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Una alumna de Chestnut Ridge

[Cuento - Texto completo.]

Bret Harte

Terminado el horario escolar, la soledad del maestro se vio interrumpida por un ruido de cascos y voces en el camino de herradura que llevaba al reducido claro en el que se encontraba la casa escuela. Dejó el lapicero en la mesa al ver pasar por la ventana la figura de un hombre y una mujer a caballo, que enseguida desmontaron en el porche. Reconoció los rostros complacientes y risueños del señor y la señora Hoover, propietarios de un rancho vecino de relativa importancia, a los que la comunidad consideraba personas acomodadas. No tenían hijos y, aunque contribuían generosamente al mantenimiento de la pequeña escuela, no habían aumentado el rebaño, y el joven maestro los saludó con curiosidad, esperando conocer el motivo de la visita, motivo que se le comunicó después de algunos circunloquios corteses, característicos de los pioneros del suroeste, antes de entrar en materia.

—Bien, Almiry —dijo el señor Hoover, tras los saludos de rigor, dirigiéndose a su mujer—, esto me transporta a los viejos tiempos, ¿sabes? ¡Caray! La última vez que entré en una escuela no levantaba un palmo del suelo. ¡Fíjate! ¡Los bancos, los pupitres, los libros, la colección de “a, b, ab”!… ¡Igualito que cuando era chico! ¡Vaya, vaya! Pero en aquellos tiempos el maestro era tan viejo y canoso como yo, y algunos alumnos, no se ofenda, señor Brooks, eran más viejos y canosos que usted. Pero los tiempos cambian: y, mira, Almiry, en ese pupitre: ¿no es eso un trozo de pan de jengibre rancio, igualito que entonces? ¡Señor! ¡Cómo vuelven los recuerdos! Como decía el otro día, nunca agradeceremos lo bastante a nuestros padres la educación que nos dieron en la juventud.

El señor Hoover, como rememorando un alma mater de melancolía aislada y erudición enclaustrada, miró reverencialmente las nuevas paredes de pino.

Pero entonces la señora Hoover, en su habitual estilo bondadoso, intervino con un gentil reconocimiento de la juventud del maestro.

—Y no olvides, Hiram Hoover, que los jóvenes de hoy pueden enseñar a los viejos maestros de antes mucho más de lo que tú y yo podemos imaginar. Ya nos habían hablado del conocimiento que tiene usted de los libros, señor Brooks, y estamos orgullosos de que sea nuestro maestro, aunque el Señor no haya querido darnos hijos para mandárselos. Pero siempre hemos aportado nuestro granito de arena para que otros más afortunados dispongan de escuela, y ahora parece que Él no nos ha olvidado y que —con una mirada un poco tímida a su marido y un gesto de asentimiento del caballero—… y que tal vez estemos en situación de mandarle nosotros un alumno.

El joven maestro, comprensivo y sensible como era, estaba un tanto turbado. La alusión a su extremada juventud le había molestado a pesar de las halagadoras palabras con que la señora Hoover la había suavizado delicadamente, y tal vez esto aumentaba su confusión ante lo que le acababa de oír. No tenía noticia de que la familia Hoover fuera a multiplicarse, aunque no era de extrañar, debido a la vida de reclusión que llevaba; y, aun conociendo como conocía la ingenuidad y franca sencillez de los pioneros, no podía creer que esta señora le hubiera anunciado que estaba encinta. Con una sonrisa parca los invitó a sentarse.

—Verá —dijo el señor Hoover, sentándose en un banco bajo—, así de bien han salido las cosas: el hermano de Almiry es un predicador notable de la costa de San Antonio y se ha instalado allí con una gran congregación de la Iglesia Bautista del Libre Albedrío y una gran cantidad de tierras que les han quitado a los mexicanos. En esas tierras viven muchos españoles e indios pobres y el hermano de Almity se ha propuesto convertirlos, ofrecerles convicciones y religión, aunque la mayoría son católicos y seguidores de la Mujer Escarlata. Había una huérfana, una niñita que arrancó de las manos a esos curas, como tizón escapado del fuego, podríamos decir, y, sabiendo que no tenemos hijos propios, nos la ha mandado para que la criemos en los caminos del Señor. Pero nos parece que tiene derecho a beneficiarse de las enseñanzas de la escuela, además de nuestros cuidados, y tenemos intención de mandarla aquí, a la escuela, con regularidad.

