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Un instante de felicidad

[Cuento - Texto completo.]

Thomas Mann

¡Silencio! Vamos a mirar en el interior de un alma. De pasada, por así decirlo, muy por encima y solo durante unas pocas páginas, pues estamos terriblemente ocupados. Venimos de Florencia, de tiempos antiguos. Allí se están tratando unos asuntos difíciles y de extrema importancia. Y una vez hayan sido resueltos… ¿adónde iremos? A la corte, tal vez, a un palacio real, ¿quién sabe? Cosas extrañas, que relumbran tenuemente, están pugnando por encontrar su lugar… ¡Anna, mi pobre y pequeña baronesa Anna, no tenemos mucho tiempo para ti!

Un compás de tres por cuatro y el tintineo de las copas… tumulto, vahos, zumbidos y pasos de baile: sí, ya nos conocen, conocen nuestra pequeña debilidad. ¿Es porque allí el dolor adquiere su mirada más. profunda y nostálgica por lo que nos gusta tanto acechar los lugares en los que la vida celebra sus ordinarias fiestas?

—¡Brigada! —exclamó el barón Harry, capitán de caballería, por toda la sala al tiempo que dejaba de bailar. Con el brazo derecho todavía sostenía a su dama por la cintura mientras hincaba la mano izquierda en la cadera—. ¡Esto no es un vals, sino una marcha fúnebre, hombre! No tiene usted ritmo en el cuerpo. No hace más que ir flotando por ahí. Que vuelva a tocar el subteniente Von Gelbsattel, a ver si conseguimos un poco de ritmo. ¡Retírese, brigada! ¡Póngase a bailar, si es que eso lo hace mejor!

Y el brigada se puso en pie, se cuadró y sin mediar palabra le cedió su sitio en el podio al subteniente Von Gelbsattel, que enseguida se dispuso a aporrear el chirriante y zumbador piano con sus manos grandes, blancas y muy abiertas.

Y es que, desde luego, el barón Harry sí que tenía ritmo en el cuerpo: ritmo de vals y de marcha militar, buen humor y orgullo, felicidad y espíritu victorioso. Su casaca de húsar con cordones dorados le sentaba muy bien a su rostro joven y acalorado que no mostraba el menor asomo de inquietud o de reflexión. Tenía la piel un poco quemada por el sol, como suele ser habitual entre las personas rubias, aunque él tuviera la cabellera y el bigote castaños, y para las damas eso era un rasgo de coquetería. La cicatriz roja sobre la mejilla derecha le prestaba a su expresión abierta un aire de salvaje descaro. No se sabía si respondía a un tajo de arma blanca o a una caída del caballo… En cualquier caso, seguro que sería algo glorioso. Y además, bailaba como un dios.

En cambio, el brigada iba «flotando por ahí», si se nos permite utilizar la expresión del barón Harry en sentido figurado. Sus párpados eran demasiado largos, de modo que nunca acertaba a abrir los ojos por completo. También el uniforme le quedaba algo desaliñado y poco convincente, y sabe Dios cómo habría ido a parar a la carrera militar. Se había prestado solo a regañadientes a participar en esa diversión con las «Golondrinas» en el casino, pero había acudido a pesar de todo, pues tenía que andarse con ojo y no despertar suspicacias, en primer lugar porque su origen era solo burgués y, en segundo lugar, porque existía una especie de libro suyo, una serie de relatos poéticos que él mismo había escrito o «compuesto», como se suele decir, y que estaba al alcance de todo el mundo en las librerías. Esto último tenía que despertar a la fuerza cierta desconfianza hacia él.

