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Un puesto de comidas cerca del hotel

[Cuento - Texto completo.]

Carlos María Gutiérrez

El hombre ocupa el cuarto de enfrente, con un muchachito de siete u ocho años, que debe ser su hijo. El niño viste, como él, ropas comunes en Cuba: pantalón y camisa de tela rústica, botas de trabajo. Siempre va de la mano del hombre.

Larrosa se cruza con ellos al entrar o salir del hotel, sin obtener un saludo. El padre es un mulato joven, de rasgos finos y reconcentrados; su seriedad angulosa le agrega algunos años. En el desmesurado hotel de La Habana, construido entre las dos guerras mundiales sobre arrecifes de coral convertidos en jardines, hay turistas canadienses, exiliados latinoamericanos con los rostros devastados por el paludismo de la selva, parejas de adolescentes campesinos en luna de miel y una cantante española de moda, afiliada en su país al Partido Comunista. También algunos cubanos de rostro impasible, pelo muy corto y ojos fatigados, ropas civiles pero gestos de hábito militar, que solo hablan entre ellos. Aunque ya hace muchos años que no vive en La Habana, para Larrosa toda la gente del hotel es descifrable, menos el hombre del cuarto de enfrente y su hijo.

Los dos salen muy temprano, aunque el hijo no lleva libros ni cuadernos. Vuelven al atardecer y Larrosa no los ve nunca en los comedores, ni en la cafetería o en la sala de juegos mecánicos, ni tampoco en el vasto jardín con acantilados sobre el golfo de México y los viejos cañones navales conmemorativos.

Ciertas tardes los encuentra en un ascensor. Las ascensoristas parecen conocer bien al padre y al hijo, porque no les preguntan cuál piso, ni les hacen mostrar las tarjetas de huésped. Entonces Larrosa camina por el corredor, oyendo detrás los pasos de sus vecinos. Al cerrar su puerta aguarda un instante, hasta verificar que el hombre y el niño han entrado al cuarto de enfrente. Le llegan apenas el ruido de una silla, el correr de una cortina o el rumor del agua fluyendo en el baño, pero nunca voces o diálogos o la campanilla del teléfono. Luego va a abrir su ventana (porque el aire acondicionado no funciona) y se sienta ante la máquina de escribir y el libro con los márgenes anotados, a trabajar en un texto que debe entregar antes de su partida.

Finalmente, deja de ver a sus vecinos. Un día mira, por la puerta entreabierta del cuarto de enfrente, a otros huéspedes. Esa tarde pregunta con aire casual a las ascensoristas, pero ninguna sabe del hombre y de su hijo, o por lo menos no lo dicen. Sus expresiones son algo artificiales y a la de más edad le pasa por los ojos una compasión fugaz. Una vieja camarera negra y sabia, que Larrosa reconoce de otras visitas, añade algo, una mañana: “La descarada le dejó el muchacho y ahora se lo pide”. Pero la frase no es aclarada y por último Larrosa la olvida.

Dos semanas después entrega su prólogo en el Instituto y Alfredo lo llama por la noche, para confirmarle la aceptación del trabajo, pero no la reserva en el vuelo de Iberia que sale al día siguiente. Sugiere ir de todos modos al aeropuerto y ponerse en la lista de espera.

A las cuatro de la mañana Alfredo viene a buscarlo en su Lada soviético. Mientras coloca en el asiento trasero la única maleta, explica por qué el vuelo a Madrid está completo: “Hoy es día de gusanera”, dice.

Sobre la hermosa carretera a Rancho Boyeros el amanecer apunta rojizo y neblinoso. El Lada se adelanta ágilmente a omnibuses japoneses y cruza camiones alemanes cargados de legumbres para la ciudad. En los refugios a la orilla de la ruta esperan grupos de obreros, echando el vaho de su aliento en la atmósfera helada. Las nuevas fábricas y granjas van quedando atrás, alternadas con los grandes carteles multicolores donde la Revolución propone sus consignas. En la parada de un semáforo dos muchachitas madrugadoras, que transportan un viejo sillón, sonríen a Larrosa y después se tientan de risa, avergonzadas y gráciles, con sus pañuelos rojos y sus dentaduras perfectas en la piel aceitunada. Casi en seguida, a la derecha, aparecen los altos y blancos timones de cola de los Ilyushin y Tupolev, agrupados detrás de las palmas y el verdor.

