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Un terror sagrado

[Cuento - Texto completo.]

Ambrose Bierce

I

El último en llegar a Hurdy-Gurdy no produjo el menor interés. Ni siquiera fue bautizado con ese apodo pintorescamente descriptivo que con tanta frecuencia es la palabra de bienvenida al recién llegado a un campamento minero. En casi cualquier otro campamento de por allí esa circunstancia le habría asegurado algún apelativo como “El Enigma de la Cabeza Blanca” o “No Sarvey”, una expresión que ingenuamente se suponía sugería a las inteligencias rápidas la frase española quién sabe. Llegó sin provocar la menor ondulación de interés sobre la superficie social de Hurdy-Gurdy: un lugar que al desprecio general californiano por la historia personal de cada hombre añadía la indiferencia local por el suyo propio. Hacía ya muchísimo tiempo que nadie de la menor importancia había llegado allí, si es que había llegado alguien. Porque en Hurdy-Gurdy no vivía nadie.

Solo dos años antes el campamento había incluido una bulliciosa población de dos mil o tres mil hombres y no menos de una docena de mujeres. La gran mayoría de los primeros había trabajado duramente varias semanas para demostrar, ante el desagrado de las últimas, el carácter singularmente mentiroso de la persona que les había atraído hasta allí con ingeniosos relatos acerca de ricos depósitos de oro. Ese acto, pues todo hay que decirlo, no le produjo ni satisfacción mental ni beneficio económico, pues la bala de una pistola de un ciudadano de espíritu cívico había colocado a ese caballero tan imaginativo más allá del alcance de las calumnias al tercer día de crearse el campamento. No obstante, su ficción resultó tener de hecho ciertos fundamentos, por lo que muchos se habían quedado un tiempo considerable en los alrededores de HurdyGurdy, aunque ya hacía tiempo que se habían ido todos.

Dejaron, no obstante, amplias muestras de su estancia. Desde el punto en el que Injun Creek se une al Río San Juan Smith, ascendiendo por las dos orillas del primero hasta el cañón en el que emerge, se extendía una doble fila de chozas desvencijadas que para lamentar su desolación parecía que fueran a caerse unas encima de las otras; y un número igual de cabañas se había esparcido pendiente arriba a ambos lados encaramándose sobre las prominencias, desde donde se inclinaban hacia adelante para tener una buena vista de la desoladora escena. La mayoría de esos habitáculos se habían ido demacrando, como por hambre, hasta alcanzar la condición de simples esqueletos de los que pendían desagradables jirones de lo que podría haber sido piel, pero en realidad era lienzo. El pequeño valle que habían abierto con pico y pala se veía afeado por las largas y curvadas líneas de los canalillos podridos que daban aquí y allá arriba de las crestas afiladas, y se apoyaban dificultosamente a intervalos sobre palos mal cortados. Todo el lugar presentaba ese aspecto tosco y lúgubre del desarrollo detenido que en un país nuevo sustituye a la gracia solemne de las ruinas forjadas por el tiempo. Allí donde había quedado algún resto del suelo original se habían extendido hierbas y zarzas, y en los lugares húmedos y malsanos el visitante curioso podría haber obtenido innumerables recuerdos de la antigua gloria del campamento: una bota sin pareja recubierta de moho verde y repleta de hojas podridas; un ocasional sombrero viejo de fieltro; restos de una camisa de franela; latas de sardinas inhumanamente mutiladas y una sorprendente abundancia de botellas negras distribuidas por todas partes con una imparcialidad verdaderamente universal.

 

II

 

El hombre que acababa de redescubrir Hurdy-Gurdy no sentía curiosidad por su arqueología. Y cuando vio a su alrededor las lúgubres muestras del trabajo perdido y las esperanzas rotas, cuyo significado desalentador se veía acentuado por la pompa irónica del dorado barato que provocaba el sol naciente, su suspiro de fatiga no reveló ninguna sensibilidad. Simplemente quitó de lomos de su fatigado burro un equipo de minero algo más largo que el propio animal, ató éste a una estaca, eligió de entre su equipo un hacha pequeña y cruzó enseguida el lecho seco de Injun Creek para dirigirse a la parte superior de una colina baja que había al otro lado.

