Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Una chica puede malograr su suerte

[Cuento - Texto completo.]

Maeve Brennan

Arriba, en el dormitorio que había compartido con su mujer durante más de treinta años, el señor Derdon estaba de pie ante su cómoda y trabajaba plácidamente en el lazo de su pajarita azul marino. Llevaba chaleco y pantalones. Ambas prendas, que le había confeccionado con descuento uno de los sastres de la sección de caballeros de la tienda donde trabajaba, eran de una lana suave azul marino, atravesada por una fina línea gris. La chaqueta estaba allí colgada, lista para ponérsela, en el respaldo de una silla, junto a su cama. La silla compañera estaba en el lado de la cama de la señora Derdon, pero sin ropa colgada o doblada. Como de costumbre, la señora Derdon se había levantado y vestido y salido del dormitorio antes de que su marido se despertara del todo.

De haber sido una mañana corriente, Rose Derdon habría acabado de desayunar a aquella hora. En una mañana corriente, ella ya habría empezado sus tareas domésticas, y, cuando él bajara, Rose abandonaría lo que estuviera haciendo y volvería a la cocina a esperar que él desayunara. Pero aquella no era una mañana corriente. Era un fastidio de mañana. Aquel día se cumplían cuarenta y tres años de la muerte del padre de la señora Derdon. Ella había encargado que dijeran una misa por el descanso de su alma, como todos los años, y naturalmente iba a asistir a la misa, como hacía todos los años, lo que significaba que la mañana del señor Derdon sería molesta -se había despertado irritado al pensarlo-, ya que Rose no estaría allí para servirle el desayuno y despedirlo cuando se fuera a trabajar.

El señor Derdon se estaba tomando su tiempo con el arreglo de la pajarita.

Se miraba en el espejo que pendía sobre su cómoda, pero aunque sus manos y sus ojos estaban sobre la pajarita, su atención estaba abajo, en el vestíbulo, y esperaba a escuchar el ruido de la puerta de la calle al cerrarse, para asegurarse de que la señora Derdon había salido dejándolo solo y de que podía bajar sin temor a que ella lo viera. Si Rose se iba a ir así, dejando que se las apañara solo con el desayuno, él no iba a darle la satisfacción de verlo sentado ante la mesa de la cocina antes de irse. Lo había decidido. No pensaba bajar hasta estar seguro de que ella había salido de casa. El tiempo estaba de su parte. Podía correr a desayunar cuando bajara, pero ella tenía que llevar ya minutos fuera. Si quería arrodillarse en su sitio antes de que el sacerdote ascendiera al altar y empezara la misa, ella ya debería estar a medio camino de la iglesia. Podía tomarse su tiempo. Ella se cansaría de esperarlo abajo.

Al fin oyó la puerta cerrándose. Rose se había ido. En el espacio del minuto que siguió, se enderezó la corbata, se puso la chaqueta y las gafas, cogió el pañuelo limpio, el dinero suelto y su conjunto de pluma y bolígrafo y los demás objetos que todas las noches dejaba sobre la cómoda, se los metió en los bolsillos y llegó a las escaleras que llevaban al estrecho recibidor.

Le dio un escalofrío verla de pie allí abajo, en el recibidor, vestida de calle, con el abrigo gris y los zapatos negros del domingo. Tenía la cabeza inclinada, con la cara en sombra por el ala del sombrero y estaba mirando algo de su misal, muy quieta, tanto que por un momento él pensó que había visto algo, pero Rose levantó la vista y cerró el misal.

-Creí que te habías ido -dijo él.

-He tenido que volver. Se me ha olvidado una cosa -dijo ella, y él siguió bajando las escaleras y al llegar abajo se volvió bruscamente y bajó los tres escalones que llevaban a la cocina. Rose lo siguió. Por supuesto, él sabía muy bien lo que había ocurrido. La conocía bien. Cada uno había intentado engañar al otro y Rose había ganado. Durante los últimos diez minutos, había adivinado que él se estaba demorando arriba a propósito. No lo había llamado ni había subido, como habría hecho cualquier otra mujer. Para Rose, eso habría sido “molestarlo”. Hacer las cosas directamente significaba “molestarlo”. Por alguna razón, Rose estaba tan determinada a verlo como él a que ella no lo viera.

-Temo que llegues tarde a misa -dijo él; cogió la tetera del hornillo, la llevó a la mesa, se sentó y cogió una rebanada de pan.

-Lo he dejado todo preparado -dijo ella.

Estaba de pie, dubitativa, en el umbral. Aún llevaba los guantes puestos.

En un minuto se los habría quitado y habría empezado a moverse y llevar más cosas a la mesa y a preguntarle qué quería.

-¿Vas a ir a la misa o no? -le preguntó él.

-Hubert -dijo ella-. He pensado algo muy curioso esta mañana.

¿Sabes que tengo exactamente la misma edad que tenía mi madre cuando yo me casé?

-Tenía que ocurrir un día u otro -dijo Hubert.

-En dos días cumpliré cincuenta y tres, y el día que me casé a mi madre le faltaban dos días para cumplir cincuenta y tres.

-Yo también me casé ese día -dijo Hubert-. Tu madre parecía mucho mayor -añadió.

Rose dudó, mirándolo a él, mirando la mesa y de nuevo a él.

-Solo quería contártelo -dijo-. Es curioso, si lo piensas. Bueno, ya me voy. No te olvides de cerrar la puerta de casa con fuerza. Asegúrate de que se cierra.

Rose había oído su voz, pero no sus palabras. Estaba satisfecha. Se había empeñado en verlo y lo había visto. No le gustaba tener que salir y dejarlo solo en casa.

Aquel día, el del aniversario de la muerte de su padre, era siempre un día extraño, e incluso ahora, al cabo de cuarenta y tres años, le pesaba. Aquel año había caído en martes. Martes 9 de septiembre. Su padre se había muerto dos días antes de que ella cumpliera diez años. Cada año, cuando se acercaba el aniversario, Rose sabía que dos días después cumpliría años, y el día de su cumpleaños, recordaba que en su décimo cumpleaños, él solo llevaba dos días muerto. Ni siquiera dos días, oficialmente no, porque se había muerto en algún momento entre las seis y media y las siete de la tarde y Rose había nacido hacia las tres de la madrugada. Unos minutos antes de las tres, le había dicho su madre. Por eso, en el momento en que ella cumplía los diez años, su padre, aún sin enterrar, no llevaba dos días muerto.

Cada año, en su cumpleaños, Rose contaba los años que habían pasado y pensaba en cómo aumentaba el tiempo que la separaba de su padre, pero, sobre todo, pensaba en aquellos dos días incompletos, y siempre se despertaba la mañana de su cumpleaños con una terrible sensación de aprensión, como si hubiera olvidado hacer algo importante y estuviera a punto de descubrirlo. La sensación de aprensión ante la idea de aquellos dos días incompletos era horriblemente dolorosa y no podía evitar la impresión de que algo había quedado sin hacer respecto a la muerte de su padre, que él no había podido ver a alguien a quien hubiera querido volver a ver, o que había habido descuido o negligencia en su entierro o su funeral, o una falta de respeto al llevar su ataúd a la tumba. Rose era entonces demasiado pequeña para cerciorarse de que todo se hacía bien. La habían despachado junto con su hermano pequeño a casa de unos vecinos. Pero la hija mayor de los vecinos se enteró, estuvo mirando y cuando pasó el ataúd, llamó a Rose para que se acercara y lo viera.

La señora Derdon sabía perfectamente que lo incompleto de aquel intervalo de dos días entre la hora de la muerte de su padre y la hora de su propio nacimiento era pura y simplemente accidental y solo accidental, pero ahí estaba, la aprensión subsistía y aquello -la sensación accidental- la alimentaba.

Él no tendría que haber muerto. No era viejo ni estaba enfermo. Había sido frágil -muchas veces descansaba en la cama-, pero no estaba enfermo. Si hubiera podido resistir aquel fragmento de tiempo hasta el cumpleaños de Rose, no habría muerto. Habría estado a salvo. Habría sido su cumpleaños, habría sido el Gran Día, y él habría estado tan atento pensando en la importancia de aquel día que no se habría echado a descansar al volver a casa al atardecer, y si no se hubiera echado, no habría muerto. Los dos habrían estado tan ocupados pensando en el gran día y hablando de eso que apenas habrían prestado atención a los días anteriores, excepto para tacharlos con un lápiz en el calendario. Su padre había dibujado una brillante estrella roja alrededor del gran día, pero no habían prestado atención a los días que venían antes, ni ella tampoco, excepto en que los dos estaban contentos cada noche de que pasara otro día y se acercaran al día que los dos esperaban. Todos los días antes de su cumpleaños habían sido corrientes, aburridos días laborables, sin más valor que el de pasar y quedar atrás, pero entonces, uno de los días se había dado la vuelta y se había convertido en el día más importante de todos.

