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Una aventura del Pollo (1866)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Mujica Lainez

Carta de Anastasio el Pollo a su aparcero don Laguna, paisano de Bragado.

De la Sierra Tandilera
que por prudencia he ganao
y ande estoy a su mandao,
Laguna, siempre que quiera,
le lleva esta carta fiera
que he sudao al componer,
mi amigo el Rengo Soler,
pa que sepa que ando juido
y que mi disgracia ha sido
asunto de Lucifer.

El gaucho pobre no tiene
siguridá en esta tierra;
creamé, gane la Sierra,
es lo que más le conviene;
que si áura Mandinga viene
sin más a amostrar su cuerno
y a ordenar como Gobierno
y a toriar y a darse aires
por el propio Buenos Aires,
mejor se está en el Infierno.

Ya le conté la ocasión
en que vide a Satanás,
despachándose al compás
en el tiatro de Colón.
Por eso áura, de un tirón,
le escribo desde esta cueva,
pa referirle la nueva
ocasión en que lo vide,
y decirle que se cuide
no sea que el Diablo güelva.

¡Ay Laguna! ¿qué pecaos
negros hemos cometido
que Luzbel mesmo ha subido
y nos tiene acollaraos?
Yo vivía sin cuidaos
con mi tropa y mi majada,
áura no me queda nada,
¿por qué, voto a San Antonio?
por cruzarmelé al Demonio,
en un Café, de pasada.

Usté me conoce bien
y como sabe, amigaso,
soy incapaz de un bolazo;
creamé esta vez tamién.
Un día, en un almacén,
a un matrerito que hablaba
soltando cada guayaba
que a uno lo dejaba tieso,
casi le rompo el pescueso.
Pero le estoy dando taba.

Velay el caso, cuñao,
que me pasó en la ciudá.
Le juro que es la verdá.
Ya se me habrá santiguao.

Sucedió al día siguiente
de aquel en que nos topamos
y en el Bajo conversamos
cerquita de la corriente.
Nada más que una quincena
desde entonces se corrió
y mire qué güelta: yo
estoy como ánima en pena.

Perdí color, perdí peso,
discurseo como un loco,
y todo el cuerpo me toco
a ver si me falta un güeso.

Pues como le iba contando
ese día, de mañana,
me largué a cobrar mi lana
pa poder seguir tirando.

El negocio es con un gringo
lleno de güeltas, ¡canejo!
Si en mi inorancia lo dejo
me va a tomar por tilingo.

Siempre lo esperan visitas,
pero ese día, ¡zas! ¡tras!
me fui al Hotel de la Paz
a cobrar mis ovejitas.

¡Ah! ¡Cristo! ¡Me da una rabia
verlo florearse al inglés!
O dice: —Venga dispués,
o me abomba con su labia.

Esa vez cayó un Musiú
(que era el fondista barrunto),
con un jopo negro de unto
y me gritó: —¿Vulé vú?

Áhi me le puse amarillo
y mi asunto le espliqué.
Me contestó: —¿Vú vulé?
y yo le amostré el cuchillo.
¡Qué alfajor! Vale por cuatro.
Lo quiero como a mi potro.
Me refalaron el otro
de la cintura, en el tiatro.

En cuanto la lata vio,
el francés parló criollo.
Me dijo: —¿Musiú es el Pollo?
Espere aquí, cómo no…

Él se fue el gringo a buscar,
yo me quedé en la vedera.
¡Laguna, qué suerte fiera!
¿Por qué no pensé en dentrar?

Si dentro en vez de paviar
en la puerta de la fonda,
no tendría esta pena honda
ni este triste lagrimear.

Pero el destino es ansina:
siempre se burla del sonso
y le canta su responso
cuando usté ni lo imagina.

Aparcero, ¿no se acuerda
que frente al Hotel mentao
hay un Café muy sonao,
un poquitito a la izquierda?

Calle Cangallo, ¿la ve?
casi casi en Reconquista.
Afirme, cuñao, la vista y
encontrará mi Café.

Yo me divertí vichando
a la gente de copete
que en ese lugar se mete
cacariando y faroliando.

Había un famoso hembraje,
don Laguna, todo luces;
andaban como avestruces,
moviendo el fino plumaje.

Áhi estaba, algo caliente
por la ausiencia de mi socio,
¿y quién, en vez del negocio,
se apareció redepente?

A ver… ¿quién pudo bajar
por la calle de Cangallo?
¿Fue López, el paraguayo?…
No lo podrá devinar…

Eran tres. Vaya contando:
una mujer y dos hombres,
y si le digo sus nombres
creerá que estaba soñando.

Los vide doblar la esquina.
Dejuro, si no soy tal,
áhi mesmito me da el mal
y mi cuento se termina.

Los conocí, abatatao,
y me persiné, Laguna.
¡Voto a cristas! por fortuna
estaba a pie y no montao.

Porque si estoy en mi flete,
el colorao que ya sabe,
hoy sería herido grave
del corcovo que me mete.

A usté que es hombre projundo,
trabajao de tanto andar,
se lo puedo reclarar:
no era gente de este mundo.
¿A qué alargaré su cuita?
Sepa de una vez lo pior:
eran el Diablo, el Dotor
y la rubia Margarita.

¿Se almira? Yo no me almiro
de nada ya, don Laguna,
y si me bajan la luna
la uso de espejo y me miro.

Ella llevaba una capa
llena de moños azules,
con cintajos y unos tules
y con más tules de yapa.

Hacía unos golgoritos
la rubia, como un canario,
y perlas de millonario
le adornaban los deditos.