Aliviado y encantado de colaborar con la bondadosa pareja en el cuidado de una huérfana sin hogar, aunque dudando de sus métodos religiosos, el maestro dijo que la acogería con mucho gusto en su reducido rebaño. ¿Había recibido alguna clase de enseñanza?

—Solo de los padres esos, ya sabe, cosas de santos, vírgenes Marías, visiones y milagros —dijo la señora Hoover—, y nos pareció que, como usted sabe español, le sería más fácil quitarle esas cosas de la cabeza para poner en ella la noción del “arrepentimiento del pecado” y la “justificación por la fe”, ya sabe.

—Me temo —dijo el señor Brooks, sonriendo al pensar en sustituir los “misterios” de la Iglesia por determinadas demostraciones de coribante y exhibiciones de taumaturgo que había visto en unos campamentos evangélicos de Dissenters que todo esto debo dejarlo en sus manos, y les aconsejo que tengan cuidado con lo que hacen, no sea que la hagan dudar de su fe en el abecedario y las tablas de multiplicar.

—Es posible que tenga razón —dijo la señora Hoover, sin comprender muy bien, pero de buena fe—, aunque hay otra cosa que queremos decirle. Es un poco oscurita de piel.

El maestro sonrió.

—¿Y? —dijo pacientemente.

—No es negra ni india, sino medio española, medio mexicana, lo que llaman mes… mes…

—Mestiza —dijo el señor Brooks—: mitad y mitad, mezclada.

—Eso. Bueno, supongo que no será motivo de objeción, ¿verdad? —dijo el señor Hoover, un poco inquieto.

—Por mi parte no —contestó el maestro animosamente—. Y, aunque esta escuela recibe ayuda del Estado, no es una “escuela pública” a los ojos de la ley, así que de lo único que tienen que preocuparse es de los ridículos prejuicios de sus vecinos.

Comprendía el motivo de estas dudas y sabía que los compatriotas del suroeste del señor Hoover profesaban un fuerte antagonismo racial con los negros y los indios, y no pudo evitar “restregárselo por las narices”.

—Verán que no es negra —intervino la señora Hoover—, porque no tiene el pelo rizoso, y la piel de los indios es diferente de la nuestra, desde luego.

—Si la oyen hablar español y usted dice simplemente que es extranjera, que lo es, no pasará nada —dijo el maestro, sonriendo—. Tráiganla a la escuela, yo cuidaré de ella.

Después de unas pocas frases más, la pareja, muy aliviada, se marchó con la promesa del maestro de que pasaría por su rancho al día siguiente por la tarde para conocer a su nueva alumna.

—Y así a lo mejor nos da alguna pista de lo que puede necesitar para venir a la escuela.

El rancho estaba a unos seis kilómetros de la escuela y cuando el señor Brooks frenó al llegar a la verja de la entrada comprendió el interés de la pareja, que estaba dispuesta a mandar a la niña tan lejos dos veces al día. La casa, con sus edificios anejos, era de mayor tamaño que las de los vecinos, y con menos improvisaciones e intentos poco convincentes de convertirse en residencia permanente, tan característicos de los pioneros del suroeste, que eran más o menos nómadas por instinto y por las circunstancias. Lo recibieron en una sala de estar bien amueblada, fresca y luminosa, pero atenuada y reprimida por unos grabados de tema bíblico enmarcados en negro. Mirándolos, el señor Brooks se acordó de las aulas de las antiguas misiones con sus sombras monásticas, que ocultaban a medias el oropel y los colores chillones de los santos y los corazones en llamas o sangrantes de las paredes, y temió que la huerfanita de la Santa Madre Iglesia no hubiera ganado alegría alguna con el cambio.