Si él se hubiera sentado con Rose aquella noche en su viejo sillón de orejas de la cocina, como hacía muchas veces por la noche, habría recobrado el aliento perdido y todo habría salido bien. Muchas veces lo había visto recobrar el aliento. Él la miraba y ella lo miraba y veía las lágrimas en sus ojos mientras recobraba el aliento y luego los dos sonreían porque volvía a ser el de siempre.

Él la sentaba en su regazo. A su madre le molestaba. Su madre decía que era demasiado alta y pesada, pero él siempre decía que no pesaba nada.

Cuando su padre se levantaba para echarse en la cama, después de llegar del trabajo, Rose subía con él y se echaba a su lado y le hablaba hasta que él descansaba lo suficiente, pero su madre cortó aquella costumbre.

Su padre llegó del trabajo como siempre aquella tarde y Rose estaba con él cuando su padre tachó aquel día del calendario. Entonces él preguntó:

-¿Me siento aquí junto al fuego o me voy arriba a descansar?

-Lo que tú quieras -dijo Rose, y no pudo evitar reírse al mirarlo porque siempre se alegraba mucho de verlo.

-Ah, no sé, creo que me echaré un poco -dijo, y le puso la mano en la nuca, bajo el pelo, y la sacudió ligeramente-. Solo un día más, Rose -dijo-, y entonces veremos lo que veremos.

Ella estaba encantada porque sabía que se refería al regalo que le había prometido, que iba a ser una sorpresa. Y Jimmy, que entonces solo tenía cinco años, estaba sentado solo en el suelo frente al fuego y se levantó para acercarse a ellos porque sabía que también habría algo para él, aunque fuese el cumpleaños de Rose. Y su padre se inclinó y dijo:

-Sí, Jimmy, también habrá algo bonito para ti.

Luego se fue escaleras arriba y Rose se quedó abajo junto a Jimmy y lo miró subir. Él no volvió la cabeza, pero, claro, tampoco sabía que ellos se habían acercado al pie de las escaleras y lo estaban mirando.

Su madre no había subido a verlo como solía hacer cuando volvía a la cocina, después de atender a los clientes en la pequeña tienda que tenía en el antiguo saloncito de la casa. Primero estuvo ocupada preparando el té y luego, cuando acabó, dijo que lo dejaría dormir un rato. Y luego vino la vecina y empezaron a hablar. Se había muerto solo. Debió de pasar un miedo terrible, pero fue muy valiente. No gritó ni pronunció el nombre de nadie. Todos estaban abajo y no oyeron nada. Pero su madre y la vecina estaban charlando y riéndose. Tal vez llamó y no lo oyeron. Tal vez intentó decir: “¡Rose, Rosie!”.

“Rose” significaba que la estaba llamando y “Rosie” que estaba sonriendo, pronunciando su nombre por segunda vez. Nunca había tenido que llamarla dos veces. Ella salía corriendo como una flecha hacia el lugar donde sonaba su voz. Él siempre llegaba a casa llamándola.

Había estado inquieta aquella tarde, sentada ante la mesa de la cocina sin que nadie le hiciera caso. Su madre y la vecina de la casa de al lado estaban sentadas una frente a la otra junto al fuego. Jimmy estaba en el regazo de su madre y ella lo sujetaba estrechamente, con un brazo alrededor de su pierna y el otro rodeándole la nuca, abrazándolo mientras le hablaba a la vecina por encima de su cabeza. Jimmy llevaba los pantalones cortos que su madre le había hecho aprovechando una falda de ella, y el jersey rojo que su madre había tejido para él. Su madre le había quitado las botas y los calcetines cuando Rose le llevó a casa desde el colegio y sus piececillos brillaban a la luz del fuego.

Rose se había sentado con ganas de abrazar a Jimmy, pero sin atreverse a pedirlo, y al fin dijo que iría arriba a ver cómo estaba su papá. Pero su madre, que era distinta cuando había visita, le había echado una mirada que Rose sabía que estaba dedicada a la vecina y había dicho:

-Quédate donde estás, señorita, y deja que tu papá descanse. Yo decidiré cuándo es hora de despertarlo. ¿Me has oído? -Y asintió significativamente a la vecina, añadiendo-: Rose es la pequeña más entrometida que puedas imaginar.

Y la vecina sonrió de una forma poco agradable y dijo:

-Solo quiere hacerse notar. ¿Verdad, Rose?

-Sí, hacerse notar también -dijo su madre-. Pero él la mima demasiado. Diga lo que yo diga, él la mima. Y eso solo le hará las cosas más difíciles a largo plazo.

-No hay nada peor que una niña mimada -dijo la vecina, y Rose esperó pacientemente hasta que su madre decidió que era el momento de subir donde su padre.

Rose nunca supo qué era lo que su padre iba a regalarle por su cumpleaños, o qué le iba a regalar a Jimmy. Había habido veces -una o dos- en que él había dejado un depósito para comprar algo y luego los de la tienda apartaban el regalo, el juguete o la muñeca, hasta que él tuviera el dinero para pagar el resto. Rose no podía creer que no hubiera dejado un adelanto para ella en alguna parte; para el regalo de Jimmy, aún, porque iba a ser algo más pequeño, pero algo para ella… Entró y salió un montón de veces de la tienda de la señorita Greene, y en O’Malley’s, merodeaba un momento, miraba alrededor y esperaba que alguien tras el mostrador le dijera que su padre había pagado el adelanto de un regalo para ella y que lo tenían reservado, pero nadie le dijo nada de ningún adelanto y ella no se atrevió a preguntar.

Pero no era la pérdida del regalo ni la pérdida del cumpleaños, ni siquiera la pérdida de su padre lo que tanto afligía a Rose: era el conocimiento, que solo ella tenía, de aquel fragmento perdido de tiempo entre el momento de su muerte y el momento que había marcado su nacimiento. Una gran parte de tiempo se había roto y había desaparecido, y tal vez se había llevado a otros consigo, pero ella no lo sabía. Lo más terrible era que nadie aparte de ella parecía advertir que aquel espacio de tiempo, un fragmento, había sido arrancado de sus vidas y que nada había ocurrido durante ese tiempo, ni minutos, ni horas, ni nada por el estilo. Era en ese fragmento desigual de tiempo en lo que Rose concentraba su atención, intentando adivinar su forma (no exactamente como un día y no exactamente como una noche) e intentando imaginar qué accidente había causado que se deslizase en lugar de mantenerse firme hasta que su padre y ella llegaran al terreno seguro de su cumpleaños.

Fue su conocimiento del poder del accidente y su natural y confusa aprensión, tanto como el deseo de controlar que él encontrara algo que comer, lo que le había hecho engañar a Hubert para que bajara las escaleras aquella mañana, cuando sabía perfectamente que él estaba disfrutando de su enfurruñamiento.

Llegaba justo a tiempo a misa. Cuando entró en la iglesia se puso muy firme y adoptó una expresión afectada, casi desdeñosa, la expresión de alguien que aún no ha encontrado nada que criticar pero que teme encontrarse en cualquier momento con alguien inferior y que ese alguien intente acercarse a ella.

Hubert conocía aquella expresión. Rose solo la adoptaba al salir de casa.

A Hubert le desagradaba que algo alterase el orden de sus días. No le gustaba desayunar de cualquier manera, ni ver a su esposa corriendo por la casa a aquella hora temprana de la mañana de un día laborable con el sombrero y los guantes puestos y su grueso misal en la mano, pero lo que más le desagradaba de todo era verla salir al mundo con aquella expresión con la que se mostraba a los demás, la expresión con la que creía impresionarlos, como si todo el mundo la estuviera mirando. Sus pretensiones, el aire patético de creerse no sé qué, lo irritaban tanto que apenas soportaba mirarla en las -rarísimas- ocasiones en que salían juntos. Llevaban unos treinta años viviendo en Dublín y ella seguía siendo la misma chica simple de pueblo, y eso estaba bien, en cierto modo, si se hubiera contentado con ello, pero en cuanto salía de casa empezaba a imaginarse cosas de sí misma, como si imaginando y fingiendo pudiera engañar a la gente y convencer a los demás de que era una clase de mujer que nunca había existido en ninguna parte, salvo en su cabeza.

