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Un idilio nihilista

[Cuento - Texto completo.]

Vicente Blasco Ibáñez

I

Cuando Alejandro se despertó tuvo un ligero sobresalto.

Abrió los ojos, incorporóse sobre la cama y contempló con asombro aquella estancia que le era desconocida.

Poco a poco la realidad fue disipando las nieblas que el sueño había amontonado sobre su cerebro, y conoció que ya no se hallaba en el tren, sino en el cuarto de la modesta posada.

Su cuerpo se hallaba todavía resentido por el largo viaje, y en sus oídos zumbaban el ronco silbido de la locomotora, el trepidar de los vagones, los chasquidos de las ruedas y el murmullo producido por las insulsas conversaciones de los compañeros de viaje.

Su mirada soñolienta y nublada paseóse rápidamente por todos los rincones del mezquino cuarto.

Alejandro, la noche anterior, no había tenido tiempo para fijarse en aquél, pues apenas se encontró solo tendióse rendido sobre la cama, y a los. pocos momentos fue presa del sueño.

La habitación que ocupaba el joven no se diferenciaba en nada de las de todas las posadas rusas.

El techo, el pavimento y las paredes eran de madera reforzada con argamasa, y la estancia sólo recibía la luz a través de una irregular y mezquina ventana con vidrieras compuestas de cristales de diferentes colores. Los muebles eran escasos y malos: una cama de álamo vieja y desvencijada, dos taburetes de la misma madera, y un arcón lleno de remiendos y clavos, que lo mismo podía servir para guardar objetos que como mesa o confidente.

Las paredes estaban desnudas de todo adorno, y sólo en un rincón, pegado con engrudo, veíase el retrato del Czar grotescamente pintarrajeado y envuelto en el tradicional manto imperial.

Todo este aspecto que presentaba la habitación lo abarcó Alejandro de una sola ojeada.

Después permaneció inmóvil sobre la cama, hasta que comprendiendo por la luz que atravesaba las vidrieras que debía ser algo tarde, levontóse de aquélla de un salto.

El joven habíase acostado sin desnudarse la noche anterior, y presentaba un aspecto muy digno de descripción.

Vestía un traje que en Rusia podría llamarse mixto, pues se componía de prendas elegantes y prendas rústicas que parecían desdecir de su porte distinguido.

Usaba reloj, y su camisa era tan blanca y fina como la del primer elegante de San Petersburgo; pero en cambio su traje era de paño de tejido grosero, y sus pantalones se escondían dentro de unas altas botas claveteadas, de gruesas suelas y como hechas de encargo para pisar las nieves de los campos.

Sobre el arcón veíase una gorra felpuda y un abrigo de pieles de los que usan los campesinos y que reciben el nombre de tülupa.

La figura de Alejandro era también extraña y mixta.

Su cuerpo era robusto, su estatura más que regular; bajo los pliegues de su traje se delataban músculos rectos y poderosos, y toda su persona respiraba fuerza y energía.

A primera vista parecía vulgar, pero con una poca observación, se conocía que aquel cuerpo encerraba algo grande, algo superior.

Su vista producía el mismo efecto que una caja sencilla de cartón, dentro de la cual comprendemos existen ricas alhajas.

Aquella cabeza bien puesta sobre los hombros, y cuyos principales detalles eran una luenga barba rojiza, y esa nariz pequeña que parece patrimonio de la raza eslava, nada expresaba de continuo; era la cabeza de un hombre vulgar, pero en ciertos momentos sus ojos azules, que de continuo tenían una expresión fría e indiferente, dejaban escapar como fugaz relámpago una mirada sublime y avasalladora, de esas que sólo son propias de los vencedores o los mártires.

Era, generalmente, un joven severo, grave y de pocas palabras; pero en determinadas circunstancias se despojaba de su frialdad, y aparecía momentáneamente con la grandiosidad del apóstol y la firmeza del fanático.

Con esto creemos haber descripto a Alejandro.

Después que éste saltó de la cama al suelo, púsose a pasear pensativo por la estancia como aquel que procura orientarse por entre un dédalo de suposiciones y pensamientos.

Por algún tiempo permaneció abismado en sus meditaciones, hasta que dos golpes dados con alguna suavidad en la puerta le sacaron de su abstracción.

Alejandro, al oírlos, quedóse sorprendido, pero inmediatamente descorrió el cerrojo de la puerta, que se abrió, apareciendo en el dintel un hombre alto, casi hercúleo y de feo rostro, coronado por una crespa e inculta cabellera.

El joven le reconoció al momento; era el mozo de la posada que la noche anterior le había conducido al cuarto que ahora ocupaba.

—Señor —dijo con voz áspera que en vano intentaba dulcificar— son las once de la mañana, y como no os levantábate… .

Y mientras esto decía, el sirviente fijaba con insolencia su torcida mirada en Alejandro, como si pretendiera adivinarle sus más recónditos secretos.

—Gracias —contestó el joven—. Eres un buen muchacho; venías a despertarme, y te agradezco la intención.

—Indudablemente habréis dormido bien, señor Alejandro.

—¿Cómo sabéis mi nombre?

—La policía lo sabe todo. Esta mañana ha venido un comisario a inquirir si verdaderamente estáis aquí alojado.

—Se conoce que esto está muy vigilado.

—Bastante; y aun así, esos picaros nihilistas atenían a cada instante contra la vida del Czar, nuestro muy amado padre.

Alejandro, al escuchar esto, se inclinó con respeto, siguiendo la conducta del sirviente, y luego éste continuó:

—Aquí se sabe todo. ¿Creéis que no se os conoce? Hace algunas horas he sabido por la policía que os llamáis Alejandro Ischerkassy, que sois alumno de la escuela de ingenieros de Moscow y que habéis venido a San Petersburgo enviado por vuestros profesores para estudiar no sé qué adelantos mecánicos.

Alejandro, al oír esto, inmutóse por un momento, pero luego volvió a parecer sereno y frío, y sonriendo con benevolencia dijo a su interlocutor:

—¡Por vida del diablo que sabéis mucho!