Cuando la niña entró en la sala con la señora Hoover, miró al maestro medio asustada con unos grandes ojos oscuros (la más notable de sus facciones) que parecían entender el miedo infundado de este. Se pegó a la señora como si reconociera su bondad maternal, aunque dudara de sus propósitos; pero, cuando el maestro se dirigió a ella en español, se produjo un cambio singular en la posición relativa de cada una de ellas. La mirada triste de la niña cobró un brillo de inteligencia acompañado de una conciencia de superioridad respecto a sus protectores que al maestro le resultó embarazosa. En cuanto a lo demás, se limitó a observar que era pequeña y menuda, aunque llevaba un largo delantal a cuadros con mangas (típico de la región), que ocultaba sus formas y contradecía la originalidad de la niña. Tenía la tez olivácea tirando a amarilla o, mejor dicho, al delicioso tono de la corteza nueva del madroño; la cara ovalada y la boca pequeña e infantil, nada que ver con el resto de sus facciones de tipo aborigen.

A preguntas del maestro respondió que sabía leer, escribir, el avemaría y el credo (por fortuna la señora Hoover, que era protestante, no entendía nada de lo que decían), pero el maestro también advirtió un detalle más inquietante: la actitud de la niña al responder sugería cierta familiaridad de trato e igualdad de condiciones que solo podía atribuir a lo joven que parecía él. Temió que incluso se atreviera a hacer algún comentario sobre la señora Hoover y se alegró de que esta no entendiera el español. Pero antes de irse tuvo ocasión de hablar con la señora Hoover y recomendarle un cambio en el vestuario de la alumna, para cuando fuera a la escuela.

—Cuanto mejor vestida vaya —dijo diplomáticamente el astuto joven—, menos posibilidades habrá de que sospechen de su raza.

—¡Ah! Eso es justo lo que me preocupaba, señor Brooks —respondió la señora Hoover con mucho interés—, porque ya ve que la niña está creciendo. —Y, un tanto cohibida, concluyó—: No acabo de saber qué ropa ponerle.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó el maestro de repente.

—Va a cumplir doce, pero… —la señora Hoover volvió a vacilar.

—Bueno, dos de mis alumnas, las niñas de los Bromly, ya han cumplido los catorce —dijo el maestro—, y ya sabe cómo se visten. —Ahora fue él el que vaciló. Acababa de pensar que la huerfanita era del extremo sur del continente, y era conocida la precocidad con la que maduraban allí las mestizas. Incluso se alarmó al recordar que en las aldeas nativas había visto novias de doce años y madres de catorce. Esto también podía justificar el trato igualitario que le dispensaba a él e incluso la leve coquetería que le había parecido notar cuando la llamó alegremente muchacha—. Yo le pondría algo español —dijo enseguida—, algo blanco, ya sabe, con muchos volantes y puntilla negra pequeña, o una falda negra de seda y un pañuelo de puntilla, ya sabe. No pasará nada mientras no la vista de criada ni de recogida —añadió, en un alarde de confianza que no sentía—. Pero no me ha dicho cómo se llama —concluyó.

—Como estamos pensando en adoptarla —dijo la señora Hoover—, llámela por nuestro apellido.

—Pero no puedo llamarla “señorita Hoover” —replicó el maestro—. ¿Cuál es su nombre de pila?

—Se nos había ocurrido Serafina Ann —dijo ella con mayor seriedad.

—Pero ¿cómo se llama? —insistió el maestro.

—Bueno —contestó la señora Hoover con preocupación—, Hiram y yo consideramos que es un nombre ofensivo para una niña, pero lo encontrará en la carta de mi hermano.

Sacó una carta de debajo de la tapa de una Biblia grande que estaba en la mesa y señaló un párrafo concreto.

—“La bautizaron con el nombre de Concepción” —leyó el maestro—. ¡Vaya, es uno de los nombres de María!

—¿Cuál? —preguntó la señora Hoover con severidad.

—Es uno de los títulos de la virgen María: María de la Concepción —contestó el maestro con desenvoltura.

—No suena tan cristiano ni modoso como María o Mary —replicó la señora Hoover con suspicacia.

—Pero el diminutivo, Concha, es muy bonito. La verdad es que me parece muy acertado, es muy español —contestó el maestro con decisión—. Además, ya sabe que la piel roja que vive en los alrededores de las minas se llama Reservation Ann, y la cocinera negra de la señora Parkins se llama tía Serafina, así que Serafina Ann me parece muy cargado de significado. El mejor nombre es Concha Hoover.