Hubert concluyó que pensar en todo aquello era una forma muy mala de empezar el día. Pero una vez empezaba no podía parar y el resultado fue que llegó a su trabajo siete minutos más tarde de lo habitual, aunque bastante más temprano que la mayoría, y de mal humor. No mencionó la alteración de su rutina matinal a nadie. No le gustaba hacer confidencias, ni tampoco recibirlas, y le molestaba que le hicieran preguntas, así que casi nunca preguntaba nada a nadie. Su departamento, con un personal exclusivamente masculino, estaba al fondo de la planta principal de la tienda, tras las amplias y alfombradas escaleras que llevaban a la segunda planta. El techo de la planta principal tenía dos pisos de altura y habían construido una galería alta para disponer de más espacio de almacén y para efectuar trabajos de confección y revisión de muestrarios y encargos. Aquel día, Hubert iba a pasar su jornada laboral en la galería, revisando muestrarios y cotejándolos con el material que tenían en stock. El departamento tenía muchos clientes sacerdotes y mientras organizaba su trabajo del día, Hubert apartó muestras de vestuario clerical, dejándolas para el día siguiente o el otro. El único hijo de Hubert, su único niño, era sacerdote, y a Hubert le molestaba que le recordaran el hecho de que John era ahora el padre John Derdon.

Le había decepcionado que John se hiciera cura, aunque la verdad era que al mismo tiempo había sentido alivio. John era un pobre chico, débil y tímido y sin aptitudes para nada ni inclinaciones precisas y Hubert nunca había podido imaginar qué podría hacer para ganarse la vida y para vivirla. Para alguien como él, hacerse sacerdote era una opción tan buena como cualquier otra. Cuidarían de él y siempre le dirían lo que tenía que hacer y lo que no.

Estaría a salvo toda su vida. Con el tiempo, cuando se hiciera mayor, probablemente aprendería a andar y hablar con la misma autoridad que los demás, con su sotana negra. Lo que le había ocurrido a John, su destino, podía atribuírsele del todo a Rose. Ella había malogrado al chico. Lo había acaparado tanto que había acabado por estropearlo. Era una lástima. A Hubert no le gustaba pensar en John. Había algo muy precario y perdido en él la última vez que había ido a verlos, con sus rígidas nuevas maneras y su cuello redondo y su preocupación por sí mismo y por todo lo que decía. Parecía muy inquieto, como si intentara darse ejemplo, observándose y mirando a sus padres, como esperando que le dijeran que todo estaba bien.

La mañana, que había empezado mal para Hubert, continuó mal. Los dos huevos duros que Rose le había dejado preparados y que él había decidido engullir en el último minuto, tras haber contemplado la posibilidad de castigarla dejándolos donde estaban, le cayeron fríamente en el estómago. No quiso comer nada cuando llegó el mediodía y decidió dar un paseo y quizá tomarse un vaso de leche o algo así.

Era un día fresco con un sol radiante, pero había habido pequeños chubascos por la mañana y Hubert llevaba la gabardina al salir de la tienda.

Era un hombre discreto, con aspecto digno, no muy alto. Tenía la cara pálida y delgada y los ojos azules. Adoptaba una expresión amistosa, pero la de un amigo que no se compromete a nada. Andaba como trabajaba, metódicamente, y avanzaba despacio a lo largo de la estrecha Grafton Street, esquivando a los paseantes y concentrado en su camino, sin mirar ninguno de los escaparates. Grafton Street era un circo, pensó, y se alegró de salir a los espacios más amplios, despejados y tranquilos de Stephen’s Green. Una de las altas puertas del parque, abierta, quedaba frente a él en diagonal, más allá del parterre verde, desde la esquina donde él se hallaba.

Hacía años que no iba al parque, muchos años, pero cuando Rose y él llegaron a Dublín era su lugar preferido, más que ningún otro. Siempre iban allí los sábados por la mañana, pasaban todo el tiempo en aquellos jardines.

Entonces nunca les importaba la lluvia, nada les importaba; atravesaban el parque hiciera el tiempo que hiciera. En aquella época Rose tenía un sombrero, un sombrerito con ala, muy parecido al que se había puesto aquella mañana. A Rose le encantaba el parque. Siempre quería volver allí. Solía dar de comer a los patos, y nunca se cansaba de hablar de la belleza de las flores y de la ingeniosa disposición de los lechos de flores, de la buena situación de los bancos y sillas situados a lo largo de los setos de los senderos para que la gente se sentara, y del cuidado exquisito con que mantenían el césped, los arbustos y los setos de boj. Ella estaba siempre en el parque durante aquellas primeras semanas -o meses-, antes de que encontraran una casa accesible para ellos y se trasladaran a Ranelagh.

Durante aquellas primeras semanas juntos, habían vivido en una casa en Somerville Street, en dos habitaciones pequeñas de la planta superior -tenían que subir muchas escaleras- y Rose se había encariñado con aquellas habitaciones. El día que se fueron de Somerville Street, Rose lloró. Iban a trasladarse a una casa propia y a ella solo se le ocurría llorar. Y cuando él le preguntó qué le pasaba, ella solo dijo: “Nada, no puedo evitarlo. No puedo evitarlo”.

Antes parecía complacida y contenta con la casa y él no podía entender qué le había dado de pronto. Él se había preocupado, sobre todo por el dinero, se preguntaba si iban a gastar demasiado, y las lágrimas de Rose lo pusieron nervioso.

Luego, el primer domingo en la casa, estaban a punto de cenar cuando ella, de pronto, apoyó la cabeza en la mano y empezó a llorar otra vez.

-Oh, me gustaría que nos hubiéramos quedado donde estábamos. Era tan bonito. Me gustaría que hubiéramos podido quedarnos allí.

Él perdió los estribos. Le dijo que solo había habido errores desde su matrimonio y que tal vez todo había sido un error, el matrimonio también, el matrimonio sobre todo, y le preguntó qué quería decir aquello de que deseaba haberse quedado allí, en qué estaba pensando, si ahora estaba materialmente mejor de lo que había estado en toda su vida.

Aquel fue un día triste, aquel primer domingo en la casa. El lugar parecía tan frío y desnudo y difícil de manejar, incluso después de haber instalado los muebles del dormitorio y el resto de mobiliario que tenían entonces, que era parte de un salón, así como la mesa y sillas amarillas de la cocina. El lugar seguía pareciendo pobre y desnudo, incluso a él le pareció un trayecto demasiado largo y desdichado desde Stephen’s Green. Empezó a preguntarse si se habían dejado llevar por la imaginación, pero luego se recobró, tras su estallido, y al acabar de cenar, le propuso a Rose que cogieran el tranvía y dieran una vuelta por la ciudad hasta Stephen’s Green y pasearan por el parque como antes hacían. Claro que ya no era lo mismo tener que coger el tranvía de ida y de vuelta, era como si ahora fuesen visitantes de un lugar que antes les había pertenecido.

Pero lo peor que Hubert recodaba de aquel día desdichado era la expresión de terror que había visto en el rostro de Rose cuando le habló ásperamente. Le había impactado el terror y la mirada dolorida. Él solo la había increpado en un momento de fastidio e impaciencia muy naturales -eso pensaba-, pero ella se había sentido pisoteada. En un segundo estuvo completamente vencida. Tenía el plato lleno frente a sí, pero apenas comió nada, se quedó cabizbaja mirando al plato todo el tiempo, como una niña castigada o un perro también castigado y furtivo. Luego, él la dejó fregando los platos y cuando volvió a la cocina, una vez dominados sus nervios, le sugirió que fuesen al parque. Ella estaba de pie junto a la pila, acabando lo que le quedaba en el plato y, cuando Hubert apareció en la puerta de la cocina, se dio la vuelta aterrada, intentando esconder el plato, para que él no viera que estaba comiendo, y él se dio la vuelta y subió las escaleras, fingiendo que no había visto nada.