Al pisar una valla caída que había estado formada por matas y tablas, eligió una de éstas y la cortó en cinco partes que afiló por uno de los extremos. Después inició una especie de búsqueda, agachándose de vez en cuando para examinar algo con gran atención. Finalmente su paciente examen debió verse recompensado por el éxito, pues de pronto se levantó cuan largo era, hizo un gesto de satisfacción, pronunció la palabra “Scarry” y se alejó enseguida con pasos largos e iguales que fue contando. Se detuvo y clavó en el suelo una de las estacas. Después miró cuidadosamente a su alrededor, midió un número de pasos sobre un terreno singularmente desigual y clavó otra estaca. Recorriendo dos veces esa distancia en ángulo recto con la dirección anterior clavó una tercera, y repitiendo el proceso metió la cuarta y finalmente la quinta. Hizo después una hendidura en la parte superior, en la que insertó un viejo sobre de cartas cubierto con un intrincado sistema de trazos hechos a lápiz. En resumen, había presentado una reclamación de terrenos de estricto acuerdo con las leyes de la minería local de Hurdy-Gurdy y había colocado la nota habitual.

Es necesario explicar que uno de los terrenos adjuntos a Hurdy-Gurdy —que con el tiempo acabó estando adjunto a la metrópolis— era un cementerio. En la primera semana de la existencia del campamento había sido trazado cuidadosamente por un comité de ciudadanos. Al siguiente día se había producido un debate entre dos miembros del comité acerca de un lugar mejor, y al tercer día la necrópolis fue inaugurada con un funeral doble. Conforme el campamento había ido menguando, el cementerio fue creciendo; y mucho antes de que el último habitante, victorioso tanto contra la insidiosa malaria como contra el rápido revólver, hubiera apuntado la cola de su burro hacia Injun Creek, el asentamiento periférico se había convertido en un barrio populoso, ya que no popular. Y ahora, cuando había caído sobre la ciudad la hoja seca y amarilla de una desagradable senilidad, el camposanto —aunque algo desfigurado por el tiempo y las circunstancias, y no totalmente exento de innovaciones en la gramática y experimentos en la ortografía, por no hablar de los estragos del devastador coyote— respondía a las necesidades humildes de sus ciudadanos con razonable satisfacción. Formaba un generoso campo de dos acres —que había sido elegido con encomiable sentido de la economía, pero innecesariamente, porque no tenía valor como campo de mineral—, e incluía dos o tres árboles esqueléticos (de una robusta rama lateral de uno de ellos colgaba todavía significativamente una cuerda estropeada por el tiempo), medio centenar de montículos, una veintena de toscos tablones cuyas inscripciones mostraban las peculiaridades literarias ya mencionadas y una esforzada colonia de chumberas. En conjunto, el Lugar de Dios, como había sido bautizado con característica reverencia, podía jactarse justamente de una desolación de calidad indudablemente superior. El señor Jefferson Doman había hecho su reivindicación territorial en la parte más poblada de aquella interesante heredad. Si en la realización de sus designios consideraba adecuado extraer a alguno de los muertos, éstos tendrían el derecho a ser vueltos a enterrar convenientemente.

 

III

 

El señor Jefferson Doman procedía de Elizabethtown, New Jersey, donde seis años antes había dejado su corazón al tomar a una joven de cabellos dorados y actitud recatada, llamada Mary Matthews, como seguridad colateral de que regresaría para pedir su mano.

—Simplemente sé que nunca regresarás vivo: nunca lograrás nada —fue la observación que ejemplificaba la idea que tenía la señorita Matthews de lo que constituía el éxito, y de paso su opinión acerca de lo que consideraba estimulante. Luego añadió—: si no vuelves, también yo iré a California. Puedo ir poniendo las monedas en bolsitas conforme las vayas sacando.