—Tal vez tenga usted razón —dijo la señora Hoover pensativamente.

—Vístala de acuerdo con su nombre y no habrá complicaciones —recalcó el maestro alegremente al despedirse.

Sin embargo, la mañana siguiente, se inquietó al oír ruido de cascos en la grava del camino de herradura que llevaba a la escuela. Ya había anunciado a su pequeño rebaño que tendrían una nueva compañera, y los alumnos, curiosos, conteniendo la respiración, vieron pasar al señor Hoover por la ventana seguido por una figura pequeña a caballo, medio escondida entre los pliegues coloridos de un sarape. Enseguida desmontaron en el porche, el sarape quedó atrás y apareció la alumna nueva.

Un poco alarmado y muy admirado, el maestro se dijo que nunca había visto una niña tan exquisita. La falda blanca, cargada de volantes, caía justo hasta antes de los tobillos, envueltos en medias blancas, y de los piececitos, calzados con zapatillas blancas de raso. En lugar de corsé, una chaqueta negra de seda abotonada a medias le envolvía el busto como una concha y, debajo, una camisola de suave muselina que esbozaba levemente un sorprendente contorno de mujer. Al entrar, con un gesto delicado se bajó hasta los hombros un velo negro de encaje que le protegía la cabeza, y quedó sujeto al pelo por un lado con una rosa que llevaba por encima de la oreja. Toda ella resultaba tan incoherente en ese ambiente que el maestro, mientras la acompañaba con gran seriedad al sitio que le habían adjudicado, resolvió proponer algunos cambios a la señora Hoover. En este momento, el señor Hoover, que creía haber contribuido a guardar la disciplina observando en silencio y con respeto, susurró, poniéndose la mano en la boca, que volvería a buscarla a “las cuatro de la tarde”, y salió del aula de puntillas. El maestro, que creía que todo dependía de su capacidad para contener en los siguientes minutos la exuberante curiosidad de los niños sin que se desmandaran, se dirigió en español a la niña con una gravedad sobrenatural y le puso delante unas pocas tareas fáciles y elementales. Tal vez por la extrañeza del idioma, tal vez por la desacostumbrada seriedad del maestro o también quizá por la impasibilidad de la propia joven desconocida, el caso es que todo contribuyó a que las sonrisas cada vez más amplias de los rostros infantiles se interrumpieran, a que los ojos dejaran de mirar con asombro y a que cesaran los murmullos de emoción. Poco a poco, las cabezas volvieron a inclinarse sobre la tarea y el ruido de la tiza en las pizarras y el picoteo lejano de los pájaros carpinteros marcaron el silencio normal en el aula, y el maestro supo que había triunfado y que el momento de alboroto había pasado.

Pero no para él, porque, aunque le parecía que la nueva alumna había acatado sus instrucciones con sumisión infantil e incluso con comprensión infantil, no pudo evitar darse cuenta de que de vez en cuando lo miraba como insinuando recatadamente cierta complicidad entre ellos, o como si jugaran al maestro y la alumna. Esto no le gustó y tal vez fue lo que endureció su severa y digna actitud, cosa que, sin embargo, no hizo un gran efecto, al parecer, pues le dio la impresión de que en el fondo a la niña le resultaba divertida la situación. ¿Se estaba riendo de él con disimulo? Por el contrario, en un par de ocasiones la nueva alumna levantó la mirada de la tarea y, al pasearla por el aula, otros niños la miraron con curiosidad y el maestro creyó ver que se cruzaban tácitos mensajes mudos de entendimiento entre compañeros, de esos tan normales en los niños cuando están en presencia de sus mayores, incluso aunque no se conozcan unos a otros. Tenía ganas de que llegara la hora del recreo para ver qué tal se entendía con los demás; sabía que eso definiría su estatus en la escuela y tal vez en todas partes. Ni siquiera el escaso conocimiento que tenía del inglés afectaría a esa prueba infantil de superioridad, pero le sorprendió que, al llegar dicha hora y después de explicarle lo que significaba en español y en inglés, sin decir nada, Concha cogiera a Matilda Bromly, la niña más alta de la escuela, por la cintura y salieran las dos juntas al patio. Al fin y al cabo ¡no era más que una niña!