La sala del casino de oficiales de Hohendamm era larga y ancha. En realidad era demasiado espaciosa para los treinta caballeros que esa noche se estaban divirtiendo en ella. Las paredes y la tribuna de los músicos estaban decoradas con drapeados falsos de yeso pintado de rojo, y del techo, de pésimo gusto, colgaban dos deformadas arañas de cristal cuyas velas ardían torcidas y goteaban. Sin embargo, el suelo entarimado había sido pulido durante toda la mañana por siete húsares a los que se había hecho llamar expresamente para este cometido. Por otra parte, ni siquiera los señores oficiales podían pedir un lujo mayor en un villorrio, en una Abdera y Vetusta como era Hohendamm. Y lo que aún pudiera faltarle en esplendor a la fiesta quedaba compensado por esa atmósfera singular y pícara que daba su impronta a la velada, por la sensación prohibida y temeraria de poder estar con las «Golondrinas». Incluso los estúpidos ordenanzas se sonreían con socarronería cuando renovaban las botellas de champán en las cubiteras que había junto a las mesitas cubiertas de manteles blancos a lo largo de tres paredes de la sala, mirando a su alrededor y bajando la mirada con una risita, como sirvientes que, de forma callada e irresponsable, prestaban su ayuda a un temerario desmán… Y todo eso solo por las «Golondrinas».

Las Golondrinas, las Golondrinas…, ¿a qué viene tanta Golondrina? Pues es que ¡eran las «Golondrinas de Viena»! Recorrían el país como una bandada de aves migratorias, volaban de ciudad en ciudad y actuaban en salas de opereta o en teatros de variedades de quinta fila, cantando desinhibidas y con voces jubilosas y cantarinas su lema y su canción estrella:

 

Cuando vuelvan las golondrinas,
¡ya verán!, ¡ya verán!

 

Era una buena canción, de un humor que se captaba fácilmente, y la entonaban bajo los aplausos de la parte más comprensiva del público.

Y así sucedió que las «Golondrinas» llegaron a Hohendamm para cantar en la cervecería Gugelfing. En Hohendamm había guarnición, todo un regimiento de húsares, por lo que tenían motivos para esperar un interés superior al habitual por parte de quienes marcaban el tono en la ciudad. Pero encontraron mucho más que eso: encontraron auténtico entusiasmo. Noche tras noche tenían a sus pies a los oficiales solteros, que escuchaban la canción de las golondrinas y bebían la amarilla cerveza de Gugelfing a su salud. No pasó mucho tiempo antes de que también acudieran los caballeros casados, y una noche incluso se presentó el coronel Von Rummler en persona, quien siguió todo el programa con tenso interés y terminó por manifestar en varias ocasiones su incondicional reconocimiento por la labor de las «Golondrinas».

Pero entonces fue madurando entre los subtenientes y capitanes de caballería el plan de llevar a las «Golondrinas» al terreno de la intimidad —al menos a una parte de ellas, a las diez más guapas, por ejemplo—, invitándolas a pasar una divertida velada en el casino con mucha juerga y vino espumoso. De cara al resto del mundo se suponía que los caballeros de mayor rango no debían saber nada del asunto, por lo que, con todo el pesar de su corazón, tuvieron que mantenerse al margen. Por otra parte, no solo los subtenientes solteros, sino también los tenientes y los capitanes de caballería casados participaban en la fiesta, y además —y eso era lo más emocionante, la verdadera guinda del pastel— iban a acudir en compañía de sus esposas.

¿Obstáculos y objeciones? El teniente Von Levzahn había encontrado la frase adecuada: ¡para el soldado, los obstáculos y las objeciones están ahí para vencerlos y disiparlas! Que los probos ciudadanos de Hohendamm, si se enteran, se escandalicen de que los oficiales reúnan a sus esposas con las «Golondrinas»… Desde luego, ellos sí que no podían permitirse el lujo de hacer nada parecido. Pero existe un nivel, unas regiones descaradas de la vida situadas por encima de todas las demás, en las que uno vuelve a ser libre para hacer eso mismo que a un nivel inferior resultaría ignominioso y deshonroso. Por otra parte, ¿no estaban los honorables nativos ya más que acostumbrados a asumir toda clase de conductas singulares por parte de sus húsares? Los oficiales podían cabalgar por la acera a plena luz del día si se les pasaba por la cabeza: de hecho, eso ya había ocurrido. Una vez, por la tarde, hubo un tiroteo en la plaza del mercado y solo podían haber sido los oficiales. ¿Y acaso se le había ocurrido a alguien protestar por eso? La siguiente anécdota ha sido atestiguada por varias fuentes.