Hubert nunca había podido entenderla: su secretismo, su furtividad, su costumbre de parar lo que estaba haciendo y correr a hacer otra cosa en el momento en que él entraba en la habitación, como si sus actos le estuvieran prohibidos. Rose lo temía, y nunca había hecho ningún intento de controlar su temor, por mucho que él lo intentara. Hubert solo le había dicho que debía intentar tomarse las cosas con más calma, tomarse la vida con más calma, que solo de ese modo se tranquilizaría. Pero ella lo temía y esa era la principal dificultad y eso era lo que lo derrotaba a él en cada ocasión, y fue precisamente aquello lo que llevó a Hubert gradualmente, o al final -tampoco estaba seguro de cómo había ocurrido-, a abandonar cualquier tentativa de llevarse bien con Rose.

Cualquiera que los viera juntos podía ver que ella le tenía miedo -al menos, Hubert pensaba que cualquiera podía verlo-, y no era justo, porque él no era la clase de hombre que nadie tuviera que temer. A veces, ella actuaba como una persona atrapada en un lugar donde no quería estar, con alguien que la aterrara mortalmente y que no la quisiera allí. Había momentos en que su expresión ni siquiera era la expresión de una persona normal. Al cabo de un tiempo, él apartó todo aquello definitivamente de su mente: aquel miedo, o fuera lo que fuese lo que dominaba a Rose.

Cuando nació el niño, ella estaba mucho más contenta y parecía más tranquila, pero luego se concentró demasiado en el bebé y aquello era insano y equivocado, la forma en que dependía de John aun antes de que él aprendiera a andar. Luego logró que John también le tuviera miedo. Los oía charlando en algún sitio, pero en el momento en que él abría la puerta y entraba en la habitación donde estaban, los dos se quedaban en silencio. Los sorprendía intercambiando miradas que lo excluían. Y cuando ella quería censurar alguna costumbre del niño, le decía: “A tu papá no le gusta que hagas eso, Johnny”, o bien: “Tu padre no tolerará que hagas eso, Johnny”. Como si él, Hubert, el padre silencioso, que nunca le había dicho una sola palabra áspera al chico y que nunca tenía la ocasión de decir casi nada más que “Buenos días” o “Buenas noches” o “Feliz Navidad”, como si él fuera el único a quien le disgustara lo que el niño hacía.

Hubert tenía la idea de que Rose sabía perfectamente el poder que le daba a ella tenerle miedo y que él temiera siempre herir sus sentimientos, pero nunca llegó a desafiarla por eso, con aquel poder suyo, o con su otra sospecha: que ella extraía cierto placer irritándolo. Nunca se atrevía a decirle: “Me tienes miedo. No sé por qué me tienes miedo. Creo que deberías hacer un esfuerzo por superarlo. No es justo para mí, ni para ti, ni para el niño. Y yo creo que encuentras cierta satisfacción en ese temor. Creo que sabes muy bien lo que estás haciendo: llevándote al niño a tu lado, cuando no haría falta que nadie tomara partido. No me gustan esos juegos. No me gustan nada. Me gustaría que cambiaras de actitud y acabases con este absurdo. Me gustaría que parases. Eso de que os sobresaltéis y salgáis corriendo cada vez que yo entro en una habitación tiene que terminar. Tiene que terminar como sea”.

Pero cuando llegaba a ese punto en sus pensamientos, Hubert tenía que detenerse porque sentía que su furia le hacía perder el control. La ira era terrible porque no parecía haber modo de escapar de ella. Era una ira que llamaba a golpear las paredes o a derribar cualquier cosa valiosa hasta que se estrellara con estrépito. Lo que realmente hubiera querido aplastar estaba fuera de su alcance y él ni siquiera sabía lo que era, pero cuando pensaba en las cosas que quedaban fuera de su alcance y que querría romper en pedacitos, se sentía mejor. Sin embargo, no había ningún modo de decírselo a ella. Rose tomaba cualquier palabra como una reprimenda, y cuando él intentaba hablar con ella, hacerle recobrar el sentido común, solo acababa por sentirse avergonzado, harto de sí mismo y de ella. Ahora ya hacía mucho tiempo que no había intentado averiguar qué le pasaba a Rose o por qué se sentía tan desgraciada. Obediente, doblegándose con amabilidad, ella le ganaba la partida cada vez. Se rendía. Se rendía ante él por todo. Parecía que no hubiera límite en su capacidad de doblegarse, y él pensaba que no había ningún condicional, ningún adversativo: Rose podía seguir rindiéndose siempre sin hacer ningún gesto de afirmación. Había algo en ella contra lo que él no podía luchar, o algo que no podía encontrar, y no sabía qué era o en qué consistía realmente el problema.

Podía ser que fueran sus ojos lo que la rendía o lo que la hacía invencible, pensándolo bien. Tenía los ojos de su padre, y sus rasgos. Eso le había dicho la madre. La primera vez que había visto a Rose estaba detrás del mostrador en la tiendecita que regentaba su madre, en lo que antes había sido el saloncito de su casa. Uno entraba por el vestíbulo, torcía a la derecha y ya estaba en la tienda. Rose tenía veinte años entonces y el pelo muy claro, de un castaño rubio. Él se fijó en su pelo aquel día porque tenía la cabeza inclinada sobre una labor de ganchillo que estaba haciendo y, por la ventana cuadrada que tenía detrás, el sol lo iluminaba directamente. Lo llevaba recogido en un moño, en un estilo demasiado senil para ella, que le daba un aspecto muy sencillo y calmado. Tenía un trozo de tela en el regazo, un pañuelo grande o una funda de almohada o algo parecido, y cuando vio a Hubert envolvió el ganchillo en la tela y la dobló, convirtiéndola en una pequeña bolsa, se levantó y le sonrió, todo al mismo tiempo. Parecía muy contenta de verlo. Él pensó que era una chica guapa, con la expresión abierta de una niña. Con aquella expresión tan abierta y su naturaleza obediente le pegaba tener los ojos azul claro, pero sus ojos eran verdes, del color de las algas, un verde intenso, no muy oscuro, sino lleno de nubes.

Él le pidió un paquete pequeño de cigarrillos. Ella alargó la mano hacia una estantería que quedaba a su lado y lo puso en el mostrador, luego volvió a cogerlo, lo abrió y contó los cigarrillos de dentro. Los contó entre dientes, dijo “seis” y le mostró el paquete abierto.

-Como siempre, ¿no? -preguntó él.

-Tengo que contarlos -dijo ella en tono de disculpa-, o me las cargaré con mi madre. El otro día vino un hombre y compró uno como ese y enseguida volvió a quejarse de que solo había cuatro cigarrillos en el paquete. Y yo no sabía qué hacer. Le di otro paquete en lugar de aquel, y cuando se lo conté a mi madre se enfadó y dijo que me había engañado. Así que ahora tengo que contarlos.

Hubert le sonrió, pero estaba pensando que no le extrañaba que alguien se hubiera aprovechado de ella. Seguía pensando en ella mientras se alejaba por la calle, cuando la oyó llamarlo:

-¡Espere un momento! -Y cuando se dio la vuelta, ella ya lo había alcanzado, corriendo tras él.

-Solo quería decirle que tengo que abrir los paquetes de tabaco a todo el mundo, no solo a usted.

-Ya lo sé -repuso él-, ya me lo has dicho.

-Temía haberle ofendido -dijo ella.

-Ah, no, no. No es tan fácil ofenderme -dijo él, y pensó que ella parecía demasiado excitable. No le gustó que hubiera corrido tras él por la calle de aquella manera, poniéndolo en evidencia.

Rose, su madre y su hermano pequeño Jimmy pasaban las tardes en la habitación que quedaba al fondo del pasillo, desde la tienda, una gran cocina oscura que parecía ser toda puertas y que solo tenía una ventana, orientada hacia el pequeño jardín vallado. La madre siempre se sentaba en un sillón de madera junto al fuego. Rose se sentaba en una silla de madera junto a la mesa que había en el centro de la habitación, y Jimmy holgazaneaba en un banco de madera situado bajo la ventana. Jimmy tenía quince años, era un chico callado que sonreía siempre que alguien lo miraba. Como Rose, estaba siempre pendiente de su madre. Rose solía sentarse en aquella cocina como una niña buena, sin apenas decir nada. La noche que decidieron que se casarían, él estaba sentado ante la mesa frente a ella, e incluso entonces Rose apenas habló, pero lo miraba. Incluso cuando fingía mirar la mesa o el fuego, estaba observándolo a él.