Hubo otros detalles que confirmaron esta idea. Poco después, cuando volvieron al aula, la joven desconocida venía convertida en un ídolo popular y, evidentemente, había dispensado favores y protección a diestro y siniestro. La mayor de las Bromly llevaba su velo de blonda, otra su pañuelo y una tercera lucía la rosa que antes le adornaba a ella la oreja izquierda, cosas que el maestro se vio en la obligación de tener en cuenta con la intención de devolvérselas a la pequeña bárbara al final de las clases. Un poco más tarde le llamó la atención un objeto desconocido que iba pasando misteriosamente por debajo de los pupitres y parecía recorrer todo el circuito escolar. Con una sensación fastidiosa de estar tal vez participando en un juego contra su voluntad, por fin lo localizó en manos de Demosthenes Walker, de seis años, y toda la escuela gritó espontáneamente: “¡Pillado!”. Cuando el niño lo sacó del pupitre junto con un lagarto cornudo y un trozo de pan de jengibre, resultó ser una zapatilla blanca de raso, de Concha; entretanto, la niña continuaba recatadamente con su tarea, escondiendo el pie descalzo debajo de la falda, como un pájaro. El maestro dejó la regañina por esta y por otras enormidades para más tarde y se conformó con que le entregaran la zapatilla y con decirle a la niña satíricamente en español, al devolvérsela, que el aula no era una cámara para vestirse. Pero se llevó una sorpresa al ver que ella, sonriendo, le tendía el piececito con una singular combinación de niña mimada y señorita coqueta, como esperando que él se arrodillara y se la pusiera. Pero se la dejó suavemente encima del pupitre.

—Póntela inmediatamente —le dijo en inglés.

El tono de voz no dejó lugar a dudas, fuera cual fuese la lengua. Concha lo miró con rapidez, como un animal momentáneamente resentido, pero con la misma rapidez se le empañaron los ojos y al momento se puso la zapatilla.

—Por favor, señor, se le cayó y Jimmy Snyder la ha pasado —explicó una vocecita entre los pupitres.

—¡Silencio! —dijo el maestro.

Sin embargo, se alegró al ver que los niños no habían reparado en el gesto de familiaridad de la niña, aunque sí advirtieron que él se había puesto muy severo. Después de pensarlo un poco, no estaba seguro de si no habría exagerado la ofensa y no habría tratado a la niña con más dureza de la necesaria, y esta sensación aumentaba cada vez que la encontraba mirándolo con una triste expresión de asombro en los ojos, como un animal al que se ha reprendido. Más tarde, mientras paseaba entre los pupitres vigilando la tarea de cada alumno, vio desde lejos que la niña, con la cabeza agachada, movía los labios como si repasara la lección y que después, echando un vistazo a la clase para asegurarse de que nadie la miraba, se santiguaba a toda prisa. Pensó que tal vez era el colofón de una plegaria por el perdón de sus pecados y, acordándose de que la habían educado unos padres, se le ocurrió una idea. Despidió a los niños unos minutos antes de la hora para poder hablar con ella a solas antes de que llegara el señor Hoover.

Le preguntó por el incidente de la zapatilla y ella le aseguró que le quedaba grande y que se le caía a menudo “así”, y se lo demostró con hechos; el maestro aprovechó entonces la ocasión:

—Pero dime, cuando estabas con el padre y se te caía la zapatilla, no esperabas que te la pusiera él, ¿verdad?

Concha lo miró con coquetería y después dijo triunfalmente:

—¡Ah, no! Pero es que él era cura y usted es un caballero joven.

Con todo, después de semejante audacia, lo único que se le ocurrió recomendar al señor Hoover fue que le cambiara las zapatillas a la niña, que no le pusiera el velo sujeto con la rosa y que se lo cambiara por un gorrito. Por lo demás, tendría que confiar en las circunstancias. Mientras el señor Hoover (que, con un gran optimismo paternalista, dijo que ya se apreciaba mejoría en la niña) la ayudaba a montar, el maestro se dio cuenta de que ella esperaba que fuera él quien tuviera ese detalle de cortesía y que por eso lo miraba con una expresión de reproche.

