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Una desdichada

[Novela corta - Texto completo.]

Iván Turguéniev

—Sí, sí —empezó Piotr Gavrflovich—, fueron unos tiempos difíciles… y la verdad es que no me apetece rememorarlos… Pero, ya que se lo he prometido, les contaré toda la historia. Escuchen.

 

I

Vivía yo por entonces (corría el invierno de 1835) en Moscú, en casa de una tía, hermana de mi difunta madre. Tenía dieciocho años. Acababa de pasar del segundo al tercer curso de la Facultad “de letras” (así se llamaba en aquella época) de la Universidad de Moscú. Mi tía era una mujer dulce y apacible, que se había quedado viuda. Ocupaba una casa de madera de gran tamaño en la calle Ostozhenka, caldeada en exceso, de esas que solo pueden encontrarse en Moscú. Apenas recibía visitas y se pasaba en la salita de la mañana a la noche, con dos damas de compañía, tomando té perla, haciendo solitarios y ordenando cada dos por tres que sahumaran la pieza. Las damas de compañía salían corriendo al recibidor y al cabo de unos minutos aparecía un viejo criado, vestido de librea, con una bandeja de cobre en la que descansaba un ladrillo caliente con una ramita de menta. Avanzaba a grandes pasos por las estrechas alfombras y rociaba las hojas con vinagre. Un vapor blancuzco envolvía el rostro arrugado del fámulo, que se apartaba con el ceño fruncido, mientras los canarios, excitados por el crepitar de la menta, rompían a cantar en el comedor.

Mi tía me quería mucho y me mimaba cuanto podía, por ser huérfano de padre y madre. Había puesto todo el entresuelo a mi entera disposición. Mis habitaciones estaban amuebladas con gran elegancia y no se parecían lo mas mínimo a las de un estudiante: el dormitorio estaba adornado con cortinas de color rosa y de la cama colgaba un dosel de muselina y borlas azules que, a decir verdad, me turbaba un poco. En mi opinión, tales “delicadezas” debían rebajarme a ojos de mis compañeros. Ya sin eso me llamaban colegiala, tal vez porque nunca me había decidido a fumar. Debo reconocer que estudiaba poco, sobre todo al principio del curso. Salía mucho en coche. Mi tía me había regalado un enorme trineo de general, con una manta de piel de oso y dos magníficos caballos de Viatka. Apenas frecuentaba la “buena sociedad”, pero en el teatro me sentía como en mi casa y me atiborraba de pasteles en las confiterías. Aparte de eso, no me permitía ningún exceso y me comportaba correctamente, como corresponde a un jeune homme de bonne maison. Por nada del mundo habría disgustado a mi tía; además, era de natural tranquilo y apacible.

 

II

 

Desde muy tierna edad sentía verdadera pasión por el ajedrez; no tenía ni idea de teoría, pero no jugaba mal. Un día, en un café, fui testigo de una batalla prolongada entre dos jugadores, uno de los cuales, un joven rubio de unos veinticinco años, me pareció bastante capaz. Una vez decidida la partida en su favor, le propuse que se midiera conmigo. Aceptó… y en el espacio de una hora me derrotó, sin esfuerzo, tres veces seguidas.

—Tiene usted facultades para este juego —dijo con voz amable, dándose cuenta probablemente de que había herido mi amor propio—, pero no conoce usted los principios fundamentales. Debería leer algún tratado, el de Allgayer o el de Petrov.

—¿Cree usted? ¿Y dónde podría procurarme esas obras?

—Venga a mi casa y se las prestaré.

Me dijo cómo se llamaba y dónde vivía. Al día siguiente me dirigí a su domicilio. Al cabo de una semana éramos ya inseparables.

