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Un toque de realismo

[Cuento - Texto completo.]

Saki

 —Espero que venga lleno de sugerencias para la Navidad —dijo lady Blonze al último en llegar de sus invitados—. Ya hemos tenido muchas Navidades a la antigua y Navidades puestas al día. Este año quiero algo realmente original.

—El mes pasado estuve con los Matheson y tuvimos una idea muy buena —intervino Blanche Boveal con ilusión—. Cada uno de los invitados a la fiesta era un personaje y se tenía que comportar coherentemente con él todo el tiempo; al final, había que adivinar cuál era el personaje de cada uno. Aquel al que se le adivinaba qué personaje había representado, ganaba un premio.

—Parece divertido —comentó lady Blonze.

—Yo era San Francisco de Asís —siguió diciendo Blanche—. No era necesario que el personaje fuera de nuestro sexo. Me levantaba en mitad de una comida y echaba de comer a los pájaros; ya sabéis, lo que más recuerda uno de San Francisco es que estaba enamorado de los pájaros. Pero todos fueron muy estúpidos y pensaron que yo era el anciano que da de comer a los gorriones en los jardines de las Tullerías. El coronel Pentley era el Alegre Miller a las orillas del Dee.

—¿Y cómo pudo representarlo? —preguntó Bertie van Tahn.

—Se pasaba todo el tiempo riendo y cantando, de la mañana a la noche —explicó Blanche.

—Pues qué terrible para los demás —comentó Bertie—. Y además no estaba a las orillas del Dee.

—Eso teníamos que imaginárnoslo —respondió Blanche.

—Pues si se podía imaginar esto, también se podía imaginar que el ganado estaba a la otra orilla y él lo llamaba para que volviera a casa a través de las arenas del Dee. O se podía cambiar el río por el Yarrow e imaginar que estaba encima, y decir que era Willie, o como quiera qué se llamase, ahogado en el Yarrow.

—De acuerdo, es fácil gastar bromas con esto —exclamó Blanche bruscamente—, pero fue muy interesante y divertido. En cambio el premio sí que fue un fracaso. Millie Matheson dijo que su personaje era lady Bountiful, y como era nuestra anfitriona todos tuvimos que votar que ella representó el personaje mejor que nadie. De no ser por eso, yo debería haber ganado el premio.

—Es una espléndida idea para una fiesta de Navidad; por supuesto que lo haremos aquí —dijo lady Blonze.

Sir Nicholas, en cambio, no se mostró tan entusiasta:

—¿Estás segura, querida, de que es prudente hacerlo? —preguntó a su esposa cuando estuvieron a solas—. Pudo salir bien en casa de los Matheson, que celebraron una fiesta bastante formal con gente de edad avanzada, pero aquí será algo muy distinto. Por ejemplo, piensa en la Durmot, tan a la moda ella, que no se detiene ante nada, y sabes cómo es Van Tahn. Y también está Cyril Skatterly; en una de las ramas de su familia hay locura, y en la otra una abuela húngara.

—No veo qué tiene que ver esto con nuestro asunto —comentó lady Blonze.

—A lo que debemos tener miedo es a lo desconocido —replicó sir Nicholas—. Si a Skatterly se le mete en la cabeza representar a un toro de Basan pues bien, preferiría no estar aquí.

—Por supuesto, no permitiremos ningún personaje bíblico. Por otra parte, no sé lo que hicieron realmente los toros de Basan que resultan tan terribles; por lo que puedo recordar, se limitaron a presentarse y quedarse pensando en las musarañas.

—Querida mía, no sabes lo que la imaginación húngara de Skatterly podría entender de ese episodio; poca satisfacción sería poder decirle después: «No te has comportado tal como debería haberlo hecho un toro de Basan».

—Vamos, eres un alarmista —replicó lady Blonze—. Tengo un deseo especial de llevar a la práctica esta idea. Estoy segura de que se hablará mucho de ello.

—Eso sí que es perfectamente posible —afirmó sir Nicholas.