Una mañana, entre las cinco y las seis, el capitán de caballería Harry, algo achispado, regresaba de una reunión nocturna en compañía de algunos camaradas: el capitán de caballería Von Hühnemann, así como los tenientes y subtenientes Le Maistre, barón Truchsess, Von Trautenau y Von Lichterloh. Cuando los caballeros atravesaron el viejo puente, les salió al encuentro un aprendiz de panadero que, con una gran cesta de panecillos y silbando despreocupadamente una canción, iba siguiendo su camino en aquella fresca mañana.

—¡Trae eso! —exclamó el barón Harry, agarrando la cesta por el asa y volteándola tres veces en círculo con tanta habilidad que no se le cayó ni un solo panecillo, para finalmente, formando un enorme arco que atestiguaba la fuerza de su brazo, lanzarla muy lejos a las turbias aguas. Cuando vio flotar y hundirse sus panecillos, el aprendiz de panadero, al principio petrificado de miedo, levantó los brazos entre lamentos y adoptó una actitud desesperada. Pero al cabo de un rato, después de que aquellos caballeros se hubieran deleitado con su terror infantil, el barón Harry le lanzó una moneda cuyo valor triplicaba el del contenido de la cesta, a lo que los oficiales reemprendieron entre risas su camino de regreso. Entonces aquel muchacho comprendió que se las había tenido que ver con gente de alcurnia y no dijo nada más…

Esta historia pronto estuvo en boca de la gente, pero ¡pobre del que tuviera el atrevimiento de torcer el gesto al escucharla! Ya sea entre sonrisas o rechinar de dientes… Si venía del barón Harry y de sus camaradas había que aceptarla sin rechistar. ¡Unos señores, eso es lo que eran! ¡Los señores de Hohendamm! Y así es como las esposas de los oficiales terminaron por juntarse con las «Golondrinas».

Parecía que el brigada no era más hábil en el baile que tocando el vals, pues, sin participar siquiera en él, se sentó con una reverencia a una de las mesas, junto a la pequeña baronesa Anna, la esposa del barón Harry, a quien dirigió unas tímidas palabras. El joven se veía completamente incapaz de conversar con las «Golondrinas». Sentía auténtico pavor frente a ellas, pues se le había metido en la cabeza que esta clase de chicas siempre lo miraba con extrañeza, no importa lo que él les dijera. Y eso al brigada le resultaba doloroso. Pero dado que, como es habitual en muchas naturalezas pusilánimes y torpes, incluso la peor de las músicas lo sumía en un humor somnoliento y meditabundo, y dado que tampoco la baronesa Anna, que sentía por él la más absoluta indiferencia, le dedicó más que alguna que otra respuesta distraída, pronto enmudecieron los dos y se limitaron a contemplar los balanceos y las piruetas del baile, con una sonrisa un poco rígida y algo desencajada que, curiosamente, tenían en común.

Las velas de las arañas de cristal temblaban y goteaban de tal modo que habían quedado completamente deformadas por excrecencias nudosas y semirrígidas de estearina, y bajo ellas giraban y se deslizaban las parejas al son de los fogosos ritmos del subteniente Von Gelbsattel. Los pies marcaban grandes pasos de puntillas, giraban elásticamente sobre sí mismos y se deslizaban de nuevo. Las largas piernas de los caballeros se arqueaban un poco para después estirarse como en un resorte, rebotar y avanzar lejos en un balanceo. Las faldas volaban. Las chaquetas de los húsares se mezclaban en un remolino multicolor y, con una voluptuosa inclinación de la cabeza, las damas apoyaban la cintura en los brazos de los danzantes.

El barón Harry apretaba con fuerza considerable a una «Golondrina» asombrosamente guapa contra su casaca repleta de cordones, al tiempo que mantenía el rostro muy cerca del suyo y la miraba directamente a los ojos. La baronesa Anna seguía a la pareja con una sonrisa. Un poco más allá el elegante subteniente Von Lichterloh se llevaba rodando a una «Golondrina» pequeña, gorda, redonda como una bola y con un escote extraordinario. Pero bajo una de las arañas de cristal, la señora del capitán de caballería Von Hühnemann, que amaba el champán por encima de todo, bailaba en círculo, en una entrega total, con una tercera «Golondrina», una criatura encantadora y cubierta de pecas y cuyo rostro resplandecía a más no poder por ser objeto de un honor tan poco frecuente.