—A veces los santos padres me dejaban cabalgar con ellos en la mula —dijo, inclinándose en la silla hacia el maestro.

—¿Qué dices, señorita? —replicó el protestante señor Hoover, aguzando el oído—. Tú limítate a prestar atención a las doctrinas del señor Brooks y olvídate de los papistas —añadió, mientras se alejaban, firmemente convencido de que el maestro había comenzado la tarea de convertirla.

Al día siguiente el maestro hubo de descubrir que su escuela se había hecho famosa. No sabía qué exageraciones ni qué fantasías habrían contado los niños a sus padres en casa, pero el caso es que todo el distrito parecía tener de pronto un interés desbordante por las cosas y las personas de la escuela. Algunos ya habían ido de visita al rancho de los Hoover para conocer a la bonita hija adoptiva de la señora. El maestro, cuando se iba hacia la escuela, se había encontrado con algunos leñadores y carboneros paseando por el camino de herradura que partía de la carretera principal. Dos o tres padres acompañaron a sus hijos a la escuela so pretexto de que solo querían ver qué tal iban progresando Aramanta o Tommy. Mientras la clase se llenaba, pasaron varias caras desconocidas por las ventanas o se pegaron audazmente a los cristales. No se había visto una reunión tan multitudinaria en la pequeña escuela desde el otoño anterior, cuando se celebró en ella una reunión política. Y el maestro vio con cierta inquietud que muchas de las caras eran las mismas que había visto emocionarse en los brillantes períodos del coronel Starbottle, “el veterano de la democracia”.

Porque no podía cerrar los ojos a la realidad: no venían por pura curiosidad, para ver algo nuevo y extraordinario, ni simplemente por apreciar lo bello o pintoresco; y ¡ay!, menos aún por los progresos de la educación. Conocía a las personas entre las que vivía y comprendió que, de alguna forma misteriosa, esos emigrantes del suroeste, que habían traído prejuicios heredados a este “estado libre”, habían sacado a colación la cuestión fatídica del color. Unas pocas palabras lo convencieron de que los infelices niños habían descrito el color de su nueva compañera de maneras distintas, y sus mayores creían que ese maestro “norteño”, con la ayuda y la incitación del capital en la persona de Hiram Hoover, había admitido a una “fulana negra”, a una “chica china” o a una “niñita india” en la escuela para que compartiera privilegios educativos con sus hijos “blancos puros”, exponiendo así a la contaminación a los vástagos de hombres libres en su propia casa. Logró convencer a muchos de que la niña era de origen español, pero la mayoría prefería verlo con sus propios ojos y se demoraron por los alrededores con este propósito. Llegó la hora de que apareciera, y pasó, y entonces temió de repente que tal vez no fuera, que tal vez, en vista del revuelo, los compatriotas del señor Hoover lo hubieran persuadido de que la retirase de la escuela. Pero enseguida se le pasó la aprensión al oír unas leves aclamaciones en el camino de herradura, y al momento vio pasar por la ventana una pequeña comitiva y lo entendió todo. Evidentemente, los Hoover habían decidido dar mayor relevancia al carácter español de su prohijada. Concha, con falda negra de montar encima de los volantes, venía a lomos de un hermoso mustang pinto con brillantes arreos de plata y acompañada por un vaquero con chaleco de terciopelo, y el señor Hoover cerrando la marcha. Informó al maestro de que él solo venía para enseñar el camino al vaquero, que sería quien la acompañaría a la escuela a partir de ese día. No dio a entender si semejante despliegue se debía al alboroto o no: bástenos con saber que tuvo el efecto deseado. La falda de montar y los jaeces del mustang hicieron más atractivo el encanto de Concha y, aunque algunos todavía dudaban de sus orígenes, aceptaron a la niña con entusiasmo. Los padres presentes se enorgullecieron de este ascenso entre los compañeros de juego de sus hijos y, cuando desmontó en medio de las aclamaciones de estos, lo hizo con el aplomo de una reina.

El maestro fue el único que previó complicaciones en este general beneplácito dispensado a unos modales tan precoces. La recibió en silencio y, después de que la niña se quitara la falda de montar, le miró los pies y dijo:

—Me alegro de que te hayan cambiado las zapatillas; espero que este calzado te quede mejor que el otro.