 

III

 

Mi nuevo amigo se llamaba Aleksandr Davídovich Fústov. Vivía con su madre, una mujer bastante rica, viuda de un consejero de Estado, en un pabellón independiente, gozando de plena libertad, como yo en casa de mi tía. Tenía un empleo en el Ministerio de la Corte. Mi inclinación por él no podía ser más sincera. En mi vida había conocido a un joven tan “simpático”. Todo en él era agradable y atrayente: su apuesta figura, sus ademanes, su voz y, sobre todo, su rostro fino y pequeño de ojos azules con reflejos dorados, su nariz delicada, modelada con cierta coquetería, la indeleble y acariciante sonrisa de sus labios bermejos, sus cabellos suaves que caían en ligeros rizos sobre la frente, algo estrecha, pero blanca como la nieve. Su carácter se distinguía por una extraordinaria ecuanimidad y una afabilidad encantadora, siempre teñida de cierta reserva. Jamás se le veía pensativo y siempre parecía satisfecho. En cambio, nada conseguía entusiasmarlo. Cualquier exceso, aunque estuviese dictado por un sentimiento noble, le disgustaba. “Eso es propio de salvajes”, exclamaba en tales ocasiones, encogiéndose de hombros y entornando sus ojos de reflejos dorados. ¡Qué ojos tan extraordinarios los de Fústov! En todo momento expresaban simpatía, complicidad y hasta devoción. Solo más tarde me di cuenta de que la expresión de sus ojos dependía exclusivamente de su especial disposición, que no cambiaba nunca, ya estuviese comiendo un plato de sopa o encendiendo un cigarrillo. Su proverbial prurito por el orden se convirtió en un pilar de nuestra relación. Es verdad que su abuela era alemana. La naturaleza le había dotado de las cualidades más diversas. Bailaba de maravilla, montaba con elegancia y nadaba a la perfección. Se ocupaba de labores de carpintería, torneaba, encolaba, encuadernaba, recortaba siluetas, pintaba a la acuarela un ramo de flores o el perfil de Napoleón con su uniforme de color azul, tocaba la cítara con sentimiento, conocía muchos juegos, y no solo de naipes, tenía bastantes conocimientos de mecánica, física y química, pero todo ello con mesura. Su único punto flaco eran las lenguas: hasta en francés se expresaba con torpeza. En general, era poco hablador, y en nuestras conversaciones estudiantiles participaba más con sonrisas y miradas dulces y llenas de animación que con palabras. Fústov causaba furor entre las mujeres, pero a él no le gustaba explayarse sobre esa cuestión tan importante para los jóvenes; de hecho, se merecía con toda justicia el apodo que le habían puesto sus compañeros: “el discreto don Juan”. No era una persona a la que admirara, porque no tenía ningún rasgo excepcional, pero valoraba su amistad, aunque, a decir verdad, solo se manifestaba en que tenía siempre abiertas las puertas de su casa. A mis ojos Fústov era el hombre más feliz del mundo. Todo parecía irle a las mil maravillas. Su madre, sus hermanos, sus hermanas, sus tías y sus tíos, todos le adoraban, y él vivía en perfecta armonía con todos ellos, gozando de la reputación de pariente modelo.

 

IV

 

Un día fui a su casa muy temprano y no lo encontré en su despacho. Me llamó desde la habitación contigua, desde la que llegaba hasta mis oídos un incesante chapoteo, acompañado de resoplidos. Fústov se bañaba en agua fría todas las mañanas y luego se pasaba cerca de un cuarto de hora haciendo ejercicios gimnásticos, en los que había alcanzado una notable maestría. No dedicaba a la salud de su cuerpo cuidados superfluos, pero no olvidaba ninguno de los indispensables. (“¡No te olvides, no te irrites, trabaja con mesura!”, era su divisa.) Fústov aún no había aparecido cuando la puerta exterior de la habitación en la que me encontraba se abrió de par en par, dando paso a un hombre de unos cincuenta años, vestido con uniforme de funcionario, rechoncho, robusto, con ojos de un gris lechoso, rostro entre rubicundo y atezado y una maraña de cabellos canosos y rizados que formaban una especie de gorro sobre su cabeza. El hombre se detuvo, me miró, abrió cuanto pudo su enorme boca y, soltando una carcajada metálica, se dio una palmada en la parte posterior del muslo, levantando mucho la pierna.

—¿Es Iván Demiánich? —preguntó mi amigo al otro lado de la puerta.

