Una casa de flores
[Cuento - Texto completo.]
Truman CapoteOttilie hubiese tenido que ser la chica más alegre de Port-au-Prince. Como le dijo Baby, piensa en todas las cosas de las que puedes enorgullecerte. ¿Como cuál?, dijo Ottilie, porque era vanidosa y le gustaban los cumplidos más que la carne de cerdo o los perfumes. Como el ser tan guapa, dijo Baby: tienes una tez adorablemente clara, y hasta los ojos casi azules, y una cara preciosa, encantadora; y no hay en toda la calle ninguna chica con clientes tan asiduos como tú, y siempre dispuestos a pagar toda la cerveza que seas capaz de beberte. Ottilie admitió que eso era cierto, y sonriendo siguió haciendo recuento de sus tesoros: tengo cinco vestidos de seda y unos zapatos de satén verde, tengo tres dientes de oro que valen treinta mil francos, quizás Mr. Jamison o alguien así me regale otro brazalete. Pero, Baby, gimió, y fue incapaz de expresar su insatisfacción.
Baby era su mejor amiga; tenía, además, otra amiga: Rosita. Baby era redonda como una rueda; sus anillos de baratija le habían dejado círculos verdes en varios de sus dedos gordos, tenía los dientes tan negros como tocones quemados, y cuando reía sus carcajadas se oían desde el mar, o eso al menos contaban los marineros. Rosita, la otra amiga, era más alta que la mayoría de los hombres, y más fuerte; de noche, cuando se acercaban los clientes, balbuceaba con una vocecilla de muñeca tonta, pero de día caminaba a grandes zancadas y su voz adquiría un timbre barítono de militar. Las dos amigas de Ottilie eran de la República Dominicana, y consideraban que esta circunstancia era motivo suficiente para sentirse muy superiores a las mujeres de este país más oscuro. Pero no les importaba que Ottilie fuese aborigen. Tienes mucho cerebro, le decía Baby, y no hay duda de que a Baby le encantaba la gente con cerebro. Ottilie temía a menudo que sus amigas descubriesen que no sabía leer ni escribir.
Vivían y trabajaban en una casa tambaleante, estrecha como la aguja de una iglesia, con frágiles balcones rebosantes de buganvilla. Aunque no tenía un cartel que lo dijera, se llamaba Champs-Elysées. La madame, una inválida con aspecto de solterona asmática, la administraba desde una habitación del primer piso en la que permanecía encerrada, acunándose en una mecedora y bebiendo de diez a veinte Coca-Colas diarias. En conjunto, había ocho chicas trabajando para ella; aparte de Ottilie, ninguna de ellas contaba menos de treinta años. Por la noche, cuando las chicas se reunían en el porche para charlar y agitar abanicos de papel que aleteaban en el aire como polillas delirantes, Ottilie parecía una niña deliciosamente soñadora, rodeada por sus hermanas, mayores y más feas.
La madre de Ottilie había fallecido, y su padre era un plantador que había regresado a Francia, y la niña había sido criada por una tosca familia de campesinos cuyos hijos, cuando aún eran adolescentes, se habían acostado con ella en algún rincón verde y sombreado. Tres años atrás, cuando ella acababa de cumplir los catorce, bajó por primera vez al mercado de Port-au-Prince. Era un viaje de dos días y una noche, y Ottilie lo hizo cargando un saco de grano que pesaba cuatro kilos; para aliviar el peso, dejó que cayera un poco de grano, después otro poco más, y cuando llegó al mercado ya no le quedaba casi nada. Ottilie se puso a llorar pensando en lo mucho que se enfadaría la familia cuando regresara a casa sin el dinero obtenido por el grano; pero no estuvo llorando mucho rato: un hombre encantador la ayudó a secar sus lágrimas, compró su silencio por un pedazo de coco, y después la acompañó a ver a su prima, que era la dueña del Champs-Elysées. Ottilie no daba crédito a su buena suerte; la música de la sinfonola, los zapatos de satén y los hombres que pasaban el rato bromeando le parecieron tan extraños y maravillosos como la bombilla eléctrica de su habitación, que Ottilie no se cansaba nunca de encender y apagar. Enseguida se convirtió en la chica más famosa de la calle, la madame pudo pedir por ella el doble que por las demás, y Ottilie fue envaneciéndose cada día más; podía pasarse horas posando ante el espejo. Casi nunca se acordaba de las montañas; sin embargo, al cabo de tres años, todavía le pesaba mucho su pasado: era como si los vientos de las montañas aún le azotaran el rostro, y todavía no se le habían suavizado sus marcadas caderas ni tampoco las plantas de los pies, duras como la piel del lagarto.
