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Una cacería de patos silvestres

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

—¿Quiere que vayamos a Lyove, señor? —me propuso un día Jermolai—. Allí vamos a encontrar muchos patos.

Accedí, a pesar de que no me atraía mucho tal clase de caza.

Lyove es una importante aldea de la estepa, dominada por la cúpula de su vieja iglesia, y tiene dos molinos a la orilla del Rossola, riachuelo que corre no lejos del camino y atraviesa grandes pantanos.

A cierta distancia de la aldea, este riachuelo forma un estanque, en medio del cual hay islotes formados por junqueras. Viven y se multiplican allí patos salvajes de todas las especies. Vuelan en pequeñas bandas por encima de sus abrigos vegetales, y el cazador más perezoso no resiste las ganas de dispararles un tiro al vuelo.

Como el pato, en su prudencia, no se aproxima a la orilla y los perros no se arriesgan a meterse en las aguas cenagosas y llenas de vegetación, fuimos a proveernos de un bote. Volvíamos a la aldea, cuando en un rodeo del camino hallamos un perro de aspecto bastante mísero. Lo seguía un cazador que llevaba su escopeta en bandolera.

Se olieron los perros, como acostumbran, y el hombre nos saludó cortésmente. Tenía unos veinticinco años. Largos cabellos alisados con “kwass” pendían en mechas tiesas alrededor de su cara y llevaba atada una pañoleta, como si tuviese dolor de muelas. Con un tono muy insinuante me dijo:

—¿Quiere aceptar mis servicios? Me llamo Vladimiro y soy cazador en estos parajes. Supe de su llegada y me apresuré a venir.

—Aceptado. Venga usted con nosotros.

Me refirió su historia enseguida. Había sido “dworoin”, pero obtuvo su libertad. Sirvió como camarero, sabía leer y escribir y hasta había leído algunas novelas. Desgraciadamente, lo mismo que muchos en su caso, no trabajaba y no tenía un “kopeck”. Aunque se hubiese visto obligado a contar solamente con el maná del desierto, no habría sido más pobre. Se escuchaba y quería tener un continente distinguido, lo que dejaba suponer que procuraba gustar al bello sexo y que sus conquistas eran fáciles, porque las muchachas rusas adoran a los que hablan bien.

Me hizo entender, afectando que no tenía tal intención, que lo recibían muchos propietarios de los alrededores, que solía jugar a los naipes en casas de su ciudad y que conocía a personas de la capital.

Tenía varias sonrisas a su disposición. Cuando me escuchaba, aclaraba sus labios una sonrisa modesta y contenida. No me contradecía, pero su actitud expresaba que él también comprendía las cosas, aunque a su manera. Jermolai lo tuteaba, pero Vladimiro le respondía con tan graciosa política, sin tutearle, que cualquier otro hubiera advertido la lección de urbanidad.

—¿Le duelen a usted las muelas? —pregunté a Vladimiro.

—No. Un accidente de caza. Un amigo, cazador novicio, vino a pedirme que lo llevase a cazar, porque deseaba vivamente conocer esta diversión. Por no desairarlo accedí, lo llevé conmigo, le presté una escopeta. Después de caminar algo, me senté bajo un árbol, y él se entretenía en apuntarme, a pesar de mis observaciones. Salió el tiro y me llevó una parte del mentón y el índice de la mano derecha.

Ya estábamos en Lyove. Jermolai y Vladimiro se echaron en busca de un hombre llamado Sutchok, que poseía un bote chato.

Los esperé en el cementerio que rodea la iglesia. Mientras me paseaba, llamó mi atención un fragmento de columna ennegrecido por el tiempo. Me acerqué. Tenía cuatro inscripciones. Una decía, en francés: “Aquí yace Theóphile Henri, conde de Blangy.” Otra en ruso: “Aquí reposa el cuerpo del conde de Blangy, súbdito francés, nacido en 1737, muerto en 1799, a la edad de 62 años.” Una tercera: “Paz a sus restos.” La última ostentaba frases pomposas para recordar que el conde de Blangy, expulsado de su país por los tiranos, había venido a refugiarse en Rusia y se había consagrado a la educación de la juventud.

Hacía rato que meditaba junto a la tumba, cuando Jermolai y Vladimiro volvieron acompañados de Sutchok.

Tendría sesenta años por lo menos, y me dio la impresión de ser un “dvorovi” jubilado. Venía descalzo; su traje denunciaba mucha miseria.