Esta característica teoría femenina acerca de los depósitos auríferos no resultaba aceptable para la inteligencia masculina, pues el señor Doman creía que el oro se encontraba en estado líquido. Él desaprobó la intención de ella con considerable entusiasmo, reprimió sus sollozos poniendo ligeramente una mano en su boca, se rió mientras le besaba las lágrimas y con un alegre “nos veremos” se fue a California a trabajar por ella durante largos años sin amor, con un corazón poderoso, una esperanza alerta y una fidelidad firme que ni por un momento se olvidó de lo que estaba haciendo. Entretanto, la señorita Matthews había concedido el monopolio de su humilde talento para meter monedas en sacos al señor Jo. Seeman, de Nueva York, jugador, muy apreciado como tal aunque no tanto como el genio de ella para sacarlas luego del saco y dárselas a sus rivales locales. Por lo que respecta a esta última actitud, él manifestó su desaprobación con un acto que le valió el puesto de encargado de la lavandería de la prisión estatal, y a ella el sobrenombre de “Moll Caracortada”. Aproximadamente en aquella época escribió al señor Doman una conmovedora carta de renuncia, incluyendo su fotografía como muestra de que ya no tenía el derecho a permitirse soñar con que se convertiría en la señora Doman, al tiempo que le contaba tan gráficamente cómo se había hecho esa herida al caerse de un caballo, que el señor Doman se vengó de aquel animal abusando de las espuelas con el pobre e inocente potro que le había llevado hasta Red Dog, para recoger la carta, y con el que regresaba al campamento. Pero la carta no consiguió cumplir su objetivo; la fidelidad que hasta entonces había sido para el señor Doman un asunto de amor y deber se convirtió desde entonces también en un tema de honor; y la fotografía, que mostraba el rostro en otro tiempo hermoso tristemente desfigurado, como por el corte de un cuchillo, se instaló en su afecto, mientras su predecesora, más hermosa, era tratada con desprecio contumaz. Es justo decir que al ser informada de aquello, la señorita Matthews no pareció sorprenderse de lo poco que había estimado la generosidad del señor Doman, que por el tono de su última carta habría cabido esperar. Sin embargo, poco después las cartas de ella empezaron a ser cada vez menos frecuentes, hasta que por fin cesaron totalmente.

Pero el señor Doman tenía otro corresponsal, el señor Barney Bree, de Hurdy-Gurdy, quien anteriormente había estado en Red Dog. Este caballero no era minero, aunque entre éstos resultaba una figura notable. Su conocimiento de la minería consistía principalmente en un dominio maravilloso de su jerga, a la que había hecho abundantes contribuciones, enriqueciendo su vocabulario con una abundancia de frases inusuales más notables por su aptitud que por su refinamiento, y que impresionaban a los “novatos” sin instrucción por la sensación de profundidad del conocimiento del inventor. Cuando no mantenía un círculo de admirativos oyentes procedentes de San Francisco o del este, se le podía encontrar entregado al trabajo, comparativamente más oscuro, de barrer las diversas casas de baile y purificar las escupideras.

Barney no parecía tener más que dos pasiones en la vida: el amor a Jefferson Doman, que en otro tiempo le había prestado algún servicio, y el amor al whisky, que desde luego no se lo había prestado. Había estado entre los primeros que se abalanzaron sobre HurdyGurdy, pero no había prosperado y gradualmente se fue degradando hasta la posición de sepulturero. No era una vocación, pero Barney dedicaba a ella su mano temblorosa de forma irregular siempre que se producía algún mal entendimiento en la mesa de juego, coincidiendo en el tiempo este trabajo con su recuperación parcial de una prolongada época de vicio. Un día, el señor Doman recibió en Red Dog una carta con un matasellos que simplemente decía “Hurdy, Cal.”, y como se hallaba ocupado por otra cosa, la dejó descuidadamente en un agujero de su cabaña para leerla más tarde. Unos dos años más tarde la encontró accidentalmente y la leyó. Decía lo siguiente:

 

Hurdy, 6 De Junio:

Amigo Jeff: La encontré buena en el campo de huesos. Está ciega y piojosa. Estoy montado: Es mío y mi parte es tuya también. Tuyo,

Barney

Posdata: La Marqué con Scarry.