—Ya os lo dije; aquí lo sabemos todo.

Después de estas palabras los dos quedaron silenciosos como aquel que no sabe qué decir. El sirviente aprovechó aquella pausa para examinar a Alejandro a su gusto, y después, como aquel que procura acabar con una situación enojosa, dijo por fin:

—¿Vais a salir?

—Inmediatamente.

—Pues abrigaos bien; desde muy temprano que está nevando.

Una vez dichas estas palabras el sirviente juzgó ya como terminada la conversación, e inclinándose, desapareció en el fondo de una obscura galería de madera.

Alejandro, al quedarse solo, se dirigió al arcón, y cogiendo la gorra se la caló hasta las cejas después de envolverse en su tulupa.

Al mismo tiempo que hacía esto, murmuraba con acento reconcentrado:

—¡En buen sitio estoy! Este criado indudablemente es de la policía y ha venido a verme sólo por examinarme y ver si podía inquirir algo de nuevo. Lo he conocido en su manera de mirar, y en sus palabras melosas en la forma, y amenazantes en el fondo. ¡Maldito país en el que cada sirviente es un espía! Pero… resignémonos. ¿A qué posada u hotel iré de San Petersburgo que no me suceda lo mismo?

Y Alejandro, diciendo esto, echó una última ojeada a la estancia y salió de ella cerrando la puerta cuidadosamente.

II

Cuando salió a la calle sus pies se hundieron en la nieve.

Un velo blanco y movible se cernía a impulsos del frío viento sobre la ciudad y el pavimento de ésta; los tejados de las casas y las casi esféricas cúpulas de los templos y palacios, aparecían cubiertos de gruesa capa de nieve que por momentos iba engrosando.

Alejandro detúvose, como para orientarse, algunos instantes, y en este tiempo su gorra comenzó a vestirse de blanco, y hasta algunos copos vinieron a enredarse en su luenga y rubicunda barba.

Por fin subióse hasta las orejas el cuello de la tulupa, metióse las manos en los bolsillos y comenzó a andar rápidamente, casi pegado a las paredes y con dirección a las afueras de la ciudad.

Poca gente transitaba a aquellas horas por las calles. Como la nevada era fuerte, nadie se atrevía a andar a pie por ellas, y sólo de vez en cuando, rápido como una exhalación, pasaba algún trineo arrastrado por caballos que al correr arrojaban espesas columnas de vapor por las narices.

Alejandro, además de esto, veía a cada instante, guarecidos bajo el alero de un tejado o el portal de una casa, polizontes de grandes bigotes y con la galoneada gorra calada hasta los ojos, que al pasar le dirigían miradas escrutadoras.

El joven estudiante apenas si se fijaba en el aspecto que las calles presentaban, y atento sólo a la nieve que sin cesar caía, corría más bien que andaba, procurando siempre evadir los hoyos y malos pasos en los que un hombre podía hundirse hasta los hombros.

De este modo, al poco tiempo Alejandro llegó a una calle de los arrabales en la que las casas no eran abundantes ni ostentosas.

Apenas dio por ella algunos pasos, comenzó a mirar con atención las casas de ambos lados mientras murmuraba:

—Por aquí debe estar la que busco.

Y durante algún rato continuó en sus pesquisas, hasta que por fin paróse frente a una casita de dos pisos que debía tener a las espaldas jardín, a juzgar por algunos álamos que, cubiertos de nieve, se asomaban balanceándose por detrás del tejado.

—Aquí es — murmuró Alejandro, y asiendo el aldabón que adornaba la puerta, dio con él dos fuertes golpes y aguardó trazando con el pie figuras caprichosas sobre la alfombra de nieve.

No tardaron en abrir. El portón giró dando fuertes chirridos, y tras él hizo su aparición una viejecita con la cara risueña y amoratada a fuerza de ser roja, y vistiendo el traje propio de las campesinas rusas.

—¿A quién buscáis, joven? — dijo con voz melosa.

—Al profesor Martens.

—Aquí vive; aunque en este momento está como siempre, ocupado, subid, joven, y le veréis.

Alejandro atravesó el portal al oír tal invitación, y junto con la vieja subió por una estrecha escalera, al fin de la cual se encontró con una reducida estancia apenas amueblada.

La vieja acercóse a una puerta, y dando en ella dos golpecitos con la palma de la mano, dijo con voz respetuosa:

—¿Señor?

—¿Quién es? — contestó desde dentro una voz áspera y de acento desabrido.

—Un joven que os busca.

—Adelante.

Alejandro entonces empujó la puerta y penetró en la estancia.

Esta era de grandes dimensiones; ocupaba casi todo el piso superior del edificio.

Las paredes desaparecían tras colosales estantes y armarios, los primeros llenos de libros de diversos tamaños, los segundos llenos de botes, redomas e instrumentos de física de todas clases.

Sobre el lienzo de pared, frontero a la puerta, destacábanse en lo alto dos grandes retratos con marco negro y sencillo, y en la parte baja una gran mesa cubierta de papeles, junto a la cual estaba sentado un hombre envuelto en una vieja bata acolchada y hundiendo sus pies en una tupida piel de oso.

El resto de la estancia estaba adornado con algunos sillones, y una estufa de hierro llena de encendido carbón.

Apenas Alejandro entró, el hombre púsose a examinarle detenidamente, y al cabo de algún tiempo le dijo:

—¿Quién sois?

Entonces el estudiante avanzó hasta llegar junto a la mesa, y una vez allí trazó con la diestra en el espacio algunos signos extraños, a los que el hombre contestó de igual modo.

—¿Eres, entonces, el que espero? — dijo éste con tono de cariñosa confianza.

—El mismo.

—Tienes buena presencia, y se conoce en tu aspecto que eres hombre capaz de grandes empresas. ¿Cómo te llamas?

—Alejandro Ischerkassy.

—¿Qué edad tienes?