—¿Tienes un bote? —le pregunté.

—Sí, pero no es gran cosa —me respondió en voz baja y fatigada.

—¿Cómo es eso?

—Está lleno de agujeros y se han caído los tapones de estopa que tenía.

—Volveremos a ponerlos —interrumpió Jermolai.

—Como quieras —repuso Sutchok.

—¿En qué te ocupas?

—Soy pescador señorial.

—Si es así, ¿por qué tienes tu bote en mal estado?

—Porque no hay peces en el estanque.

—A los peces no les gusta el agua de los pantanos —dijo Jermolai con acento de hombre entendido. Yo le dije:

—Busca sebo y estopa. Sin esta precaución tendríamos que zambullirnos luego a luego.

—La misericordia divina es grande —respondió Vladimiro, de cuyo coraje no estaba seguro—. Pero el estanque no ha de ser muy hondo.

—No —repuso Sutchok—, pero hay en el agua una vegetación tupida y un lodo espeso, y también agujeros.

—En tal caso no podremos remar —sugirió Vladimiro.

—No se rema con un bote chato; se le va empujando. Yo iré con ustedes, tengo una percha y, además, puede llevarse una pala.

—Pero con una pala no se tocará el fondo en algunos sitios —observó Vladimiro.

—La verdad que no sería cómodo —consintió Sutchok.

Me senté a esperar sobre una tumba. También se sentó Vladimiro, pero con muestras de respeto, a poca distancia de mí. Sutchok permaneció en pie, la cabeza inclinada hacia adelante y las manos a la espalda, como acostumbran los sirvientes rusos. Le pregunté

—¿Desde cuándo eres pescador?

—Desde hace siete años —repuso con satisfacción.

—¿De qué te ocupabas anteriormente?

—Era cochero.

—¿Preferiste dejar ese empleo?

—Fue la señora quien me hizo cambiar.

—¿Quién es la señora?

—Se llama Elena Timoferivna. Nos compró hace poco; es una dama gruesa, ya no joven.

—¿Y cómo te hiciste pescador?

—Mi señora vive ordinariamente en Tambof; llegó un día aquí y ordenó que se reunieran todos los “dvorovi” en el patio. Nos pasó revista. Uno le besó la mano y, como eso pareció gustarle, todos hicieron lo mismo. A cada uno le preguntó su nombre y el trabajo que tenía en la propiedad. Cuando me llegó el turno me preguntó: “Y tú, ¿qué hacías?” “Soy cochero.” “¡Oh, qué cochero tan feo! —exclamó riendo—. Tienes mala traza para cochero. Serás pescador y me suministrarás el pescado cuando esté aquí. Cuida bien el estanque.” Y se alejó. ¿Cómo quieren que haga lo que me pidió, si no hay peces?

—¿Dónde estabas antes?

—Con el propietario Serguei Sergueich Peckteref. Le habíamos tocado en herencia. Pero solo nos conservó diez años. Allí era cochero en el campo.

—¿Eras cochero desde niño?

—No, lo fui con Serguei Sergueich. Anteriormente era cocinero, pero no en la ciudad; en la campaña siempre.

—¿Cuándo te hiciste cocinero?

—Cuando estuve en casa del tío de Serguei Sergueich, Atanasio Nefedich, que había comprado Lyove y se lo había dejado en herencia.

—¡Ah!, ¿de suerte que Atanasio Nefedich te compró?

—A Tatiana Vassilevna.

—¿Cuál es tu verdadero nombre?

—Kusma.

—¿Has sido cocinero mucho tiempo?

—No, también he sido actor.

—¡Imposible!

—De verdad, sí. Nuestra ama había organizado un teatro. Se me hacía vestir hermosos trajes, caminaba o me sentaba y repetía lo que me enseñaban a decir. En cierta ocasión hice de ciego; me habían metido no sé qué bajo los párpados, para que los tuviese cerrados. Me volvieron a apandar a la cocina, después, porque mi hermano se había escapado. Cuando estaba con el padre de Tatiana Vassilevna, también fui picador.

—¡Vaya! ¿Llevabas los perros en la cacería?

—Sí. Ahora bien: un día me caí del caballo, el animal quedó herido y como castigo a mi torpeza me colocaron en casa de un zapatero.

—¿De aprendiz? Tú ya no serías un niño.

—Tenía veinte años, creo.