 

Como tenía un conocimiento del argot general de los campamentos mineros y también del sistema privado del señor Bree para la comunicación de las ideas, el señor Doman no tuvo dificultad para entender en aquella epístola poco común que Barney estaba cumpliendo su deber como sepulturero cuando descubrió una cama rocosa de cuarzo sin afloramientos; que evidentemente abundaba en ella el oro; que movido por consideración de su amistad aceptaba al señor Doman como socio y esperaba que la declaración de su voluntad de caballero en el asunto mantuviera discretamente el descubrimiento en el secreto. Por la posdata podía deducirse claramente que para ocultar el tesoro había enterrado sobre él la parte mortal de una persona llamada Scarry.

Parece ser que según los acontecimientos posteriores, tal como se los contaron al señor Doman en Red Dog, antes de tomar esta precaución el señor Bree tuvo que eliminar una modesta competencia por el oro; en cualquier caso fue aproximadamente en esa época cuando se inició en la memorable serie de libaciones y festines que siguen siendo una de las tradiciones más amadas en la zona de San Juan Smith, de la que se habla con respeto incluso en lugares tan alejados como Ghost Rock y Lone Hand. Cuando concluyeron las celebraciones, algunos antiguos ciudadanos de Hurdy-Gurdy, para quienes había realizado amablemente sus oficios en el cementerio, le dejaron sitio entre ellos y allí se quedó para su descanso.

 

IV

 

Cuando terminó de clavar las estacas como su reivindicación minera, el señor Doman regresó andando al centro de ésta y se quedó inmóvil en el mismo punto en el que su búsqueda ante las tumbas había terminado al exclamar “Scarry”. Volvió a inclinarse sobre el tablero que llevaba ese nombre y como para reforzar los sentidos de la vista y del oído, pasó el dedo índice a lo largo de las letras toscamente talladas. Al levantarse de nuevo, añadió oralmente a esa inscripción simple este sorprendente epitafio:

—¡Fue un terror sagrado!

Si le hubieran pedido al señor Doman que aportara pruebas de esas palabras —y considerando que tenían un carácter algo censurable sin duda se lo habrían pedido, de haber alguien—, se habría visto en una difícil situación por la ausencia de testigos fiables y a lo más que habría podido apelar habría sido a la evidencia de los rumores. En aquel tiempo, cuando Scarry había tenido fama en los campamentos mineros de la zona —cuando tal como lo habría dicho el editor del Hurdy Herald se encontraba ella “en la plenitud de su poder”— la fortuna del señor Doman se encontraba en una marea baja, y llevaba la vida errantemente laboriosa de un prospector. Había pasado la mayor parte del tiempo en las montañas, unas veces con un compañero y otras con otro. Su juicio acerca de Scarry se había formado a partir de los recitales admirativos de esos compañeros casuales procedentes de diversos campamentos; personalmente no había tenido nunca la dudosa ventaja de conocerla ni la precaria distinción de sus favores. Y cuando finalmente, al terminar ella su perversa profesión en Hurdy-Gurdy, él leyó por azar en un ejemplar del Herald una nota necrológica de una columna entera (escrita por el humorista local en el más elevado estilo de su arte), Doman había concedido a la memoria de ella y al genio de su historiógrafo el tributo de una sonrisa, olvidándola después caballerosamente. Pero de pie ahora al lado de la tumba de aquella Mesalina de las montañas, recordó los acontecimientos principales de la turbulenta carrera de aquella mujer, tal como los había oído celebrar en diversos fuegos de campamento, y quizás por un intento inconsciente de autojustificarse repitió que ella fue un terror sagrado, y después metió el pico en la tumba hasta el mango. En ese momento, un cuervo que había estado silenciosamente posado sobre una rama del árbol maldito que tenía sobre su cabeza, chasqueó solemnemente el pico y emitió su opinión sobre el asunto con un graznido de aprobación.