—Veintisiete años.

—Joven, muy temprano has entrado en negocios por los que se arriesga la cabeza; pero se ve en ti decisión y arrojo, y esto basta. La sangre joven es la encargada de libertar a Rusia, y tú puedes hacer mucho por tu patria; acuérdate que lo dice el profesor Martens. ¿Eres del mismo Moscow?

—No; soy de Troitza, y si vivo en Moscow, es porque pertenezco a la escuela de ingenieros. En mi ciudad natal vive mi madre, vieja y sola.

—¿No tienes padre?

—No; murió cuando la última guerra con Turquía en la batalla de Plewna.

—Una víctima más de la ambición de los czares.

Tras estas palabras el estudiante y el profesor quedaron meditabundos, hasta que por fin este último dijo saliendo de su abstracción:

—¿No te han dado nada par mí nuestros hermanos de Moscow?

—Una carta; tomadla.

El profesor tomó el papel que le entregaba Alejandro, y desdoblándolo púsose a leerlo después de hacer a éste una señal para que se sentara.

El estudiante obedeció, y mientras Martens leía, púsose a examinarle con ahinco.

Era un hombre verdaderamente extraño. Pertenecía a esa clase de seres humanos, cuyo físico conserva reminiscencias de alguna raza zoológica, pues en su rostro tenía todas las líneas y detalles suficientes para confundirle con un león viejo.

Su frente era pequeña y deprimida, su nariz mezquina, aplastada y latente a cada instante, sus ojos pequeñuelos y rojizos, y para completar la semejanza, su cabellera era larga y de un rojo sucio, y sus bigotes ásperos, cerdosos y erizados.

Era la fiel representación de un león el sabio profesor Martens, pero de un león viejo, pues su cabeza en más de una parte estaba calva, creciéndole la cabellera en mechones aislados, y sus ojos de continuo brillaban con el reluciente fuego de la cuartana.

Su cuerpo era pequeño pero robusto, y sus miembros dejaban adivinar bajo la rugosa piel un tejido completo de nervios y tendones rígidos como las cuerdas de un buque, y capaces de desarrollar en supremos momentos una fuerza bestial y sobrehumana.

Alejandro contemplaba con cierto respeto y admiración supersticiosa a aquel hombre extraño y original.

Adivinábase en él un carácter de hierro y una voluntad absoluta capaz de arrollar los más terribles obstáculos y llevar a cabo las más inconcebibles audacias.

Aquel hombre debía ser inquebrantable en el logro de sus deseos: o realizar lo imaginado, o morir.

Mientras Alejandro contemplaba al profesor Martens y reflexionaba sobre su carácter, éste acabó de leer la carta y dejándola sobre la mesa dijo al estudiante:

—Ya he recibido antes que ésta otra misiva en que me hablaban de ti anunciándome tu llegada. Según dicen, eres muy entendido en mecánica.

—He ganado la medalla de honor en la escuela de ingenieros, y mis profesores aseguran que tengo mucha facilidad para la invención.

—Eso es lo que yo necesito, o más bien lo que necesita nuestra gran asociación. Las tentativas contra el Czar se repiten, y ninguna produce éxito. Los compañeros te envían para que juntos inventemos algo que corone pronto nuestra obra.

—Estoy dispuesto a todo.

—Poco te toca hacer. Yo tengo lo principal, lo que destruye, el alma de lo que pulveriza; tú has de inventar lo que dirige, el cuerpo que lo contenga. Trabaja, joven, trabaja, que tu invento unido al mío atraerá la libertad sobre la Rusia, y serán causa del triunfo de nuestros hermanos. Alejandro II ya murió destruido por nuestras bombas; es preciso que su hijo sufra igual suerte.

El profesor quedóse pensativo algunos instantes y luego murmuró:

—¡La bomba! ¡La bomba! Esto no respira nada de genio. La bomba es tan mezquina como la ignorancia; por lo voluminosa atrae las miradas de la policía, y los efectos que produce son limitados. Y luego, la pólvora, lo que ya conocían los frailes del siglo XIV; lo que antes conocieron los árabes y los chinos, ¡bah!… una antigualla; mi invento, solamente mi invento puede producir magníficos resultados.

Y al decir esto la voz de Martens fue subiendo de punto, hasta que saliendo de su abstracción le dijo así al estudiante:

—¿Sabes tú lo que me ha costado el inventar ese nuevo elemento de muerte? Yo soñaba con una substancia explosiva cuya menor cantidad fuera capaz de derrumbar una ciudad entera; era mi deseo constante, era mi preocupación fija. ¡Cuántas vigilias me ha costado el realizar mi ilusión! ¡Cuántas noches he pasado junto al mortero combinando las substancias más diversas para encontrar mi apetecido invento! Muchos ratos de desaliento he tenido que sufrir al experimentar las dificultades de lo desconocido, pero he vuelto mi pensamiento a la Rusia, he pensado en los tiranos que esclavizan a mi pueblo, y mi esperanza ha renacido para con la fe del iluminado emprender otra vez mi trabajo, hasta que el cansancio ha rendido mis fuerzas. Hoy tengo ya realizado mi proyecto; poseo el elemento para destrozar a nuestro enemigo, y aun si es necesario el palacio que habita. ¡Joven!, trabaja tú ahora, envuelve mi invento con otro tuyo y la victoria será nuestra, pues la patria nos deberá su salvación.

Y el viejo profesor, al decir esto, gesticulaba como un energúmeno y agitaba sus brazos en el espacio presa de febril excitación.

Alejandro le contemplaba con respeto, pues el fanatismo de aquel hombre le admiraba profundamente.

Martens apenas cesó de hablar levantóse de su sillón y abrió un pequeño armario que tras éste había artificiosamente oculto en la pared.

Algunos frascos correctamente alineados sobre las tablas del armario, aparecieron ante los ojos del estudiante.

