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Un trotamundos

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

Volvía del servicio de vísperas. En el reloj del campanario de Sviatogorsk sonó, a modo de preludio, un tintineo suave y melodioso, y a continuación dieron las doce. El gran patio del monasterio, que se extendía por la ribera del Donets, al pie de la Montaña Sagrada, y al que rodeaban, como una muralla, los altos edificios de la hospedería, ofrecía en medio de la noche, iluminado solo por los faroles empañados, algunas lucecillas en las ventanas y un puñado de estrellas, un cuadro vivaz y embarullado, lleno de movimientos, de ruidos y de un desorden de lo más pintoresco. De un extremo al otro, hasta donde alcanzaba la vista, estaba abarrotado de carros, carretas, furgones, arbas y carricoches; alrededor de ellos se apiñaban caballos negros y blancos, bueyes de largos cuernos, una afanosa muchedumbre y novicios de largos hábitos negros que se movían en todas direcciones; sobre los vehículos y sobre las cabezas de los hombres y de los caballos pasaban sombras y franjas de luz procedentes de las ventanas, y todo eso, en medio de las espesas tinieblas, adquiría las formas más extravagantes y caprichosas: las pértigas levantadas se alzaban hasta el cielo, en los hocicos de los caballos aparecían ojos de fuego, en la espalda de un novicio surgían unas alas negras… Por todas partes se oían conversaciones, las caballerías resoplaban y rumiaban, los niños gritaban, las puertas chirriaban. Por el portón entraban nuevas multitudes y coches retrasados.

Los pinos, que se disponían escalonados en la abrupta ladera y se inclinaban sobre el tejado de la hospedería, contemplaban el patio como si fuera una profunda sima y prestaban oídos con asombro; en sus frondas oscuras gorjeaban sin tregua los cucos y los ruiseñores… Al contemplar aquella confusión y escuchar ese barullo, se tenía la impresión de que en ese vivaz remolino nadie conocía a nadie, de que todo el mundo buscaba algo sin encontrarlo y de que a duras penas podría deshacerse esa aglomeración de carros, carretas y personas.

Para las fiestas de Juan Evangelista y Nicolás Taumaturgo se habían reunido en Sviatogorsk más de diez mil personas. No solo la hospedería estaba repleta, sino también la panadería, el cuarto ropero, la carpintería, el cobertizo de los carruajes… Los que habían llegado a la caída de la tarde, mientras esperaban a que les indicaran un lugar para pasar la noche, se pegaban como moscas de otoño a las paredes, a los pozos e incluso a los muros de los estrechos pasillos de la hospedería. Los novicios, jóvenes y viejos, estaban en constante movimiento, sin un instante de reposo y sin esperanza de que les relevaran. Tanto de día como de noche daban siempre la impresión de dirigirse a toda prisa a algún lugar, inquietos por alguna razón; a pesar de que estaban al límite de sus fuerzas, nunca perdían su apariencia animosa y afable, sus voces delicadas y sus movimientos veloces… A cada recién llegado debían encontrar e indicar un lugar para pasar la noche, darle de comer y de beber; a las personas sordas, duras de mollera o amantes de las preguntas, había que ofrecerles largas y penosas explicaciones, aclararles por qué no había habitaciones libres, a qué horas se celebraban los oficios, dónde se vendían los panes consagrados, etcétera. Había que correr, llevar cosas, hablar sin parar y, además, hacer gala de amabilidad y diplomacia, cuidar de que los griegos de Mariupol, que estaban acostumbrados a mayores comodidades que los ucranianos, no fuesen alojados más que con griegos, que una burguesa de Bajmutov o Lisichan, vestida “como una noble”, no fuera hospedada con campesinos y pudiera ofenderse por ello. Se oían gritos a cada momento: “¡Hermano, dame kvas, por favor! ¡Heno, por favor!”. O: “Hermano, ¿puedo beber agua después de haberme confesado?”. Y los novicios tenían que distribuir kvas y heno o responder: “Diríjase al confesor, madrecita. Nosotros no tenemos poder de decisión”. Eso daba pie a una nueva cuestión: “¿Dónde está el confesor?”. Y entonces había que dar las indicaciones pertinentes para llegar a su celda… En medio de esa desbordante actividad, aún encontraban tiempo de ir a la iglesia para los oficios, atendían el servicio del ala reservada a los nobles y ofrecían prolijas respuestas a la multitud de preguntas importantes u ociosas que tuvieran a bien plantear los peregrinos instruidos. Al contemplar su actividad en el transcurso de una jornada, uno no lograba imaginarse cuándo se sentaban o dormían esas siluetas negras en perpetuo movimiento.