La madre de Rose tenía las cosas muy claras. Conocía bien la diferencia entre lo bueno y lo malo y decía lo que pensaba. No aceptaba tonterías de nadie y cuando estaban todos allí, aquella noche, le dijo a Hubert: “Espero que sepas lo que estás haciendo, Hubert. Casarse no es ninguna broma. No se trata simplemente de ponerle un anillo en el dedo a una chica. Dicen que una chica puede malograr su suerte, pero un joven puede también malograr la suya con la misma facilidad y en el mismo grado. Yo no sé si Rose y tú os conocéis lo bastante. Deberíais pensarlo un poco, Rose y tú. Supongo que querréis esperar un poco y no precipitaros a actuar sin pensar. No tenéis ninguna prisa.

Necesitáis tiempo, por si acaso cambiáis de opinión. Más vale renunciar antes de que sea demasiado tarde. Rose es veleidosa. Cambia de opinión de un minuto a otro. Nunca sabe lo que pensará en el momento siguiente. Su opinión varía según la persona con la que esté hablando. Es solo una chiquilla. Más vale que sepáis que pisáis terreno firme antes de dar un paso tan decisivo. Ya sé lo que estás pensando, Rose: que soy muy dura, y no lo soy. Te conozco muy bien. Tú eres muy joven, Hubert, no tienes a nadie que pueda aconsejarte, yo soy mayor y tengo más experiencia, y aunque Rose sea mi hija, quiero que sepas que me importa tanto tu bienestar como el de ella. Y Rose es cambiante, no puede evitarlo; es su naturaleza. Creo que deberíais pensarlo un poco”.

-Ay, madre, no le hables así -exclamó Rose-. No es justo. Le estás dando una imagen muy mala de mí. No es justo.

-No quiero oírte replicar, Rose -dijo su madre-. Y para demostrarle a Hubert que tengo razón, voy a daros un ejemplo.

-Bueno, entonces no puedo hacer nada -susurró Rose.

-Esto es lo que quiero decir -continuó su madre-. Te lo digo para que lo sepas, Hubert, y para que nadie se ría de ti a tus espaldas. ¿Sabes el camino que va desde el parvulario hasta Patrick Street? Bueno, a lo mejor no lo conoces, ya que no eres de aquí, pero ahí está, y al final del camino solo hay un establo abandonado con la puerta rota. La puerta se rompió hará cosa de un año, cuando unos jóvenes gamberros entraron una noche, nadie sabe por qué razón ni nadie quiere pensar en ello, y nunca los encontraron, aunque todos tenemos nuestra idea de quiénes eran. Ninguna chica decente tomaría ese camino con alguien si tiene algún respeto por sí misma, pero el pasado 10 de junio, Rose se fue justo cuando yo no estaba mirando y pasó dos horas de la noche en aquel establo, desde las ocho y media hasta casi las once, esperando a un chico de la calle de enfrente, un jovenzuelo, un joven granuja que no le llega a ella ni a la suela de los zapatos, o no le llegaba hasta que ella le permitió pisotearla.

-¡Oh, madre! -protestó Rose.

-Eso es lo que hizo -dijo su madre-. Y la razón fue que ella fuese a ese lugar y lo esperase allí. Él se presentó en la tienda y le dijo que había hecho una apuesta con uno de sus compinches de que se citaría con ella allí, y le dijo que si Rose no iba, él perdería su paga semanal y sería el hazmerreír de todos. Y por supuesto, sin pensarlo dos veces ni preguntarme a mí, ella se fue para allá con sus mejores zapatos y se quedó allí dos horas. ¡Dos horas!

Esperándolo. Cualquier otra chica en el mundo habría sabido cómo actuar, pero no esta pobrecita mía. Así que él ganó su apuesta y ella perdió su dignidad para siempre. Se partieron de risa a su costa. Y yo perdí mi dignidad y al pobre Jimmy se le encogió el corazón cuando vio cómo se burlaban de él en el colegio. Eso fue lo que hizo Rose. Lo hizo por su buen corazón, y yo lo sé, sé que no quería hacer daño a nadie, pero una chica no puede ser tan blanda ni tan despreocupada, ni tener tan poco respeto por sí misma y por su familia. Esto es lo que quería decirte. No me gustaría que ella te lo ocultara.

-No había ninguna necesidad de contarle eso, madre -dijo Rose-. Estaba llorando en silencio, cabizbaja, y él quiso cogerle la mano, pero temió que su madre adivinara que él estaba acostumbrado a tocar a Rose, y tenía miedo de su madre.

-Era muy necesario que se lo dijera, Rose -repuso su madre-. Y no hace falta que llores de ese modo. Ya no eres una criatura. Estamos hablando de casarte y tienes que demostrar que eres lo bastante sensata para casarte. Y por eso digo que sería conveniente que lo pensarais bien los dos, un poco más de tiempo, antes de comprometeros. Pensadlo un tiempo. Un mes, una semana quizá. Quizá sería buena idea que no os vierais durante una semana o dos, Hubert, y lo pensaras. Y que Rose lo pensara también.

-Dentro de una semana habré vuelto a Dublín -dijo Hubert.

Rose se volvió y lo miró y él la miró desde su lado de la mesa. Sabía que ella quería que él dijera que había tomado ya una decisión y que no iba a cambiar. Sus ojos eran tímidos y temerosos, pero se enfrentaban a los suyos con decisión y parecía dispuesta a sonreír. Rose estaba segura de que él le diría a su madre que ya había tomado una decisión y que el chico que le había tendido aquella trampa merecía que lo patearan, y que no tenía ninguna duda de lo que quería hacer, que irían juntos a ver al sacerdote y aprovecharían la primera ocasión para que los casara cuanto antes. Él no podía estar yendo y viniendo de Dublín todo el tiempo. Y él la quería, pero Rose no esperaba que dijera también aquello en voz alta.

Pero Hubert pensó que ella estaba dispuesta a lo que fuera. Se iría de casa de su madre con él, o se quedaría allí y lo esperaría. Haría lo que él dijera.

Hiciera lo que hiciera y dijera lo que dijera, ella nunca se quejaría ni mostraría su desacuerdo. Y había tiempo. Y él quería que la madre lo considerase un hombre responsable que sopesaba las cosas y vivía según la razón y no por capricho o impulso. Apartó los ojos de Rose y miró a la madre.

-Veinticuatro horas -dijo-. Tal vez venga mañana o tal vez no. Lo consultaré con la almohada.

Entonces miró a Rose con una sonrisa de complicidad, pero a ella le había cambiado la cara. Se la veía desencajada por la sorpresa y parecía estúpida y cruel. Miró rápidamente a su madre, que la miró a su vez con calma triunfante.

-Así sea -dijo la madre-. No es suficiente tiempo, pero veo que sabes lo que estás haciendo. Yo estaba fuera de mí aquella noche en que ella salió, preguntándome qué le habría ocurrido, y cuando volvió y la oí decir lo que había hecho la habría matado. Al fin le pregunté si había alguna excusa en su favor, y ¿sabes lo que me dijo? Dijo: “Pero, mamá, todos se habrían reído de él si yo no hubiera ido”. ¿Has oído algo parecido en toda tu vida? Todos se habrían reído de él, y por supuesto ella no iba a permitirlo, oh no, no tenían que reírse de él, aunque no lo conociera de nada, excepto de decirle hola y adiós, y para salvarle la cara, ella tenía que arriesgarse a que se rieran de ella o peor, que diera de qué hablar. Yo no sé qué debieron de decir de ella. Tuve que obligarla a ir a misa al domingo siguiente y al otro. Pero ella no quería que se rieran de él. Y esa le parecía una buena razón para hacer lo que hizo.

Stephen’s Green Park está rodeado de altas verjas de hierro y rodeado por los cuatro lados de amplias calles bulliciosas. El señor Derdon había recorrido el lado oeste del césped, por el extremo más alejado de la calle, y hacia el lado sur, más allá de las grandes fachadas de las casas de la ciudad que tanto impresionaron a Rose cuando las vio por vez primera. Luego avanzó por el lado este, más allá del St. Vincent Hospital y la universidad, y se encontró en la esquina de Somerville Street. Se detuvo y miró por la estrecha calle grisácea, que cerraban tres casas al fondo. En una de aquellas casas, Rose y él habían tenido su primer hogar. No recordaba el número de la casa y tampoco se sentía inclinado a merodear para ver si podía identificarla al acercarse, pero sabía que era una del final de la hilera.