—Mira esto —dijo el profesor—. Todos los frascos contienen substancias más o menos explosivas. Tenerlos junto a mí es lo que me alegra, pues son mis mejores amigos. Aquí hay pólvora y dinamita de todas clases, y sobre todo aquí guardo mi preciosísimo invento.

Y al decir esto, el viejo cogió un bote de hierro de regulares dimensiones que colocó cuidadosamente sobre la mesa.

—¿Ves esto? —continuó—. Es muy pequeño, y sin embargo si lo arrojara con fuerza sobre el suelo, tú y yo seríamos pulverizados, la casa se fraccionaría hasta lo infinito, toda la calle sufriría igual suerte y más de la mitad de San Petersburgo caería deshecho en ruinas.

El viejo al decir esto estaba verdaderamente espantoso. Sus ojuelos brillaban alegres y sus garras se estremecían como a impulsos del placer.

El estudiante no se sintió conmovido a la vista de aquel terrible bote, y sólo le dirigió una fría mirada de curiosidad.

—Eres valiente —dijo Martens—. Otro hombre en tu lugar se hubiera estremecido de horror y miedo.

—Maestro —contestó Alejandro con voz grave y reposada— la vista de ese frasco no me causa pavor, sino alegría, pues me parece que dentro de él oigo tañer la campana que anuncia la última hora de los Czares. Grande es vuestro invento según decías, y yo os juro por Dios que supuesto necesitáis de mí, procuraré auxiliaros con todos mis conocimientos.

—Así se contesta, joven. ¿Cuándo piensas ponerte al trabajo?

—Ahora mismo; vuestras palabras han despertado mi entusiasmo, y en este instante me encuentro capaz de resolver los más difíciles problemas.

—Retírate, pues; pero antes recuerda lo que te he dicho. Lo que necesitamos es una máquina casi imperceptible. Que pueda esconderse en la palma de la mano, y que, sin embargo, en ciertos instantes lance rayos destructores. Algo semejante a la víbora que permanece escondida entre las hojas de la flor, y que de repente clava su lengua ponzoñosa en el incauto que se acerca. ¿Podrás reunir en tu invento tales circunstancias?

—Confío en que sí, maestro.

—¿En dónde vives?

—En una posada, en la que sin duda me vigilan desde que llegué.

—Ten mucho cuidado.

—Hace ya tiempo que esquivo las sagacidades de la policía.

—Anda, pues, y que el Señor marche contigo.

El profesor Martens, al decir esto, volvió a coger el terrible bote, y después de encerrarlo en el armario secreto, se dispuso a acompañar al joven hasta la puerta.

Cuando ambos se encontraron a la mitad de la estancia, el viejo cogió a Alejandro y le dijo en tono de consejo:

—Joven, si sientes desaliento, piensa sólo en la sublime misión que tus hermanos te han encargado, y la fe y el entusiasmo volverán a ti. Si la debilidad se apodera de tu inteligencia, acuérdate de este viejo y de mis santos patronos.

Y Martens al decir esto señaló los dos grandes retratos que se ostentaban sobre la puerta.

—¿Quiénes son esos? — preguntó Alejandro.

—Son dos grandes hombres que no vacilaron en hacer caer la cabeza de un rey para labrar la dicha de su patria. Son Danton y Robespierre.

Tras esto los dos callaron, y silenciosos encamináronse a la puerta; pero al llegar junto a ella se abrió, penetrando en la estancia una joven cuidadosamente abrigada, y llevando todavía sobre el sombrero algunos copos de nieve.

—¡Buenos días, padre! —dijo al entrar—. Vengo del anfiteatro anatómico, y mi amiga Olga me ha conducido en su trineo hasta aquí.

La joven fue a continuar hablando, pero al notar la presencia de Alejandro callóse como avergonzada y bajó los ojos.

El viejo Martens se sonrió, y haciendo en el espacio la misteriosa seña, dijo a su hija:

—Es un amigo.

Entonces la joven levantó la cabeza, y mirando gravemente al estudiante repitió la seña, a la que éste contestó. El profesor cogió las manos de ambos jóvenes y dijoles así, respectivamente:

—Esta es mi hija Catya, alumna de la escuela de Medicina. Alejandro Ischerkassy, eminente mecánico, al que aguardábamos hace días. Y ahora que ya os conocéis — continuó el viejo — daos el beso fraternal.

Catya al oír esto presentó su frente a Alejandro, que ceremoniosamente estampó en ella un tímido beso.

Después el joven se dispuso a salir.

—Adiós, hermanos — dijo inclinándose de un modo extraño.

—Que pronto te veamos por aquí, y no olvides mis encargos — contestó el profesor.

Y éste y su hija acompañaron hasta la escalera a Alejandro, que atravesando la puerta de la calle desapareció.

III

Cuando Alejandro penetró en su habitación de la posada, arrojó su tulupa y la gorra al suelo, y se pasó las manos por la frente como aquel que pretende arrancar de su pensamiento una preocupación.

A pesar del frío y de la nieve, su rostro estaba sudoroso y tenía todo el aspecto del que está sufriendo una penosa gestación cerebral.

El joven estudiante estaba excitado por las palabras del viejo Martens.

El profesor había mezclado a su habitual frialdad una gran dosis de entusiasmo, y Alejandro a impulsos de éste agitaba su cerebro con oleadas de pensamiento, y buscaba aún en los últimos rincones de su imaginación el medio de inventar aquella diminuta máquina que sirviera como de complemento a la substancia explosiva de Martens.

El deseo de ser útil a sus hermanos le dominaba; además se sentía víctima de otra preocupación.

Catya le había impresionado bastante.

Alejandro era un hombre completamente virgen de las pasiones de la juventud.

Primeramente los estudios, y después las cuestiones nihilistas habían absorbido toda su existencia.

Alejandro nunca había sido joven.

A todos los que con él hablaban les causaba gran extrañeza aquel rostro fresco y lozano, que jamás se descomponía a impulsos de una sonrisa.

Sus amores habían sido los libros y la mecánica, y toda su correspondencia cariñosa se había limitado a las cartas que de vez en cuando remitía a su madre.

