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Un milagro

[Cuento - Texto completo.]

Naguib Mahfuz

Sentía el calor extendiéndose por sus miembros y los efectos de la embriaguez en su cabeza. En el Venecia, a pesar del ambiente sofocante producido por el humo de los cigarrillos, no quedaba ni una sola silla vacía. El hombre veía su imagen repetida en una serie de espejos, y ante su mirada desfilaban los rostros de las mujeres y los hombres, la carne a la brasa, las botellas de vino tinto y blanco, los floreros y los platos de ensalada. Estaba sentado solo, tal vez era el único cliente que ocupaba una mesa sin estar acompañado. Pero el aburrimiento que sentía no tardó en disiparse; se animó y, para distraerse, comenzó a cantar.

Hizo una señal con la cabeza al camarero y este se acercó inmediatamente. Le preguntó:

-¿Conoces al señor Muhammad Shayjún Al Mawardi?

El camarero se quedó pensando un poco, luego respondió:

-No, señor.

-Es un cliente del Venecia.

-Pues es la primera vez que oigo ese nombre.

-¡Qué extraño!

-¿Tiene una cita con él?

-No, pero le busco por un asunto importante.

-Voy a recabar información.

El camarero se marchó y al poco rato volvió asegurando que ningún empleado del establecimiento conocía a esa persona ni había oído nunca su nombre.

Le dio las gracias y fijó su atención en las botellas de vino tinto. Sonrió divertido observando las caras y escuchando furtivamente los coqueteos amorosos.

De pronto, se oyó una voz que decía: «El señor Muhammad Shayjún Al Mawardi.»

Sorprendido, se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz y vio al director del local, con el teléfono en la mano, repitiendo aquel nombre y buscando con la mirada por la sala. Pero, como nadie le respondía, le dijo a su interlocutor que Muhammad Shayjún Al Mawardi no se encontraba allí. Luego colgó el teléfono.

El camarero le sonrió y dijo:

-Es la segunda persona que pregunta por él en el espacio de una hora.

La cabeza le daba vueltas, esta vez no a causa del alcohol, sino de aquella llamada que no esperaba. En realidad, él no conocía a nadie que se llamara Muhammad Shayjún Al Mawardi; no imaginaba que alguien pudiera llamarse así ni tenía el menor interés en encontrar a aquella persona. Si había preguntado por él al camarero, lo había hecho únicamente por distraerse de una forma inocente, algo sin importancia que no hacía ningún daño. Había decidido preguntar al camarero por una persona cualquiera, el primer nombre que le viniera a la mente y, para que el juego fuera más divertido, eligió aquel extraño nombre. Habría podido inventar cualquier otro, por ejemplo, Zayd Zaydán Zaydún; por eso no le extrañó que el camarero no lo conociera, pero se había quedado estupefacto al oír que preguntaban por teléfono por aquel nombre en aquella taberna donde nadie había oído hablar nunca de él. ¿Cómo se explicaba aquello?

Bebió otra copa mientras pensaba. No era imposible que el camarero hubiera querido divertirse ni había que darle demasiada importancia. Era un simple juego de alguien que se sentía solo o aburrido. Pero ¿cómo había llegado a la combinación de Muhammad Shayjún Al Mawardi?

Muhammad es un nombre corriente, que viene a la mente con facilidad, pero Shayjún es muy raro: ¿dónde y cuándo lo había oído? ¿Lo había visto en un viejo libro escolar? Pero ¿cómo y por qué se le había ocurrido? ¿Y qué decir de Al Mawardi? ¿Y la combinación Shayjún Al Mawardi, tan compleja que resultaba inimitable? ¡Quién hubiera podido imaginar que fuera un nombre real, de alguien que hubiera acudido al Venecia ese día por primera vez y lo hubieran llamado por teléfono en aquel momento! ¿No era todo eso motivo de duda y asombro?

Al tomar la quinta copa, el efecto de la embriaguez no hizo sino aumentar su estupor.