Alfredo es funcionario del Instituto y el más antiguo amigo de Larrosa en Cuba, pero también algo más, que le permite solucionar algunos trámites de embarque. Mientras lo intenta, Larrosa observa al gentío que se apiña ante el mostrador de Iberia: los que se van.

Bajo las luces de neón, son más de un centenar y se mueven con ademanes torpes, dentro de sus ropas demasiado nuevas, recién entregadas. Muchos hablan con voz innecesariamente alta, pero su charla es insustancial. Otros susurran con atropello, los ojos fijos en el suelo, sin mirar al interlocutor. Los parientes que han venido a despedirlos, lacónicos y mal vestidos, parecen secretamente avergonzados por esa facundia, crispada a veces en una frase irónica o un insulto político contra Fidel Castro. Los guardias aduaneros, de uniforme claro, pasan con indiferencia, como si no oyeran. Los niños que se van tienen zapatos nuevos; desde la cola, entre los equipajes heterogéneos y provincianos del viajero primerizo, miran a los niños que se quedan y que están estirados lánguidamente en los asientos o duermen sudorosos en el regazo de sus madres. Todavía falta un rato para que los viajeros pasen a la sala de embarque, donde el espeso cristal les impedirá oír a los que dejan. Pero otro cristal divide ya el salón ruidoso; el arco que iba de unos a otros se ha quebrado y las palabras pierden su significado, exageradas o insuficientes.

Desde los altavoces del techo vienen un tañido y una voz femenina que da instrucciones. Comienzan de pronto los abrazos largos y mudos, las recomendaciones musitadas con las cabezas juntas, las bromas inseguras de los más jóvenes, donde canta el acento campesino. La columna se mueve poco a poco hacia el embarque y entre el rumor de pies y el de los equipajes arrastrados corre una pleamar de alivio. Algunos ancianos lloran como para sí mismos. El salón rebosa de gente que se separa; unos se alejan hacia la calle o permanecen de pie, indecisos; los otros, ya debidamente despedidos, un brazo sobre los hombros del compañero de viaje, falsamente regocijados, miserables, bocas altivas, caras demudadas, ojos desafiantes, caminan hacia el avión definitivo. En un instante han quedado reducidos a su propia y solitaria comunión. Ya no están en el país, aunque todavía lo pisen; su decisión los ha borrado de la realidad.

Súbitamente, Larrosa reconoce entre la fila al niño del hotel, que camina junto a una pareja madura y lleva en la mano un bolso amarillo. La gorra nueva disimula su pequeño rostro inexpresivo, pero es él. Casi al mismo tiempo, en una intuición, Larrosa desplaza la mirada y ve al padre, alejado, contra una pared del fondo. El hombre está de pie y mira al niño, que desaparece por la puerta de embarque sin volverse. El hombre gira la cabeza y sus ojos encuentran un momento los de Larrosa y se cierran, pero quizás solo sea un efecto de la distancia.

Alfredo vuelve con la maleta y una noticia: no ha sido posible obtener sitio en el avión; recién habrá otro vuelo dentro de tres días. Larrosa le dice que no importa y siente una felicidad turbia, como cuando el azar nos ahorra la pequeña cobardía que ya habíamos aceptado. Después regresan al hotel y Alfredo se despide, porque debe salir ese mediodía al trabajo voluntario.

Al atardecer llueve sobre el jardín, esfumando las ceibas y los viejos cañones. Los canadienses vagan por el lobby con sus confortables chaquetas a cuadros, aburridos, sin saber español. Larrosa toma en su nueva habitación dos tazas del café aromático y espeso. El viento Norte viene desde el castillo del Morro. Los petroleros soviéticos anclados fuera de la bahía rolan lentamente en torno a sus cadenas, con las luces desdibujadas en el aire opaco. Las aguas del Golfo están grises y desde el cuarto piso se ve brillar el pavimento mojado del Malecón.

Larrosa se pone una trinchera y baja a la calle, sin rumbo. Camina despacio hacia la avenida Línea y más tarde se detiene ante un alto edificio de apartamentos, donde en la última terraza asoman una palma enana y follajes tropicales. Allí habita el anciano poeta nacional y Larrosa recuerda otras noches de diez años atrás, la voz abaritonada del viejo célebre diciendo sus versos, el rostro absorto de alguien que escuchaba, el perfume del último verano.