Cuando, de vuelta de las vísperas, me acercaba al edificio en el que estaba alojado, me encontré en el umbral con un monje aposentador, alrededor del cual se apretujaban en los peldaños de la escalera varios hombres y mujeres vestidos con ropas de ciudad.

—Señor —me dijo el aposentador, deteniéndome—, tenga la amabilidad de permitir que este joven pase la noche en su habitación. ¡Se lo ruego! Ha venido mucha gente y no hay sitio. ¡Es una verdadera desgracia!

Y señaló a un individuo de baja estatura, con un abrigo ligero y un sombrero de paja. Di mi consentimiento y mi azaroso compañero siguió mis pasos.

Cada vez que abría el candado de mi puerta, lo quisiera o no, me veía obligado a contemplar un cuadro colgado del dintel, a la altura de mi rostro. Ese cuadro, titulado Meditación sobre la muerte, representaba a un monje arrodillado contemplando una tumba en la que yacía un esqueleto; detrás de él había otro esqueleto, algo más grande y con una hoz.

—No hay huesos así —comentó mi compañero, señalando el lugar donde debería encontrarse la pelvis—. En general, sabe usted, el alimento espiritual que se da al pueblo no es de primera calidad —añadió, emitiendo por la nariz un suspiro prologado y muy triste, con el que probablemente trataba de revelarme que estaba tratando con un experto en la materia.

Mientras buscaba las cerillas y encendía una vela, volvió a suspirar y dijo:

—En Járkov he visitado varias veces el anfiteatro de anatomía y he visto huesos. También he estado en el depósito de cadáveres. ¿No le estaré importunando?

Mi habitación era exigua y sofocante, no tenía mesa ni sillas y todo el espacio estaba ocupado por una cómoda que había junto a la ventana, una estufa y dos pequeños sofás con armazón de madera, situados uno frente a otro, junto a la pared, y separados por un estrecho pasillo. Sobre los sofás descansaban dos finos colchones rojizos y mis enseres. Había dos sofás, prueba de que la habitación estaba destinada para dos personas, como hice observar a mi compañero.

—En cualquier caso, pronto nos llamarán a misa —dijo—, así que no le molestaré mucho.

Sin dejar de sentirse cohibido e incómodo, se dirigió a su sofá, suspiró con aire culpable y se sentó. Cuando la llama perezosa y pálida de la vela de sebo adquirió el suficiente vigor para iluminarnos a ambos, pude examinar su figura. Era un hombre joven, de unos veintidós años, con rostro redondo, aspecto afable y ojos oscuros e infantiles, vestido con ropas de ciudad grises y baratas; a juzgar por la tez de su rostro y sus hombros estrechos, no estaba habituado al trabajo físico. Tenía una fisonomía muy imprecisa. No podía tomárselo por un estudiante, ni por un comerciante, ni mucho menos por un obrero; al contemplar su aspecto afable y sus ojos acariciadores e infantiles, la imaginación se negaba a pensar que era uno de esos granujas ociosos que frecuentan las comunidades religiosas, donde reciben comida y techo, y que se hacen pasar por seminaristas expulsados por haber defendido la verdad o antiguos chantres que han perdido la voz… Había en su rostro algo peculiar, típico, muy familiar, pero no llegaba a esclarecer ni a discernir qué era exactamente.

Pasó largo rato en silencio, con aire meditabundo. Probablemente, como yo no había apreciado su observación sobre los huesos y el depósito de cadáveres, tenía la impresión de que estaba enfadado y descontento de su presencia. Tras sacar del bolsillo un pedazo de salchichón, lo hizo girar delante de los ojos y dijo con indecisión:

—Perdone que le moleste… ¿No tendrá usted un cuchillo?

Le di uno.

—Es un salchichón repugnante —dijo, con una mueca de disgusto, partiéndose una rodaja—. En la tienda local solo venden porquerías, pero las cobran a precio de oro… De buena gana le ofrecería una rodaja, pero dudo que quiera probarlo. ¿Le apetece?

En su forma de pronunciar las palabras “ofrecería” y “probarlo” también se percibía algo típico, que estaba en consonancia con las facciones de su rostro, aunque seguía sin determinar de qué se trataba. Intentando de darle ánimos y demostrarle que no estaba enfadado, acepté la rodaja que me ofrecía. Era un salchichón absolutamente abominable; para vérselas con él, había que tener los dientes de un buen perro de presa. Mientras hacíamos trabajar nuestras mandíbulas, conversábamos. Empezamos quejándonos de la duración de los oficios.