Estaba en su derecho de reivindicar el respeto que merecía, de asombrarse e interrogarse, de contarle la historia a cualquiera y de buscarle una explicación.

Se había producido un milagro, de la forma más sencilla, dentro de las paredes de la taberna, entre borrachos y juerguistas de ambos sexos. Pero, lamentablemente, no había forma de llamar la atención de los presentes sobre la importancia del hecho, ni se podía pretender que lo creyeran: toda aquella gente no había ido allí para testimoniar un milagro ni para meditar sobre su significado. Si les hablaba de ello, lo mirarían primero con estupor y luego con desaprobación, e inmediatamente se alejarían de él para volver a su diversión, o harían comentarios irónicos sobre él. Pero ¿qué quería ese hombre? Puede que no tuviera dinero para comer y beber, o tal vez se tratara de un impostor, o de un loco. ¿Muhammad Shayjún Al Mawardi? ¡Vaya un milagro! Él no había resucitado a un muerto ni había hecho un viaje nocturno a la mezquita de Al Aqsa, pero había sabido, por una inspiración milagrosa, que Muhammad Shayjún Al Mawardi era el nombre de un borracho del Venecia. ¿Han visto? ¿Se dan cuenta ahora de la época en que vivimos? Cualquiera que fuera la opinión de unos y otros, la importancia del milagro no disminuía. Si algunos lo consideraban una mera coincidencia, todos los milagros se podrían atribuir a coincidencias, y hasta la propia Creación se podría explicar como una serie de coincidencias insignificantes. Pero ¿cómo explicar este particular milagro? ¿Como una especie de lectura del arcano, o un don extraordinario que se empezaba a manifestar ahora? Había llegado a los cuarenta años sin darse cuenta de que poseía aquel don tan particular. Desde hacía mucho tiempo, se había acomodado a un puesto de contable, un trabajo en el que se limitaba a realizar cálculos económicos, órdenes de compra, comprobar el estado de las mercancías en depósito, verificar las cuentas, realizar balances… mientras albergaba dentro de sí aquel don singular. Llevaba el peso de la familia, acostumbrado a una vida de privaciones y conformándose con lo estrictamente necesario, teniendo en el corazón una joya preciosa, una joya que algunos -dejando aparte a los borrachos- apreciarían en su justo valor, por ejemplo su mujer y algunos colegas, como el sheij de la zawiya en la que rezaba de vez en cuando.

Vació en el vaso todo lo que quedaba de la botella e hizo una seña al camarero. Al acercarse este, le preguntó:

-¿Conoces a Zayd Zaydán Zaydún?

Mirándolo con asombro, el camarero respondió:

-No, señor. ¿También es cliente de este local?

-Sí.

-¿Tiene una cita con él?

-No, pero deseo verlo por una cuestión importante.

El camarero se alejó un momento, luego volvió asegurándole que ninguno de los empleados del local conocía a ese señor ni había oído aquel nombre antes.

Él sintió que había actuado de forma imprudente: no debería haber experimentado de aquella forma con sus dotes recién descubiertas. ¿Cómo iban a suceder dos milagros en una hora y en la misma taberna? Si la segunda experiencia fallaba, como era de esperar, ¿incidiría eso en la importancia de la primera? No, no lo permitiría.

Vio venir al camarero hacia él. Cuando llegó a su lado, le dijo:

-Lo llaman por teléfono.

-Nadie me conoce aquí -dijo sorprendido-, ni siquiera tú. ¿Cómo sabes que preguntan por mí?

-Su amigo ha hablado con el director y…

Él lo interrumpió:

-¿De qué amigo hablas?

-Del señor Zayd Zaydán Zaydún.

El hombre sintió una violenta sacudida y bajó la vista para no mirar al camarero. Este continuó:

-El señor ha hablado con el director presentándose y diciendo que si alguien había preguntado por él aquí.

El hombre no tuvo más remedio que ir al teléfono, nervioso y extrañado.

-Sí.

-Soy Zayd Zaydán Zaydún, ¿y usted?