La cena de aquella noche no fue un acto especialmente animado; el esfuerzo de tener que representar al personaje elegido, o de encontrar sugerencias de la identidad en la conducta de los demás, frenó la festividad natural de dicho encuentro. Se produjo un sentimiento general de gratitud y aquiescencia cuando Rachel Klammerstein sugirió en tono amistoso que deberían darse un descanso de una o dos horas en el «juego» mientras escuchaban un poco de piano tras la cena. El amor de Rachel por la música de piano no era indiscriminado y se concentraba principalmente en las selecciones interpretadas por sus idolatrados descendientes, Moritz y Augusta, quienes, para hacerles justicia, tocaban notablemente bien.

Los Klammerstein tenían una merecida fama como invitados de Navidad; en los días de Navidad y Año Nuevo hacían regalos caros y generosos, y la señora Klammerstein había ya sugerido su intención de conceder el premio al personaje mejor representado en el competitivo juego. Todo el mundo se animó ante esa perspectiva, pues si le hubiera correspondido a lady Blonze proporcionar el premio, en cuanto que anfitriona, habría considerado que un pequeño recuerdo de unos veinte o veinticinco chelines serviría muy bien, mientras que si procedía de la señora Klammerstein, el precio se elevaría sin duda a varias guineas.

El tiempo de descanso para los esfuerzos de representación terminó cuando Moritz y Augusta se retiraron del piano. Blanche Boveal se acostó pronto, abandonando la habitación con una serie de trabajosos saltos que esperaba fueran reconocidos como una imitación tolerable de la Pavlova. Vera Durmot, la joven de dieciséis años que iba a la moda, expresó su confiada opinión de que con aquella actuación había tratado de tipificar el famoso salto de la rana de Mark Twain, y su diagnóstico del caso fue recibido con una general aceptación. Otro invitado que dio ejemplo de acostarse pronto fue Waldo Plubley, quien conducía su vida mediante un sistema minuciosamente regulado de tablas de horarios y rutinas higiénicas. Waldo era un joven obeso e indolente de veintisiete años cuya madre había decidido, cuando era todavía un niño, que era inusualmente delicado, y a base de grandes mimos y de permanecer mucho tiempo en su casa había conseguido convertirle en una persona físicamente blanda y mentalmente malhumorada. Nueve horas de sueño ininterrumpido precedidas por elaborados ejercicios respiratorios y otros rituales higiénicos formaban parte de las reglamentaciones indispensables que Waldo se imponía a sí mismo, pero había innumerables pequeñas obligaciones que exigía de aquellos que por alguna razón estuvieran obligados a satisfacer sus necesidades; siempre entregaba solemnemente una tetera especial para la decocción de su té matinal al personal de servicio de cualquier casa en la que durmiera. Nadie había llegado a dominar nunca totalmente el mecanismo de ese precioso utensilio, pero Bertie van Tahn era responsable de la leyenda de que la boquilla tenía que mantenerse en dirección al norte durante el proceso de infusión.

En aquella noche particular, las nueve horas irreductibles se vieron gravemente mutiladas por la aparición repentina, y en absoluto silenciosa, de una figura vestida con pijama a una hora que estaba a medio camino entre la media noche y el amanecer.

—¿Qué sucede? ¿Qué estás buscando? —preguntó el despertado y asombrado Waldo al reconocer lentamente a Van Tahn, que parecía buscar presuroso algo que hubiera perdido.

—Busco ovejas —respondió.

—¿Ovejas? —exclamó Waldo.

—Así es, ovejas. No supondrás que iba a estar buscando jirafas, ¿no?

—No veo el motivo de que esperes encontrar ovejas o jirafas en mi habitación —replicó Waldo furiosamente.

—No voy a discutir el asunto a esta hora de la noche —añadió Bertie, tras lo cual empezó a rebuscar con prisas en los cajones de la cómoda. Camisas y ropa interior cayeron volando al suelo.

—Ya te he dicho que no hay ovejas ahí —gritó Waldo.

—Sólo tengo tu palabra —replicó Bertie arrojando al suelo la mayor parte de las ropas de cama—. Si no estuvieras ocultando algo, no te mostrarías tan agitado.

En ese momento Waldo estaba ya convencido de que Van Tahn se había vuelto loco y se esforzó por seguirle la corriente.

—Vuélvete a la cama como un buen chico —le suplicó—. Tus ovejas aparecerán por la mañana.

—Me atrevería a decir que sin cola —contestó tristemente Bertie—. Valiente estúpido pareceré con un montón de ovejas de la Isla de Man.

