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Un tipo bien plantado

[Cuento - Texto completo.]

Vladimir Nabokov

Nuestra maleta está cuidadosamente adornada con pegatinas de colores brillantes: «Nuremberg», «Stuttgart», «Colonia», e incluso «Lido» (pero ésa es fraudulenta). Tenemos un cutis cetrino una red de venas color púrpura, un bigote negro muy recortado, y pelos en los agujeros de la nariz. Resoplamos mientras nos esforzamos por resolver el crucigrama de un periódico de exiliados. Estamos solos en un compartimiento de tercera, solos, y por lo tanto aburridos.

Hoy llegamos a una pequeña ciudad voluptuosa. ¡Libertad de acción! ¡El aroma que arrastran los viajantes de comercio en su deambular! ¡Un cabello dorado en la manga del abrigo! ¡Mujer, te llamas Dora! Así llamábamos a mamá y más tarde a nuestra esposa Katya. Un hecho psicoanalítico: todo hombre es Edipo. En nuestro último viaje le fuimos tres veces infieles a Katya, y eso nos costó treinta marcos del Reich. Qué curioso, todas ellas nos parecen horrorosas en nuestra ciudad en la que vivimos, pero en cuanto llegamos a otra se vuelven tan hermosas como las antiguas hetairas. Y más refinada todavía es la deliciosa elegancia de un encuentro casual: tu perfil me recuerda a la joven por cuyo amor hace ya tantos años que… Después de una noche nos despediremos como buques que se alejan… Existe otra posibilidad: que la dama resulte ser rusa. Permítame que me presente: me llamo Konstantin… Será mejor que oculte mis apellidos; ¿o quizá que los invente? Obolenski. Sí, parientes.

No conocemos a ningún famoso general turco y tampoco podemos adivinar el nombre del padre de la aviación, ni siquiera el de un roedor americano. Tampoco nos divierte contemplar el paisaje. Una carretera. Aludes de abedules. Casa de labranza y campo de coles. Una moza de campo, no está mal, joven.

Katya es el prototipo de la esposa perfecta. Carece de cualquier tipo de pasión, cocina maravillosamente, se lava los brazos hasta los hombros todas las mañanas y no es demasiado inteligente: por lo tanto, no es celosa. Dada la rotundidad y amplitud de su pelvis sorprende el hecho de que por segunda vez haya dado a luz a un niño muerto. Años laboriosos. Siempre cuesta arriba. Marasmo absoluto en los negocios. Sudor y más sudor para conseguir convenir a un cliente. Y después más sudores para exprimir gota a gota el dinero de la comisión. ¡Dios, qué ganas le entran a uno de enredarse con una diablura alegre en una habitación de hotel fantásticamente iluminada! Espejos, orgías, un par de copas. Cinco horas más de viaje. El viaje en tren, dicen, le incita a uno a este tipo de cosas. Yo estoy absolutamente dispuesto. No me puedo concentrar en el negocio a no ser que me preocupe primero de mis intereses galantes. Así que ya he trazado el plan: punto de partida, aquel café del que me habló Lange. Y si no encuentro nada allí…

Paso a nivel, almacenes, estación. Nuestro viajero ha bajado el cristal de la ventanilla y se ha apoyado con los codos en ella. Al otro lado del andén, surgen unas emanaciones de vapor por debajo de unos vagones de coches cama. Apenas se distingue vagamente unas palomas que se encaraman en distintas varas bajo la imponente bóveda de cristal. Los bocadillos se anuncian en voz de tiple, la cerveza en barítono. Una joven, con los pechos turgentes bajo la lana blanca, conversa de pie con un hombre, primero se lleva los brazos desnudos a la espalda, balanceándose ligeramente y golpeándose el culo con el bolso, y luego se sujeta el bolso bajo el brazo y con un movimiento ligero embute sus finos dedos bajo el cinturón negro y brillante; y se queda allí, parada, sin dejar de reír, y de tanto en tanto se aproxima a su compañero hasta tocarle como si se estuviera despidiendo, para volver de nuevo a separarse sin dejar de moverse y de dar vueltas: una joven morena con el cabello recogido en una especie de moño que deja al descubierto sus orejas, y también un maravilloso rasguño en sus hombros color de miel. No nos mira, pero eso carece de importancia, comámosla con los ojos; bajo la tensión de nuestra mirada que se deleita y se recrea en sus formas, empieza como a rielar y parece que está a punto de disolverse. Dentro de un momento el telón de fondo sobre el que se destaca empezará a penetrar su figura: un cubo de la basura, un cartel, un banco; pero aquí, desgraciadamente, nuestra lente cristalina tiene que volver a su condición normal porque todo se ha desplazado, el hombre se ha encaramado de un salto a uno de los vagones del tren, el tren se ha puesto en marcha con una sacudida, y la joven ha sacado un pañuelo del bolso. La figura de la joven se desliza en fuga frente a la marcha del tren, y cuando en el transcurso de su discurrir llega al punto preciso frente a la ventanilla de su amigo, Konstantin, Kostia, Kostenka se besa con fruición y por tres veces la palma de la mano, pero ella no se da cuenta de su saludo: se pierde flotando entre las olas rítmicas de su pañuelo de despedida.