La niña se encogió de hombros.

—Quién sabe. Pero ahora será Pedro, el vaquero, el que me ayude a montar cuando venga a buscarme.

El maestro interpretó este típico non sequitur como una alusión a su falta de galantería del día anterior, pero no se dio por aludido. Con todo, le agradó ver que se concentraba más en los estudios, aunque en general pasaba la lección con la lánguida indiferencia al aprendizaje intelectual propia de su raza. En algún momento se le ocurrió estimularla por medio de la vanidad personal.

—¿Por qué no puedes aprender tan deprisa como Matilda Bromly? Solo tiene dos años más que tú —le dijo.

—¡Ah, Madre de Dios! Entonces ¿por qué quiere ponerse rosas como yo? Y, con el pelo que tiene, no le quedan bien.

En ese momento el maestro se fijó por primera vez en que la mayor de las Bromly, halagando abiertamente a su ídolo, llevaba una rosa amarilla entre sus rizos pardos y, lo que es más, que el señorito Bromly, con un humor exquisito, se había puesto una zanahoria muy pequeña en la oreja para burlarse de su hermana. El maestro se la quitó al punto y, a modo de castigo, puso una suma más en la pizarra del gracioso, aunque ya la tenía bastante llena. Después volvió con Concha.

—Pero ¿no te gustaría ser tan lista como ella? Puedes serlo, solo tienes que aprender.

—¿Para qué quiero aprender? Fíjese, ella admira al chico alto, el de los Brown. ¡Ah, yo no lo quiero!

Sin embargo, a pesar de esa noble falta de ambición, parecía que Concha había absorbido la “admiración” de los chicos, mayores y pequeños por igual, e incluso, llegó a saber, la de muchos adultos del pueblo. Siempre había alguien merodeando por el camino de herradura a las horas de entrada y salida de la escuela, y el vaquero que la acompañaba se convirtió en objeto de envidia. Tal vez por este motivo el maestro se fijó en él. Era alto y delgado, con la cara lisa y sin ningún color determinado, pero, para asombro del señor Brooks, tenía los ojos de color gris azulado como la clase alta o castellana de los nativos de California. En posteriores averiguaciones descubrió que era hijo de uno de los viejos terratenientes españoles arruinados a los que los Hoover habían hipotecado las reses y las tierras, y que ahora retenían al hijo para controlar la “participación” en el ganado.

—Parece que le ha echado el ojo a esa chiquita tan guapa para casarse con ella cuando sea mayor de edad —dijo un pretendiente envidioso.

La niña siguió unos días cumpliendo las tareas escolares con la misma lánguida indiferencia y no volvió a transgredir las reglas normales. El señor Brooks tampoco insistió más en su inútil conversación. Pero una tarde, en medio del silencio y la concentración de la clase, se dio cuenta de que Concha había cambiado el libro de texto por otro y que estaba leyéndolo moviendo los labios, como un lector poco ducho. Le pidió que se lo enseñara. Echando chispas por los ojos y con las dos manos dentro del pupitre, ella se negó y se le enfrentó. El señor Brooks le pasó los brazos por la cintura y la levantó en silencio del asiento, mientras ella le clavaba los dientes en el dorso de la mano, pero se apoderó del libro. Dos o tres niños y niñas mayores se levantaron a mirar con viva curiosidad.

—¡Sentaos! —dijo el maestro, muy serio.

Volvieron a su sitio con cara de susto. El maestro se puso a mirar el libro. Era un librito de oraciones en español.

—¿Estabas leyendo esto? —le preguntó en su lengua.

—Sí. Y ¡usted no me lo va a impedir! —le espetó—. ¡Madre de Dios! ¡En el rancho no me dejan leerlo! ¡Me lo quitan! Y ahora ¡también me lo quita usted!

—Puedes leerlo cuando quieras y donde quieras, menos a la hora de estudiar tus lecciones —le contestó el maestro en voz baja—. Puedes guardarlo aquí, en tu pupitre, y leerlo a la hora del recreo. Ven a pedírmelo. Pero ahora no es momento de leerlo.