Dedicándose con gran celo a su descubrimiento del oro abundante, que probablemente achacaba a la conciencia con la que ejercitaba su trabajo de sepulturero, el señor Barney Bree había cavado un sepulcro inusualmente profundo, por lo que casi estaba anocheciendo cuando el señor Doman, trabajando con la deliberación lenta del que tiene “una cosa segura” y ningún miedo a que nadie reclamara un derecho anterior, llegó al ataúd y lo dejó al descubierto. Al hacerlo se vio enfrentado a una dificultad para la que no se había preparado; el ataúd —una simple cáscara plana de tablones rojizos por lo visto no muy bien conservados— no tenía asas y ocupaba todo el fondo de la excavación. Lo único que podía hacer sin violar la santidad y decencia de la situación era realizar una excavación lo bastante larga como para poder ponerse de pie a la cabeza del ataúd y, colocando debajo sus manos poderosas, levantarlo sobre su extremo más estrecho; y eso fue lo que decidió hacer. La proximidad de la noche aceleró sus esfuerzos. Ni se le pasó por la cabeza abandonar en aquella fase la tarea para reanudarla por la mañana en condiciones más ventajosas. El estímulo febril de la codicia y la fascinación del terror le hicieron proseguir el trabajo con una voluntad de hierro. Ya no se mostraba ocioso, sino que trabajaba con un interés terrible. Se destocó la cabeza, se quitó las prendas exteriores, se abrió la camisa por el cuello descubriendo el pecho, por el que corrían sinuosos riachuelos de sudor, mientras este duro e impenitente buscador de oro y ladrón de tumbas trabajaba con una energía gigantesca que casi dignificaba el carácter de su horrible propósito; y cuando los bordes del sol desaparecieron por la línea serrada de las colinas del oeste, y la luna llena había surgido de las sombras que cubrían la llanura purpúrea, había puesto en pie el ataúd y lo dejó allí apoyado contra el borde de la tumba abierta. Después, levantando el cuello por encima de la tierra en el extremo opuesto de la excavación, mientras contemplaba el ataúd sobre el que caía ahora la luz de la luna produciendo una luminosidad total, se estremeció con un terror repentino al observar sobre el ataúd la sorprendente aparición de una oscura cabeza humana: la sombra de la suya. Por un instante, aquella circunstancia simple y natural le acobardó. El ruido de su respiración fatigada le asustó, y trató de mitigarla, pero sus pulmones ardientes no se lo permitieron. Después, echándose a reír y habiendo perdido totalmente el espíritu, empezó a mover su cabeza de un lado a otro para obligar a la aparición a repetir los movimientos. Le tranquilizó y consoló comprobar que dominaba a su propia sombra. Estaba contemporizando con la situación, realizando con una prudencia inconsciente una maniobra que retrasara la catástrofe inminente. Sentía que las fuerzas invisibles del mal se estaban cerrando sobre él y por el momento parlamentaba con lo inevitable.

Observó entonces una sucesión de varias circunstancias inusuales. La superficie del ataúd que mantenía fija su mirada no era plana; presentaba dos bordes claros, uno longitudinal y otro transversal. Donde se cruzaban, por la parte más ancha, había una placa metálica corroída que reflejaba la luz de la luna con un brillo tenebroso. A lo largo de los bordes exteriores del ataúd, a largos intervalos, había unas cabezas de clavos comidas por el óxido. ¡Este frágil producto del arte de carpintero se había introducido en la tumba por el lado contrario!

Quizás fuera una de las bromas del campamento: una manifestación práctica del espíritu chistoso que encontraba su expresión literaria en la noticia necrológica, desordenada y patas arriba, salida de la pluma del gran humorista de Hurdy-Gurdy. Quizás tuviera algún significado personal y oculto en el que no pudieran penetrar las mentalidades no instruidas de la tradición local. Una hipótesis más caritativa era que, debido a un infortunio del señor Barney Bree, al realizar sin ayuda el enterramiento (bien por decisión propia, para preservar en secreto su oro, o por la apatía pública), había cometido un error que después no pudo o no quiso rectificar. Pero cometido el error, la pobre Scarry fue bajada a tierra boca abajo.