Un amigo suyo, un hombre que había sido íntimo en aquella época, lo había ayudado a encontrar las habitaciones. Frank Guiney, un tipo de buen corazón. Frank y él habían sido colegas, hasta que Frank se fue a probar suerte a Inglaterra. Hubert se preguntó si habría vuelto alguna vez. No había sabido de él tras un par de postales en las semanas que siguieron a su marcha. Frank había sido un gran amigo. La noche en que Hubert y Rose llegaron a la Westland Row Station, Frank fue a buscarlos allí y luego los tres fueron andando juntos hasta Somerville Street, y Hubert y Frank llevaban el equipaje, mientras que Rose llevaba solo una cesta llena de cosas de comer -té, azúcar, cosas así- que su madre les había traído de la tienda en el último minuto antes de salir. Había incluso una botella de leche, porque la madre de Rose decía que en Dublín no encontrarían leche como aquella. Rose había insistido en llevar la cesta de la comida. Le daba vergüenza llevarla y en el tren la había tapado con su abrigo, ocultando las bolsitas y paquetes que contenía, pero cuando dejaron Westland Row y andaban por la calle, la llevaba con naturalidad, sonriendo mientras andaba entre Frank y Hubert.

Frank se quejó de que Hubert se hubiera casado con una heredera, pues el equipaje pesaba mucho. Frank estuvo muy gracioso aquella noche. Dijo que el baúl que acarreaba debía de estar lleno de búcaros y jarrones, por lo que pesaba.

-Porcelana china -exclamó-. Gatos y perros de porcelana y enormes caballos. ¿Qué piensas hacer con todos esos bibelots, Rose? ¿Eh? ¿No tienes bastante adorno con Hubert? Cuidado, no vayas a ponerlo sobre la repisa de la chimenea, por error.

Rose coreaba cada frase con risitas. Cuando ya iban por Somerville Street, Rose preguntó:

-¿En cuál de estas casas vamos a vivir?

Y Frank blandió uno de los paquetes que llevaba y estuvo a punto de tirarlo todo con aquel gesto absurdo y dijo:

-En la mejor.

Cuando llegaron a la casa, con sus escalones de piedra y su puerta verde oscuro, arañada y abollada y con una grieta en el tragaluz, Frank dejó toda su carga en el suelo y se estiró para descansar antes de empezar a subir la alta escalera hasta arriba de todo.

Frank miró a Rose y dijo:

-Ella siempre sonríe…

Estaba claro que Rose se moría de ganas de entrar en la casa y ver las habitaciones, pero se detuvo obediente y complacida mientras los dos la miraban.

-¡Sonríe y sonríe y sonríe! -exclamó Frank y le dijo a Hubert-: ¿Nunca deja de sonreír?

Y Hubert replicó:

-Nunca.

Ahora, de pie en la esquina de Somerville Street, mirando las fachadas de las casas para ver cuál de ellas les había pertenecido, Hubert las vio como las había visto aquel atardecer, pero la palabra que le venía a la mente era agonía.

Agonía, agonía, agonía era lo que sentía mirando las tres figuras que había unas casas más allá y treinta años atrás, y siguió mirando hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Se volvió rápidamente de Somerville Street y continuó en dirección al Shelbourne Hotel. Qué cosas tan terribles de recordar, pensó. Hacía mucho tiempo que no pasaba por allí. No era bueno recordar aquellos tiempos, pensó, pero al mismo tiempo estaba pensando que no le hacía daño recordar. Qué felices se sentían aquel atardecer Rose y él, y también Frank. Sin duda se hallaban en estado de gracia. Y luego, Frank había cogido sus bultos y ornamentos y los tres habían desfilado al interior de la casa y por las escaleras con aire de conquista.

Hoy, Rose tenía la misma edad que tenía su madre aquella noche. Hubert miró el parque, recorriéndolo con los ojos llenos de curiosidad. ¿Cuántos años había pasado sin ir allí? ¿Diez? ¿Más? No lo recordaba. Podía entrar un momento, descubrir si había habido cambios. Estaba disfrutando de su paseo.

El ejercicio le sentaba bien, pero deseó haberse llevado un periódico en la mano. Las manos vacías siempre le parecían molestas. Se las metió en los bolsillos. Debía procurarse un bastón, si iba a empezar a andar tanto. Un bastón era algo natural si uno paseaba. Un bastón o un periódico. Cualquier otra cosa habría sido una molestia.

Después de que John se fuera de casa. Rose había caído en tal desesperación que, una noche, Hubert le compró un jacinto y se lo llevó a casa, en un intento de distraerla de sí misma. Nunca se había sentido tan estúpido o tan ridículo en su vida como cuando salió de la tienda y anduvo por la calle con la planta entre las manos. Se la habían envuelto en papel rosa y habían doblado el papel en un alto cucurucho, haciéndolo parecer mucho más grande y más festivo de lo que era. Había intentado llevarlo en una mano, pero no se sostenía recto. Había escogido un jacinto azul en plena floración, y le agobiaba que se le marchitara o que se partiera el tallo. Lo pasó mal en el tranvía, agarrando la planta con las dos manos, y quiso el azar que tuviera que ir de pie durante todo el trayecto a casa precisamente aquella tarde, y no cualquier otra. Cuando llegó a casa ya estaba casi enfadado. Al entrar le quitó el papel rosa a la planta y la puso en medio de la mesa del comedor para que Rose la viera enseguida, cuando asomara para avisarle de que estaba el té.

Ella entró y fingió no advertir nada en el camino, y luego dijo: “Pero ¿qué diantres…?”, levantó el jacinto de la mesa y lo sujetó con un brazo, mientras con la mano libre tanteaba el lugar de la mesa donde había estado la maceta sin platillo ni protección.

-Oh, Hubert -dijo-, qué precioso jacinto. Qué bonito tono azul. Pero necesita agua. Y lo pondré en una maceta más grande. Tengo una en el cobertizo, la de los pobres geranios que murieron. Lo sacaré después del té.

Tengo que encontrar un buen sitio donde ponerlo.

Mientras hablaba, a pesar de la tristeza que vivía en su rostro en aquella época, había una leve sonrisa en sus labios, una sonrisa frágil, algo cerrada y secreta, medio satisfecha, podría decirse, y casi triunfante, mientras hablaba del jacinto y de lo que haría por él. Luego, naturalmente, más tarde, volvió a la atención perenne que prestaba a la ausencia de John en su vida. El hecho de que su hijo se hubiera ido para servir a Cristo y que ella fuese tan devota no la ayudaba en sus sentimientos, ni tampoco servía para consolarla.

Hubert se preguntó qué habría sido de aquel jacinto azul, si habría florecido o se habría marchitado y muerto en la nueva maceta que ella le había adjudicado, si lo habría trasplantado al jardín más tarde o qué habría ocurrido.

Había visto jacintos creciendo al aire libre, estaba seguro. Tal vez aquel jacinto estuviera ahora en el jardín que había frente a la casa o en un rincón soleado del jardín de detrás. Si estaba allí, ¿habría crecido, habría florecido cada año? Le preguntaría a Rose por el jacinto, por curiosidad.

Para haberse criado en una ciudad, Rose tenía un interés inusual por la jardinería y una gran pasión por las flores. Las dos partes del jardín (el más pequeño situado frente a la fachada, y el mayor situado detrás) estaban siempre preciosas. Incluso en invierno, ella lograba siempre hacer crecer algo que atraía la atención. Incluso en invierno, los lechos de flores tenían una apariencia de orden y forma, y parecían seguir una pauta diseñada especialmente para ellos, para aquellos parterres en particular y no para otros de cualquier otro jardín. Rose había enloquecido con los jardines de Stephen’s Green Park. Dijo que nunca había imaginado un parque como aquel. Él la recordaba andando por allí con una falda azul marino y una blusa blanca de manga larga, sin chaqueta. Debía de hacer buen tiempo. La falda azul marino tenía una chaqueta a juego. Ella llamaba al conjunto “mi traje”, como si hubiera sido el traje de novia.

Aquella tarde, el parque estaba lleno de madres y niñeras con sus niños.

Las mujeres se sentaban en los bancos que había a lo largo de los caminos, hablaban unas con otras y vigilaban a los niños, los admiraban, los regañaban y los llamaban de vez en cuando. Los niños correteaban por todas partes. Rose y él iban paseando. Aún no estaban acostumbrados a estar juntos.

-Estaba pensando -dijo Rose- que es bonito estar casado.

