la habitación y se durmió plácidamente.

Unos repiques de campana la despertaron. La gente salía de las Vísperas. Cesó el delirio de Felicitas y, pensando en la procesión, la veía como si fuera en ella.

Todos los niños de las escuelas, los cantores y los bomberos iban por las aceras, en tanto que por el centro de la calle avanzaban: en primer lugar el pertiguero con la alabarda, el bedel con una gran cruz, el maestro vigilando a los niños, la monja preocupada por las niñas; tres de las más lindas, rizadas como ángeles, arrojaban al aire pétalos de rosa; seguían el diácono, que con los brazos separados moderaba la música; y dos turiferarios que se volvían a cada paso hacia el Santísimo Sacramento, bajo un palio de terciopelo carmesí, sostenido por cuatro miembros de la administración de la parroquia, que llevaba el señor cura, revestido con su hermosa casulla. Una multitud se agolpaba detrás, entre las colgaduras blancas que cubrían las paredes de las casas; y así llegaron al pie de la cuesta.

Un sudor frío humedecía las sienes de Felícitas. La tía Simon se las enjugaba con un paño, diciéndose que algún día tendría que pasar por ese trance.

El murmullo de la multitud aumentó, durante un momento fue muy fuerte y luego se alejó.

Una descarga hizo vibrar los cristales. Eran los postillones que saludaban al altar. Felícitas giró los ojos y preguntó, con la voz menos baja que pudo:

-¿Está bien él?

Le preocupaba el loro.

Comenzó la agonía. Un estertor cada vez más precipitado le levantaba las costillas. En las comisuras de la boca se le formaban burbujas de espuma y le temblaba todo el cuerpo.

Pronto se oyó el ronquido de los figles, las voces claras de los niños, la voz profunda de los hombres. Todo callaba a intervalos, y el golpeteo de los pasos, que amortiguaban las flores, parecía el ruido que hace un rebaño en el césped. El clero entró en el patio. La tía Simón subió a una silla para llegar al tragaluz, desde donde podía ver el altar.

Colgaban sobre él guirnaldas verdes y lo adornaba un faralá de punto de Inglaterra. Había en el centro un marquito que encerraba reliquias, dos naranjos en las esquinas y. a todo lo largo, candelabros de plata y macetas de porcelana con girasoles, lirios, peonías, dedaleras y manojos de hortensias. Ese montón de colores brillantes descendía oblicuamente desde el primer piso hasta la alfombra y se prolongaba por los adoquines; y cosas raras atraían las miradas. Un azucarero de plata sobredorada tenía una corona de violetas, arracadas de piedras de Alenzón brillaban en el musgo, dos biombos chinos exhibían sus paisajes y Lulú, oculto bajo un montón de rosas, solo dejaba ver su cabeza azul, parecida a una placa de lapislázuli.

Los portadores del palio, los cantores y los niños se alinearon en los tres lados del patio. El sacerdote subió lentamente los escalones y colocó en el altar su gran sol de oro que resplandecía. Todos se arrodillaron. Se hizo un gran silencio. V los incensarios, lanzados a todo vuelo, oscilaban colgados de sus cadenitas.

Un vapor azul ascendió hasta la habitación de Felícitas. Ella ensanchó las ventanas de la nariz y lo aspiró con sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonrieron. Los latidos de su corazón fueron deteniéndose poco a poco, haciéndose cada vez más vagos, más suaves, como se agota una fuente, como desaparece un eco; y al exhalar el último suspiro creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco que se cernía sobre su cabeza.

*FIN*


“Un cœur simple”,
Trois contes
, 1877


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