Cuando el terror y la estupidez se alían, el efecto es terrible. Aquel hombre osado y de fuerte corazón, aquel duro trabajador nocturno entre los muertos, el enemigo que desafiaba la oscuridad y la desolación, sucumbió a una sorpresa ridícula. Le sobrecogió un escalofrío: se estremeció y sacudió sus hombros enormes como si tratara de quitarse de encima una mano helada. Ya no respiraba y la sangre de sus venas, incapaz de reducir su ímpetu, brotaba ardiente bajo su piel fría. Carente del oxígeno necesario, le subió a la cabeza y congestionó su cerebro. Sus funciones físicas se habían pasado al enemigo; incluso su corazón se había dispuesto en su contra. No se movió; ni siquiera podía gritar. Solo necesitaba un ataúd para estar muerto: tan muerto como la muerta que tenía frente a él con la altura de una tumba abierta y el grosor de un tablón podrido en medio.

Después recuperó los sentidos de uno en uno; la marea del terror que había superado sus facultades empezó a remitir. Pero con el retorno de los sentidos perdió singularmente la conciencia del objeto de su miedo. Veía la luz de la luna dorando el ataúd, pero ya no veía el ataúd que la luna doraba. Al levantar la mirada y girar la cabeza, observó, curioso y sorprendido, las ramas negras del árbol muerto, y trató de calcular la longitud de la cuerda, deshilachada por el tiempo que colgaba de su mano fantasmal. El ladrido monótono de los lejanos coyotes le afectó como algo que ya hubiera oído años antes en un sueño. Un búho cruzó por encima de él sobre unas alas que no hacían ruido, y trató de predecir la dirección que tomaría su vuelo cuando llegara al risco que elevaba su parte frontal iluminada a unos dos kilómetros de distancia. Su oído captó el caminar sigiloso de una ardilla a la sombra de un cacto. Lo observaba todo intensamente; sus sentidos estaban alerta, pero no veía el ataúd. Lo mismo que uno puede quedarse mirando al sol hasta que éste parece negro y después desaparece, su mente, habiendo agotado su capacidad para el terror, ya no era consciente de la existencia de nada que fuera terrorífico. El asesino estaba ocultando la espada.

Durante esta tregua en la batalla se dio cuenta de que había un olor débil pero vomitivo. Al principio pensó que se trataba de una serpiente de cascabel, e involuntariamente trató de mirar a sus pies. Eran casi invisibles en la oscuridad de la tumba. Un sonido áspero y gutural, como el estertor de la muerte en una garganta humana, parecía brotar del cielo, y un momento después una sombra grande, negra y angulosa, como si ese sonido se hubiera vuelto visible, cayó en un vuelo curvo desde la rama más alta del árbol espectral, aleteó un instante delante de su rostro y se alejó en la niebla a lo largo del torrente. Era el cuervo. El incidente le permitió recuperar el sentido de la situación y volvió a buscar con la mirada el ataúd erguido, que ahora la luna iluminaba en la mitad de su longitud. Vio el brillo de la placa metálica y, sin moverse, intentó descifrar la inscripción. Después se puso a especular con respecto a lo que había detrás. Su imaginación creativa representó una imagen vívida. Los tablones no parecían ya un obstáculo y vio el cadáver lívido de la mujer muerta, de pie y vestida con el sudario, contemplándole con la mirada vacía con unos ojos sin párpados y hundidos. La mandíbula inferior estaba caída, el labio superior, apartado, descubriendo los dientes. Pudo ver una mancha, como un dibujo, en las mejillas huecas: la consecuencia de la decadencia. Por algún proceso misterioso, su mente volvió por primera vez al día en que vio la fotografía de Mary Matthews. Contrastó su belleza rubia con el aspecto fúnebre de aquel rostro muerto: el objeto que más amaba con el más horrible que era capaz de concebir.