Hubert la miró, pero ella no lo estaba mirando.

-No puedo imaginar cómo una persona casada puede cometer un pecado -continuó-. No sé qué clase de pecado podría cometer una persona casada.

No puedo imaginar nada que decirle al sacerdote en la confesión, en este momento. Ya nada es pecado. Es curioso, ¿verdad?

Hubert tenía los ojos puestos en el camino. Las piernas de los niños se apresuraban y desaparecían de su campo visual mientras niños y niñas se perseguían por el camino y entre los bancos. Esquivó a una niñita vestida de blanco con botitas blancas que avanzaba sola, lenta e insegura y se mantenía erguida abrazando el espacio vacío frente a ella con los brazos abiertos.

Cuando se apartaba para evitar a la niña, Hubert vio la falda de Rose moviéndose mientras andaba junto a él. A la luz del sol, con aquella falda azul marino, sus esbeltas caderas parecían imperiosas y desconocidas, y ella era suya, y si a Hubert le hubieran dicho en aquel momento que Helena de Troya había vuelto a la Tierra y se llamaba Rose, lo habría creído. Tras él, una mujer chilló: “¡Ven aquí, Paddy Mernagh, a que te retuerza el pescuezo!”. Hubert pensó en Rose y en el futuro y su pensamiento estaba lleno de inocencia y de la necesidad de ganar suficiente dinero para mantener la cabeza alta y no deber nada a nadie mientras vivieran.

Hubert se estaba acercando a la esquina de Grafton Street desde la que había empezado su paseo por la plaza y pensó que, si tenía tiempo, podía atravesarla y echar un vistazo al parque para ver si había cambiado. No había vuelto en todos aquellos años. Se preguntó por qué nunca había llevado a John al parque cuando era pequeño. Tal vez hubiera ido con Rose. Rose podía haberlo llevado sin ningún problema cuando iban a la ciudad a comprar cosas.

Habría sido una vergüenza que John nunca hubiera jugado allí y Hubert estaba casi seguro de que así era. No pensaba preguntárselo a Rose. Si nadie había llevado a John a jugar a aquel parque, él prefería no saberlo. Lo sentía ahora que había hecho el esfuerzo de recordar el número exacto de años que habían pasado desde su última visita al parque. Habían pasado treinta y tres años. No había vuelto desde aquel último domingo allí con Rose, su primer domingo en la casa. No parecía posible que alguien pudiera pasar treinta años en Dublín sin entrar ni salir de Stephen’s Green Park, pero Hubert era un hombre de costumbres y siempre iba directo a casa después de trabajar. Treinta y tres años. Entonces tenía veintiocho. Decidió cruzar la calle y entrar en el parque por la siguiente entrada.

Se detuvo en el bordillo de la acera para mirar en ambas direcciones y entonces vio, en el extremo más alejado del parque, un cortejo fúnebre acercándose por su lado de la calle. La carroza fúnebre iba tirada por dos caballos negros con plumas negras en la cabeza y Hubert tuvo la impresión de que la hilera de coches negros de detrás iba a ser larga. A Hubert le gustaba expresar su respeto hacia los muertos acompañando la comitiva unos cuantos pasos, incluso aunque tuviera que dar la vuelta a la esquina y retroceder un trecho. Tenía mucho tiempo para cruzar hacia el parque antes de que llegara el cortejo, pero no le importó esperar. Quería verlo pasar y en cuanto tuviese ocasión, miraría en el periódico para averiguar de quién era el funeral. El cortejo seguía aún a bastante distancia y Hubert echó a andar ociosamente a su encuentro. Estaba calculando la distancia que le faltaba, intentando adivinar el punto en que se encontrarían y al mismo tiempo vio sin mirar la figura de una mujer que estaba inmóvil junto a la alcantarilla, de espaldas a la calle. Estaba pidiendo limosna. Hubert lo supo sin mirarla. Toda su vida había rechazado a los mendigos. Los detestaba y despreciaba. Pasó de largo junto a ella. El ataúd estaba cubierto de exuberantes coronas de flores que, acumuladas, formaban una especie de altar de Pascua. Era un féretro que hablaba, incluso ahora, de las recompensas de la riqueza y la belleza, la satisfacción de las ceremonias y el orden. Hubert se volvió para marchar tras él y mientras se volvía admiró la escena. Dio un paso, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Seis pasos eran suficientes y había apartado los ojos del féretro e iba a mirar discretamente al primer coche de la comitiva cuando descubrió que su gesto de respeto lo había llevado justo enfrente de la mendiga, y que ella lo estaba mirando y había tendido la mano bajo su echarpe para tomar lo que él quisiera darle. Llevaba el echarpe muy apretado sobre los hombros y alrededor de un bebé, cuya cabeza era apenas visible junto al hombro de la madre, y extendía ante él la misma mano con la que sujetaba la espalda del niño, sin pedir pero expectante, con el codo muy cerca de la criatura, por seguridad. Tal vez creía que él la había dejado atrás para luego cambiar de idea y volverse hacia ella.

Él le dio la espalda y se alejó a toda prisa, pero no sin ver cómo la mano de ella se tensaba y volvía hacia el bebé, mientras la expresión de expectativa de su rostro cambiaba hacia un odio tan desamparado que por un momento pareció como si le hubieran separado la cara del cuerpo. Seguramente creía que Hubert lo había hecho a propósito para darle un chasco. Tenía que haber visto llegar la comitiva fúnebre, pero lo estaba mirando a él y calculando cuánto le daría. Lo había visto pasar y darle la espalda. Había creído que él podía hacer una cosa así, que era un hombre capaz de un gesto tan mezquino.

Hubert consideró la posibilidad de volverse rápidamente y darle algo, pero la vergüenza lo hizo seguir andando cada vez más deprisa, alejándose de ella.

Una mujer que pasaba lo miró, y entonces se dio cuenta de que había murmurado mientras andaba y se frotaba los ojos, diciendo: “Yo nunca haría una cosa así. Nunca haría algo parecido”. Todos los asistentes al cortejo fúnebre debían de haberlo visto, apresurándose y haciendo muecas como un chiflado. Deseó haberle dado algo a aquella mujer; habría sido más fácil. No era justo que pidiera limosna, había montones de sitios donde podía acudir, donde sin duda la ayudarían, pero pese a todo daba lástima verla allí y al fin y al cabo ella no le había dicho nada, ni lo había insultado, como muchos otros habrían hecho en su lugar. Pero ¿cómo podía pensar que él era la clase de hombre que juega una treta de tan mal gusto? Tenía que haberle explicado que estaba mirando el cortejo fúnebre, aunque en ese caso, tal vez ella tampoco habría comprendido por qué no le daba nada. Pasar junto a ella y no darle nada no tenía importancia, pero volverse hacia ella, mirarla y tampoco darle nada no tenía pase. Debía haber parecido que se estaba burlando de ella o que tenía una intención aún peor. ¿Cómo podía creer algo así de él? Había agarrado al niño como si estuviera amenazado. Lo rodeaba con los dos brazos como Rose solía coger a John, como si no hubiera nada en el mundo aparte de aquella criatura. El modo en que sostenía al bebé contra su cuerpo era un reproche y una advertencia a cualquiera que se acercase. Con mujeres así era imposible negociar. Se entregaban en cuerpo y alma al ser que acabaría por alejarse de ellas. No había razonamiento posible con ellas. Todos los matemáticos del mundo podían matarse trabajando y aquellas mujeres ni siquiera se volverían a mirar qué estaba ocurriendo. No aprenderían nada ni verían nada ni les importaría nada mientras tuvieran al niño. Si alguien les decía que eran ignorantes e insensatas, que se estaban arriesgando absurdamente, no lo escuchaban. Ni siquiera podían oír esas advertencias. Ni toda la historia, ni las matemáticas ni la arquitectura del mundo significaban nada para ellas al lado de la historia, las matemáticas y la arquitectura de un solo rostro. Podías hablarles en sus narices y ellas solo se preguntaban si era el momento de cambiar al bebé. Y se quedaban en silencio. Uno no podía obtener una respuesta directa de ellas ni por amor ni por dinero. No hablarían para decir la verdad. La verdad no estaba en ellas. Uno podía alejarse de ellas y abandonarlas y ellas no te llamarían ni dirían una palabra, pero te mirarían para que las recordaras y no pudieras olvidarlas, ni olvidaras que te estaban mirando del mismo modo en el que ahora lo miraba aquella mujer. ¿Cómo podía haber pensado que él era la clase de hombre que hace una cosa así?