—El mismo que viste y calza —respondió el recién llegado—. ¿Qué hace usted? ¿Está acabando su toilette? ¡Bien! ¡Bien! —La voz de ese hombre que respondía al nombre de Iván Demiánich tenía una tonalidad metálica, lo mismo que su risa—. He venido a darle una clase a su hermano, pero, por lo visto, se ha resfriado y no hace más que estornudar. No está en condiciones de trabajar. Así que he pasado por aquí un momento para calentarme.

Iván Demiánich volvió a reír de ese modo tan extraño y se dio otra ruidosa palmada en el muslo; a continuación, sacando un pañuelo a cuadros del bolsillo, se sonó con estrépito, volvió los ojos con aire feroz, escupió en el pañuelo y exclamó con todas sus fuerzas: “¡Puaf!”.

Fústov entró en la habitación, nos tendió una mano a cada uno y nos preguntó si nos conocíamos.

—No, señor —tronó al punto Iván Demiánich—. Este veterano del año 12 no tiene ese honor.

Fústov me presentó primero a mí; luego, señalando al “veterano del año 12”, añadió:

—Iván Demiánich Ratch, profesor… de diversas materias.

—En efecto, en efecto, de diversas materias —confirmó el señor Ratch—. ¡Lo que no habré enseñado y sigo enseñando! Matemáticas, geografía, estadística, contabilidad por partida doble. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Y también música! ¿Lo duda usted, señor mío? —agregó, dirigiéndose a mí—. Pregunte a Aleksandr Davídich qué tal me defiendo con el fagot. No en vano soy natural de Bohemia, es decir, checo. ¡Sí, señor, soy checo y mi patria es la antigua Praga! A propósito, Aleksandr Davídich, hace mucho tiempo que no le veo. Podríamos tocar a dúo… ¡Ja, ja! ¡De veras!

—Estuve en su casa anteayer, Iván Demiánich —respondió Fústov.

—¡A eso le llamo yo “hace mucho tiempo”! ¡Ja, ja!

Cuando el señor Ratch se reía, sus ojos grises se movían en las órbitas de un modo raro e inquietante.

—Ya veo, joven, que mi conducta le sorprende —agregó, dirigiéndose de nuevo a mí—. Pero solo porque aún no conoce mi carácter. Pídale a nuestro buen amigo Aleksandr Davídich que le informe. ¿Y qué le dirá? Sin duda que el viejo Ratch es un infeliz y que, a pesar de no ser ruso de nacimiento, lo es de corazón. ¡Ja, ja! Mi nombre de pila es Johann Dietrich, pero todo el mundo me conoce como Iván Demiánov. No tengo doblez y hablo con el corazón en la mano, como suele decirse. Ni entiendo ni quiero entender nada de cumplidos. ¡Que se vayan al diablo! Pásese por mi casa alguna tarde y lo verá usted mismo. Mi parienta, es decir, mi mujer, es otra infeliz. Nos preparará alguna cosa… Ya lo creo. ¿No es verdad lo que digo, Aleksandr Davídich?

Fústov se limitó a sonreír; en cuanto a mí, guardé silencio.

—No desdeñe usted a este viejo y vaya —continuó el señor Ratch—. Y ahora… —Sacó del bolsillo un grueso reloj de plata y se lo acercó al ojo derecho, casi fuera de su órbita—. Supongo que es mejor que me vaya. Otro pupilo me espera… ¡Vaya usted a saber qué diablos le estoy enseñando a ése! ¡Nada menos que mitología! ¡Y qué lejos vive el canalla! ¡Cerca de la Puerta Roja! Pero no importa: como su hermano ha faltado a la cita, iré andando, y de ese modo me ahorraré los quince kopeks del coche. ¡Ja, ja! Bueno, señores, adiós, hasta la vista. Y usted, joven, no deje de pasar… ¿Qué estaba diciendo?… ¡Tenemos que tocar sin falta a dúo! —gritó el señor Ratch desde el recibidor, donde se puso ruidosamente los chanclos y soltó por última vez una de sus risotadas metálicas.

 

V

 

—¡Qué tipo tan extraño! —le dije a Fústov, que ya había tenido tiempo de sentarse en su banco de tornero—. ¿De veras es extranjero? ¡Habla el ruso con tanta soltura!

—Es extranjero, pero lleva ya treinta años en Rusia. En torno a 1802 cierto príncipe lo trajo de fuera… en calidad de secretario… o más bien, supongo, de ayuda de cámara. Realmente habla el ruso con mucha soltura.