—¿Cuándo aprendiste a cocinar?

—Eso no se aprende; por eso todas las mujeres saben cocinar.

Al decir esto levantó hacia mí su cara chica, amarilla y arrugada.

—¡Pobre Kusma! ¡Cuántas cosas has visto en tu vida!

—No puedo quejarme. Andrés Pupir, viejo como yo, tiene que fabricar papel.

—¿Eres casado?

—No, nunca fui casado. Tatiana Vassilevna no quería casamientos. Cuando se le pedía permiso para contraer matrimonio, respondía: “Dios me guarde; soltera me he quedado yo. ¿Qué les impide hacer lo que yo?”

—Me imagino que tienes algún salario.

—No, señor; se me da una ración. Pero yo no me quejo.

Volvió Jermolai en ese momento y declaró con brusquedad:

—El bote está listo.

Y dirigiéndose al viejo:

—Y tú, trae una percha.

Durante el anterior diálogo, Vladimiro no había dejado de mirar a Sutchok con expresión de lástima.

—¡Qué idiota! —me dijo luego—. Todo lo que nos dice es falso. ¿Cómo quiere que haya sido “dvorovi” semejante ignorante? ¡Qué jactancia! No es digno de la bondad que usted le ha demostrado.

Dejamos los perros al cochero, que los encerró en una “isba”, y nos embarcamos. Íbamos algo apretados, pero cuando se va de caza no se exigen comodidades. Sutchok, atrás, hacía andar el bote, yo estaba sentado en una tabla, hacia el medio, al lado de Vladimiro, y Jermolai iba en la proa.

Apenas nos habíamos alejado de la orilla, ya teníamos agua hasta los tobillos. Con poca fortuna hizo Jermolai el carenaje. Pero como el tiempo era bueno y el estanque estaba tranquilo, no nos inquietamos por ello. Según dijera Sutchok, el fondo del estanque estaba lleno de variada vegetación y la pértiga salía a la superficie con toda clase de plantas. Las raíces de los nenúfares y de los lirios de agua estorbaban el avance del bote; formaban como una malla alrededor de nosotros. Finalmente llegamos a los islotes y comenzó la caza.

Pánico general entre los patos. Nuestra brusca aparición los hizo volar ruidosamente. Cada tiro dejaba una víctima. El ave herida paraba su vuelo, daba en los aires una voltereta y caía en el agua. Perdimos muchas piezas, porque los patos apenas heridos se sumergían y escapaban, y otros iban a morir en medio de los juncos tupidos, donde el ojo ejercitado de mi cazador no conseguía señalarlos.

De todos modos nuestra caza fue abundante y al cabo de algunas horas el bote se iba hundiendo bajo el peso del botín. Jermolai observó con alegría que Vladimiro era un mal tirador. Cada vez que fallaba su disparo, hacía un gesto de sorpresa, miraba su escopeta, soplaba en el caño y siempre hallaba motivo que pudiese explicar lo que no era sino torpeza.

Jermolai fue hábil, como de costumbre, y yo me porté bastante bien. Sutchok nos miraba con la impasibilidad de un servidor habituado a los amos. A veces gritaba, viendo caer un ave: “¡Otro patito más!” Y muy contento se rascaba los omóplatos con ese modo peculiar de los campesinos rusos.

Se hizo tarde y fue necesario volver a la orilla y poner fin a nuestras hazañas. Pero esta partida de placer terminó con una mala ventura.

Desde que advertimos que el bote hacía agua, Vladimiro la echaba afuera con una escudilla. Eso anduvo bien durante cierto tiempo. Pero al caer la tarde los patos, como si hubieran querido desazonarnos, volaban por encima de nuestro bote en tal número que olvidamos nuestra situación. Nos costó caro. Al querer atrapar un pato herido, Jermolai se inclinó de tal modo que su peso hizo zozobrar la embarcación, que se fue a fondo. En dos segundos nos vimos sumergidos en el agua hasta el pescuezo, circundados por los patos que con tanto trabajo habíamos cazado.

No puedo dejar de reírme cuando recuerdo las caras deplorablemente cómicas que tenían mis compañeros de infortunio. Sin duda, también mi facha era lamentable. Sin embargo, cuando ocurrió el accidente, no estaba para bromas. Cada uno había dado un grito de espanto y alzado la escopeta, instintivamente, por encima de su cabeza. Sutchok, habituado a imitar a todo el mundo, también alzaba su pértiga.