—Querida baronesa —le dijo un poco más tarde la señora de Von Hühnemann a la señora del teniente Von Truchsess—, estas muchachas no son tan incultas, después de todo: saben enumerar con los dedos a todas las guarniciones de caballería del Reich…

Bailaban juntas porque había dos damas que sobraban en el grupo, y no se percataron de que poco a poco todo el mundo se iba apartando del escenario para dejar que las dos quedaran completamente solas y expuestas a todas las miradas. Al fin se dieron cuenta, quedándose inmóviles una al lado de la otra en medio de la sala, acribilladas por las risas, el aplauso y los bravos…

A continuación llegó el momento de beber champán, y los ordenanzas corrían con sus guantes blancos de mesa en mesa para servir. Pero entonces fue preciso que las «Golondrinas» se pusieran a cantar una vez más; daba igual si se habían quedado o no sin aliento.

Ahí estaban, en fila sobre el podio que ocupaba uno de los extremos de la sala y poniendo ojitos picarones. Tenían los hombros y brazos desnudos, y el diseño de su atuendo consistía en un chaleco de color gris claro cubierto por un frac más oscuro de golondrina. Lo completaban con medias grises de cuadradillo y zapatos muy escotados de tacón extremadamente alto. Las había rubias y morenas, algunas benévolamente gordas y otras de interesante flacura, unas con las mejillas extrañamente cubiertas de mate carmín y otras de rostro tan blanco como el de un payaso. Pero la más guapa de todas seguía siendo la pequeña morena de brazos infantiles y ojos almendrados con la que el barón Harry acababa de bailar. También a la baronesa Anna le pareció la más guapa de todas, y siguió sonriendo.

Las «Golondrinas» ya estaban cantando y el subteniente Von Gelbsattel las acompañaba al piano, volviendo la cabeza hacia ellas, para lo que tenía que torcer mucho el torso y aporrear las teclas con los brazos muy estirados. Cantaron al unísono que eran pájaros alegres que habían recorrido el mundo entero, llevándose consigo todos los corazones cada vez que partían otra vez. Después cantaron una canción melodiosa en extremo que empezaba con las palabras:

 

¡Sí, sí, los militares,
que nos gustan de verdad!

 

y que terminaba de manera muy similar. Pero entonces, dado el impetuoso reclamo del público, entonaron una vez más la canción de las golondrinas, y los caballeros, que prácticamente se la sabían tan bien como ellas, cantaron a coro:

 

Cuando vuelvan las golondrinas,
¡ya verán!, ¡ya verán!

 

La sala retumbaba por efecto de la canción, de las risas y del golpeteo metálico de las botas con espuelas que marcaban el ritmo.

También la baronesa Anna se puso a reír de tanto desmán y temeridad. Ya se había reído tanto a lo largo de la noche que le dolía la cabeza y el corazón y le hubiera encantado cerrar los ojos en paz, en la oscuridad, si no fuera porque Harry aún estaba hasta tal punto por la labor…

—Hoy estoy contenta —le había dicho hacía un rato a su vecina de mesa, en un instante en que ella misma lo creyó así. Pero eso le valió el silencio y una mirada sarcástica que le había hecho darse cuenta de que no estaba bien visto divulgar esta clase de cosas. Cuando uno está contento, se comporta como tal y ya está. Constatarlo y manifestarlo ya empezaba a resultar temerario y singular… Claro que decir «estoy triste» habría sido directamente impensable.

La baronesa Anna había crecido en la hacienda que su padre tenía junto al mar sumida en una soledad y un silencio tales, que todavía tenía una tendencia excesiva a dejar fuera de consideración esta clase de cosas, y eso a pesar de que tenía miedo de parecer extraña a los demás y deseaba con fervor ser exactamente igual a todo el mundo para que la quisieran un poco… Tenía las manos pálidas y una melena color rubio ceniza demasiado pesada para su carita delgada y de delicada osamenta. En medio de sus claras cejas se trazaba una arruga vertical que le procuraba cierto aire de opresión y de vulnerabilidad a su sonrisa…