—Sí, hasta con arrogancia. Qué giros tan enrevesados y artificiosos —apunté yo.

—En efecto. Y muy poco naturales. Pero así son esos alemanes rusificados.

—Pero ¿no era checo?

—No lo sé. Tal vez. Con su mujer habla alemán.

—¿Y por qué se jacta de ser un veterano del año 12? ¿Sirvió acaso en la milicia?

—¡Qué va! Se quedó en Moscú durante el incendio y perdió todos sus bienes… Ahí se acaba su servicio.

—Pero ¿por qué se quedó en Moscú?

Fústov seguía torneando.

—¡Vaya usted a saber! He oído decir que espiaba para nosotros, pero debe de ser una invención. En cambio, es cierto que el Tesoro le indemnizó por sus pérdidas.

—Lleva uniforme de funcionario… ¿Está empleado en algún departamento?

—Sí. Trabaja de profesor en el cuerpo de cadetes.

—¿Quién es su mujer?

—Una alemana nacida aquí, hija de un charcutero… o de un carnicero…

—¿Vas a menudo por su casa?

—Sí.

—¿Y te diviertes allí?

—Bastante.

—¿Tienen hijos?

—Sí. Tres de la alemana, más un hijo y una hija de su primera mujer.

—¿Y cuántos años tiene la hija mayor?

—Unos veinticinco.

Me dio la impresión de que Fústov se inclinaba algo más sobre el torno y de que el movimiento y el zumbido de la rueda aumentaban bajo los impulsos acompasados de su pie.

—¿Es bonita?

—Depende de los gustos. Tiene un rostro agradable y en conjunto… puede decirse que es una persona notable.

“¡Ajá!”, pensé yo.

Fústov siguió trabajando con un celo especial y a mi siguiente pregunta respondió con un simple gruñido.

“Habrá que conocerla”, me dije.

 

VI

 

Al cabo de unos días Fústov y yo fuimos una tarde a visitar al señor Ratch. Vivía en una casa de madera con gran patio y jardín, en el callejón Krivoi, cerca del bulevar Prechistenski. Salió a nuestro encuentro en el vestíbulo y, después de recibirnos con esas risas crepitantes y ese estrépito que le eran propios, nos condujo al punto al salón, donde me presentó a una dama corpulenta, con un vestido muy ceñido de camelote, Eleonora Kárpovna, su esposa. Es probable que Eleonora Kárpovna se distinguiera en su primera juventud por eso que los franceses, vaya usted a saber por qué, llaman “la belleza del diablo”, es decir, la frescura. Después de intercambiar con ella unas palabras, me recordó involuntariamente a un pedazo de carne de vaca que el carnicero acabara de colocar en el limpísimo mostrador de mármol. No sin intención empleo la palabra “limpísimo”, pues la señora de la casa no solo parecía un modelo de limpieza, sino que cuanto había a su alrededor brillaba y resplandecía: todo había sido frotado, pulido, lavado con jabón. Sobre la mesa redonda el samovar centelleaba como un ascua. Las cortinas que cubrían las ventanas y las servilletas estaban tiesas a fuerza de almidón, lo mismo que los trajes y las camisetas de los cuatro hijos del señor Ratch, robustos, rechonchos y bien alimentados, muy parecidos a su madre, con sus rostros toscos y vigorosos, sus ricitos sobre las sienes y sus dedos regordetes y rojos. Los cuatro tenían narices algo chatas, labios gruesos, como hinchados, y ojos diminutos de color gris claro.

—¡Aquí está mi guardia! —gritó el señor Ratch, al tiempo que iba posando su pesada mano en la cabeza de los cuatro niños—. ¡Kolia, Olia, Sashka y Mashka! Ése tiene ocho años, ésa siete, ése cuatro y esa solo dos. ¡Ja, ja, ja! Como ven ustedes, mi mujer y yo no perdemos el tiempo. ¿No es verdad, Eleonora Kárpovna?

—Siempre está usted diciendo esas cosas —murmuró Eleonora Kárpovna, dándole la espalda.