Cuando sus amigas hablaban de amor, de los hombres a los que habían amado, Ottilie se ponía tristona: ¿Cómo os enteráis de que os habéis enamorado?, les preguntaba. Ah, decía Rosita, con mirada desfalleciente, es como si te hubiesen echado pimienta en el corazón, como si unos pececillos nadaran por tus venas. Ottilie decía que no con la cabeza; si Rosita estaba diciendo la verdad, ella no había estado nunca enamorada, porque jamás había sentido nada parecido por ninguno de los hombres que frecuentaban la casa.
Esto la turbaba de tal manera que finalmente decidió ir a consultar a un houngan que vivía en las colinas que dominaban la ciudad. A diferencia de sus amigas, Ottilie no había clavado ninguna imagen cristiana en las paredes de su habitación; no creía en Dios, sino en muchos dioses: los de la comida, la luz, la muerte, la ruina. El houngan estaba en contacto con esos dioses; guardaba sus secretos en el altar, alcanzaba a oír sus voces en el ruido de las calabazas, podía dispensar sus poderes por medio de ciertas pócimas. Hablando a través de los dioses, el houngan le transmitió este mensaje: tienes que cazar una abeja, le dijo, y retenerla dentro de la mano… Si no te clava su aguijón, llegará el día en que sabrás que has encontrado el amor.
Cuando regresaba a casa se acordó de Mr. Jamison. Era un norteamericano cincuentón que tenía algo que ver con unas obras de ingeniería. Los brazaletes de oro que tintineaban en sus brazos eran regalos de él, y, mientras pasaba junto a una valla nevada de madreselva, Ottilie se preguntó si no estaría al fin y al cabo enamorada de Mr. Jamison. Negras abejas revoloteaban por la madreselva. De un valiente manotazo, Ottilie cazó una abeja que dormitaba en una flor. Su aguijonazo fue como un golpe que la tumbó de rodillas; y así, arrodillada y llorando, permaneció hasta que llegó un momento en que ya no supo si la abeja la había picado en la mano o en los ojos.
Con la llegada de marzo comenzaron los preparativos de carnaval. En el Champs-Elysées las chicas cosían sus disfraces; las manos de Ottilie permanecían ociosas, porque había decidido no disfrazarse. En los bulliciosos fines de semana, mientras los tambores saludaban la aparición de la luna, ella permanecía sentada a su ventana, mirando distraída los grupos de gente que pasaba cantando, bailando y redoblando los tambores por la calle; y oyendo los silbidos y las risas sin sentir el más mínimo deseo de participar en la algarabía. Cualquiera diría que tienes mil años, le decía Baby, y Rosita le dijo: ¿Por qué no vienes con nosotras a la pelea de gallos, Ottilie?
No se refería a una pelea corriente. Habían acudido de todos los rincones de la isla numerosos concursantes cargados con sus gallos más fieros. Ottilie pensó que tampoco era como para no ir, y se puso sendas perlas en las orejas. Cuando llegaron el concurso ya había empezado; en una enorme tienda de lona, gritaba y sollozaba una oceánica multitud, mientras que otra multitud, la de los que no habían podido entrar, se amontonaba en los alrededores. A las chicas del Champs-Elysées no les costó ningún esfuerzo entrar en la tienda: un policía que era amigo de ellas les abrió paso y les hizo sitio en uno de los bancos de primera fila. Los campesinos que estaban sentados a su alrededor parecían azorados al verse en compañía de mujeres tan elegantes. Observaron tímidamente las uñas pintadas de Baby, los brillantes incrustados de las peinetas de Rosita, los destellos de las perlas que adornaban los pendientes de Ottilie. Pero las peleas eran muy emocionantes, y pronto se olvidaron de aquellas señoras; a Baby le fastidió esta circunstancia, y sus ojos giraron hacia todos lados buscando miradas que la observasen. De repente le dio un codazo a Ottilie. Ottilie, le dijo, tienes un admirador: fíjate en ese chico de ahí, te mira como si fueses un refresco con mucho hielo.
Al principio, Ottilie pensó que debía de ser algún conocido, porque estaba mirándola como si ella pudiera reconocerle; pero ¿cómo iba a conocerle ella si jamás había visto ningún ser tan bello, con unas piernas tan largas y unas orejas tan pequeñas? Ottilie supo que era un montañés: su sombrero de paja y el desteñido azul de su camisa se lo garantizaban. Era un joven de color jengibre, con la piel brillante como un limón y suave como una hoja de guayabo, y el porte de su cabeza poseía la misma arrogancia que el ave roja y negra que sostenía con sus manos. Ottilie estaba acostumbrada a dirigir sonrisas osadas a los hombres; pero en ese momento su sonrisa era incompleta, se le pegaba a los labios como unas migas de pastel.