Se metió por una calle lateral y volvió hacia la tienda dando un rodeo y al llegar fue directamente a lavarse las manos y la cara. Luego se fue a su mesa y empezó a trabajar lo mejor que podía, pero sentía que todos los ojos lo estaban juzgando como aquella mujer y no podía dejar de pensar en sí mismo ni de juzgarse como lo había juzgado ella. Jack Minton vino del taller a buscar un rollo de tweed gris, y al pasar por la mesa de Hubert, se detuvo, lo miró y le preguntó si todo iba bien y si le ocurría algo. Hubert respondió que todo iba bien. Minton titubeó aún un momento junto a la mesa, mirándolo, pero Hubert no levantó la vista y al final, para quitárselo de encima, Hubert le dijo que algo lo había impresionado, nada que valiera la pena mencionar, y tampoco lo mencionó.

Aquella tarde, Rose entró del jardín, donde había estado trabajando, se sentó en su silloncito junto al fuego y cogió una labor de ganchillo de lana gris de la vieja cesta que siempre tenía en el suelo junto a ella. Había traído la cesta de casa de su madre el día de la boda y había resistido todo aquel tiempo porque pesaba demasiado para llevársela a la compra diaria, de modo que la usaba para guardar sus labores, punto, ganchillo y remiendos. Estaba haciendo una colcha de ganchillo, uniendo cuadrados independientes. Mientras trabajaba movía los labios y cada vez que acababa una hilera de puntos levantaba la cabeza como si hubiera tomado una decisión repentina, que hubiera sido difícil de alcanzar, pero agradable al fin. De vez en cuando, miraba apreciativamente la habitación y echaba un vistazo al reloj. Era un reloj de caoba, un regalo de boda de un viejo amigo de Hubert, Frank Guiney, y ocupaba un lugar de honor en el centro de la repisa de la chimenea. Cuando oyó al chico dejar el periódico de la tarde, se levantó, cogió el periódico y se sentó a leerlo, pero cuando oyó la llave de Hubert en la cerradura, lo cerró y dobló cuidadosamente, como si nunca lo hubiera abierto.

Hubert colgó la gabardina y el sombrero en el recibidor y fue al dormitorio a cambiarse la chaqueta por un viejo cárdigan de lana oscura y tres botones. Cuando llegó a la salita del fondo, Rose estaba sentada en su sillón, enfrascada en su labor de ganchillo.

-Te he dejado el periódico en tu butaca -le dijo.

-¿Dice algo interesante? -preguntó Hubert.

-No -dijo ella, dubitativa-. Bueno, no lo sé, quizá sí.

Él se acercó a la ventana y se quedó de pie mirando el jardín. Solo era una parcela de césped, rodeada de lechos de flores y encerrada en muros de cemento gris que Rose había disfrazado con hiedra y otra trepadora con hojas rojizas y puntiagudas. Solo era una parcela y ella había pasado gran parte de su vida intentando embellecerla, y su hijo había pasado su infancia en ella y él mismo se había pasado todas sus vacaciones de verano sentado allí en una hamaca. Nunca se iban a ninguna parte en vacaciones, porque irse costaba dinero y en cualquier caso, tampoco querían dejar la casa sola.

-Voy a encender la hervidora -dijo Rose.

Él se volvió a mirarla. Se estaba levantando de su butaca. No se levantaba con gracia, pero sí con facilidad, sin ayudarse con las manos, y cuando se levantó se la veía muy erguida.

-Dime una cosa -le pidió Hubert-. ¿Te acuerdas de aquel jacinto que te traje una vez? ¿Qué se hizo de él?

-El jacinto azul -respondió ella-. Mejoró mucho cuando lo puse en la maceta grande. Te lo enseñé. Daba unas flores preciosas.

-¿Y dónde está ahora? -preguntó él-. ¿Lo trasplantaste al jardín?

-Ah, no. Los jacintos se mueren, Hubert. Solo duran una temporada. Hay que comprar bulbos nuevos cada año.

-Te compraré otro -dijo él-. Te lo traeré mañana. Lo traeré cuando vuelva mañana por la tarde.

-No, no encontrarás jacintos en esta época del año -repuso ella-. Solo se encuentran en primavera, y estamos en septiembre.

-Ah -dijo él-. Ya veo. Se me había olvidado.

-Lo siento, Hubert -dijo ella.

-No pasa nada -replicó él.

-¿Por qué te has acordado ahora del jacinto? -le preguntó Rose.

-Por nada. Simplemente me he acordado.

Ella se dirigió a la puerta.

-¿Me encenderías el fuego? -le preguntó-. Así yo me iría abajo -titubeó, como si él fuese a decir que no.

-Sí, yo lo encenderé -repuso él-. Vete abajo, haz lo que tengas que hacer.

Había una caja de cerillas de madera en la repisa de la chimenea, junto a una foto enmarcada de John en el día de su ordenación sacerdotal. Hubert evitaba mirar la fotografía. Solo aquella morbosa tendencia suya a la infelicidad había llevado a Rose a ponerla allí, cuando ya tenía una copia similar en el dormitorio y tampoco estaba favorecido. De hecho, Hubert planeaba llevársela y esconderla en algún sitio. Encendió una cerilla y se agachó a encender el gas con mucho cuidado y lo ajustó haciendo girar la llave muy despacio y apretando los labios con el esfuerzo. Luego volvió a su butaca, cogió el periódico y se sentó. No abrió el periódico. Se quedó sentado muy quieto y contempló el calor rosa pálido que se extendía sobre la rejilla de las cenizas en la chimenea. Se quedó así hasta que Rose lo llamó para el té y entonces se levantó, se abrochó el cárdigan, lo estiró para cubrirse el cuerpo y fue a reunirse con ella en la cocina. Mientras iba hacia allí, la conversación sobre el jacinto volvió a su mente y sonrió, pensando que a pesar del tono de disculpa habitual de su voz, ella medio sonreía cuando le explicó la dificultad de conseguir flores fuera de la primavera. Ni siquiera la pobre Rose podía asumir la culpa de los cambios estacionales.

En la cocina, la mesa estaba preparada y Rose estaba de pie sirviendo el té. Él siempre intentaba que dejara la tetera en la mesa para que no tuviera que dar un salto cada cinco minutos, pero ella insistía en dejarla sobre el hornillo para que se mantuviera caliente. Él sacó una de las sillas amarillas y se sentó, y en un minuto ella estaba con él en la silla de enfrente. Mientras comían, él recordó el cortejo fúnebre y se lo describió a Rose y ella se levantó y fue a la sala a buscar el periódico para ver si descubrían a quién habían enterrado con tal pompa. De paso, Rose cogió también el periódico de la mañana y los de tres días antes, por si acaso contenían información al respecto. Ya se imaginaba de quién era el funeral que Hubert había visto pasar -de un vendedor al por mayor llamado Kinsella, cuyo padre había llegado de Cork sin nada y había montado un buen negocio-, pero no quería decir el nombre en voz alta ante Hubert hasta asegurarse.

Mientras iba a buscar los periódicos, los cogía, miraba las fechas para asegurarse de que eran los que buscaba y los llevaba a la cocina, Rose pensaba en lo desconsiderado que era Hubert sacando el tema del funeral sin acordarse de que era el aniversario de la muerte de su padre. Pero a ella también le interesaba y echó un vistazo a los periódicos antes de enseñárselos y, sí, era John Patrick Kinsella, era su cortejo fúnebre el que Hubert había visto.

Rose dejó a Hubert leer todo el artículo sobre la vida y circunstancias del señor Kinsella, que ya había leído antes prestando menos atención, porque había salido en las noticias del día anterior, y miró ociosamente las páginas posteriores del periódico del domingo y encontró varios artículos que le habían pasado por alto en la primera lectura. Cuando se lo comentó a Hubert, él observó que ella nunca había aprendido a leer como es debido, que era una lectora descuidada que se saltaba cosas demasiado a menudo y que no se concentraba en lo que estaba leyendo, y eso era una pena, porque era difícil adquirir una buena costumbre cuando uno era ya viejo, igual de difícil que deshacerse de una mala costumbre una vez que se había apoderado de ti.

*FIN*


“A Young Girl Can Spoil Her Chances”, 1962


Más Cuentos de Maeve Brennan