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Un hombre práctico

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Romero de Terreros

A Agustín Basave

El Padre Ministro de la Casa de Novicios de la Compañía de Jesús en Espadal era pequeñín, de rostro colorado, cabello blanco y expresión risueña. Decíase que en su juventud tuvo trato con las Musas, pero si tal fue el caso, ningún resabio de ello adivinábase en el Padre Hurtado. El Padre Ministro, varón santo si los hay, era ante todo un hombre práctico; pruebas de serlo dio en mil ocasiones, al grado de hacerse esta cualidad suya proverbial, no sólo entre la comunidad, sino en toda la comarca. Inútil nos parece decir que aquel establecimiento marchaba admirablemente, como cuadraba a la gran Institución de que formaba parte.

Una alegre mañana de junio, en que el Padre Ministro comprobaba con satisfacción que el consumo de patatas en el mes pasado había sido mucho menor que el del correspondiente del año anterior, un leve toque en su puerta vino a interrumpir su tarea.

—¡Adelante! exclamó.

El Hermano Fuente dio vuelta al picaporte y dijo:

—Padre Ministro; un hombre desea hablarle.

El Padre Hurtado, enemigo de antesalas, frunció ligeramente el entrecejo, pero contestó;

—Que pase.

Pocos momentos después, se presentaba un individuo, cuya descripción es ocioso hacer, pues era como miles otros: de cuarenta años, poco más o menos, sano al parecer, y pobre, puesto que el dinero, según reza el refrán, no puede estar disimulado.

—Buenos días, Padre.

—Buenos nos los dé Dios. ¿Qué se ofrece?

Padre Hurtado, vengo a ver a usted porque me encuentro en situación difícil. No tengo qué comer. Desde que paró la fábrica….

—Si os metéis en huelgas, interrumpió el religioso.

—No podía yo nada en contra, y tuve que hacer lo que todos los compañeros. El caso es que el trabajo no se reanuda ni lleva trazas de serlo. Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengo nadie que dependa de mí, necesito trabajar. Conozco algo de jardinería….

—Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jardín.

—He trabajado como albañil.

—En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras que hacer por el momento.

—Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo. Usted que es un hombre tan práctico….

Hay que advertir que todo este tiempo, el Padre Hurtado casi no había reparado en su interlocutor, pues mientras sostenía el diálogo, seguía haciendo números; pero al notar un leve acento de amargura o de reproche en la última frase del obrero, alzó la vista y lo miró fijamente por algunos instantes.

—Repito, prosiguió, que no tengo trabajo que proporcionarle en esta casa. Pero si quiere usted acudir a nuestro Colegio en Carrión de la Vega, estoy seguro que su Rector, el Padre Rodríguez, le dará todo lo que le haga falta.

—Padre, mil gracias, replicó el hombre. He confesado y comulgado
esta mañana, y estaba seguro que usted me sacaría de apuros. Juan
González le será siempre agradecido. ¿Quisiera usted darme, Padre
Ministro, una carta o papel de recomendación?

El Padre Hurtado tomó una cuartilla, la partió cuidadosamente en dos, guardando una mitad para uso futuro, y trazó en el papel breves renglones. La metió dentro de un sobre, lo cerró y dirigió, y lo entregó a Juan González.

Despidiose este, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el
Padre Hurtado diciéndole:

—Espere un momento, hermano.

Abandonó su escritorio, mojó dos dedos en una pila de agua bendita que colgaba en la pared, y tocó con ellos la mano del obrero, diciéndole cariñosamente;

—¡Vaya con Dios!

El Rector de Carrión de la Vega abrió cuidadosamente el sobre que acababa de entregarle el portero, y extrajo la misiva del Padre Hurtado; la leyó, y sin alzar la cabeza, miró al Hermano por encima de sus espejuelos.

—No entiendo esto, dijo. ¿Quién ha traído este papel?

—Un hombre a quien no conozco. Parece obrero.

—¿No trae ningún mensaje de palabra?

—Nada me ha dicho, Padre.

—¿En dónde está este hombre?

—Espera en la portería.

—Voy a verle.

Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodríguez se levantó trabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al cúmulo de cartas que había sobre el escritorio esperando contestación, y se encaminó a la portería.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, Padre, contestó Juan González, con el rostro iluminado por la esperanza.

—¿Usted ha traído este billete del Padre Hurtado?

-Sí, Señor.

—Y ¿nada le indicó que me dijera de palabra?

—Nada, Padre.

—Es raro. Haga favor de esperar un momento.

El Rector estaba sorprendido. Que un hombre como el Padre Hurtado hubiera escrito esas cuantas palabras, tan faltas de sentido común, era un absurdo. En las galerías inmediatas a la portería encontró al Padre Procurador y al Primer Prefecto, quienes, al ver a su superior, levantaron sus birretes respetuosamente.

—El Padre Hurtado se ha vuelto loco, dijo el Rector sin más preámbulo.

—¡Imposible! exclamaron a un tiempo los otros dos.

—Entonces, ¿cómo explican ustedes que me envíe este billete? preguntó, y alargó el papel al Prefecto, quien leyó en voz alta los siguientes renglones:

—”Estimado Padre Rodríguez: Le ruego se sirva dar cristiana sepultura al portador de la presente. Su afmo. Hermano en Xto. Alonso Hurtado, S.J.”

Hubo un silencio. El Padre Ministro de Espadal, tenido por el hombre más cuerdo de la Provincia no podía haber escrito esas palabras.

Instintivamente, los tres religiosos se dirigieron a la portería para interrogar a Juan González, seguros de que se trataba de una broma.

Pero Juan González, yacía en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos. Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y tenía la mano izquierda crispada contra el pecho.

*FIN*


La puerta de bronce y otros cuentos, 1922


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