Y como para poner de relieve lo molesto que se sentía ante la perspectiva, lanzó las almohadas de Waldo encima del armario.

—¿Pero por qué sin cola? —preguntó Waldo, al que le castañeteaban los dientes de miedo, rabia y frío.

—Mi querido muchacho, ¿es que nunca has oído hablar de la balada de Little Bo-Peep? —dijo Bertie sofocando la risa—. Ése es mi personaje del juego. Si no andara por ahí buscando mis ovejas perdidas, nadie podría ser capaz de sospechar quién soy; ahora vuelve a tus sueños lacrimosos como un buen niño o me enfadaré contigo.

En una larga carta que escribió a su madre, Waldo incluyó esta frase: «Imagina tú misma la cantidad de sueño que pude recuperar esa noche, y ya sabes lo esenciales que son para mi salud nueve horas ininterrumpidas de sueño pesado.»

En cambio, pudo dedicar varias horas de vigilia a ejercicios de cólera y furia respiratoria contra Bertie van Tahn.

El desayuno en Blonze Court era una comida bastante prolongada que se celebraba según el principio de «venga cuando quiera», pero se suponía que la fiesta cobraba plena fuerza con el almuerzo. Pero en el del día posterior al inicio del «juego» hubo, sin embargo, notables ausencias. Por ejemplo, Waldo Plubley, de quien se dijo que tenía dolor de cabeza. Le habían subido a su habitación un copioso desayuno y un aparato de radio, pero no se presentó en carne y hueso en el almuerzo.

—Imagino que está representando un personaje —explicó Vera Durmot—. ¿No os sugiere esa obra de Moliere, Le Malade Imaginaire? Supongo que ése es él.

Se presentaron ocho o nueve listas que fueron debidamente rellenadas con esa sugerencia.

—¿Y dónde están los Klammerstein? Suelen ser tan puntuales —comentó lady Blonze.

—Otra sugerencia de personaje, quizás: las Diez Tribus Perdidas —explicó Bertie van Tahn.

—Pero si sólo son tres. Además, querrán almorzar. ¿Nadie ha visto a ninguno de ellos?

—¿Pero no te los llevaste en tu coche? —preguntó Blanche Boveal dirigiéndose a Cyril Skatterly.

—Sí, los llevé a Slogberry Moor inmediatamente después del desayuno. También vino la señorita Durmot.

—Os vi regresar a Vera y a ti —insistió lady Blonze—. Pero no vi a ninguno de los Klammerstein. ¿Los dejaste en el pueblo?

—No —contestó sucintamente Skatterly.

—¿Pero dónde están? ¿Dónde los dejaste?

—Los dejamos en Slogberry Moor —contestó tranquilamente Vera.

—¿Allí? ¡Pero eso está a más de treinta millas! ¿Cómo van a regresar?

—No nos detuvimos a pensar en ello —contestó Skatterly—. Les pedimos que bajaran un momento simulando que el coche se había quedado atascado, y luego nos fuimos a toda velocidad dejándoles allí.

—¿Pero cómo os atrevisteis a hacer tal cosa? ¡Es de lo más inhumano! Está nevando desde hace una hora.

—Supongo que encontrarían una granja o casita de campo en alguna parte después de caminar una o dos millas.

—¿Pero por qué lo habéis hecho?

La pregunta procedió de un coro de personas asombradas e indignadas.

—Eso sería como deciros quiénes son nuestros personajes —contestó Vera.

—¿No te lo advertí? —comentó trágicamente sir Nicholas a su esposa.

—Es algo que tiene que ver con la historia de España; no nos importa daros esa pista —comentó Skatterly sirviéndose alegremente la ensalada. Un momento después, Bertie van Tahn rompió a reír gozosamente.

—¡Ya lo tengo! ¡Isabel y Fernando expulsando a los judíos! ¡Ay, es maravilloso! Sin duda ellos dos han ganado el premio; nadie puede vencerles en meticulosidad.

De la fiesta de Navidad de lady Blonze se habló y se escribió hasta un punto que ella no pudo imaginar ni en sus momentos de mayor ambición. Sólo las cartas de la madre de Waldo habrían bastado para hacerla memorable.

*FIN*


Beasts and Super-Beasts, 1914


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