Jermolai fue el primero en romper el silencio.

—¡Maldición! —gritó escupiendo al agua, como hacen los rusos de clase inferior como expresión de despecho y desprecio. Y mirando a Sutchok, añadió:

—¡Tú, viejo diablo, tienes la culpa!

Luego, furioso, encarándose con Vladimiro:

—Y tú, animal, ¿qué dices ahora? Debías haber sacado toda el agua, tú, tú, tú…

Vladimiro había perdido su elocuencia. Temblaba, daba diente con diente, parecía loco. No solo había olvidado su facundia, sino también su dignidad. Yo tocaba con los pies el bote.

En el momento de nuestra zambullida el agua me pareció muy fría, pero a la larga dejé de notarlo. Cuando me repuse algo, miré a mi alrededor; cerca de nosotros la masa de juncos ligeros, y más allá, lejos, la aldea.

—¿Qué haremos ahora? —pregunté a Jermolai.

—Vamos a ver. No es cosa de pasar aquí la noche.

Y dirigiéndose con dureza a Vladimiro:

—Tú, toma mi escopeta.

Vladimiro, sin decir una palabra, obedeció humildemente. Jermolai continuó:

—Voy a buscar un vado, si lo hay.

Y convencido de que sí lo había, y tanteando con la pértiga de Sutchok, caminó resueltamente en dirección a la orilla. Yo le grité:

—¿Sabes nadar?

—Ni por asomo —repuso, mientras desaparecía entre los juncos.

—Se ahogará —dijo fríamente Sutchok.

Este se había repuesto completamente del susto. Y ahora, al ver que no estábamos enojados contra él, había recobrado su impasibilidad. Y solo de cuando en cuando soltaba alguna exclamación.

Vladimiro, entonces, me dijo que a su juicio mi cazador se exponía inútilmente.

Jermolai, al cabo de algunos minutos, ya no respondía a los gritos que le dábamos de vez en cuando. O habíamos dejado de oírlo.

Sonó el toque de oración en la aldea. Después el silencio a nuestro alrededor se hizo absoluto. Evitábamos mirarnos.

A cada instante volaban patos salvajes por encima de nosotros. Buscaban un sitio donde posarse. Pero, al vernos, remontaban otra vez el vuelo, lanzando roncos gritos. Nos entumecíamos. Una hora transcurrió después de la partida de Jermolai. A Sutchok se le cerraban los ojos, cómo si tuviese sueño. Yo había perdido las esperanzas, cuando reapareció Jermolai.

—¿Has encontrado algo? —le pregunté.

—Vuelvo de la orilla. Encontré un vado. Vengan.

Antes de hacernos pasar, Jermolai sacó de su bolsillo una cuerda, con la que ató los patos que flotaban a nuestro alrededor. Luego sujetó la cuerda con los dientes y tomó la delantera. Vladimiro le seguía. Yo en segundo lugar, Sutchok el último. La distancia que nos separaba de la orilla era más o menos un cuarto de “versta”. Jermolai avanzaba resueltamente sin vacilación; se sabía de memoria los menores accidentes de este nuevo camino y de tiempo en tiempo gritaba:

—¡Por la izquierda! —o bien—: ¡Cuidado que hay un agujero! ¡Más a la derecha!

A veces el agua nos llegaba a la boca. Sutchok, el más bajo de nosotros, se hundía, con peligro de ahogarse; se debatía, tragaba agua. Jermolai le gritaba severamente.

—¡Ánimo, ánimo, adelante!

Y esforzándose, y estirándose, el pobre viejo iba ganando terreno. Debo advertir que en ningún momento la turbación le hizo olvidar las conveniencias hasta el punto de prenderse a mi chaqueta. Llegamos sanos y salvos a la orilla, empapados hasta los huesos, como puede imaginarse, cubiertos de greda, barro, hierbas; estábamos irreconocibles.

Dos horas después, en una granja, más o menos lavados, nos disponíamos a la cena, con gran apetito. El cochero, hombre de mucho reposo, obsequiaba con rapé al viejo Sutchok, que lo tomaba con frenesí.

Vladimiro estaba melancólico, inclinada la cabeza. Jermolai limpiaba las escopetas. Husmeaban los perros una sopa de avena que se cocía para ellos, y movían alegremente el rabo. En el establo, los caballos piafaban y relinchaban sintiéndonos.

FIN


Relatos de un cazador, 1852


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