El Asesino avanzó ahora y mostrando la hoja la acercó a la garganta de la víctima. Es decir, aquel hombre fue consciente, al principio de una manera oscura, pero luego con gran definición, de una enorme coincidencia, una relación, un paralelismo entre el rostro de la fotografía y el nombre del tablón. Uno estaba desfigurado, el otro describía una desfiguración. El pensamiento se adueñó de él y le sacudió. Transformó el rostro que su imaginación había creado tras la tapa del ataúd; el contraste se convirtió en parecido; el parecido en identidad. Recordando las numerosas descripciones de la apariencia personal de Scarry, que había oído en las murmuraciones de los fuegos de campamento, intentó recordar, sin demasiado éxito, la naturaleza exacta de la desfiguración por la que la mujer había recibido ese feo apodo; y lo que faltaba en su memoria lo proporcionaba la imaginación, llenándolo con la validez de la convicción. En el intento enloquecedor de recordar algunas partes de la historia de esa mujer, que había oído, los músculos de los brazos y las manos se contrajeron con una tensión dolorosa, como si se estuviera esforzando para levantar un gran peso. El esfuerzo hacía temblar y retorcerse su cuerpo. Los tendones de su cuello estaban tan tensos como una tralla, y empezó a respirar a boqueadas breves y potentes. La catástrofe no podía retrasarse ya demasiado si no quería que la agonía de la anticipación no dejara nada por hacer al golpe de gracia de la verificación. El rostro cicatrizado que había tras la tapa le mataría a través de la madera.

Un movimiento del ataúd alteró sus pensamientos. Se adelantó hasta encontrarse a treinta centímetros de su rostro, haciéndose visiblemente más grande conforme se aproximaba. La placa metálica oxidada, con una inscripción que no podía leerse con la luz de la luna, le miraba fijamente a los ojos. Decidido a no acobardarse, intentó apoyar los hombros más firmemente contra el extremo de la excavación, y casi llegó a caerse hacia atrás en el intento. No había nada que le sujetara; inconscientemente había avanzado hacia su enemigo, aferrando el gran cuchillo grande que había extraído del cinto. El ataúd no había avanzado y sonrió al pensar que no podría retirarse. Levantando el cuchillo, golpeó la pesada empuñadura con toda su fuerza contra la placa metálica. Se oyó un ruido agudo y sonoro, y con un resquebrajamiento apagado la tapa podrida del ataúd se despedazó y cayó a sus pies. El vivo y la muerta estaban cara a cara: el hombre, frenético y gritando, la mujer en pie, tranquila en su silencio. ¡Era un terror sagrado!

 

V

 

Unos meses más tarde, un grupo de mujeres y hombres pertenecientes a los más elevados círculos sociales de San Francisco pasó por Hurdy-Gurdy inaugurando el viaje a Yosemite Valley por un nuevo camino. Se detuvieron para la cena y mientras la preparaban exploraron el desolado campamento. Un miembro del grupo había estado en Hurdy-Gurdy en sus tiempos de gloria. Había sido uno de sus ciudadanos prominentes; y solía decirse que en una sola noche pasaba por su mesa de faro más dinero que en las de sus competidores en toda una semana; pero siendo ahora millonario, se dedicaba a empresas más importantes y no consideraba que aquellos primeros éxitos tuvieran una importancia suficiente como para merecer la distinción de un comentario. Su esposa inválida, una dama famosa en San Francisco por la costosa naturaleza de sus entretenimientos y el rigor que ponía en relación con la posición social y los “antecedentes” de quienes la acompañaban, iba con la expedición. Durante un paseo por entre las chozas del campamento abandonado, el señor Porfer dirigió la atención de su esposa y amigos hacia el árbol seco que había en una colina baja, al otro lado del Injun Creek.

—Tal como les dije —afirmó—, pasé por este campamento en 1852 y me contaron que no menos de cinco hombres fueron ahorcados allí por los vigilantes en diferentes momentos, y todos en aquel árbol. Si no me equivoco, todavía cuelga de él una cuerda. Vayamos a ver ese lugar.

Lo que no añadió el señor Porfer fue que esa cuerda quizás fuera la misma de cuyo fatal abrazo había escapado su cuello por tan poco que si hubiera tardado una hora más en salir de esa región habría muerto.