—La regla local se asemeja a la del monte Athos —dije yo—, pero en el monte Athos las vísperas ordinarias duran diez horas y las de las grandes fiestas, catorce. ¡Allí debería ir a rezar!

—¡Sí! —exclamó mi compañero, moviendo la cabeza—. Llevo aquí tres semanas. Y, sabe usted, no me he perdido un solo oficio… Los días laborables llaman a maitines a medianoche, a las cinco es la primera misa y a las nueve la última. No hay manera de dormir. Durante el día las letanías, la regla, las vísperas… Y cuando ayunaba, apenas me tenía en pie —suspiró y continuó—: Se hace difícil no acudir a la iglesia… Los monjes te dan techo, comida, de modo que si no vas sientes remordimientos. Ese régimen de vida se puede aguantar un día o dos, pero a las tres semanas se hace duro. ¡Muy duro! ¿Va a quedarse aquí mucho tiempo?

—Mañana por la tarde me marcho.

—Yo voy a quedarme dos semanas más.

—Creía que uno no podía alojarse aquí tanto tiempo —comenté yo.

—Sí, así es; a quien prolonga demasiado su estancia y se come los alimentos de los monjes lo invitan a marcharse. Juzgue usted mismo, si se permitiera a los proletarios vivir aquí cuanto se les antojara, no quedaría ni una habitación libre y devorarían todo el monasterio. Así es. Pero conmigo los monjes hacen una excepción y espero que aún tarden mucho en expulsarme. Yo, sabe usted, soy un neófito.

—¿Cómo?

—Soy judío, bautizado… Hace poco que he abrazado la religión ortodoxa.

Ahora comprendía lo que antes no había sabido discernir en su rostro: sus gruesos labios, su forma de levantar la comisura derecha de la boca y la ceja de ese mismo lado cuando hablaba, y ese brillo oleoso y peculiar de los ojos, tan propio de los semitas; también entendí por qué pronunciaba de ese modo las palabras “ofrecería” y “probarlo”.

En el curso de la conversación me dijo que se hacía llamar Aleksandr Ivánich, aunque antes era conocido como Isaac, que era oriundo del distrito de Moguiliov y que había venido a Sviatogorsk desde Novocherkask, donde se había convertido a la ortodoxia.

Tras dar buena cuenta del salchichón, Aleksandr Ivánich se incorporó y, levantando la ceja derecha, se puso a rezar ante el icono. Cuando más tarde se sentó de nuevo en el sofá y empezó contarme de manera sucinta su larga biografía, la ceja seguía levantada.

—Desde mi más tierna infancia mostré afición por los estudios —empezó, y por el tono de su voz parecía que en lugar de hablar de sí mismo se estuviera refiriendo a un gran hombre ya fallecido—. Mis padres eran unos judíos pobres que se ocupaban del comercio al por menor y vivían, sabe usted, sumidos en la indigencia y la suciedad. En general, allí toda la gente es pobre y fanática, poco amante de los estudios, porque la instrucción, sin duda, aleja al hombre de la religión… Son terriblemente fanáticos… Mis padres por nada del mundo querían que recibiera instrucción y pretendían que yo también me ocupara del comercio y no conociera otra cosa que el Talmud… Pero, convendrá usted conmigo, pasarse toda la vida luchando por un pedazo de pan, arrastrándose por el barro y repitiendo el Talmud no es para todo el mundo. A veces venían a la tienda de mi padre oficiales y propietarios que hablaban largo y tendido de cosas que yo no había visto ni en sueños, y, claro está, esos relatos me seducían y me daban envidia. Lloraba y pedía que me llevaran a la escuela, pero solo me enseñaban hebreo. Un día encontré un periódico ruso y lo llevé a casa para hacer una cometa, pero allí me dieron una paliza, aunque no entendiese ese idioma. No cabe duda de que el fanatismo es inevitable, pues cada pueblo protege por instinto sus rasgos nacionales, pero yo entonces no sabía nada de eso y me indigné mucho…

Tras pronunciar una frase tan enjundiosa, el antiguo Isaac, muy satisfecho, levantó la ceja derecha aún más y me miró de soslayo, igual que un gallo un grano de trigo, como queriendo decir: “Supongo que ya se habrá convencido usted de que soy un hombre inteligente”. Después de añadir algunas razones más sobre el fanatismo y su inclinación irresistible por la instrucción, continuó:

—¿Qué podía hacer? Me marché a Smolensk. Allí vivía un primo mío, estañador y hojalatero. Como es lógico, empecé a trabajar con él como aprendiz, pues carecía de todo, iba descalzo y cubierto de harapos… Pensaba que podía trabajar de día y estudiar de noche y los sábados. Así lo hice, pero al enterarse la policía de que no tenía pasaporte, me devolvieron, por etapas, a casa de mi padre… —Aleksandr Ivánich encogió un hombro y suspiró—. ¿Qué hacer? —continuó, y cuanto más nítida se volvía en su recuerdo la imagen del pasado, más marcado se hacía su acento judío—. Mis padres me castigaron y me confiaron a un tío mío, un judío viejo y fanático, para que me enderezara. Pero una noche me escapé a Shklov. Y cuando mi tío fue allí en mi busca, me marché a Moguiliov, donde pasé dos días, antes de partir con un compañero para Starodub.

Más tarde, en el curso de sus recuerdos, mi interlocutor mencionó las ciudades de Gomel, Kiev, Biélaia Tserkov, Uman, Balta, Bender y, por último, Odessa.

—En Odessa pasé una semana entera desocupado y sin nada que llevarme a la boca, hasta que me recogieron unos judíos que iban por la ciudad comprando ropa vieja. Para entonces ya sabía leer y escribir, conocía la aritmética hasta las fracciones y quería ingresar en algún establecimiento de enseñanza, pero no tenía medios. ¡Qué hacer! Durante seis meses recorrí las calles de Odessa como ropavejero, pero los judíos, que eran unos pillos, no me daban pago alguno por mi trabajo, de modo que me enfadé y me fui. Luego tomé un vapor y me trasladé a Perekop.

—¿Por qué?

—Porque sí. Un griego había prometido darme alojamiento. En definitiva, hasta los dieciséis años estuve dando tumbos de ese modo, sin ocupación definida y sin echar raíces en ningún sitio, hasta que llegué a Poltava. Allí un estudiante judío, tras conocer mi anhelo de instrucción, me entregó una carta para unos estudiantes de Járkov. Naturalmente, partí para esa ciudad. Los estudiantes deliberaron y me ayudaron a preparar mi ingreso en la escuela técnica. Debo decirle que no olvidaré a esos estudiantes mientras viva, tan bien se portaron conmigo. Por no hablar de que me dieron techo y comida, me indicaron el verdadero camino, me obligaron a pensar y me mostraron la finalidad de la existencia. Entre ellos había personas inteligentes y notables que hoy día se han vuelto célebres. Por ejemplo, ¿no ha oído usted hablar de Grumajer?

—No.

—No le suena… Escribía artículos muy sesudos en los periódicos de Járkov y preparaba el examen al cuerpo de profesores. Yo leía mucho y frecuentaba los círculos de estudiantes, donde las trivialidades no tenían cabida. Me preparé durante medio año, pero, como para ingresar en la escuela técnica se exigía el programa completo de matemáticas del instituto, Grumajer me aconsejó que optara por la escuela de veterinaria, donde se admite a estudiantes de sexto curso del instituto. De modo que empecé a prepararme. No quería convertirme en veterinario, pero me dijeron que el diploma de la escuela daba derecho a entrar, sin necesidad de examen, en el tercer curso de la facultad de medicina. Me sabía todo el tratado de Kühner, leía a Comelio Nepote à livre ouvert y había estudiado casi toda la gramática griega de Curtius, pues una cosa lleva a la otra, sabe usted… No obstante, los estudiantes se dispersaron, mi situación empezó a parecerme incierta y además me llegaron rumores de que mi madre había llegado a Járkov y me buscaba por todas partes. En definitiva, tomé la decisión de marcharme. ¿Qué hacer? Por fortuna, me enteré de que había una escuela de minas en el camino de Donets. ¿Por qué no ingresar en ella? Como usted sabe, en esa escuela se forman los capataces de minas, empleo magnífico; conozco pozos donde los capataces ganan mil quinientos rublos al año. Perfecto… Así pues, me dirigí allí…

Aleksandr Ivánich, con una expresión de respetuoso temor en el rostro, enumeró las dos docenas de complicadas ciencias que se enseñaban en la escuela de minas y describió la propia escuela, la organización de las minas, la situación de los trabajadores… Luego contó una historia terrible, que parecía inventada, pero en cuya veracidad no podía dejar de creer, pues había demasiada sinceridad en el tono del narrador y demasiada franqueza en la expresión empavorecida de su rostro semítico.