Amaba una sola cosa: la Rusia; pero con un amor fanático y tranquilo, con un amor semejante en sus fines al del médico que amputa un miembro al cliente con objeto de salvarle de la muerte.

Catya, la hija de Martens, como antes hemos dicho, produjo alguna impresión en el ánimo de Alejandro.

Éste se extrañaba verdaderamente de aquello. Se decía interiormente que era una niñada impropia de hombres serios, pero de continuo veía en su memoria con los ojos del pensamiento aquel rostro hermoso aunque grave, aquellos ojos azules y profundos, aquella cabellera rubia y reluciente, y sobre todo aquella frente tersa cuya fina piel había rozado con los labios.

Aquel pensamiento era el que le preocupaba fuertemente, borrando al mismo tiempo de su imaginación parte de la actividad desplegada para encontrar el apetecido invento mecánico.

Alejandro luchaba interiormente para despojarse de aquel recuerdo que le impedía encontrar la forma de la máquina que deseaba Martens. Por fin, llamando en su auxilio las palabras de éste que aún vibraban en su oído, pudo lograr la victoria.

Acordóse de Rusia, del Czar y de sus hermanos de asociación, y la imagen de Catya borróse por completo de su memoria.

Lleno de fe púsose a pensar en el futuro invento, y para ensimismarse mejor y concentrar sus facultades en la misma idea, sentóse sobre el viejo arcón y apoyó su cabeza entre las rílanos.

Largo tiempo permaneció así, y su cerebro trabajó sin cesar a impulsos del deseo.

Todos los sistemas mecánicos desfilaron ante su pensamiento, acompañados de un verdadero ejército de muelles, tornillos, espirales y engranajes.

De vez en cuando el joven se acordaba del viejo profesor, y del recuerdo de éste pasaba al de su hija; pero apenas esto sucedía, llamaba en su auxilio a las ideas patrióticas, y la mecánica volvía a presentarse con toda su esplendidez.

Alejandro hacía trabajar mucho a su pensamiento.

Las venas de su frente se hinchaban como bajo el poder de una idea secreta, y sus sienes latían cual si no pudieran resistir las agitaciones continuas del cerebro.

Por fin el rostro del joven se iluminó con una expresión de alegría que no llegó a convertirse en sonrisa, y sus ojos brillaron con el gozo del sabio que ha encontrado la solución de un problema.

Alejandro había dado con el invento destinado a satisfacer los deseos de Martens.

Entonces su pensamiento, completamente libre de las meditaciones científicas, volvió a fijarse en la hija de aquél.

El estudiante llegó a asustarse de esto.

—¿Estaré yo enamorado? — se preguntó con extrañeza.

Y luego, como para disipar el sobresalto que esta misma pregunta le causaba, murmuró:

—Vamos a comer; estos pensamientos no son más que delirios hijos de la debilidad del estómago y de la fatiga intelectual.

Y Alejandro, después de decir esto, salió de la habitación y siguió a lo largo de la galería hasta llegar al comedor de la posada.

IV

El profesor Martens experimentó una verdadera alegría cuando al día siguiente Alejandro, con su elocuencia razonada y su lógica incontestable, le fue explicando el mecanismo de su invento y demostrando sus infinitas ventajas.

—¡Bravo!, joven —dijo el viejo entusiasmado—. Así se trabaja; tu máquina es inimitable, lo que demuestra que posees las cualidades de los hombres eminentes que cuando trabajan lo hacen todo pronto y bien. En celebración de tu invento quédate hoy a comer con nosotros.

Alejandro acogió con alegría la invitación del profesor.

La esperanza de ver a Catya le causaba una secreta alegría.

Su imaginación, después de despojarse de las preocupaciones mecánicas, sólo trabajaba a impulsos de una sola idea.

El joven estudiante había sufrido en la noche anterior una completa transformación.

En sueños había visto a Catya caminando sobre nubes, rodeada la cabeza de luminosa aureola y tal como él habíase figurado siempre la imagen de la futura Rusia en sus momentos de fiebre revolucionaria.

Cuando la hija de Martens vino de la escuela de medicina y le dirigió un saludo, el joven sintió que su cuerpo se estremecía.

Ya no quiso dudar más; aquellas sensaciones le eran desconocidas, y comprendió que debían formar aquel afecto que muchas veces había llegado a sus oídos con el nombre de amor.

Mientras permaneció en la mesa, sólo se ocupó en mirar de vez en cuando a Catya sin pronunciar palabra alguna.

Martens, en cambio, se encargaba de llevar la parte principal de la conversación y hablaba sin cesar de la nación y del Czar, y forjaba planes tan llenos de entusiasmo como bárbaros y sangrientos.

Alejandro en tanto se sentía como en otra vida.

El corazón parecía quererle saltar del pecho; su cerebro estaba como envuelto en nubes de color de rosa; las palabras de Martens (a quien no atendía) sonaban en su oído como música incomprensible y deliciosa, y no se ocupaba más que en fijar sus ojos en el hermoso y grave rostro de Catya.

Ésta permanecía impasible ante las miradas del estudiante; pero éste, que algunas veces bajaba el rostro como avergonzado por tal impasibilidad, la sorprendió en dos o tres ocasiones con los ojos fijos en él.

Cuando terminó la comida, el viejo Martens se levantó y dijo a los jóvenes:

—Bajad al jardín; el aire de la tarde os será de provecho. Yo, en tanto, voy a repasar los diseños que éste me ha entregado de su máquina.

Catya y Alejandro bajaron al jardín.

Este era sombrío y melancólico. Lo componían algunos álamos de secular altura, y el suelo estaba cubierto por un musgo obscuro y tupido.

En el centro del jardín alzábase una estatua bastante deteriorada representando a Espartaco rompiendo las cadenas de la esclavitud; estatua que el viento y las lluvias se habían encargado de cubrir de un moho verdoso.