Al cabo de un rato hubo un descanso. Despejaron la arena, y todos los que consiguieron meterse en ella se pusieron a bailar y saltar al ritmo de las canciones de carnaval que interpretaba una orquesta de cuerda y percusión. Fue entonces cuando aquel joven abordó a Ottilie; ella se rió al ver al gallo colgado como un loro sobre su hombro. Lárgate de ahí, dijo Baby, enfurecida por el atrevimiento del campesino que había invitado a bailar a Ottilie, mientras que Rosita, en son de amenaza, se levantó para interponerse entre su amiga y el joven. Éste se limitó a sonreír, y dijo: Por favor, señora, me gustaría hablar con su hija. Ottilie notó que se la llevaban en volandas, que sus caderas rozaban las de él al ritmo de la música, y no le molestó en lo más mínimo, y permitió que el joven la condujera hasta la zona donde más se apretujaban los que estaban bailando. ¿Has oído eso, dijo Rosita, decir que yo era su madre? Y Baby, consolándola, le dijo en tono sombrío: ¿Y qué esperabas? Al fin y al cabo son unos aborígenes, los dos: cuando Ottilie regrese haremos como si no la conociésemos.
Pero resultó que Ottilie no volvió junto a sus amigas. Royal, así se llamaba el joven, Royal Bonaparte, dijo, le explicó que en realidad no quería bailar. Vayamos a pasear por algún sitio tranquilo, dijo, cógeme de la mano y yo te guiaré. A ella le pareció un chico raro, pero no se sentía rara con él porque todavía tenía las montañas metidas dentro, y él venía de las montañas. Con las manos unidas, y el iridiscente gallo balanceándose en los hombros del joven, salieron de la tienda y anduvieron perezosamente por un camino blanco, y después bajaron por un sendero en el que pájaros de luz solar aleteaban a través del verdor de las arqueadas ramas de las acacias.
Me sentía triste, dijo él, sin que su rostro reflejara tristeza. En mi pueblo, Juno es el campeón, pero los gallos de aquí son fuertes y feos, y si le dejase pelear me lo matarían. Así que volveré con él a casa y diré que ha ganado. ¿Quieres un poco de rapé, Ottilie?
Ella estornudó voluptuosamente. El rapé le trajo recuerdos de su infancia, y, por malos que hubieran sido aquellos años, se sintió tocada por la larga varita de la nostalgia. Royal, dijo Ottilie, espera un momento, quiero quitarme los zapatos.
Royal no llevaba zapatos; sus dorados pies eran delgados y airosos, y las huellas que dejaban eran como las de un animal delicado. ¿Cómo es, dijo él, que te he encontrado aquí, en este mundo de aquí, donde no hay nada bueno, y el ron es malo y todos son unos ladrones? ¿Por qué te he encontrado aquí, Ottilie?
Porque tengo que seguir mi camino, como tú, y aquí he encontrado un sitio. Trabajo en…, bueno, es una especie de hotel.
Nosotros tenemos tierras propias. Toda la ladera de una montaña, y en lo alto está mi casa, que es fresquísima. ¿Querrás venir allá conmigo?
Loco, dijo Ottilie, tomándole el pelo, loco, y se puso a correr por entre los árboles, y él la siguió, con los brazos abiertos al igual que si sostuviera una red. Juno, el gallo, abrió la llamarada de sus alas, cantó, voló a tierra. Las hojas ásperas y el terciopelo del musgo cosquillearon los pies de Ottilie mientras ésta avanzaba al ritmo sincopado del sol y la sombra; bruscamente, en mitad de un velo arcoiris de helechos, sintió el pinchazo de una espina y cayó. Hizo una mueca de dolor cuando él se la arrancó; Royal besó el punto donde se la había clavado, sus labios saltaron a las manos de Ottilie, a su garganta, y para ella fue como estar entre hojas flotantes. Respiró el olor de Royal, el oscuro y limpio olor a raíces de plantas, geranios, grandes árboles.
Ya basta, le suplicó Ottilie, aunque sin sentir lo que decía: solo que tras toda una hora con él le parecía como si su corazón estuviese a punto de reventar. Él se quedó quieto entonces, con la espesa mata de pelo apoyada en el corazón de Ottilie, y ella asustó a los mosquitos que se amontonaban sobre aquellos ojos dormidos, y acalló a Juno, pues el gallo andaba pavoneándose por allí, cantándole al cielo.