-Ahora vuelvo, gracias.

De ese modo, concluyó la conversación con habilidad, sin que nadie hubiera podido captar el contenido, y decidió marcharse inmediatamente para evitar nuevas complicaciones. Abandonó el local con paso vacilante debido al estupor, el miedo y la alegría.

Durante los días siguientes, no tuvo otro tema de conversación que el de Muhammad Shayjún Al Mawardi y Zayd Zaydán Zaydún. Algunos lo consideraron pura coincidencia, una coincidencia insólita, pero nada más que eso. ¡Y cuántas coincidencias insólitas hay en esta vida! No había más que recordar cómo se había casado el jefe del departamento o cómo su vecino había sido asesinado la noche de la fiesta. ¿Acaso había olvidado que el ministro de Justicia había sido nombrado por error, al coincidir su nombre con el de la persona elegida?

Otros reconocieron que se trataba de algo prodigioso pero que era posible darle una explicación natural. Puede que aquellos nombres extraños los hubiera extraído de recuerdos lejanos y, por otra parte, era posible que hubiera dos hombres llamados así en aquel local, que sus nombres hubieran penetrado en el campo de su consciencia -a pesar de que hubiera estado ocupada todo el tiempo en las botellas de vino- y que los hubiera recordado cuando había tenido necesidad de inventarse palabras nuevas. En cuanto a las llamadas telefónicas, eran algo normal en una taberna.

Se trataba, pues, de una coincidencia insólita o de un fenómeno natural. Pero él no aceptaba ninguna de estas explicaciones. Buscaba otra interpretación que lo pudiera proyectar en el mundo sobrenatural, elevarlo a un rango superior, transformar su vida, liberarlo de las preocupaciones cotidianas y vencer sus dificultades.

Por suerte, el sheij de la zawiya tenía otra opinión. Era el único que le había hecho repetir la historia muchas veces. Luego, acercando la cara a él y mirándolo a los ojos, le dijo:

-¿Quieres que te dé mi sincera opinión? Hay algo divino en ti -tras examinar el efecto de sus palabras en la cara del hombre, continuó-: lo cual no me sorprende, porque eres un hombre bueno y jamás faltas a la oración del viernes.

El sheij se quedó pensativo; luego dijo:

-Pero ¿dónde has descubierto ese don? ¡En una taberna! ¿No te das cuenta de lo que eso significa?

-Yo estaba cenando, ni más ni menos…

-Bueno, pero es una prueba y una advertencia.

El hombre aceptó aquella opinión haciendo una señal con la cabeza para no interrumpir al sheij, el cual continuó:

-Y hay un significado que no se te puede escapar.

-¿Cuál es?

-Quien recibe como don un tesoro, debe saber hacerlo fructificar en beneficio de los demás y en el suyo propio.

El sheij lo dejó solo, tras haberle contado algunas historias referentes a hombres con fama de santidad y haberle recomendado que leyera algunos libros.

Entonces decidió dedicarse en primer lugar al estudio y empezó a leer libros sobre la tradición. Eso le costó dinero -no tenía mucho-, y esfuerzo de asimilación porque no estaba acostumbrado a leer libros difíciles. Además, su esposa no lo animaba. Le había dicho que el acontecimiento era verdaderamente extraordinario pero que no entrañaba ningún significado: se trataba de uno de los numerosos fenómenos que se manifiestan entre la salida y la puesta del sol, y era absurdo pretender que fuera el tema de conversación en todas las reuniones, como si se tratase de una cosa rara, y que se aislara en su habitación para leer sin cesar, dejando a un lado todas sus obligaciones. Dando una palmada, el hombre exclamó: «¡Esa es una lógica femenina!» Pero ¿se esperaba una opinión más juiciosa por parte de una mujer? La dureza de la vida cotidiana le había atrofiado las facultades mentales, induciéndolo a apegarse a la rutina.