—Un día, durante los trabajos prácticos, me sucedió lo siguiente —dijo, levantando las dos cejas—. Me encontraba en una mina de los alrededores de Donets. Seguramente ha visto usted cómo se baja a los pozos. Recuerde que, cuando se hace avanzar el caballo y el torno se pone en movimiento, la polea hace que un volquete suba y el otro baje; cuando el primero empieza a subir, el segundo baja, lo mismo que en un pozo con dos cubos. Un día estaba sentado en un volquete, empecé a descender y, de pronto, imagínese, oigo: ¡trrrr! La cadena se rompió y yo salí volando junto con el volquete y un pedazo de la cadena… Me precipité desde una altura de tres sazhens y caí directamente sobre el vientre y el pecho; el volquete, más pesado, llegó antes que yo, de modo que al alcanzar el suelo me golpeé el hombro con uno de sus bordes. Yacía en el suelo, aturdido, pensando que estaba herido de muerte, pero de pronto me di cuenta de una nueva catástrofe: el otro volquete, el que subía, había perdido su contrapeso y se me venía encima en medio de un gran estruendo… ¿Qué hacer? Viendo mi situación, me apreté contra el muro y me acurruqué, en espera de que en cualquier momento el volquete cayera sobre mi cabeza a toda velocidad; me acordé de mi padre, de mi madre, de Moguiliov, de Grumajer… Recé a Dios, pero, por fortuna… Hasta recordarlo me da miedo —Aleksanr Ivánich esbozo una sonrisa forzada y se secó la frente con la palma de la mano—. Pero, por fortuna, cayó a un lado y solo me rozó ligeramente un costado… Me arrancó la chaqueta, la camisa y la piel… Tenía una fuerza impresionante. Luego perdí el conocimiento. Me sacaron y me llevaron al hospital. Pasé allí cuatro meses y los médicos me dijeron que acabaría contrayendo la tuberculosis. Ahora no paro de toser, me duele el pecho y padezco un terrible desarreglo psicológico… Cuando me quedo solo en una habitación, siento un miedo espantoso. Ni que decir tiene que en tal estado no se puede trabajar como capataz de minas. Tuve que dejar la escuela…

—¿Y ahora de qué se ocupa? —le pregunté.

—He superado el examen de instructor rural. Al haber abrazado la ortodoxia, tengo derecho a ser instructor. En Novocherkassk, donde recibí el bautismo, se interesaron mucho por mí y me prometieron una plaza en una escuela parroquial. Dentro de dos semanas regresaré y volveré a solicitarla.

Aleksandr Ivánich se quitó el abrigo, bajo el que solo llevaba una camisa, con un cuello bordado al estilo ruso, y un cinturón de lana.

—Es hora de dormir —dijo, colocando el abrigo en la cabecera y bostezando— Sabe, hasta hace muy poco no conocía a Dios. Era ateo. Durante mi estancia en el hospital me acordé de la religión y empecé a meditar sobre esa cuestión. En mi opinión, para un hombre reflexivo solo hay una religión posible, la cristiana. Si no se cree en Cristo, no se puede creer en nada… ¿No es verdad? La época del judaísmo ha pasado y éste solo se mantiene gracias a ciertas peculiaridades de la raza judía. Cuando la civilización alcance a los hebreos, de su judaísmo no quedará ni huella. Advierta que todos los judíos jóvenes ya son ateos. El Nuevo Testamento es la continuación natural del Antiguo. ¿No es así?

Quise informarme de las razones que le habían llevado a dar un paso tan importante y audaz como un cambio de religión, pero él se limitó a repetir que “el Nuevo Testamento era la continuación natural del Antiguo”, frase seguramente ajena y aprendida y que en absoluto aclaraba la cuestión. Por más que me esforcé y me devané los sesos, sus razones siguieron pareciéndome oscuras. Aunque era factible que, como afirmaba, hubiera abrazado la fe ortodoxa por convicción, sus palabras no revelaban en qué consistía y en qué se basaba esa convicción; tampoco era posible suponer que hubiera cambiado de religión por interés: sus ropas baratas y gastadas, la necesidad de buscar alimento y cobijo en los monasterios y la incertidumbre de su futuro no podían calificarse precisamente de ventajas. Solo cabía pensar que esa mudanza obedecía al mismo espíritu inquieto que le había llevado de ciudad en ciudad como una peonza y que él, con una expresión hecha, calificaba de aspiración a la sabiduría.