Los dos jóvenes dieron algunos paseos por el jardín, y su conversación versó sobre los males de la patria y los grandes trabajos que todavía se habían de llevar a cabo para colocar a ésta a la altura del resto de Europa.

Pero a pesar de la gravedad del asunto, los dos al hablar se miraban, y Catya parecía haber depuesto parte de su serenidad.

Aquellas miradas fueron comprendidas por los dos.

Lo que unos amantes de raza latina hubieran encerrado en frases ardientes y en suspiros lánguidos, aquellos hijos del Norte lo expresaban en miradas intensas aunque tranquilas.

Estas equivalieron a una declaración de amor.

Desde aquel momento Alejandro y Catya se consideraron como amantes, sin decirse una sola palabra que declarase su pasión.

Hablaron de mil distintos asuntos, atravesaron varias veces en distintas direcciones el jardín, y por fin llegó un instante en que cesaron en su conversación, parándose para mirarse con esa perplejidad del que queriendo decir una cosa se siente cohibido interiormente.

En aquel instante el sol, rompiendo los nubarrones plomizos que se amontonaban en el cielo, derramó una luz pálida y amarillenta sobre el jardín.

Catya y Alejandro se miraron silenciosos durante un buen rato, hasta que por fin la primera, como herida de una conmoción interior, arrojóse sobre el joven, y apoderándose de una de las manos de éste, dijo con una voz apasionada que no parecía propia de su carácter:

—¿Me amáis mucho, Alejandro?

—Hasta la muerte — contestó el estudiante.

Y al decir esto levantó la mano como para tomar por testigo de sus palabras al sol que les envolvía con sus hilillos de oro a través de las nieblas del cielo y de los árboles del jardín.

Desde aquella tarde Alejandro no cesó de acudir un solo día a casa de Martens.

El viejo profesor tenía de continuo ocasión para hablar con él de su tema favorito y enseñarle a cada instante aquel armario secreto que tan terribles efectos guardaba.

Alejandro había sufrido un cambio radical en su carácter, reemplazando su antigua sagacidad con una continua distracción.

El amor le había ensimismado, y cuando todas las tardes salía de su vivienda con dirección a la casa de Martens, no lograba reparar en que le seguía un hombre que no era otro que el criado de la posada.

El joven estudiante estaba cada vez más enamorado de Catya.

¡Qué momentos de felicidad experimentaba Alejandro!

Mientras el profesor estudiaba en su biblioteca, él, con su amada del brazo, se paseaba por el jardín, embriagándose con la luz de aquellos ojos y el sonido de aquella voz grave y argentina a un tiempo.

La elevación de ideas de Catya, su refinado idealismo y aquel amor a la Rusia, causaban grande impresión en el alma del estudiante, quien a cada momento descubría nuevos tesoros ocultos en el interior de su amada.

¡Qué tardes tan felices!

En algunos instantes Alejandro y Catya se olvidaban de su patria, circunstancia verdaderamente extraordinaria.

Muchas veces los dos, perdiendo su habitual serenidad, corrían entre los árboles; otras se sentaban en un banco de piedra al pie de la estatua de Espartaco, y allí, contemplando el sol poniente o las nieblas de la noche, cantaban a media voz y en delicioso coro un himno revolucionario compuesto por un poeta nihilista amigo de Alejandro.

Los días eran entonces muy cortos para éste, pues sólo los pasaba en la contemplación o recuerdo de Catya.

Poco a poco iba olvidándose de todo, y sólo alguna vez el recuerdo de sus amigos y de la misión que le habían confiado asaltaba fugazmente su imaginación así es que quedó sorprendido cuando una tarde en que, como de costumbre, se paseaba con Catya por el jardín, le llamó Martens para decirle:

—Joven, el momento de que terminemos por completo nuestro invento se acerca. Sin decirte nada encargué a un herrero de la asociación que forjase las piececitas de tu máquina con arreglo al diseño que me diste, y hoy las tengo en mi poder.

Y al decir esto, el viejo enseñó al estudiante un papel que contenía unos pedacitos de hierro de diversas formas.

Alejandro al verlos se sintió poseído de su curiosidad de mecánico, y púsose a examinarlo con detención.

—Esto está mal — dijo por fin —. El herrero ha trabajado las piezas burdamente y es preciso pulirlas para que engranen.

—¿Cuándo piensas montar la maquinilla?

—Esta noche misma. En mi equipaje tengo herramientas para ello.

—Hazlo, pues. Mañana la cargaremos con la substancia de mi invención, y podré presentarla al comité ejecutivo de la asociación. Pierde cuidado, que no tardará mucho en ser arrojada por un brazo robusto a los mismos pies del Czar.

Aquella misma noche al retirarse Alejandro a su posada, llevaba en los bolsillos de la tulupa las piezas de su invento.

Cuando salió de la casa de Martens no reparó en dos hombres que estaban medio ocultos en un portal inmediato.

Eran el mozo de la posada y un capitán de policía.

—Ahí va nuestro hombre — dijo éste al ver a Alejandro —. Procura espiarle esta noche y avisarme si ves en él algo de extraño. Yo aguardaré con algunos agentes a la puerta de la posada.

—¿Se han confirmado las sospechas, capitán?

—Sí. Esta mañana uno de los nuestros ha visto al herrero Kotzebue, sospechoso de nihilismo, forjar unos hierrecilios con destino al profesor Martens. Este se sabe ya cierto que pertenece a la misteriosa asociación lo mismo que su hija, y es casi seguro que el estudiante Ischerkassy también es nihilista. De la amistad de un estudiante de mecánica y de un químico eminente, que no aman al Czar, ¿puede resultar otra cosa que una máquina infernal?

—Decís bien, capitán.

—Ve, pues, a vigilar a tu huésped y no olvides en caso extraordinario que abajo estoy yo.

V

Apenas Alejandro entró en su cuarto y cerró cuidadosamente la puerta, abrió el viejo arcón que contenía su equipaje, y sacó algunas herramientas con las que se dispuso a trabajar.