Mientras permaneció así, Ottilie vio a su antiguo enemigo, las abejas. Silenciosamente, en fila, como las hormigas, las abejas entraban y salían de un viejo tocón próximo a ella. Soltándose del abrazo de Royal y tras haberle alisado el suelo para dejar su cabeza, acercó una mano temblorosa hasta depositarla en el camino de las abejas, pero la primera en alcanzarla trepó a trancas y barrancas hasta su palma, y cuando ella cerró los dedos se abstuvo de hacerle daño. Contó hasta diez, solo para asegurarse, y luego, al abrir la mano, la abeja ascendió por los aires trazando espirales ascendentes y zumbando alegremente.
La madame les dio un consejo a Baby y a Rosita: Dejadla en paz, dejad que se vaya, regresará dentro de unas semanas. La madame habló con la calma de la derrota: pare retener a Ottilie le ofreció la mejor habitación de la casa, un diente de oro, una Kodak, un ventilador eléctrico, pero Ottilie ni siquiera vaciló, siguió metiendo sus cosas en una caja de cartón. Baby quiso ayudarla, pero lloraba tantísimo que Ottilie tuvo que impedírselo: seguro que traería mala suerte que cayeran todas aquellas lágrimas en el ajuar de una novia. Y a Rosita le dijo: Rosita, en lugar de estar ahí, retorciéndote las manos, sería mejor que te alegrases.
Apenas dos días después de las peleas de gallos, Royal cargó con la caja de Ottilie y se fue andando con ella al atardecer, camino de las montañas. Cuando se supo que ella se había ido del Champs-Elysées, muchos clientes cambiaron de local; otros, aunque siguieron siendo fieles al sitio de siempre, se quejaron de la poca alegría que había en el ambiente: hubo noches en que nadie quiso pagarles ni una sola cerveza a las chicas. Poco a poco todo el mundo acabó convencido de que Ottilie no regresaría; al cabo de seis meses, la madame dijo: Habrá muerto.
La casa de Royal era como una casa de flores; la glicina protegía el tejado, una cortina de viñas proyectaba sombra en las ventanas, los lirios florecían en el portal. Desde las ventanas se alcanzaba a ver los lejanos y débiles guiños del mar, pues la casa estaba en lo alto de una colina; aunque el sol quemaba, las sombras eran frescas. El interior de la casa permanecía siempre oscuro y frío, y en las paredes susurraban mal encoladas hojas de periódico verdes y rosadas. Había una sola habitación que contenía la cocina, un tembloroso espejo apoyado en una mesa de mármol, y una cama de latón en la que hubiesen cabido cómodamente tres hombres obesos.
Pero Ottilie no dormía en esta cama grandiosa. Ni siquiera tenía autorización para sentarse en ella, pues era propiedad de la Vieja Bonaparte, la abuela de Royal. Con las piernas más arqueadas que un enano y la cabeza más calva que un cóndor, la Vieja Bonaparte era un ser de piel tiznada y grumosa, conocida como hechicera en varios kilómetros a la redonda. Eran muy numerosos quienes temían que la anciana proyectara su sombra sobre ellos; y hasta Royal le tenía miedo, y se puso a tartamudear cuando le comunicó que había regresado a casa acompañado de su esposa. Luego empujó a Ottilie hasta situarla cerca de la anciana, y ésta le dejó unos cuantos moretones debido a los malintencionados pellizcos que le dio aquí y allá, tras lo cual le hizo saber a su nieto que aquella novia era demasiado flaca: Morirá del primer parto.
Cada noche, la joven pareja esperaba para hacer el amor hasta que la Vieja Bonaparte parecía haberse dormido. A veces, tendida en el jergón de paja donde se acostaban ella y Royal, Ottilie estaba segura de que la anciana permanecía despierta, vigilándoles. En una ocasión llegó a ver un ojo legañoso que, iluminado por las estrellas, brillaba en la oscuridad. Quejarse ante Royal era inútil, él se limitaba a reír: ¿podía hacerles algún daño que aquella vieja, que tantas cosas había visto a lo largo de su vida, quisiera ver unas cuantas más?