Y es que la pobre amaba a su marido… ¡Y que no se ría nadie! Lo amaba incluso por la historia de los panecillos, lo amaba de forma cobarde y desafortunada, a pesar de que él la engañaba y le maltrataba el corazón a diario como un niño. Sufría de amor por él como una mujer que desprecia su propia debilidad y delicadeza y sabe que el poder de la fuerza y la felicidad es el que tiene la razón en este mundo. Sí, se entregaba a ese amor y a sus sufrimientos igual que antaño, cuando él, en un fugaz arrebato de ternura, la pretendió y ella se entregó a él: con el sediento deseo que una criatura solitaria y soñadora siente por la vida, la pasión y los disturbios del sentimiento…

Un compás de tres por cuatro y el tintineo de las copas… tumulto, vahos, zumbidos y pasos de baile: éste es el mundo y el reino de Harry. Pero también es el reino de los sueños de Anna, pues en él habita la felicidad, lo ordinario, el amor y la vida.

¡Sociabilidad! Oh, sociabilidad inocua y festiva, veneno enervante, degradante y seductor de encantos estériles, enemiga y rival del pensamiento y de la paz, ¡eres algo terrible…! Allí estaba ella, tardes y noches enteras, atormentada por la estridente antítesis entre el vacío absoluto y la vacuidad de su alrededor y la excitación febril que imperaba como consecuencia del vino, el café, la música sensual y el baile. Allí se quedaba sentada, viendo cómo Harry cautivaba a mujeres guapas y alegres, no porque lo hicieran especialmente feliz, sino porque su vanidad le exigía mostrarse con ellas ante la gente, como una criatura feliz que siempre anda bien provista, no está excluida de ningún lugar y no conoce la nostalgia… ¡Cuánto le dolía esa vanidad y, sin embargo, cuánto lo amaba! ¡Qué dulce resultaba encontrarlo tan apuesto, joven, maravilloso y deslumbrante! ¡Hasta qué punto el amor que sentían por él las demás hacía que el suyo propio se inflamara, mortificándola…! Y cuando todo había terminado, cuando al final de una fiesta que ella había pasado angustiada y sufriendo por su causa él se deshacía en alabanzas inconscientes y egoístas de las horas transcurridas, entonces llegaban esos instantes en los que el odio y el desprecio que sentía igualaban a su amor, en los que en el fondo de su corazón lo llamaba «granuja» y «fatuo» y trataba de castigarlo con su silencio, con un silencio ridículo y desesperado…

¿Lo sabemos bien, pequeña baronesa Anna? ¿Estamos dando voz a todo lo que se oculta detrás de tu pobre sonrisa mientras cantan las «Golondrinas»? Y después viene ese estado lamentable e indigno en que, avanzada la madrugada, yaces en la cama tras tanta sociabilidad inocua y gastas todas las fuerzas de tu espíritu en reflexionar sobre bromas, gracias y respuestas atinadas que deberías haber pronunciado para resultar digna de amor y que, sin embargo, no has sabido encontrar. Y hacia el amanecer vienen esos sueños que, cuando ya estás muy debilitada por el dolor, hacen que llores en su hombro para que él te consuele con una de sus palabras vacuas, amables y convencionales, y que tú de pronto te veas invadida por el vergonzoso contrasentido que reside en que sea precisamente en su hombro sobre el que llores por todas las cosas de este mundo…

Aunque, si se pusiera enfermo…, ¿verdad? ¿Acertamos si decimos que un pequeño e insignificante malestar por su parte puede generarte todo un mundo de sueños en el que lo ves como tu sufriente pupilo y en el que él yace ante ti impotente y quebrantado y entonces, por fin, te pertenece en exclusiva? ¡No te avergüences! ¡No te aborrezcas a ti misma! A veces la desgracia nos hace ser un poco malvados… Eso ya lo sabemos y nos hacemos cargo, pequeña y pobre alma. ¡Hemos visto cosas mucho peores en nuestros viajes! Claro que podrías ocuparte un poco por ese joven brigada de párpados demasiado largos que está sentado a tu lado y que de buen grado compartiría su soledad con la tuya. ¿Por qué lo rechazas? ¿Por qué lo desprecias? ¿Porque es de tu propio mundo y no del otro en el que rige la alegría y el orgullo, la felicidad, el ritmo y los aires de victoria? Ciertamente, resulta muy difícil no sentirse cómoda en un mundo y tampoco en el otro… ¡Lo sabemos! Pero no hay reconciliación posible…