Mas él conocía su camino y ninguna fuerza lo detendría. Vislumbró una esperanza, detrás de su vida marchita, inútil y estéril; una esperanza de poder, luz y privilegio. El pobre hombre que era se convertiría en un ser brillante, espléndido, capaz de hacer milagros, y reposaría, tras su muerte, en un mausoleo.

Día tras día fue aumentando sus conocimientos, pero se dio cuenta de que la cuestión no se basaba esencialmente en el saber sino en recorrer un largo camino, paso a paso y etapa tras etapa. ¿Dónde encontraría la paciencia, la fuerza y la determinación? ¿De dónde sacaría el tiempo necesario? Pero ¿olvidaba que el milagro se había producido en el Venecia, sin preliminares ni aviso, sin conocimientos ni cultura, sin la menor idea del método a seguir ni de la dificultad? El don se había manifestado de repente, tras una larga vida de apatía y desesperación. Su don se había revelado en una taberna mientras bebía vino tinto. Debía, pues, continuar las lecturas y las meditaciones y esperar los milagros, que sin duda se producirían.

Era extraño que la voz de la mujer se alzara nuevamente para reprocharle que hubiera dejado de ocupar su tiempo libre en hacer trabajos de mecanografía para sacarse un sueldo extra. Ella se preocupaba del dinero que obtendría con la máquina de escribir, mientras se mostraba indiferente a las verdaderas preocupaciones de su marido, ignorando las realidades serias de la vida. Le reprochaba su aislamiento y sus reflexiones, la negligencia de sus obligaciones familiares y de su aspecto personal, su resignación y su indiferencia ante la pobreza en la que se encontraban. Él recibió sus reproches con un silencio digno, armándose de paciencia y dejando que el tiempo resolviera la cuestión. Un día, ella sería reconocida como la esposa de un venerable santo, amado de Dios, que les concedería Su misericordia, elevándolos sobre el común de los mortales.

Profundizó en la lectura y en la meditación hasta que se convenció de que había llegado el momento de experimentar sus dones.

Encomendándose a Dios, se dirigió al café más cercano y le preguntó al camarero que si conocía a una persona cuyo nombre se había inventado previamente. El hombre, como era de esperar, dijo que no lo conocía, y él se sentó esperando que el teléfono viniera en su ayuda. Esperó hasta la hora de cierre del local sin ningún resultado…

Fue de café en café. Luego, pensó que el milagro no se produciría más que en una taberna y empezó a recorrerlas, pero sin resultado alguno. Sin embargo, no se desesperó aunque lo pasara muy mal tras cada uno de los fracasos. Finalmente, sus pasos lo llevaron al Venecia. Hacía tiempo que daba vueltas por allí sin atreverse a entrar por miedo a una experiencia negativa: sabía que si en aquel lugar la prueba fracasaba, sería definitivo, cerrando completamente las puertas a su esperanza.

En el Venecia pidió una botella de vino tinto, no para emborracharse sino para adaptarse a las costumbres del local. Después se preguntó qué sería capaz de hacer.

Mientras se encontraba indeciso, se le ocurrió que uno de los clientes se caería muerto. ¿Era ese el milagro esperado? La idea, que le había surgido espontáneamente, no era positiva ni alegre pero sería, sin duda, un milagro y podía aportarle un beneficio imprevisto e intangible.

Comenzó a pasar la mirada por los rostros sonrientes, preguntándose quién de los presentes le permitiría verificar su poder. Entonces vio a un individuo que se separaba de un grupo bullicioso para acomodarse a una mesa vacía, cerca de él. Aquel extraño comportamiento llamó su atención y pensó que podía ser aquella la persona predestinada. Miró hacia él y vio que este le miraba y le sonreía con cierta impertinencia. Esperaba que bromeara con él, como suelen hacer los borrachos, y volvía la cabeza cada vez que su mirada se encontraba con la sonrisa insolente del hombre. Por otra parte, observó que el grupo con el que el hombre había estado antes lo miraba furtivamente, o mejor dicho, miraba a los dos, como si siguieran una escena apasionante o esperando que sucediera algo que los divirtiera más.