Antes de acostarme, salí al pasillo para beber un vaso de agua. Cuando regresé, mi compañero estaba en medio de la habitación y me miraba asustado. Tenía el rostro grisáceo y la frente cubierta de sudor.

—Tengo los nervios de punta —farfulló con una sonrisa enfermiza—, ¡de punta! Sufro un grave desarreglo psicológico. En cualquier caso, nada de eso importa.

Y de nuevo comentó que el Nuevo Testamento era la continuación natural del Antiguo, que la época del judaísmo había pasado. Cuando perfilaba sus frases, daba la impresión de estar reuniendo todas las fuerzas de su convicción, como si quisiera ahogar la inquietud de su alma y demostrarse que, al abandonar la fe de sus padres, no había hecho nada terrible ni especial, sino que había actuado como un hombre reflexivo y libre de prejuicios, de modo que podía quedarse a solas con su conciencia sin ninguna dificultad. Trataba de convencerse de todo eso y me pedía ayuda con la mirada…

Entretanto en la vela de sebo se había formado un largo y desgarbado pabilo. Estaba amaneciendo. En la pequeña y sombría ventana que se teñía de azul se divisaban ya con claridad las dos orillas del Donets y un robledal más allá del río. Era hora de dormir.

—La jornada de mañana será muy interesante —dijo mi compañero cuando apagué la vela y me acosté—. Después de la primera misa, habrá una procesión en barca desde el monasterio a la ermita. —Con la ceja derecha levantada y la cabeza ladeada, oró delante del icono y, sin desvestirse, se tumbó en su sofá— Sí —dijo, volviéndose del otro lado.

—¿Qué? —pregunté yo.

—Mientras yo me convertía a la religión ortodoxa en Novocherkassk, mi madre me buscaba en Rostov. Presentía que quería cambiar de fe —suspiró y continuó—. Hace ya seis años que no voy allí, a la provincia de Moguiliov. Es probable que mi hermana ya se haya casado.

Guardó silencio durante unos instantes y, viendo que aún no me había dormido, se puso a contarme en voz baja que pronto, gracias a Dios, encontraría un lugar y por fin tendría su propio rincón, una situación estable y la comida asegurada todos los días… Yo, antes de quedarme dormido, pensé que ese hombre jamás tendría un rincón propio, ni una situación estable, ni la comida asegurada, Soñaba en voz alta con su plaza de maestro, como si se tratara de la tierra prometida; como la mayoría de la gente, recelaba de la vida errante y la consideraba una cosa insólita, ajena al hombre y accidental, como una enfermedad, y buscaba la salvación en los quehaceres de la vida cotidiana. En el tono de su voz se percibía que era consciente de su anormalidad y que la lamentaba. Era como si se justificara y se disculpara.

A menos de dos sazhens de mí yacía un vagabundo; más allá de las paredes de las habitaciones y fuera, junto a los coches, entre los peregrinos, varios centenares de vagabundos como él esperaban la mañana; y, si hubiese sido capaz de representarme toda la tierra rusa, qué multitud de trotamundos, en busca de un sitio mejor donde vivir, habría visto recorrer las grandes vías y los caminos vecinales o dormitar, en espera del alba, en hospederías, fondas, albergues o al raso… Mientras me quedaba dormido, me imaginaba el asombro y quizá la alegría de todas esas personas si se encontrara un razonamiento y unas palabras que les demostraran que su modo de vida tenía tan poca necesidad de justificación como cualquier otro.

En sueños oí el tintineo quejumbroso de una campanilla, que parecía esparcir ardientes gemidos, y a un novicio que gritaba varias veces:

—¡Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de nosotros! ¡Acudan a la misa, por favor!