El rugiente aplauso arrancó en pleno postludio del subteniente Von Gelbsattel, y las «Golondrinas» habían terminado. Saltaron directamente del podio sin emplear los escalones, cayendo pesadamente o entre aleteos, y los caballeros se apremiaban unos a otros con tal de ayudarlas. El barón Harry auxilió a la pequeña morena de brazos infantiles; lo hizo con toda precisión y conocimiento de causa. Le pasó un brazo por los muslos y otro por la cintura, se tomó su tiempo para depositarla en el suelo y se puede decir que casi la llevó en volandas a las mesas del champán, donde llenó su copa hasta hacerla rebosar y brindó con ella, lenta y alusivamente, al tiempo que la miraba a los ojos con una sonrisa penetrante y carente de objeto. Había bebido mucho y la cicatriz resplandecía roja en su blanca frente, que destacaba con fuerza en su rostro quemado por el sol. Pero estaba jovial y desenvuelto, claramente achispado y nada turbado por la pasión.

La mesa estaba justo enfrente de la que ocupaba la baronesa Anna, en el otro extremo longitudinal de la sala, y mientras la baronesa intercambiaba palabras triviales con alguien de su proximidad, atendía ansiosa a las risas procedentes del otro lado y espiaba vergonzosa y furtivamente cada uno de aquellos movimientos, sumida en ese estado de dolorosa tensión que, mecánicamente y respetando todas las formas sociales, permite mantener una conversación con alguien y, sin embargo, tener la mente en otra parte, junto a la otra persona a la que se está observando…

Una o dos veces le dio la impresión de que la mirada de la pequeña «Golondrina» había rozado la suya… ¿La conocería? ¿Sabría quién era? ¡Qué bella es! ¡Qué fresca, seductora e irreflexivamente llena de vida! Si por lo menos Harry la amara, se consumiera por ella, si sufriera por su causa, Anna habría podido perdonarlo, comprenderlo, compadecerse… Y de pronto sintió que la nostalgia que ella misma sentía por la pequeña «Golondrina» era más ardiente y profunda que la de Harry.

¡La pequeña «Golondrina»…! ¡Por el amor de Dios, si se llamaba Emmy y era de lo más vulgar! Aunque maravillosa con esos mechones negros que le rodeaban un rostro ancho y deseable, los ojos almendrados, una boca grande llena de dientes blancos y centelleantes y los brazos morenos, blandos y tentadores. Lo más hermoso de ella eran los hombros: al hacer determinados movimientos, sus articulaciones giraban con una suavidad incomparable… El barón Harry sentía un enorme interés por esos hombros. De ningún modo estaba dispuesto a permitir que se los cubriera, sino que inició una ruidosa pelea por el chal que ella se había obcecado en emplear para este fin… Y a todo esto, absolutamente nadie, ni el barón Harry, ni su esposa, ni ninguna otra persona, habría sido capaz de darse cuenta de que esta criatura desamparada a la que el vino ponía sentimental se había pasado la noche consumiéndose por el joven brigada que momentos antes había sido expulsado del piano por su falta de ritmo. Sus ojos somnolientos y su forma de tocar la habían emocionado, antojándosele noble, poética y procedente de otro mundo, mientras que ya conocía demasiado bien la forma de ser del barón Harry, que le parecía de lo más aburrida, y se sentía profundamente desgraciada y llena de pesar porque el brigada, por su parte, no le había prestado la más mínima señal de amor…

Las velas, prácticamente consumidas, ardían turbias en el humo de los cigarrillos que flotaba en estratos azulados sobre las cabezas. El olor a café atravesó la sala. Una atmósfera insípida y pesada, el vaho de la fiesta y las emanaciones de la multitud condensadas y confundidas por los osados perfumes de las «Golondrinas» se posaban sobre todas las cosas, sobre las mesas cubiertas de manteles blancos y las cubiteras con el champán, sobre la gente trasnochada y desahogada y sus zumbidos, carcajadas, risitas y flirteos.