Como amaba a Royal, Ottilie olvidó agravios y no volvió a quejarse de nada ante él, e intentó también no enfurecer a la Vieja Bonaparte. Durante largo tiempo fue feliz; no echó de menos a sus amigas de Port-au-Prince ni la vida que llevaba allí; no obstante, guardaba muy bien sus recuerdos de aquellos días: con el cestito de costura que Baby le regaló, remendaba sus antiguos vestidos de seda, las medias de seda verdes que ya no usaba porque no había ocasiones para ponérselas: al café del pueblo solo iban los hombres, lo mismo que a las peleas de gallos. Si las mujeres querían reunirse, tenían que hacerlo en el torrente que usaban de lavadero. Pero Ottilie estaba tan ocupada que no llegaba a sentirse sola. Al amanecer salía a recoger hojas de eucalipto para encender el fuego y preparar la comida; tenía que alimentar a las gallinas, ordeñar la cabra, atender a los gemidillos con los que la Vieja Bonaparte reclamaba su atención. Tres o cuatro veces al día Ottilie llenaba un balde de agua potable y se lo llevaba a las plantaciones de caña de azúcar donde trabajaba Royal, un par de kilómetros ladera abajo. Y no le importaba que en estas visitas Royal se mostrara enfurruñado: sabía que aquello era simple pavoneo destinado a los demás hombres que trabajaban con él, y que la miraban con sonrisas de sandía rajada. Pero, por la noche, cuando le tenía en casa, le tiraba de las orejas y le torcía el gesto mientras le decía que la trataba como a un perro, hasta que, en la oscuridad del portal, mientras llameaban las luciérnagas, Royal la abrazaba y le decía al oído cosas que la hacían sonreír.
Llevaban casados unos cinco meses cuando Royal comenzó a hacer las mismas cosas que solía hacer antes de su matrimonio. Si todos los demás hombres iban cada noche al café y se pasaban el domingo entero en las peleas de gallos, ¿por qué andaba Ottilie quejándose siempre? Sin embargo, ella le decía que no tenía derecho a comportarse de aquel modo, que si en realidad la quisiera no la dejaría sola día y noche con aquella vieja malvada. Te amo, le decía Royal, pero eso no quita que los hombres tengan sus propios pasatiempos. Hubo noches en las que Royal estuvo dedicándose a sus pasatiempos hasta que la luna ya estaba en todo lo alto del cielo; Ottilie no sabía nunca a qué hora iba a regresar, y se quedaba en el jardín, revolviéndose, convencida de que solo sería capaz de dormir cuando estuviera en brazos de él.
Pero su verdadero tormento era la Vieja Bonaparte, que parecía dispuesta a enloquecerla de exasperación. Si Ottilie se ponía a cocinar, aquella horrible anciana tenía siempre que meter las narices en el fogón, y si no le gustaba lo que ella estaba preparando, tomaba un bocado y lo escupía al suelo. Le organizaba todos los líos que era capaz de imaginar: se meaba en la cama, se empeñaba en tener a la cabra dentro de la casa, derramaba y rompía todo cuanto tocaba, y se quejaba ante Royal diciendo que su mujer no valía nada porque ni siquiera era capaz de mantener la casa en orden. Se pasaba el día estorbando, y casi nunca cerraba sus ojos sanguinolentos y despiadados; pero lo peor de todo, lo que hizo que Ottilie acabara diciéndole que la mataría, era la costumbre que tenía la vieja de aparecer de improviso y darle tales pellizcos que hasta le dejaba la marca de las uñas. ¡Como vuelva a hacer eso, como se atreva a repetirlo, agarraré el cuchillo y le rajaré la garganta! La Vieja Bonaparte supo que Ottilie hablaba en serio, y, aunque no volvió a pellizcarla, se las ingenió para encontrar nuevas bromas pesadas: por ejemplo, adquirió la costumbre de ponerse a caminar por cierto rincón junto a la entrada de la casa, fingiendo que no sabía que Ottilie había hecho precisamente allí un pequeño huerto.
Hasta que un día ocurrieron dos cosas excepcionales. Llegó un chico del pueblo con una carta para Ottilie; cuando vivía en el Champs-Elysées, de vez en cuando le llegaban postales de marineros y otros viajeros que habían pasado momentos agradables con ella, pero ésta fue la primera vez en su vida que recibía una carta. Como no sabía leer, su primer impulso fue el de rasgarla: no servía de nada tenerla por allí, obsesionándola. Naturalmente, cabía la posibilidad de que algún día aprendiese a leer; y decidió esconderla en el costurero.
Cuando lo abrió, descubrió otra cosa siniestra: en su interior, a manera de espeluznante ovillo de lana, encontró la cabeza de un gato amarillo. ¡De manera que la vieja había decidido provocarla con nuevos métodos! Seguro que quiere hechizarme, pensó Ottilie, pero no se asustó en lo más mínimo. Cogió con repugnancia la cabeza por una de las orejas, se la llevó al fuego, y la echó en el puchero. A mediodía, la Vieja Bonaparte se chupó los dedos y dijo que la sopa que le había preparado Ottilie estaba muy sabrosa.