El cierra la ventana y, al volverse, ve con una sonrisa de placer que durante sus actividades hipnóticas el compartimiento ha conseguido llenarse: tres hombres con sus correspondientes periódicos, y en el extremo más lejano, una chica morena con el rostro maquillado. Su abrigo brillante tiene la transparencia y la textura de la gelatina —resistente a la lluvia, pero no a la mirada de un hombre. Un humor decoroso y una mirada de alcance correcto: ése es nuestro lema.

Diez minutos más tarde ya ha entablado una profunda conversación con el pasajero que tiene enfrente, un viejo caballero muy bien vestido; el tema introductorio ha surgido en torno a la chimenea de una fábrica; se mencionan una serie de estadísticas, y ambos hombres se expresan con ironía melancólica acerca de las tendencias de la industria; mientras tanto, la mujer de rostro blanco se desprende de un ramo de nomeolvides que deposita en la rejilla de los equipajes, y tras sacar una revista de su bolsa de viaje se queda absorta en el transparente proceso de lectura: nuestra voz acariciadora lo penetra, también nuestra conversación convencional. El segundo pasajero varón se une a la conversación: es gordo sin dejar de ser atractivo, lleva pantalones bombacho metidos en medias verdes y habla de la cría de cerdos. Qué signo tan maravilloso —ella es inmediatamente consciente de mi mirada, puesto que cada vez que mis ojos se fijan en ella se ajusta algún mínimo detalle de su aspecto. El tercer hombre, un recluso arrogante, se esconde detrás de su periódico. El industrial y el granjero porcino se apean en la próxima parada, el recluso se retira al vagón restaurante, y la señora se sienta junto a la ventana.

Valorémosla ahora punto por punto. Una expresión fúnebre en la mirada, labios lascivos. Piernas de primera, seda artificial. Y qué es mejor: ¿la experiencia de una morena treintañera y provocativa, o la estúpida juventud de una chávala de rizos rubios? Hoy por hoy la primera alternativa es la mejor, mañana ya veremos. Punto segundo: a través de la gelatina de su impermeable se deja ver un desnudo hermoso, como una sirena entrevista a través de las olas amarillas del Rin. Se pone en pie como presa de sucesivos espasmos, se quita el impermeable para revelar tan solo un vestido color beige con un cuellecito de piqué. Ahora se lo ajusta. Eso está bien.

—Tiempo de mayo —dice afablemente Konstantin—, y sin embargo, en los trenes siguen poniendo la calefacción.

Su ceja izquierda se arquea, y contesta:

—Cierto, aquí hace realmente calor y yo estoy mortalmente cansada. Me he quedado sin contrato y vuelvo a casa. Me despidieron con copas, el bufé de la estación es estupendo. Bebí mucho, pero nunca me emborracho, solo noto una cierta pesadez de estómago. La vida se ha vuelto muy dura, recibo más flores que dinero, y me vendrá bien un mes de descanso; tengo un nuevo contrato esperándome, pero no creo que consiga ahorrar algún dinero. Ese tipo gordo que se acaba de marchar se ha comportado de forma muy grosera. ¡Me miraba de una forma! Tengo la sensación de haber pasado mucho, mucho tiempo en este tren, y tengo infinitas ganas de volver a mi pisito tan acogedor e íntimo, lejos de todo este jaleo, ruido y podredumbre.

—Déjeme que le ofrezca —dice Kostya— algo que la reconforte.

Saca de la espalda una especie de cojín cuadrado de goma, cubierto de seda: siempre lo lleva consigo en sus largos y duros viajes hemorroidales.