Flamantes taxis Chevrolet, importados de Argentina, pasan de vez en cuando con un susurro de neumáticos, pero la avenida está desierta de transeúntes. En la siguiente esquina el viento sopla con más fuerza y la lluvia le da en la cara, obligándolo a guarecerse en un portal que tiene la chapa desteñida de un Comité de Defensa de la Revolución. En la penumbra, otro viejo, con un pedazo de nylon transparente sobre la cabeza a manera de capa, lo mira cauteloso. Viste con modestia y un rastrojo de barba blanca le cubre las mejillas correosas. Usa una gorra de visera, con señales de alguna antigua insignia en la tela gastada. Entre la dentadura despareja pero entera aprieta el cabo apagado de un habano. Parece un pescador o campesino venido a la ciudad.

“¿Tiene ahí candela?”, dice el pescador o campesino.

Larrosa le acerca su encendedor de gas, pero el viejo lo toma con una mano y con la otra quita el cabo de la boca y lo mantiene en la llama, mirándola fijamente.

“Un Norte de madre”, dice sin levantar la cabeza, mientras chupa.

“Sí.”

“¿Usted es extranjero?”

“No. De América Latina.”

“Extranjero”, confirma el viejo.

Larrosa no dice nada. El agua que le ha empapado los cabellos descubiertos está corriéndole cuello abajo, muy fría. Se quita los anteojos constelados de gotas que le impiden ver. Ya es casi de noche y las luces de sodio van encendiéndose mágicamente a lo largo de Línea.

“Gracias, míster. Esta fosforera es un fenómeno”, dice el viejo con sus palabras cubanas, devolviendo el encendedor laqueado. El cabo de habano está húmedo y tira mal. Es un resto de “cazador”, fuerte y ordinario; el olor acre invade el portal. Larrosa palpa en el bolsillo de su camisa la forma del Cohíba, intacto en su envoltura y reservado para la cena. Piensa en ofrecerlo al viejo, en iniciar una conversación política bajo aquel portal de un CDR, en hablarle de latinoamericanos y extranjeros en la Revolución (el tema que ha desarrollado en el prólogo para Alfredo). Pero lo asalta una vergüenza inexplicable, no dice nada y empieza a caminar hacia el hotel.

El enorme edificio rosáceo se alza entre la lluvia, con sus ventanas iluminadas. En las dos torres de estilo español, altas como campanarios de una catedral, los azulejos relucen a la luz cárdena suspendida sobre el mar.

En una esquina próxima al hotel, castigado por el agua y el viento del Golfo que llegan en ráfagas rasantes, hay un puesto de comidas con algunos parroquianos de pie, apoyados en la barra. La marquesina los protege, silenciosos bajo la lámpara de neón, traídos quizás por la lluvia. Más adentro, el joven cocinero negro lee el diario del Partido, grave y deletreante, acercándolo a sus anteojos de miope. La camarera madura y opulenta, rostro ajado y autoritario, cabellos teñidos de rojo, escruta a Larrosa. Los clientes comen porciones de pizza envueltas en servilletas de papel; algunos tienen junto al plato una botella de cerveza. El hombre del hotel está allí, abrigado con una vieja chaqueta militar de fajina.

Larrosa pide una cerveza, examinándolo de reojo. Lo encuentra más pequeño que en el hotel, más humilde y fatigado que en el aeropuerto. Mira la chaqueta mojada que se abre sobre la ropa ordinaria, las botas despellejadas; mira su propia trinchera española, cara y fuera de lugar. Quiere sobreponerse a la vergüenza que vuelve, recurrir al análisis político que explicará la situación, pero también le parece fuera de lugar, con ese hombre silencioso a su lado. Piensa: “Está saturado de cansancio, pero no confuso. No lo sabe todo, pero ha aprendido por fin a distinguir lo falso que es cómo se hacen las revoluciones verdaderas. Está en medio de un trabajo formidable que durará toda su vida y también la del niño”.

Bajo la luz escasa del puesto de comidas, ante el alimento modesto, el hombre del hotel escucha algo en el viento. Con respeto, Larrosa se quita los anteojos inundados, para verlo mejor y llevarse su imagen. El rostro del hombre parece menos duro, repartido entre el dolor y la confianza. Las gotas de agua o lágrimas le resbalan por las mejillas. Larrosa se dice que el viejo del portal tenía razón.

El hombre del hotel, sin reparar en el extranjero, mira fijamente hacia adelante, solo, de espaldas a la oscuridad creciente y al rumor de la lluvia.

FIN


Los ejércitos inciertos y otros relatos, 1991


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