A la mañana siguiente, poco antes del almuerzo, Ottilie encontró, retorciéndose en su costurero, una serpiente verde; tras haberla troceado en fragmentos diminutos como la arena, la espolvoreó sobre un guisado. Cada día la vieja ponía su ingenio a prueba: tuvo que meter arañas en el horno, freír una lagartija, hervir una pechuga de buitre. La Vieja Bonaparte repetía de todos esos platos. Y vigilaba con sus inquietos ojos brillantes las idas y venidas de Ottilie, en espera de que sus encantamientos produjeran efecto. Tienes mal aspecto, Ottilie, le dijo, echándole un poco de melaza a su avinagrado acento de costumbre. Comes menos que una hormiga, ¿por qué no tomas un poco de esta sopa tan buena?
Porque, respondió Ottilie sin alzar la voz, no me gusta la sopa de buitre; ni el pan con arañas ni tampoco los guisos de serpiente. Estas comidas me dejan sin apetito.
La Vieja Bonaparte lo comprendió; con las venas hinchadas y la lengua paralizada e impotente, se puso temblorosamente en pie y se desplomó luego sobre la mesa. Antes de que anocheciera ya había fallecido.
Royal mandó recado a los plañideros. Llegaron del pueblo, de los montes vecinos, y asediaron la casa aullando como perros de noche. Las viejas se golpeaban la cabeza contra las paredes, los hombres, gimoteando, se postraban: era una manifestación del arte del dolor, y quienes menos imitaban la pena eran objeto de la admiración general. Una vez terminado el funeral todos se fueron, contentos del trabajo bien hecho.
Ottilie se convirtió entonces en la dueña de la casa. Al haberse librado de la mirada fisgona de la Vieja Bonaparte y de las porquerías que hasta entonces tenía que limpiar, ya no estaba tan atareada como antaño, pero no sabía qué hacer con el tiempo que le sobraba. Solía tumbarse en la cama grande y haraganear ante el espejo; la monotonía le zumbaba en la cabeza, y para acallar aquel pesado ruido se ponía a cantar las canciones aprendidas cuando escuchaba la sinfonola del Champs-Elysées. Cuando, en el ocaso, esperaba el regreso de Royal, se acordaba de que a esa misma hora sus amigas de Port-au-Prince chismorreaban en el porche mientras aguardaban a que los faros de algún coche girasen hacia aquel lado; pero tan pronto como veía la figura de Royal subiendo por el camino, con el machete balanceándose al costado como una media luna, se olvidaba de aquellos pensamientos y, con el corazón satisfecho, salía corriendo a buscarle.
Una noche, cuando yacían adormilados en la cama, Ottilie notó una presencia extraña en la casa. Luego, reluciente al pie de la cama, volvió a ver el mismo ojo vigilante que tantas veces había visto. Fue así como supo lo que durante algún tiempo había estado sospechando: la Vieja Bonaparte había muerto pero no se había ido. Una vez, estando sola en casa, oyó una carcajada, y otra vez, en el huerto, vio que la cabra miraba a alguien que no estaba allí, y que agitaba las orejas de la misma manera que lo hacía cuando la vieja le rascaba la cabeza.
Deja de moverte, dijo Royal, y Ottilie, señalando el ojo con el índice, le preguntó en susurros si también él lo veía. Cuando él le contestó que estaba soñando, Ottilie trató de coger el ojo y se puso a chillar cuando solo logró tocar aire. Royal encendió la lámpara; acunó a Ottilie en su regazo y le acarició el cabello mientras la oía enumerar las cosas que había ido encontrándose en el costurero, y contarle lo que había hecho con ellas. ¿Estaba mal? Royal no lo sabía, no era quién para decidirlo, pero opinó que Ottilie recibiría el castigo merecido; ¿por qué? Porque así lo había querido la vieja, porque sin ese castigo jamás la dejaría en paz: los hechizos eran así.
De este modo, Royal cogió a la mañana siguiente una cuerda, dispuesto a dejar a Ottilie atada a un árbol, para que permaneciese allí, sin comida ni agua, hasta el anochecer, de manera que todo el que pasara por la casa supiera que había cometido algún acto vergonzoso.
Pero Ottilie se escondió bajo la cama y se negó a salir. Me iré de aquí, sollozó. Si tratas de atarme a ese árbol, Royal, huiré de esta casa.
Si lo hicieras tendría que ir a buscarte, dijo Royal, y eso sería aún peor para ti.