Puso sobre la cama el papel que contenía las piezas de su invento, y comenzó a limarlas y a ajustarías unas con otras con sin igual cuidado.

La tarea era difícil. Las piececitas se escapaban a cada instante por entre los gruesos dedos de Alejandro y éste tenía que hacer grandes esfuerzos de habilidad para conseguir realizar su trabajo.

El estudiante estaba entregado por completo a aquella tarea que absorbía toda su atención.

De otro modo hubiera notado que la puerta se movía como si sobre ella se apoyara algún cuerpo humano.

Sin duda el criado de la posada le estaba espiando por el agujero de la cerradura.

Alejandro no percibió aquel detalle, y siguió trabajando con ardor durante una media hora.

En ese espacio de tiempo la diminuta máquina fue tomando forma poco a poco, y sus piezas y engranajes uniéndose unos a otros.

Poco faltaba ya para que Alejandro acabase de arreglarla cuando sucedió una cosa que hizo cambiar por completo la escena.

La cerradura de la puerta crujió como si en ella hubiesen introducido una llave; el estudiante, al apercibirse de ello, de un salto se colocó en el centro de la estancia, y aquélla por fin se abrió, dejando ver sobre el dintel al mozo de la posada y a un grupo de hombres con uniforme militar.

Alejandro dióse inmediatamente cuenta de la situación. Conoció que era la policía que venía a prenderlo, y no estando dispuesto a entregarse, metió la mano en uno de los bolsillos del pantalón y sacó un revólver y apuntó con él a uno de los polizontes que llevaba insignias de capitán.

—Daos preso en nombre del Czar — dijo éste con voz enérgica, y al mismo tiempo arrojóse sobre el estudiante, que con el deseo de defenderse disparaba su revólver.

El capitán al arrojare sobre el nihilista desvió el brazo de éste, y la bala fue a clavarse en el techo.

Alejandro no pudo ya resistirse.

Sintióse agarrado por un sinnúmero de brazos que le arrojaron bruscamente al suelo para atarle de manos y hacerle salir a empellones de la estancia.

Al salir vio una cosa que le hizo experimentar una fuerte emoción.

El capitán tenía entre sus manos la maquinilla que él había dejado sobre el lecho, y murmuraba:

—No andaba’ yo desorientado en mis sospechas. ¡Una máquina infernal! Me lo imaginé desde el primer instante. Este es el mecánico que la construye, falta ahora el químico que la llena. Conduzcamos a este joven al cuartel y después iremos en busca del viejo nihilista.

A las once de la noche, el profesor Martens estaba en su biblioteca leyendo el periódico clandestino de la asociación, cuando sonó un golpe de aldabón en la puerta de la calle.

—A estas horas —murmuró el viejo— no puede ser más que algún compañero que me necesita. Mi sirvienta Iwana se encargará de abrirle.

Y abandonó la lectura para aguardar al recién llegado. Pasaron algunos instantes sin que nada viniese a turbar el silencio de la noche, hasta que de pronto la escalera de madera que conducía a la biblioteca desde el piso bajo, comenzó a conmoverse con un buen número de fuertes pisadas.

Aquello alarmó a Martens, pues al momento pudo conocer que eran muchos los que subían.

Levantándose del sillón fue a abrir la puerta de la biblioteca, y apenas esto hizo cuando vió ante sí los fieros rostros y los chacos de los agentes de policía.

—¿Qué queréis, señores? — dijo el profesor bastante sorprendido.

—En el nombre del Czar daos preso — contestó adelantándose el capitán.

—¿Y qué motivo hay para ello?

—Estáis acusado de maquinar contra la vida del amado padre. Tenemos prueba de ello. Al oír esto el viejo Martens transformóse por completo. Sus terribles ojuelos centellearon, su roja melena se erizó, y con la actitud de la fiera que se dispone a la defensa, fue retrocediendo hasta llegar a su mesa de estudio.

—Dejaos de resistencias —dijo el capitán—. Venimos dispuestos a reduciros a prisión como a Alejandro Ischerkassy, y además a registrar vuestra casa para ver si damos con cierta substancia explosiva, con la que sin duda pretenderíais cargar la máquina de vuestro amigo el mecánico.

Y al decir esto, los agentes de policía, precedidos por su jefe, penetraron hasta la mitad de la estancia revólver en mano y apuntando a Martens.

Este, al oír las últimas palabras del capitán y ver que con los suyos avanzaba en actitud hostil, transformóse hasta adquirir un aspecto horrible.

—¡Cómo, miserables! —gritó con voz ronca—. ¿Queréis apoderaros de mi invento? Esto es imposible. Me cuesta muchas inquietudes y desvelos, y no sois vosotros los destinados a apoderarse de él. Además es mi alegría, es mi medio de alcanzar la gloria. ¡Ay de aquel de vosotros que pretenda apoderarse de mi invento!

Y el viejo al hablar así gesticulaba como un energúmeno, y agitaba furiosamente los brazos que a la luz de una mezquina lámpara que alumbraba la estancia, semejaban garras de un enorme pulpo dispuesto a enroscarse.

Los agentes de policía, sin hacer caso de sus palabras y fiados en la superioridad numérica, avanzaron dispuestos a apoderarse del viejo a viva fuerza.

Entonces éste gritó con voz potente:

—¡Cobardes! Me atacáis viéndome solo y desarmado, pero vais a ver cómo se defiende un hombre de ciencia. ¿Queréis conocer mi invento?, pues voy a cumplir vuestro deseo. Disponeos a volar por el espacio en compañía de medio San Petersburgo.

Y el viejo, al decir esto, tocó el resorte oculto en la pared, y abalanzóse al armario secreto que se abrió rápidamente.

El capitán, al ver los numerosos frascos y redomas que aquél contenía, comprendió la intención del profesor, vio que éste iba a coger uno de los botes, temió por su vida y la de muchos, y oprimiendo el gatillo de su revólver hizo fuego sobre Martens.