—¿Y usted, entonces? —pregunta ella.

—Ya me arreglaré, ya nos arreglaremos. Debo pedirle que se levante un momento. Perdón. Ahora vuelva a sentarse. ¿Suave, verdad? Esa parte es especialmente sensible cuando se viaja.

—Muchas gracias —dice ella—. No todos los hombres son tan considerados. Últimamente he perdido bastante peso. ¡Qué agradable! Como si viajáramos en segunda.

—Galanterie, Gnädigste —dice Kostenka—, es una cualidad innata entre nosotros. Sí, soy extranjero. Ruso. Le voy a poner un ejemplo: mi padre paseaba un día por los jardines de su casa de campo con un viejo amigo, un general muy conocido. Se encontraron a una campesina, una vieja bruja, en realidad, con un haz de leña a la espalda, y mi padre se quitó el sombrero a su paso. Aquello sorprendió al general, y mi padre le replicó así: «¿Acaso querría Su Excelencia que un campesino fuera más cortés que un caballero?».

—Tengo un amigo ruso, seguro que le suena su nombre, a ver si lo pronuncio bien… Baretski… Baratski… De Varsovia. Ahora tiene una tienda en Chemnitz. Baratski… Baritski. Seguro que lo conoce.

—No. Rusia es un país muy grande. Las fincas de mi familia eran casi tan grandes como Sajonia. Y lo hemos perdido todo, los campos han sido completamente quemados. El resplandor del fuego se veía a una distancia de setenta kilómetros. Asesinaron a mis padres en mi presencia. Debo mi vida a un fiel criado, un veterano de la campaña turca.

—¡Qué terrible! —dice—, ¡qué terrible!

—Sí, pero acabas endureciéndote. Me escapé disfrazado de chica. En aquellos tiempos pasaba por ser una doncella muy astuta. Los soldados me acosaban. Especialmente un tipo repugnante Tengo una anécdota divertida sobre esa parte de mi vida.

Se la cuenta. «¡Puff!», dice ella, sonriendo.

—Y luego empezó el viaje interminable, de un sitio a otro enhebrando una serie infinita de distintos oficios y humildes menesteres. Fui incluso limpiabotas, y mientras lustraba zapatos ajenos veía en mis sueños el lugar preciso del jardín en el que el viejo mayordomo, a la luz de las antorchas, había enterrado las joyas ancestrales de mi familia. Me acuerdo todavía de una espada incrustada de diamantes.

—Vuelvo dentro de un minuto —dice la mujer.

El cojín no ha tenido tiempo de enfriarse todavía cuando ya de vuelta se sienta de nuevo cruzando las piernas con la gracia de una fruta madura.

—… y no solo diamantes, sino también rubíes, así de grandes, y también las charreteras de mi padre, una ristra de perlas negras e incluso…

—Sí, mucha gente se ha arruinado en los últimos tiempos —observa ella con un suspiro y sigue hablando, arqueando aquella ceja izquierda—. Yo también he sufrido todo tipo de penurias. Tuve un marido, fue un matrimonio horroroso, y me dije: ¡basta! Voy a vivir mi vida. Desde hace un año más o menos no me hablo con mis padres, ancianos, sabe usted, que no entienden a los jóvenes, ¡y eso me afecta mucho! A veces paso por delante de su casa y me pongo a soñar que entro a verles, y mi segundo marido está ahora, gracias a Dios, en Argentina, me escribe unas cartas absolutamente maravillosas, pero nunca volveré con él. Hubo otro hombre, el director de una fábrica, un caballero muy tranquilo, me adoraba, quería tener un hijo conmigo, y su esposa era tan encantadora, tan cariñosa, mucho mayor que él, y los tres éramos tan amigos, íbamos en barco por el lago en verano, pero luego se fueron a vivir a Frankfurt. Y luego, están los actores, una gente tan buena, tan alegre, y los romances con ellos son tan kameradschaftlich, no te atosigan una y otra vez…

Y mientras tanto Kostya piensa: ya conocemos a esos padres y a esos directores. Se lo está inventando todo. Muy atractiva, sin embargo. Unos pechos como un par de lechones, caderas estrechas. Le gusta empinar el codo, aparentemente. Pidamos unas cervezas.