La agarró de un tobillo y, sin hacer caso de sus gritos, la sacó de debajo de la cama. Mientras se la llevaba hacia el árbol, Ottilie se iba cogiendo a lo que podía, la puerta, una parra, la barba de la cabra, pero ni siquiera así evitó que Royal siguiera empujándola ni que, finalmente, la atase al árbol. Después de hacerle tres nudos a la cuerda, Royal se fue, chupándose la mano donde ella le había mordido. Ottilie aulló a su espalda todas las palabrotas que había oído pronunciar, hasta que él desapareció colina abajo. La cabra, Juno, y las gallinas se congregaron a su alrededor para contemplar su humillación; Ottilie les sacó la lengua y se dejó caer al suelo.
Como estaba bastante adormilada, Ottilie creyó que soñaba cuando Baby y Rosita, acompañadas por un niño del pueblo, tambaleándose sobre sus tacones altos y protegidas por sombrillas de moda, aparecieron subiendo la cuesta, gritando su nombre. Como eran personajes de un sueño, seguramente no se mostrarían sorprendidas de encontrarla atada a un árbol.
Dios mío, pero ¿estás loca?, gritó Baby sin acercarse más de la cuenta, como si temiese que, en efecto, lo estuviera. ¡Háblanos, Ottilie!
Parpadeando y sonriendo bobaliconamente, Ottilie les dijo: Me alegro de veros. Rosita, por favor, desátame, que tengo ganas de daros un abrazo a las dos.
Así que esto es lo que te hace ese bruto, dijo Rosita mientras tiraba de la cuerda. Espera a que le vea, a quién se le ocurre pegarte y tenerte atada como a un perro.
Oh, no, dijo Ottilie. Royal no me pega nunca. Es que hoy tenía que castigarme.
No quisiste escucharnos, dijo Baby. Y ya ves lo que ha pasado. Ese hombre tendrá que responder de muchas cosas, añadió, agitando amenazadoramente su sombrilla.
Ottilie abrazó y besó a sus amigas. ¿Verdad que la casa es preciosa?, les dijo, llevándolas hacia su interior. Es como si alguien hubiese usado un carro cargado de flores para hacer la casa con ellas: eso es exactamente lo que me parece a mí. Entrad. Adentro se está muy fresco y huele muy bien.
Rosita olfateó el aire como si a ella no le pareciese que oliera bien, y con su voz más grave proclamó que, en efecto, era mejor entrar que quedarse bajo aquel sol que, al parecer, estaba trastocando la cabeza de Ottilie.
Es una suerte que hayamos venido, dijo Baby, revolviendo el interior de su enorme bolso. Y puedes darle las gracias a Mr. Jamison. Madame dijo que te habías muerto, y cuando vimos que no contestabas la carta que te mandamos, también nosotras creímos que así era. Pero Mr. Jamison, que es el hombre más encantador del mundo, alquiló un coche para que Rosita y yo, tus amigas más queridas, pudiéramos venir hasta aquí arriba para averiguar qué le había pasado a nuestra Ottilie. Ottilie, traigo una botella de ron en el bolso, así que saca unos vasos y tomemos una copa.
Los elegantes modales extranjeros de las señoras de la ciudad, así como su deslumbrante atuendo, habían acabado por embriagar a su guía, un chiquillo cuyos brillantes ojos negros permanecían asomados a la ventana. Hasta la misma Ottilie se quedó impresionada, pues hacía mucho tiempo que no veía unos labios pintados ni olía un frasco de perfume, de manera que, mientras Baby servía el ron, fue por sus zapatos de satén y sus pendientes de perlas. Caray, dijo Rosita cuando Ottilie terminó de arreglarse, ningún hombre en todo el mundo se negaría a pagarte hasta un barril entero de cerveza; piénsalo, no está bien que una chica tan despampanante esté viviendo lejos de los que la quieren.
Tampoco he sufrido tanto, dijo Ottilie. Solo a veces.
Ahora calla, dijo Baby. Todavía no tienes que contárnoslo. Además, ya ha terminado. Ven, guapa, dame tu vaso otra vez. Brindemos por los viejos tiempos, ¡y por los que vendrán! Esta noche Mr. Jamison invitará a champán a todo el mundo: Madame se lo dará a mitad de precio.
Oh, exclamó Ottilie, envidiando a sus amigas. Y bien, quiso averiguar, ¿qué decía la gente de ella, la recordaban todavía?
Ni te lo imaginas, Ottilie, dijo Baby. Ha habido hombres a los que nadie había visto jamás que venían a preguntar dónde estaba Ottilie, porque habían oído hablar de ti en sitios tan lejanos como La Habana y Miami. En cuanto a Mr. Jamison, ni siquiera nos mira a las demás, siempre se queda sentado en el porche, bebiendo solo.
Sí, dijo Ottilie con melancolía, Mr. Jamison siempre me trataba muy bien.