Las paredes se conmovieron con el ruido de la detonación, y el profesor, dando un rugido, cayó muerto con la cabeza destrozada sobre la piel de oso que cubría el pavimento junto a la mesa.

Apenas esto sucedió, oyóse un grito dado al otro extremo de la casa, y a los pocos instantes una mujer medio desnuda penetró corriendo en la estancia.

Era la hija de Martens. Al ver el cadáver y la sangre de su padre, su rostro perdió su grave dulzura para animase con la feroz expresión propia del que le dio el ser, y con acento desgarrador exclamó:

—¡Asesinos! ¡Miserables!

Después, como si se ahogara por momentos, su pecho se agitó rápidamente, y por fin estallando en sollozos cayó de rodillas junto al cadáver de su padre, al que abrazó fuertemente.

Entonces el capitán acercóse a ella, y poniéndole sobre uno de los hombros su tosca mano, dijo con acento frío:

—Catya Martens, pertenecéis a la asociación nihilista y sois cómplice del atentado que aquí en vuestra casa se preparaba contra el Czar. Sois por lo tanto enemiga del orden. Vestíos y seguidme.

VI

¡Cuán tristes son las llanuras de Siberia! La mano de Dios parece que ha trazado sobre ellas el signo de la esterilidad para proporcionar a Rusia un infierno en el que pueda hacer sufrir eternamente a los desterrados moscovitas y polacos. El cielo de continuo deja caer sobre gran parte de ellas una nube de nieve. No parece sino que los espíritus de los infelices cuyos esqueletos yacen sobre las frías estepas siberianas, derraman sin cesar lágrimas, escondidos tras las brumas del espacio, sobre el teatro de su martirio. En Siberia todo es simbólico, hasta la noche. Su eternidad tiene semejanza con las ilusiones del desterrado y sus auroras boreales rojas y encendidas, recuerdan la sangre que arrancan de las espaldas de los condenados los golpes del cosaco. En una dilatada llanura del departamento de Irkustk, el más estéril y miserable de Siberia, álzase un grupo de cabalas mezquinas y ruinosas, que habitan un corto número de deportados de ambos sexos. Es una verdadera madriguera de seres olvidados del mundo y embrutecidos por el aislamiento, que en algunos instantes, recordando su vida pasada, lloran lágrimas de desesperación o profieren palabras de rabia y venganza.

Una tarde en que por rara casualidad el cielo estaba despejado, la tierra seca y lucía en el espacio un sol débil y amarillento, una mujer sentada a la puerta de una de las chozas dejaba vagar sus miradas por la amplia llanura cuyos límites se confundían allá lejos con el horizonte.

Era joven, y sin embargo su rostro estaba envejecido prematuramente por el dolor y la fatiga.

Sus ojos, de un azul obscuro y hermoso, brillaban con la luz de una fiebre inferior; sus miembros estaban sumamente enflaquecidos, y a pesar del viejo traje de piel con que se cubría, su cuerpo tiritaba continuamente.

La mujer permanecía inmóvil, y al ver su mirada distraída podía asegurarse que su espíritu no estaba en Siberia, sino que en alas del recuerdo volaba hacia la querida patria.

De pronto la joven dejó de pasear sus ojos vagamente por el espacio, y los fijó en un punto negro que apareció en el horizonte y fue poco a poco creciendo hasta convertirse en una mancha que se destacó sobre el cielo envuelta en nubes de polvo.

Aquello debía ser una caravana que marchaba a paso bastante acelerado.

Al mismo tiempo que la mujer, apercibiéronse de la novedad los demás habitantes de las cabañas, y en las puertas de éstas aparecieron algunos seres desarrapados y con el sello indeleble de la miseria marcado en todo su cuerpo.

Cuando transcurrió un buen espacio de tiempo, la caravana acercóse hasta el punto de que pudiera verse el aspecto de los que la componían.

Era una conducción de presos que atados unos con otros marchaban bajo la vigilancia de un escuadroncillo de cosacos que hacían caracolear en derredor de ellos sus feos y velludos caballos.

La vista de la caravana produjo un penoso efecto en los habitantes de las chozas.

Eran infelices deportados que iban a sufrir una suerte tan terrible como la de ellos.

A los pocos instantes la comitiva llegó a la miserable colonia y continuó su marcha sin descansar.

La mujer fijaba su vista con ansiedad en aquellos infelices que por entre las largas lanzas de los cosacos desfilaron junto a ella.

Vio jóvenes y viejos que a pesar de las fatigas de la marcha y de las cadenas que arrastraban tenían un continente noble, firme y decisivo como queriendo demostrar que no les arredraba la sentencia del Czar.

La joven de repente dio un grito. Acababa de fijarse en un hombre que a pesar de no ser viejo tenía la cabellera y barba casi blanca, y que la miraba con ternura y cariño.

—¡Alejandro! — gritó la mujer con alegría.

—¡Catya querida! — contestó aquél en el mismo tono.

Y los dos, al hablar así, hicieron un movimiento como para abalanzarse el uno sobre los brazos de la otra.

Alejandro intentó separarse de la caravana arrastrando al compañero al cual iba unido por fuerte cadena, pero en el mismo instante un cosaco le dio en la cabeza dos fuertes golpes con el regatón de su lanza, y el joven, con ademán resignado, continuó marchando entre los presos, no sin antes dirigir a Catya una tierna mirada de despedida.

Esta, sin fuerzas para sostenerse, tuvo que apoyarse en su compañera para no caer.

—¿Adonde van? — le preguntó con ansioso acento.

—Creo que a trabajar en las minas de azogue.

Catya entonces se puso a llorar contemplando la caravana que ya se alejaba de la colonia.

La infeliz comprendía el misterio terrible contenido en aquellas palabras.

Son tantas las fatigas que se sufren, y tal la naturaleza del trabajo en dichas minas, que ninguno de los infelices a quienes se condena a funcionar en ellas, vive más allá de dos años.

*FIN*


1928


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