El hombre se sintió angustiado. Decidió ignorar al otro y comenzó a recorrer los rostros con la mirada. De pronto, el otro le susurró:

-¿Por qué no bebes?

El hombre comenzaba su juego, pero él tenía que ser prudente e ignorarlo completamente. El otro dijo:

-Deberíamos ser amigos, después de tanto tiempo.

Intentaba atraerlo a sus redes para divertirse a su costa, pero él continuaría ignorándolo.

-Me acuerdo muy bien de ti. Siempre te sentabas en ese sitio.

«¿De qué habla este borracho? Si hubiera otro sitio vacío, me cambiaría.»

-Aquella noche bebías y sonreías, y estabas solo. ¿Estás siempre solo?

Se preguntó si habría estado presente la noche del milagro y empezó a prestarle más atención.

-Yo estaba sentado a tu lado, con un grupo de amigos.

«¿Cuándo se callaría? ¿Cuándo se marcharía? ¿Cuándo se moriría?»

-Y te oí preguntar al camarero por un tal…

Se volvió hacia el hombre con un movimiento brusco e involuntario y con evidente interés en los ojos.

-Era un nombre extraño, cómico, que parecía pertenecer a un hombre de la época preislámica.

Por fin, salió de su silencio para preguntar:

-¿Muhammad Shayjún Al Mawardi?

-¡Exacto!

Lo miró con interés, impaciente por saber más, pero el otro estiró las piernas y permaneció en silencio. Él perdió la paciencia e inquirió:

-¿Qué quieres decir?

-Nada.

Él volvió la cara, fingiendo indiferencia. El otro, tras unos minutos de silencio, dijo:

-No finjas indiferencia.

-El asunto no me interesa.

-Pero tendrás curiosidad por saber algo acerca de la llamada telefónica.

El corazón le latió con fuerza y, sin poder dominarse, le preguntó:

-¿De qué llamada hablas?

El otro se rió brevemente y dijo:

-Yo te oí preguntar al camarero por Muhammad Shayjún AJ Mawardi y él se excusó por no conocerlo. El nombre nos sorprendió tanto a mí como a mis amigos. Estábamos borrachos, como sabes. Bien… nos preguntamos quién sería el tal Shayjún y si el nombre se correspondería con la persona. Seguro que tienes idea de las bromas que gastan los borrachos. Decidimos buscarlo a cualquier precio y conocer a la persona que tenía un nombre tan curioso.

Él hizo un gesto con la cabeza para animar al otro a seguir:

-¿Qué debíamos hacer? Yo me ofrecí a poner en práctica una brillante idea: fui al café de al lado, pedí el número del Venecia y le rogué al director que me pusiera con Muhammad Shayjún Al Mawardi.

-¡No!

La exclamación fue como un rugido. El otro se quedó aturdido y preguntó:

-¿Qué te pasa?

-¡Tú!

La voz del hombre parecía estrangulada por la emoción.

-Señor, ¿lo he molestado en algo? ¿Qué le sucede?

Lo miró con cólera y desesperación. Tenía la cara congestionada, las venas de su frente le sobresalían y se entrecruzaban formando marcas azules. Quería hablar, lanzar un grito, pero sus labios permanecían cerrados, como si estuvieran pegados. Luchaba contra una fuerza oculta, se enfrentaba a un impulso salvaje e invisible y trataba de resistir a algo que lo sofocaba.

Con una rapidez pasmosa, cogió la botella de vino y la lanzó con todas sus fuerzas contra la cabeza de su interlocutor. La botella se rompió y el vino se vertió por la cara y el cuello del hombre, mezclándose con la sangre. Gritó de dolor y de rabia y, tambaleándose, se arrojó sobre él con la intención de agarrarlo por el cuello. Él cogió un tenedor y lo hincó, con toda la fuerza de la desesperación, en el cuello del hombre. Este se inclinó sobre la mesa, gritando, y luego se desplomó.

FIN


Jammarat al-qitt al-aswad, 1969


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