Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil carruajes,
centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de codicia y desesperación;
delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente, arreado por un tipejo
que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito enguantado, charolado,
cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el
humilde animal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!»
Volviose después con aire fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que
añadieran aprobación a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde le llamaba el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico
imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.
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