—¡Ha dado a todos sus polluelos nombres bien rusos! —prosiguió el señor Ratch—. Yfí ense, los ha bautizado en la religión griega. ¡Dios mío! ¡Es eslava de los pies a la cabeza, que el diablo me lleve, aunque por sus venas corre sangre alemana! ¿Es usted eslava Eleonora Kárpovna?

La mujer se enfadó.

—¡Soy la esposa de un consejero de la Corte, eso es lo que soy! Por consiguiente, soy una señora rusa y todo lo que pueda usted decir…

—¡Ya ven cómo ama a Rusia! ¡Qué se le va a hacer! —la interrumpió Iván Demiánich—. ¡Es como un temblor de tierra! ¡Ja, ja!

—¿Y qué pasa? —prosiguió Eleonora Kárpovna—. Pues claro que amo a Rusia, porque en ningún otro lugar me concederían un título de nobleza. Y ahora mis hijos son también nobles. ¿No es así? Kolia, sitzeruhig mit den Füssen!

Ratch hizo un gesto con la mano y exclamó:

—¡Bueno, princesa Sumbeka, tranquilízate! ¿Y dónde está el “noble” Víktor? ¡Siempre deambulando por las calles! ¡Como se encuentre con el inspector, se va a enterar de lo que es bueno! Das ist ein Bummler, der Victor!

—Dem Victor kann ich nicho kommandieren, Iván Demiánich. Sie wissen woh1! —murmuró Eleonora Kárpovna.

Miré a Fústov, tratando de averiguar qué podía inducirle a visitar a semejante gente… pero en ese momento entró en la habitación una muchacha de elevada estatura con un vestido negro. Era la hija mayor de Ratch, de la que me había hablado Fústov… Entonces comprendí la razón de las frecuentes visitas de mi amigo.

 

VII

 

Recuerdo que en cierto pasaje Shakespeare habla de “una paloma blanca en medio de una bandada de cuervos negros”. Ésa fue la impre Sión que me produjo la aparición de la muchacha. Apenas tenía nada en común con las personas que la rodeaban. Daba la impresión de que ella misma se preguntaba para sus adentros cómo era posible que hubiera acabado en semejante compañía. Todos los miembros de la familia del señor Ratch eran individuos robustos, de aspecto bonachón y satisfecho. En cambio, el rostro de la muchacha, hermoso, pero ya descolorido, portaba las huellas de la melancolía, la dignidad y una salud precaria. Los otros no podían esconder su origen plebeyo, y sus modales, aunque sencillos, a veces resultaban desenvueltos y hasta groseros. La muchacha, una criatura indudablemente aristocrática, dejaba traslucir en todos sus actos una angustia dolorosa. En su fisonomía no se advertían rasgos propios de la raza germánica. Su aspecto recordaba más bien al de los nativos del sur. Tenía cabellos negros, muy espesos, sin ningún brillo, ojos también negros, hundidos y apagados, pero hermosos, una frente baja y abombada, nariz aquilina, piel tersa, de una palidez verdosa, una suerte de pliegue trágico en las comisuras de los finos labios y en las mejillas ligeramente hundidas, un aura de resolución y al mismo tiempo de impotencia en los gestos, una elegancia desprovista de gracia… Nada de eso me habría parecido extraordinario en Italia, pero en Moscú, y en los aledaños del bulevar Prechistenski, me dejó lisa y llanamente estupefacto. Cuando entró en la habitación, me levanté de la silla. Ella me dirigió una mirada rápida y displicente, entornó sus negras pestañas y se sentó al pie de la ventana, “como Tatiana” (en aquella época todos teníamos fresco en la memoria el recuerdo del Onieguin de Pushkin). Miré a Fústov, pero mi amigo me daba la espalda y cogía una taza de té que Eleonora Kárpovna le tendía con sus manos regordetas. También reparé en que la entrada de la muchacha había venido acompañada de una leve corriente de frío físico… “¿No será una estatua?”, me dije para mí.

 

VIII

 

—Piotr Gavrllich —tronó el señor Ratch, dirigiéndose a mí—, permítame que le presente a mi… a mi… a mi número uno. ¡Ja, ja, ja! ¡Susanna Ivánovna!