Cuando me desperté, mi compañero ya no estaba en la habitación. Lucía el sol y bajo la ventana se agitaba la muchedumbre. Al salir me enteré de que la misa ya había terminado y de que la procesión había partido hacía rato para la ermita. La gente vagaba en ociosos grupos por la ribera, sin saber qué hacer; no se podía comer ni beber, pues aún no había terminado la última misa en la ermita; las tiendas del monasterio, donde a los peregrinos tanto les gusta apretujarse y preguntar los precios, aún estaban cerradas. Muchos de ellos, a pesar de su fatiga, se arrastraban hasta la ermita para matar el aburrimiento. También yo me dirigí allí por un sendero que subía sinuosamente por la elevada y escarpada orilla del Donets, tan pronto subiendo como bajando, bordeando robles y pinos. Abajo centelleaba el río, y en su superficie reverberaba el sol, mientras en lo alto se sucedían las rocas de la ribera, blancas como la tiza, en las que destacaba la brillante mancha verde de las jóvenes frondas de los robles y de los pinos que, colgando unos sobre otros, parecían ingeniárselas para crecer casi en el borde mismo de la roca cortada a pico, sin caer al abismo. Los peregrinos avanzaban por el sendero en fila india. La mayoría eran ucranianos de los distritos vecinos, pero había muchos venidos a pie desde localidades lejanas de las provincias de Kursk y de Oriol; en la abigarrada hilera también había granjeros griegos de la región de Mariupol, gentes robustas, serias y afables, muy distintas de sus compatriotas escuchimizados y desmedrados que abarrotan nuestras ciudades de la costa meridional; asimismo, había moradores del Don con pantalones de listas rojas y habitantes de la Táuride emigrados a otras regiones. Muchos peregrinos tenían un tipo indeterminado, como mi Aleksandr Ivánich: no había manera de dilucidar, ni por sus rostros, ni por sus ropas, ni por su habla, qué clase de hombres eran ni de dónde venían.

El sendero terminaba junto a un pequeño pontón, de donde partía, hacia la izquierda, un estrecho camino que atravesaba la montaña y llegaba hasta la ermita. Junto al pontón había dos grandes y pesadas barcazas, de aspecto sombrío, como esas piraguas neozelandesas que aparecen en las novelas de Julio Veme. Una de ellas, con una alfombra sobre los bancos, estaba destinada a los clérigos y a los chantres; la otra, sin alfombra, al público general. Cuando la procesión regresó al monasterio, fui uno de los elegidos que logró colarse en la segunda. Éramos tantos que la barca apenas avanzaba y durante todo el trayecto nos vimos obligados a ir de pie, sin movernos y tratando de conservar intacto el sombrero. El panorama era magnífico. Las dos orillas —una alta, escarpada, blanca, con pinos y robles inclinados y personas que regresaban apresuradas por el sendero; otra, en dulce pendiente, con praderas verdes y robledales—, inundadas de luz, tenían un aspecto tan dichoso y triunfante como si la mañana de mayo les debiera su encanto solo a ellas. Los reflejos del sol cabrilleaban en el rápido curso del Donets, se extendían por todas partes y sus largos rayos jugaban en las casullas, los estandartes y la espuma levantada por los remos. El canto del canon pascual, el tintineo de las campanas, el chapoteo de los remos en el agua, el gorjeo de las aves, todo se fundía en el aire en una especie de melodía armoniosa y suave. La barca con los clérigos y los estandartes iba delante. En la popa, inmóvil como una estatua, había un novicio vestido de negro.

Cuando la procesión se acercaba al monasterio, advertí entre los elegidos a Aleksandr Ivánich. Estaba delante de todos y, con la boca abierta de satisfacción, la ceja derecha levantada, contemplaba la procesión. Su rostro resplandecía; probablemente, en esos momentos, rodeado de tanta gente y de tanta luz, se sentía satisfecho consigo mismo, con su nueva fe y con su propia conciencia,

Poco después, sentados en nuestra habitación, ante una taza de té, seguía resplandeciendo de satisfacción; su rostro revelaba que estaba contento del té y de mi compañía, que tenía en alta estima mi cultura, pero que también él sabría mantener el tipo si la conversación llegaba a ocuparse de un tema elevado…

—Dígame, ¿qué libro de psicología me aconseja usted? —dijo, tratando de entablar una conversación inteligente y frunciendo con fuerza la nariz.

—¿Por qué me pregunta usted eso?

—Sin conocimientos de psicología no se puede ser maestro, Antes de instruir a un niño, debo conocer su alma.

Le dije que un libro de psicología no bastaba para conocer el alma de un niño y que, además, para un pedagogo que aún no había asimilado las técnicas de enseñanza de la ortografía y de la aritmética, un libro de psicología me parecía un lujo tan desorbitado como un tratado de matemática avanzada. Lejos de ofenderse, respaldó mi opinión y empezó a describir la importancia de la tarea del maestro, así como las responsabilidades que comportaba; luego pasó a analizar lo difícil que resulta extirpar del niño la inclinación por el mal y la superstición, enseñarle a pensar de manera independiente y honrada e inculcarle la verdadera religión, las ideas de personalidad, libertad, etcétera. Expuse algunos argumentos a modo de respuesta. Él volvió a coincidir conmigo. En general, le gustaba mostrarse de acuerdo. Era evidente que todo lo relacionado con la “inteligencia” no tenía firme asiento en su cabeza.