—Y luego, un poco más tarde, tuve un golpe de suerte que me trajo montones de dinero. Llegué a tener cuatro pisos en Berlín. Pero el hombre en el que confiaba, mi amigo, mi socio, me engañó… Recuerdos dolorosos. Perdí una fortuna pero no mi optimismo, y ahora, gracias a Dios, a pesar de la recesión… A propósito, madame, déjeme que le enseñe algo.

La maleta con las ostentosas etiquetas contiene (entre otros artículos de mal gusto) una serie de ejemplares de unos espejos de maquillaje para el bolso que estaban bastante de moda en aquellos días; unas cosas pequeñas, ni redondas, ni cuadradas, sino con formas dijéramos de fantasía, como una mariposa, un corazón o una margarita. Mientras se los muestra llega el camarero con las cervezas. Ella se pone a examinar los espejillos y también a mirarse en ellos; la luz cruza en destellos el compartimiento. Se traga la cerveza como un soldado, y con el dorso de la mano se quita la espuma de sus labios color naranja. Kostenka vuelve a poner complacido sus muestras en la maleta y la devuelve a su lugar. Ya estamos, ha llegado el momento de empezar.

—¿Sabe? No he dejado de mirarla y de pensar que nos conocimos hace años. Se parece como una gota de agua a una chica (se murió tuberculosa) a la que quise tanto que a su muerte casi me pegué un tiro. Sí, nosotros los rusos somos unos sentimentales excéntricos, pero créame que podemos amar con la pasión de un Rasputín y la inocencia de un niño. Usted está sola y yo estoy solo. Usted es libre, yo soy libre. ¿Quién pues puede impedirnos pasar unas horas agradables en un refugio de amor?

Su silencio le resulta seductor. Se cambia de asiento para sentarse junto a ella. La mira de soslayo con un punto de lascivia, pone los ojos en blanco, y choca las rodillas una contra la otra sin dejar de frotarse las manos, con la mirada perdida y absorta en su perfil.

—¿Adónde va? —le pregunta ella.

Kostenka se lo dice.

—Y yo vuelvo a…

Y nombra una ciudad famosa por sus quesos.

—Está bien. La acompañaré y mañana reanudaré el viaje. Aunque no me atrevo a predecir nada, señora, tengo todo el fundamento para creer que ni usted ni yo lo lamentaremos.

La sonrisa, las cejas.

—Ni siquiera sabe mi nombre.

—Oh ¿y a quién le importa, dígame? ¿Quién dice que haya que tener un nombre propio?

—Yo le voy a decir el mío —dice ella y saca una carta visita, Sonia Bergmann.

—Yo soy sencillamente Kostya. Kostya y nada más. Llámeme Kostya, ¿de acuerdo?

¡Una mujer encantadora! ¡Una mujer complaciente, interesante! Llegaremos en media hora. ¡Viva la Vida, la Felicidad, la Salud! Una larga noche de placeres de doble filo. ¡Contemplen nuestra colección completa de caricias! ¡Hércules amoroso!

La persona a la que hemos dado en llamar «el Recluso» ha vuelto del vagón restaurante, y hay que suspender el flirteo. Ella ha sacado unas cuantas fotografías del bolso y procede ahora a enseñárselas: «Esta chica es una amiga. Aquí tiene a un joven muy dulce, su hermano trabaja en la radio. En ésta he salido horrible. Ésa es mi pierna. Y aquí… ¿reconoce a esta persona? Me he puesto gafas y un sombrero hongo, estoy mona, ¿verdad?».

Estamos a punto de llegar. El cojín ha sido devuelto con todo tipo de muestras de gratitud. Kostya lo ha deshinchado y lo ha deslizado en su maleta. El tren ha empezado a frenar.

—Bueno, adiós —dice la señora.

Coge ambas maletas con la fuerza y arranque de un chico joven, la de ella, una maleta pequeña de fibra, y la suya, de un material más noble. La estación con su cúpula de cristal estalla entre destellos de sol polvoriento. El adormilado recluso y los nomeolvides se pierden en la distancia.

—Está usted completamente loco —dice la mujer riéndose.

Antes de dejar su maleta en consigna, saca de la misma un par de zapatillas de viaje. En la parada solo queda un taxi.

—¿Dónde vamos? —pregunta ella—. ¿A un restaurante?