La baronesa Anna había dejado de hablar. La desesperación y esa terrible confluencia de nostalgia, envidia, amor y desprecio por sí misma que hemos dado en llamar «celos» y que no deberían existir si queremos que el mundo marche bien, habían sojuzgado hasta tal punto su corazón que ya no le quedaban fuerzas para disimular. ¡Que viera cómo se sentía, que se avergonzara de ella, para que en su pecho hubiera al menos un solo sentimiento que le estuviera dedicado!

Miró hacia allí… El jueguecito de aquellos dos estaba yendo demasiado lejos y todo el mundo asistía a él con curiosidad y entre risas. Harry se había inventado una nueva modalidad para luchar tiernamente con la pequeña «Golondrina». Insistía en intercambiar los anillos con ella y, con las rodillas fuertemente apoyadas contra las suyas, la retenía en la silla tratando de atrapar desenvueltamente su mano en una caza frenética y abriendo el pequeño puño que ella mantenía fuertemente cerrado. Por fin se salió con la suya. Y bajo el ruidoso aplauso de la sociedad logró arrebatarle con dificultad el delgado anillo en forma de serpiente y deslizó triunfante su propia alianza matrimonial en el dedo de la joven.

Entonces la baronesa Anna se puso en pie. La ira y el sufrimiento, el anhelo de esconderse en algún rincón oscuro con el peso de toda la amargura que sentía a causa de la amada futilidad de su esposo, el deseo desesperado de castigarlo con un escándalo, de atraer de algún modo su atención, pudieron con ella. Pálida, empujó su silla hacia atrás y recorrió enteramente la sala en dirección a la puerta.

Su partida llamó la atención. Repentinamente sobria, la gente se miró con seriedad. Un par de caballeros llamaron en voz alta a Harry por su nombre. El ruido cesó.

Y entonces sucedió algo muy extraño: la «Golondrina» Emmy tomó partido decididamente por la baronesa Anna. Sea porque un universal instinto femenino a favor del dolor y del sufrimiento amoroso influyera en su actitud, sea porque el propio pesar que sentía por el brigada de párpados somnolientos le hicieron ver en la baronesa Anna a una compañera, el caso es que actuó para sorpresa de todos.

—¡Es usted un canalla! —dijo en voz muy alta en medio de aquel silencio, al tiempo que apartaba al barón Harry de un empujón.

Solo fue esta frase: «Es usted un canalla». Y entonces, de pronto, se halló al lado de la baronesa Anna, que ya tenía el picaporte en la mano.

—¡Perdone! —dijo en voz muy baja, como si en aquel círculo no hubiera nadie más que mereciera oírlo—. Aquí tiene el anillo.

Dicho esto deslizó la alianza matrimonial de Harry en la mano de la baronesa Anna. Y de repente la baronesa Anna notó la carita ancha y cálida de la joven contra su mano y sintió arder en ella un beso blando y fervoroso.

—¡Perdone! —susurró la pequeña «Golondrina» una vez más antes de salir corriendo.

Pero la baronesa Anna ya estaba fuera, en la oscuridad, completamente aturdida todavía, aguardando a que este acontecimiento inesperado adquiriera forma y sentido en su interior. Y entonces sucedió que un instante de felicidad, una felicidad dulce, cálida y secreta, le cerró por un momento los ojos…

¡Alto ahí! ¡Ni una palabra más! ¡Fijaos en ese pequeño y valioso detalle! ¡Ahí estaba ella, encantada y cautivada solo porque esa locuela trotamundos había ido a besarle la mano!

Y ahí te dejamos, baronesa Anna, con un beso en la frente. ¡Buena suerte! Nosotros nos vamos. ¡Duerme! Pasarás toda la noche soñando con la «Golondrina» que vino a ti y serás un poquito feliz.

Pues un instante de felicidad, un pequeño arrebato y delirio de dicha, nos conmueve el corazón cuando esos dos mundos entre los que vaga descarriada la nostalgia aciertan a encontrarse en una fugaz y engañosa proximidad.

*FIN*


“Ein Glück”,
Neue Rundschau, 1904


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