Hasta el momento de mi partida deambulamos juntos por los alrededores del monasterio, consumiendo las largas horas de esa tórrida jornada. No se apartaba de mí ni un paso. ¿Se trataba de apego o de simple miedo a la soledad? ¡Quién sabe! Recuerdo que nos sentamos juntos bajo unos arbustos de acacias amarillas, en uno de los jardincillos diseminados por la ladera de la montaña.

—Dentro de dos semanas me marcharé de aquí —dijo—. ¡Ya es hora!

—¿Partirá usted a pie?

—Iré andando hasta Slaviansk y luego en tren hasta Nikítovka. Allí comienza un ramal de la carretera de Donets. Lo seguiré a pie hasta Jatsepetovka, donde un revisor conocido me dejará subir.

Recordé la estepa desnuda y desierta que se extiende entre Nikítovka y Jatsepetovka y me imaginé a Aleksandr Ivánich caminando por ella con sus dudas, su nostalgia y su miedo a la soledad… Vio el tedio reflejado en mi rostro y suspiró.

—¡Seguramente mi hermana se habrá casado! —pensó en voz alta y, a continuación, queriendo desembarazarse de esas tristes reflexiones, señaló la cumbre del monte y comentó—: Desde allí arriba se ve Izium.

Durante nuestro paseo por la montaña, le ocurrió una pequeña desgracia: probablemente, como consecuencia de un tropezón, se rasgó los pantalones de percal y perdió la suela de un zapato.

—Tss… —exclamó, frunciendo el ceño, al tiempo que se quitaba el zapato y mostraba el pie desnudo, sin calcetín—. Vaya fastidio… Menuda complicación, fíjese… ¡Pues sí!

Pasó largo rato con el ceño fruncido, dando vueltas al zapato delante de los ojos, como si no pudiera creer que se hubiera echado a perder para siempre; luego suspiró y chasqueó la lengua. Tenía en mi maleta unos botines gastados, pero aún no pasados de moda, acabados en punta y con cordones; los llevaba conmigo por si se producía algún contratiempo y solo me los ponía los días de lluvia. De vuelta en la habitación, pronuncié la frase más diplomática que se me ocurrió y se los ofrecí. Él los aceptó y dijo con aire de importancia:

—De buena gana le daría las gracias, pero sé que considera las muestras de agradecimiento un prejuicio.

Las agudas punteras y los cordones le conmovieron como a un niño y hasta le hicieron cambiar de planes.

—Ahora partiré para Novocherkassk dentro de una semana, no de dos —reflexionó en voz alta— Con este calzado no me da vergüenza presentarme en la parroquia. La verdad es que no me marchaba de aquí porque carecía de ropa adecuada…

Cuando el cochero sacó mi maleta, un novicio de rostro agradable y risueño entró para arreglar la habitación. De Aleksandr Ivánich pareció adueñarse una extraña premura, se turbó y preguntó con timidez:

—¿Puedo quedarme aquí o tengo que irme a otro sitio?

No se decidía a ocupar él solo una habitación y, por lo visto, se avergonzaba de vivir a expensas del monasterio. No tenía la menor gana de separarse de mí; para retrasar lo más posible el momento en que se quedaría solo, me pidió permiso para acompañarme.

El camino, abierto en la montaña de tiza a costa de grandes esfuerzos, ascendía bordeando la ladera, casi en espiral, entre las raíces y bajo los sombríos pinos inclinados… Primero perdí de vista el Donets, luego el monasterio con sus miles de hombres y a continuación los tejados verdes… A medida que ascendía, todo parecía hundirse en una sima. La cruz de la iglesia, arrebolada por los rayos del sol poniente, centelleó con fuerza en el fondo del abismo y desapareció. Solo se divisaban los pinos, los robles y el blanco camino. Pero de pronto el coche llegó a la meseta y todo eso quedó abajo, detrás de mí; Aleksandr Ivánich saltó a tierra y, con una triste sonrisa, me miró por última vez con sus ojos infantiles, inició el descenso y desapareció de mi vista para siempre…

Mis impresiones de Sviatogorsk se habían convertido ya en recuerdos; ante mí se abría ahora un cuadro distinto: la meseta, la lejanía blanquecino pardusca, un bosque al borde del camino y tras él un molino de viento que no se movía y parecía aburrido, pues, debido a la jomada festiva, le habían trabado las aspas.

*FIN*


“Перекати-поле”,
Tiempo nuevo, 1887


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