—Prepararemos algo de comer en su casa —dice Kostya muy impaciente—. Será mucho más íntimo. Entre. Es una idea mucho mejor. Me imagino que podrá cambiarme un billete de cincuenta marcos. Solo tengo billetes grandes. No, espere un segundo, aquí tengo algo cambiado. Vamos, vamos, dígale la dirección.

El interior del taxi huele a gasolina. No debemos estropear nuestros placeres con las minucias de unos breves contactos auscultativos. ¿Llegaremos pronto? Qué ciudad tan aburrida. ¿Pronto? El deseo se me está haciendo insoportable. Esa tienda y esa marca las conozco. Ah, ya hemos llegado.

El taxi se detiene delante de una casa vieja, negra como el carbón con persianas verdes. Suben hasta el rellano del cuarto piso y al llegar allí ella se detiene y dice:

—¿Y qué hacemos si hay alguien? ¿Cómo sabe que le voy dejar entrar? ¿Qué es eso que tiene en los labios?

—Una llaga ya medio curada —dice Kostya—, es solo una llaga. Dese prisa. Abra. Olvidémonos del mundo entero y de sus conflictos. Rápido. Abra.

Entran. Un vestíbulo con un gran armario, una cocina y un dormitorio pequeño.

—No, por favor, espere. Tengo hambre. Es mejor que cenemos algo primero. Deme ese billete de cincuenta marcos, aprovecharé para cambiarlo.

—Está bien, pero, por lo que más quiera, dese prisa —dice Kostya registrando la cartera—. No hay necesidad de que cambie ningún billete. Aquí tiene uno de diez.

—¿Qué quiere que compre?

—Cualquier cosa, lo que usted quiera. Solo le imploro una cosa, que se dé prisa.

Ella desaparece. Lo deja encerrado con las dos llaves. No quiere correr ningún riesgo. ¿Pero qué botín iba a encontrar nadie allí? Ninguno. En mitad del suelo de la cocina hay una cucaracha muerta, de espaldas, con las patas, marrones, al aire. En el dormitorio encuentra tan solo una silla y una cama cubierta con un encaje. Sobre la misma, y clavada en la pared llena de manchas hay una fotografía de un hombre de rostro más bien grueso y pelo ondulado. Kostya se sienta en la silla y en un abrir y cerrar de ojos se cambia sus zapatos de calle color caoba por sus zapatillas de tafilete. Luego se quita la chaqueta Norfolk, se desabotona los tirantes color lila y se despoja del cuello duro. No hay retrete, así que se apresura a utilizar el fregadero de la cocina, luego se lava las manos y se examina los labios. Suena el timbre.

Se acerca rápidamente y de puntillas hasta la puerta, mira por la mirilla pero sin ver nada. La persona que está al otro lado vuelve a tocar el timbre y se oye el golpe del cobre contra la madera. Que toque hasta cansarse —aunque quisiéramos, no podríamos abrirle la puerta.

—¿Quién es? —pregunta Kostya insinuante a través de la puerta.

Una voz cascada pregunta:

—Por favor, ¿ha vuelto ya la señora Bergmann?

—Todavía no —contesta Kostya—. ¿Por qué?

—Una desgracia —dice la voz y luego se queda en silencio. Kostya espera.

Y la voz sigue hablando.

—¿No sabrá cuándo estará de vuelta en la ciudad? Me dijeron que la esperaban hoy. ¿Supongo que usted es el señor Seidler?

—¿Qué ha ocurrido? Yo le daré el recado.

Se oye cómo alguien se aclara la garganta antes de que la voz diga como si fuera por teléfono.

—Yo soy Franz Loschmidt. Ella no me conoce, pero dígale, por favor que…

Una nueva pausa y un interrogante incierto.

—Quizá podría usted dejarme entrar.

—No hace falta, no hace falta —dice Kostya impaciente—. Yo le diré lo que haya que decirle.

—Su padre se está muriendo, no pasa de esta noche: ha tenido una apoplejía en la tienda. Dígale que venga inmediatamente. ¿Cuándo cree que estará de vuelta?

—Pronto —contesta Kostya—. Pronto. Se lo diré. Adiós.

Después de una serie de crujidos cada vez más distantes, las escaleras se quedan en silencio. Un joven larguirucho, aprendiz de la muerte, con gabardina, la cabeza descubierta y bien pelada en un tono como de humo azul, cruza la calle y se desvanece tras una esquina. Unos segundos más tarde en la esquina aparece la mujer con una red de malla completamente llena.

