Un día tomé entre mis manos tu rostro. Sobre él caía la luna. El más increíble de los objetos sumergido bajo el llanto. Como algo solícito, que existe en silencio, tenía que durar casi como una cosa y con todo nada había en la fría noche que más infinitamente se me escapara. Oh, porque desembocamos en estos lugares, se apresuran hacia la pequeña superficie todas las ondas de nuestro corazón, voluptuosidad y desfallecimiento, y al fin, ¿a quién ofrecemos todo esto? Ay, al extraño, que nos ha malentendido, ay, a aquel otro, que nunca hemos encontrado, a aquellos siervos, que nos han maniatado, a los vientos de primavera, que se han desvanecido, ya la quietud, la perdedora.
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