Los rayos del sol comenzaron a caer más sesgados, y en la botella de ron no quedaba más que una cuarta parte de su contenido. Un breve diluvio tropical había bañado las colinas que ahora, a través de las ventanas, brillaban como alas de libélula, y la brisa, cargada con los intensos aromas de las flores humedecidas, atravesaba la habitación y arrancaba susurros de los periódicos verdes y rosados de las paredes. Ya habían contado muchas historias, las unas divertidas, otras pocas más tristes; era como una conversación nocturna en Champs-Elysées, y Ottilie disfrutaba al revivirla.
Pero se está haciendo tarde, dijo Baby. Y hemos prometido estar de regreso antes de medianoche. ¿Quieres que te ayudemos a recoger tus cosas, Ottilie?
Aunque no había comprendido que sus amigas esperaban que se fuera con ellas, el ron que se agitaba en su estómago la hizo pensar en esa posibilidad, y, sonriendo, pensó: Le he dicho que me iría. Solo que, dijo en voz alta, no creo que vaya a poder divertirme ni una semana entera: Royal bajará a por mí inmediatamente.
Sus dos amigas rieron al oír esto. Serás boba, dijo Baby. Me gustará ver a Royal cuando unos cuantos hombres de los nuestros le den una lección.
No permitiré que nadie le haga daño a Royal, dijo Ottilie. Además, eso haría que se pusiera incluso más furioso cuando llegáramos a casa.
Baby dijo: Pero Ottilie, no tendrás que regresar con él.
Ottilie esbozó una sonrisilla, y recorrió con la mirada toda la habitación, como si estuviera viendo algo invisible para los demás. Pues claro que regresaré, dijo.
Baby puso los ojos en blanco, sacó un abanico y lo agitó junto a su cara. En mi vida había oído una locura semejante, dijo con los labios apretados. Rosita, ¿habías oído en tu vida peor locura que ésta?
Lo que pasa es que Ottilie ha tenido que sufrir mucho, dijo Rosita. Anda, ¿por qué no te echas en la cama mientras empaquetamos tus cosas?
Ottilie se quedó mirándolas mientras sus amigas comenzaban a amontonar sus pertenencias. Fueron recogiendo peines y alfileres, enrollando sus medias de seda. Ottilie se quitó las bonitas prendas que se había puesto, como si pensara vestirse con cosas más finas incluso; pero lo que hizo fue volver a ponerse el vestido viejo, y luego, silenciosamente activa, como si estuviera ayudando a sus amigas, fue devolviéndolo todo a su sitio. Al darse cuenta de lo que ocurría, Baby dio una patada en el suelo.
Escuchadme, dijo Ottilie. Ya que tú y Rosita decís ser amigas mías, haced lo que yo os diga, por favor: atadme al árbol tal como estaba cuando habéis llegado. Así, nunca me picará ninguna abeja.
Absolutamente borracha, dijo Baby; pero Rosita le dijo que cerrase el pico. Me parece, dijo suspirando Rosita, me parece que Ottilie está enamorada. Si Royal le dijera que regresara aquí, creo que le acompañaría, y puesto que así es como están las cosas lo mejor será que volvamos y digamos que Madame tenía razón, que Ottilie ha muerto.
Eso, dijo Ottilie, porque sonaba muy trágico y le gustaba la idea. Diles que me he muerto.
Salieron fuera; con el pecho agitado y los ojos tan redondos como la luna diurna que se deslizaba por el cielo, Baby dijo que no tenía intención de atarla otra vez en el árbol, de modo que Rosita tuvo que hacerlo ella sola. En el momento de la despedida, fue Ottilie la que más lloró, pese a que se alegró de verlas partir, porque sabía que en cuanto dejase de verlas nunca más volvería a pensar en ellas. Temblorosas sobre sus tacones altos en el sendero, se dieron media vuelta para decirle adiós con la mano, pero Ottilie no tenía las manos libres, de modo que las olvidó antes de que desapareciesen de su vista.
Se puso a masticar hojas de eucalipto para endulzarse el aliento, y notó que el aire comenzaba a estremecerse con el frío del crepúsculo. La luna diurna cobró una intensidad amarilla, y los pájaros surcaron el aire para ir a acostarse entre las sombras del árbol. De repente, al oír los pasos de Royal en el camino, abrió las piernas dobladas, dejó caer la cabeza como muerta, y puso los ojos todo lo en blanco que pudo. Desde lejos, daría la impresión de que hubiese tenido un final violento, digno de la mayor compasión; y, mientras oía que los pasos de Royal se iban acelerando hasta convertirse en una carrera, pensó felizmente: Así se llevará un buen susto.
*FIN*