Andando despacio junto al torrente hasta un punto conveniente para cruzarlo, el grupo encontró el esqueleto de un animal atado a una estaca, que el señor Porfer, tras examinarlo debidamente, afirmó era el de un asno. Las orejas que lo distinguían habían desaparecido, pero una gran parte de la cabeza no comestible había sido perdonada por alimañas y pájaros, además la resistente brida de pelo de caballo estaba intacta, lo mismo que la cuerda de un material similar que lo ataba a una estaca firmemente hundida todavía en la tierra. A su lado estaban los elementos metálicos y de madera de un equipo de minero. Hicieron los comentarios habituales, cínicos por parte de los hombres y sentimentales y refinados por la de las damas. Un momento más tarde se encontraron junto al árbol del cementerio y el señor Porfer se deshizo de su dignidad lo suficiente como para colocarse bajo la cuerda podrida y enlazarla confiadamente alrededor de su cuello, lo que por lo visto pareció satisfacerle mucho a él, pero causó un gran horror a su esposa, que sufrió un pequeño ataque con la representación.

La exclamación de un miembro del grupo los reunió a todos junto a una tumba abierta, en cuyo fondo vieron una confusa masa de huesos humanos y los restos rotos de un ataúd. Los coyotes y las águilas ratoneras habían ejecutado los últimos y tristes ritos por lo que se refería a todo lo demás. Vieron dos cráneos, y para investigar esta repetición bastante inusual, uno de los hombres jóvenes tuvo la audacia de introducirse de un salto en la tumba y pasárselos a uno de los que estaba arriba antes de que la señora Porfer pudiera dar a conocer su desaprobación a ese acto tan sorprendente, aunque lo hiciera con considerable sentimiento y con palabras muy selectas. Al proseguir su búsqueda de los restos en el fondo de la tumba, el joven entregó una placa de ataúd oxidada con una inscripción toscamente hecha que, con dificultad, el señor Porfer descifró y leyó en voz alta con un serio intento, no totalmente desprovisto de éxito, de obtener el efecto dramático que consideraba adecuado a la ocasión y a su capacidad retórica:

Manuelita Murphy
Nacida en la Misión San Pedro; muerta en Hurdy-Gurdy
a los cuarenta y siete años
El Infierno está lleno de gente así

Como deferencia a la piedad del lector y a los nervios del fastidioso grupo de ambos sexos que comparten los nervios de la señora Porfer, no nos referiremos a la dolorosa impresión producida por esa inusual inscripción, salvo para decir que la capacidad de elocuencia del señor Porfer no había encontrado nunca antes un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.

El siguiente objeto que recompensó al necrófago de la tumba fue una maraña larga de cabellos negros manchados de barro: pero recibió poca atención porque rompió el ambiente anterior. De pronto, con una breve exclamación y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, tras inspeccionarlo presurosamente, se lo entregó al señor Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre él lanzó unos destellos amarillos: estaba recubierto de puntos brillantes. El señor Porfer lo cogió, inclinó la cabeza sobre él un momento y lo arrojó descuidadamente con un solo comentario:

—Piritas de hierro: el oro del loco.

El joven del descubrimiento quedó por lo visto un poco desconcertado.

Entretanto la señora Porfer, incapaz de soportar ya aquel desagradable asunto, había vuelto junto al árbol y se había sentado sobre sus raíces. Mientras se arreglaba de nuevo una trenza de dorados cabellos que se había salido de su lugar, atrajo su atención lo que parecía ser, y era realmente, un fragmento de un abrigo viejo. Mirando a su alrededor para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera observado, metió la enjoyada mano en el bolsillo delantero que estaba a la vista y sacó una cajita mohosa. Sus contenidos eran los siguientes:

Un puñado de cartas en cuyo matasellos figuraba “Elizabethtown, New jersey”.

Un rizo de cabello rubio atado con una cinta. Una fotografía de una hermosa joven.

Otra de la misma, pero singularmente desfigurada. Un nombre en el dorso de la fotografía: “Jefferson Doman”.

Unos momentos después, un grupo de ansiosos caballeros rodeaba a la señora Porfer mientras seguía sentada e inmóvil al pie del árbol, con la cabeza caída hacia adelante, aferrando con los dedos una fotografía aplastada. Su marido le levantó la cabeza, descubriendo un rostro fantasmalmente blanco salvo la larga cicatriz, conocida por todos sus amigos, que ningún arte podía ocultar, y que atravesaba ahora la palidez de su semblante como una maldición visible.

Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.

*FIN*


“A Holy Terror”,
Wasp San Francisco, 1882


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