Me incliné en silencio y al punto pensé: “Ni siquiera el nombre se corresponde con el de los demás”. Susanna se incorporó a medias, sin sonreír y sin separar las manos, que tenía fuertemente apretadas.

—¿Y qué pasa con el dueto, Aleksandr Davídich? —prosiguió Iván Demiánich—. ¡Ah, mi bienhechor! La cítara se la dejó usted aquí y el fagot lo he sacado ya de la funda. ¡Regalemos los oídos de esta respetable compañía! —Al señor Ratch le gustaba engalanar sus expresiones rusas; de continuo empleaba giros semejantes a los que aparecen a cada paso en las poesías ultrapopulares del príncipe Viázemski. Recuerdo que un día Iván Demiánich, llevado de su afición a las palabras sonoras con un final enérgico, me aseguró que en su jardín se encontraba uno a cada paso calizas, matorrales y fajina—. ¿Qué? ¿Vamos allá? —exclamó Iván Demiánich, viendo que Fústov no ponía objeciones—. ¡Kolia, zumbando al gabinete a por los atriles! ¡Olga, vete a por la cítara! ¡Y tú, querida esposa, haz el favor de coger unas velas para los atriles! —El señor Ratch daba vueltas por la habitación como una peonza—. Piotr Gavrflich, le gusta a usted la música, ¿verdad? Si no le gusta, puede charlar un poco, pero en sordina. ¡Ja, ja, ja! ¿Y dónde se ha metido ese botarate de Víktor? ¡No le vendría mal escuchar también a él! ¡Lo ha echado usted a perder completamente, Eleonora Kárpovna!

La mujer se puso como la grana.

—Aber was kann ich denn, Iván Demiánich…

—¡Bueno, bueno, basta de lloriqueos! Bleibe ruhig, hast verstanden? ¡Aleksandr Davídich, haga usted el favor!

Los niños ejecutaron al momento las órdenes de su padre, y, una vez colocados los atriles, empezó la música. Ya he dicho que Fústov tocaba la cítara con maestría, pero ese instrumento siempre me ha producido una impresión penosísima. Siempre me ha parecido, y aún hoy sigo profesando la misma opinión, que ese instrumento encierra el alma de un decrépito usurero judío, el cual se lamenta y llora en protesta contra el virtuoso implacable que le arranca tales sonidos. La interpretación del señor Ratch tampoco podía procurarme ningún placer; ade más, la repentina congestión de su rostro y el frenético girar de sus ojos blancos comunicaban a su rostro una expresión siniestra: era como si se aprestase a matar a alguien con su fagot, no sin antes lanzar juramentos y amenazas en forma de notas estranguladas, roncas y groseras. Me acerqué a Susanna y, en cuanto se produjo la primera pausa, le pregunté si le gustaba tanto la música como a su padre.

Se apartó un poco, como si la hubiera empujado, y dijo con brusquedad:

—¿Como a quién?

—Como a su padre —repetí yo—, al señor Ratch.

—El señor Ratch no es mi padre.

—¿No es su padre? Discúlpeme… No he debido entender bien… Pero recuerdo que Aleksandr Davídich…

Susanna me miró con fijeza y temor.

—No ha entendido usted al señor Fústov. El señor Ratch es mi padrastro.

Guardé silencio un instante.

—¿Y a usted no le gusta la música? —volví a preguntar.

Susanna volvió a mirarme. Decididamente había cierta hostilidad en sus ojos. Era evidente que no esperaba ni deseaba que nuestra conversación continuase.

—Yo no le he dicho a usted eso —dijo, pronunciando lentamente las palabras.

—Tru-tu-tu-tu-u-u… —gruñó el fagot con repentino furor, ejecutando una floritura final. Me di la vuelta y me quedé mirando el cuello rojo del señor Ratch, hinchado como una serpiente pitón, por debajo de sus orejas despegadas, y toda su figura se me antojó profundamente desagradable.

—Pero… por lo visto, ese instrumento no le gusta —dije en voz baja.

—No… no me gusta —respondió, como si hubiera entendido mi alusión encubierta.

“Ahí lo tienes”, pensé, y sentí una especie de alegría.