Ellos, los dos paquetones;
uno gordo y otro flaco;
las levitas color naco
y zapatos con tacones.

—¿Y cómo? —me dirá usté
¿la rubia no se murió?
Eso mismo pensé yo,
pero viva la encontré.

¡Y qué viva! ¡vivaracha!
Si se venía riyendo
de algo que le iban mintiendo
los hombres a la muchacha.

¿Hombres? Ansina les digo
pa facilitar lo que hablo,
aunque uno era el mismo Diablo,
y el otro, del Diablo amigo.
Visto de cerca, Mandinga
es petiso, no usa barba,
tiene el pelo como parva
y un airecito de gringo.

Se me había disfrazao
pero le pesqué el detalle:
no puede andar por la calle
con su traje colorao.

¿Y don Fausto? ¡vieraló
cuando llegaba a la fonda,
con una cara redonda
como vidrio de reló!

El Diablo nunca retoza
cuando algo persigue, m’hijo;
habían arreglao de fijo
comilona con la moza.

Ansina que se dentraron
y se me hicieron perdiz
en el Café de París,
y yo me quedé rezando.

Pensé dir a ver qué hacían,
dispués de cobrar mi lana,
pero se iba la mañana
y los gringos no volvían.

Me retobaba la idea
de la pobre rubiecita,
abandonada guachita
a una esistencia tan fea.

Ansí que, pa no hacer ruido,
áhi la rodaja empiné
de la espuela, y al Café
me largué como un suspiro.
Es un gran patio con una
fuente cantora lucida,
y una palmera metida
en un macetón, Laguna.

Pa disimular la cosa,
guardándome el entripao,
me puse medio al costao
de la palmera graciosa.

No había mucho parroquiano,
lo siento por el pulpero,
aunque colijo, aparcero,
que lo esquilan a un cristiano.

Vide unas mozas lindazas
sentaditas a una mesa,
con una doña muy gruesa
de dientes como tenazas.

Más allá vi un barrigón
que me pareció mamao,
y que anda siempre apurao
las mañanas de eleción.

Por fin, al lao de la fuente,
vi mi rubia y sus dos liones,
devorando sus porciones
y charlando a lo insolente.

Me acerqué despacio, ¡ah Cristo!
pronto a defender mi vida,
y buscando en qué comida
había puesto el Diablo el misto.

Porque yo estaba siguro,
y usté me dará razón,
que el Diablo en esa ocasión
iba a hacer algún conjuro;
o a mezclarle a la muchacha
algún polvito secreto.
¿Por qué no se estará quieto
en vez de enseñar la hilacha?

Atrás de cuatro tablones
forraos en seda rubí,
felizmente me escondí
pa oír las conversaciones.

En eso empezó una balsa
que un violonista tocó,
y el Demonio le sirvió
a la inocente una salsa.

Áhi mesmo un brinco pegué
con gran chas-chás de lloronas,
y ante el Malo y las personas
redepente me planté.

—¡No pruebe ese beberaje!
Le rogué a la pobre rubia,
y la salsa como lluvia
se le derramó en el traje.

Don Fausto estiró una mano
y soltó una chillería,
en algo que parecía
francés, inglés o italiano.

Se me pasaron los miedos,
si lo agarro, lo apuñalo;
y cuadrándomele al Malo
le hice la cruz con los dedos.

¡Ahijuna! ¡Viera, compadre,
cómo reculó en su silla,
con una jeta amarilla,
llamándome hijo de… madre!
¡Qué modo de andar la bola
y qué lío el Diablo armó,
gimiendo como si yo
le hubiera pisao la cola!

—¡Viva Mitre! —en su vecina
mesa gritaba el mamao,
y yo que ya estaba alzao
le retruqué: —¡Viva Alsina!

A la rubia le dio el mal
y se tumbó, toda blanca.
El barrigón de la tranca
patiaba como bagual.

Alguno habrá dao parte,
Laguna, porque al segundo
con cara de fin del mundo
se presentó un Comendante.

Traiba un corvo su mercé
y a más una milicada
con la que cerró la entrada,
y me ordenó: —¡Entrieguesé!

Quise ablandarlo al milico,
pero la razón del pobre
¡ya se sabe! vale cobre
y vale oro la del rico.

Áhi no más me puso preso,
mientras el Diablo canalla
revoliaba una pantalla
y comentaba el suceso.

Me hierve la sangre, hermano
si pienso que todo el día
me tuvieron en crujía.
¿Pa qué seré ciudadano?
Al otro que pené ansina
vino Estanislao del Campo,
llegao recién del campo
de orden del Dotor Alsina.

Me dio tabaco y papel,
me dijo: —Estáte tranquilo,
no seás bruto, guardá estilo,
vi a hablar con el Coronel.

Salí una hora más tarde,
y el propio Ño Estanislao
se riyó y dijo: —Cuñao,
pucha que el Diablo es cobarde…

Ya no quise saber más
del asunto de la lana,
quedará para mañana
o nunca, ¡déjenme en paz!

Ensillé mi parejero
y apunté rumbo a la Sierra.
Aquí a lo menos la guerra
no es con el Diablo, aparcero.

Hay malevos, más de tres,
y su trato no conviene,
pero si Mandinga viene
no podrá llamar al juez.

Creamé: güelva al Bragao,
dispare de Buenos Aires
que hay chamusquina en el aire;
monte en su overo rosao.

Ya se me termina el rollo.
Si el Diablo es autoridá,
¿quién se queda en la ciudá?

Lo abraza:

Anastasio el Pollo

*FIN*


Misteriosa Buenos Aires, 1950


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