La niña lo miró con perplejidad, pero al momento, por un capricho de su naturaleza vehemente, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se puso de rodillas, cogió al maestro la mano que le había mordido y se la cubrió de lágrimas y besos. Él la retiró discretamente, levantó a la niña y la sentó en su sitio otra vez. Se oyó un murmullo en la clase, que terminó tan pronto como el maestro echó una mirada, y así concluyó el incidente.

A partir de entonces, a la hora del recreo cogía el libro y desaparecía con los niños; según averiguaría el señor Brooks después, iba a sentarse al resguardo de un castaño de Indias, donde nadie la molestaba, hasta que terminaba sus oraciones. Seguro que los demás obedecían alguna orden que les daba ella, porque nunca se habló fuera de la escuela ni del incidente ni de esta costumbre suya, y el maestro no se creía en la obligación de informar al señor ni a la señora Hoover. Si la niña era capaz de encontrar freno (aunque fuera por algún motivo supersticioso) a sus caprichos y a su precocidad, ¿por qué había él de interferir?

Un día durante el recreo reparó en que las vocecitas del bosque que rodeaba la escuela habían callado, unas vocecitas que lo acompañaban en su aislamiento de una forma tan agradable y acogedora como el canto de los compañeros de juegos de sus alumnos: los propios pájaros. Tanto silencio terminó por despertarle curiosidad e inquietud. Muy pocas veces se inmiscuía o participaba en los juegos y diversiones de los niños, porque recordaba lo incompatible que resultaba en esos momentos la intrusión de un adulto, por bien intencionada que fuera, incluso al niño menos crítico y más amable. Sin embargo, obedeciendo al sentido del deber, salió de la escuela y, para su gran asombro, no había nadie en el bosque y todo estaba en silencio. Se adentró un poco y le alivió oír unos aplausos a lo lejos y los inconfundibles suspiros de la melódica de Johnny Stidger. Siguiendo este sonido, llegó por fin a un pequeño claro entre sicomoros; los niños formaban un corro, y en el centro, con un pañuelo en cada mano, ¡Concha la triste!, ¡Concha la devota!, bailaba un fandango de la forma más extravagante: ¡la atrevida zamacueca!

Sin embargo, aunque el acompañamiento era inseguro, ella bailaba con una gracia, una precisión y una ligereza maravillosas; a pesar de las posturas insólitas y el seductor abandono, se movía con la alegría espontánea e inocente (tal vez lo parecía por lo pequeña que era) de una simple niña ante un público de niños. Como bailaba sola, representaba la parte del hombre y la de la mujer: se adelantaba, se retiraba, coqueteaba, rechazaba, embrujaba con artimañas y al final se entregaba, ligera e inmaterial como las sombras cambiantes que proyectaban sobre ellos las ramas de los árboles. El maestro miraba tan fascinado como preocupado. ¿Qué habría pasado si hubiera habido espectadores adultos? ¿Habrían visto los padres la actuación con la misma inocencia que la bailarina y sus pequeños espectadores? Le pareció necesario planteárselo después delicadamente a la niña. Y ella se enfadó, echaba chispas por los ojos.

—Ah, la zapatilla, prohibida. El libro de oraciones… no debía. El baile no es bueno. Todo está prohibido, la verdad.

Estuvo enfadada una breve temporada. Un día no fue a la escuela, ni el siguiente. Al final del tercero, el maestro fue al rancho de los Hoover.

La señora Hoover salió al vestíbulo a recibirlo; estaba cohibida.

—Le he dicho a Hiram que tenía que contárselo, pero no quería hasta estar segura. Concha se ha ido.

—¿Se ha ido? —repitió el maestro.

—Sí. Se ha escapado con Pedro. Se casaron ayer en la misión, con el cura católico.

—¿Esa niña se ha casado?

—No era una niña, señor Brooks. Nos engañaron. Mi hermano fue un tonto y los hombres no entienden estas cosas. Cuando vino aquí era una mujer adulta, según las costumbres y la edad de esos pueblos. Y eso era lo que me preocupaba.

Hubo una semana de agitación en Chestnut Ridge, pero, aunque los niños lamentaron haber perdido a Concha, el maestro se alegró de que no llegaran a entender por qué se había ido.

*FIN*


“A Pupil of Chestnut Ridge”,
Leslie’s Weekly
, 1901


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