El cerrojo superior de la puerta da un chasquido, luego lo hace el inferior.

—¡Uf! —dice al entrar—. ¡Qué cantidad de cosas he comprado!

—Más tarde, más tarde —exclama Kostya—, luego cenamos. Rápido, vamos al dormitorio. Olvídese de esos paquetes, se lo ruego.

—Quiero comer —contesta ella con voz cansada.

Tras quitarse de un gesto brusco sus manazas de encima se va a la cocina. Kostya la sigue.

—Rosbif —dice ella—. Pan blanco. Mantequilla. Nuestro famoso queso. Café. Medio litro de coñac. Dios mío, ¿no puede esperar ni un momento? Déjeme, es indecente.

Kostya, sin embargo, la empuja contra la mesa, y ella estalla indefensa en risitas estúpidas, mientras él le clava las uñas en la seda verde del tejido de su ropa interior, y todo ocurre de una forma muy incómoda, muy poco eficaz y además, prematura.

—¡Uf! —exclama ella sonriente.

No, no merecía la pena. Mil gracias por sus amables servicios. Gastando mi energía. Ya no estoy en plena juventud. Más bien desagradable. Sudaba por la nariz, y además está toda ajada. Se podía haber lavado las manos antes de toquetear los comestibles. Y encima ¿qué tiene en los labios? ¡Qué desfachatez! Está por ver quién le pega a quién cualquier cosa. En fin ya no hay nada que hacer.

—¿Me ha comprado el puro? —pregunta.

Ella está ocupada en sacar los cuchillos y tenedores del armario y no le oye.

—¿Que si me ha comprado el puro? —repite.

—Lo siento, no sabía que fumara. ¿Voy en un momento a buscarle uno?

—No se preocupe, iré yo mismo —contesta bruscamente y pasa al dormitorio donde se pone los zapatos y el abrigo. Por la puerta abierta la ve moverse sin gracia mientras pone la mesa.

—El estanco está allí mismo en la esquina —dice ella, y elige un plato en el que dispone con todo cuidado las rodajas frías y rosas del rosbif, un manjar que desde hace tiempo no se ha podido permitir.

—Además compraré algo de dulce —dice Konstantin, al salir de la casa. Pasteles, nata batida, un trozo de piña y chocolates rellenos de coñac, añade mentalmente.

Una vez en la calle, eleva la vista buscando su ventana (¿la de los cactus o la de al lado?), y luego gira a la derecha, sortea la camioneta de una empresa de muebles, casi se tropieza con la rueda delantera de un ciclista al que le saca los puños. Un poco más allá se encuentra un pequeño jardín público con un Herzog de piedra. Gira una vez más y ve justo al fondo de la calle, destacada contra una nube que presagia tormenta y encendida toda ella contra el chillido del sol poniente, la torre de ladrillo de la iglesia, junto a la cual, recuerda, habían pasado antes. Desde allí no hay más que un paso a la estación. Dentro de un cuarto de hora pasa un tren muy oportuno: al menos a este respecto tiene la suerte de su lado. Gastos: la consigna del equipaje, treinta peniques, el taxi, uno cuarenta, ella, diez marcos (cinco hubieran sido suficientes). ¿Qué más? Sí, la cerveza, cincuenta y cinco peniques incluida la propina. En total: doce marcos y veinticinco peniques. Una minucia. En cuanto a las noticias, seguro que se enterará antes o después. Le he ahorrado unos cuantos minutos de tristeza ante el lecho de muerte. Quizá, sin embargo, debería mandarle un mensaje desde aquí. Pero me he olvidado del número de la calle. No, ya me acuerdo, el veintisiete. En cualquier caso, se puede pensar que se me ha olvidado —a nadie se le supone tan buena memoria. ¡Me puedo imaginar el jaleo que se hubiera organizado si se lo hubiera dicho! Vieja puta. No, a nosotros solo nos gustan las rubias pequeñitas —recuérdalo de una vez por todas.

El tren está abarrotado, el calor sofocante. Nos sentimos mal, pero sin saber muy bien si es hambre o sed. Pero cuando nos hayamos alimentado y después de dormir como es debido, la vida volverá a ser amable, y los saxos y trompetas americanos empezarán su música en el divertido café que tan bien nos ha descrito nuestro amigo Lange. Y luego, un poco más tarde, en algún momento, nos morimos.

*FIN*


“Khvat”,
Playboy, 1971


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