—Susanna Ivánovna es muy aficionada a la música —exclamó de pronto Eleonora Kárpovna en una mezcla de ruso y alemán— y toca de maravilla el piano, pero se niega a tocar cuando se lo piden con insistencia.

Susanna no respondió a las palabras de Eleonora Kárpovna, ni siquiera la miró, contentándose con volver un poco los ojos hacia ella, los párpados entornados. Ese solo movimiento, el de sus pupilas, me permitió comprender qué clase de sentimientos albergaba Susanna por la segunda esposa de su padrastro… Y de nuevo, por alguna razón, una suerte de alegría embargó mi pecho.

Entre tanto, el dúo terminó. Fústov se levantó, se acercó con pasos indecisos a la ventana junto a la que estábamos sentados Susanna y yo y preguntó a la joven si había recibido la partitura que Leohold había prometido enviar desde San Petersburgo.

—Un popurrí de Robert el Diablo —añadió, dirigiéndose a mí—, esa ópera nueva que tanto está dando que hablar en los últimos tiempos.

—No, no la he recibido —respondió Susanna y, volviendo el rostro a la ventana, murmuró con premura—: ¡Haga usted el favor, Aleksandr Davídich, de no obligarme a tocar hoy! No estoy de humor para eso.

—¿Cómo? ¿Robert el Diablo de Meyerbeer? —exclamó Iván Demiánich, aproximándose a nosotros—. ¡Apuesto a que es excelente! ¡Es judío, y los judíos, como los checos, tienen un talento natural para la música! Sobre todo los judíos. ¿No es verdad, Susanna Ivánovna? ¡Eh? ¡Ja, ja, ja!

En las últimas palabras del señor Ratch, y esta vez hasta en la misma carcajada, además de su habitual gusto por las bromas, se percibía también el deseo de herir. Al menos así me lo pareció y así lo entendió también Susanna, que se estremeció involuntariamente, se puso colorada y se mordió el labio inferior. Un punto luminoso, semejante al brillo de una lágrima, centelleó en sus pestañas. Al momento se puso en pie y salió de la habitación.

—¿Adónde va usted, Susanna Ivánovna? —gritó el señor Ratch.

—Déjela, Iván Demiánich —intervino Eleonora Kárpovna—. Wenn sie einmal so etwas im Kopf hat…

—Una naturaleza nerviosa —dijo Ratch, girando sobre sus talones y dándose una palmada en el muslo—. Sufre del plexo solar. ¡Oh! ¡No me mire usted así, Piotr Gavrflich! También he estudiado anatomía. ¡Ja, ja! ¡Hasta sé curar! Pregúntele a Eleonora Kárpovna… ¡Le curo todos sus achaques! Es un don que tengo.

—Siempre estás gastando bromas, Iván Demiánich —respondió ella con enfado, mientras Fústov, riendo y balanceándose con aire satisfecho, miraba a ambos cónyuges.

—¿Y qué hay de malo en gastar bromas, mein Mütterchen? —prosiguió Iván Demiánich—. Como dijo un célebre poeta, nuestra vida debe ser útil y sobre todo bella. ¡Kolia, límpiate la nariz, cochino!

 

IX

 

—Por tu culpa me he encontrado hoy en una situación de lo más embarazosa —le dije esa misma tarde a Fústov, cuando volvía con él a casa—. Me habías dicho que esa… ¿cómo se llama? Ah, sí, Susanna. Me habías dicho que Susanna era hija del señor Ratch cuando en realidad es su hijastra.

—¡En efecto! Pero ¿te he dicho yo que era hija suya? En cualquier caso… ¿no da lo mismo?

—Ese Ratch —proseguí—. ¡Ah, Aleksandr! ¡Cuánto me desagrada! ¿Te diste cuenta con qué especial ironía se refirió hoy a los judíos en su presencia? ¿Acaso es… judía?

Fústov iba delante, moviendo mucho los brazos. Hacía frío, la nieve crujía bajo los pies como si fuera sal.

—Sí, me parece haber oído algo de eso —dijo por fin—. Creo que su madre era de origen judío.

—Entonces, ¿el señor Ratch se casó por primera vez con una viuda?

—Probablemente.

—¡Hum!… Y ese tal Víktor que no apareció ayer, ¿también es hijastro suyo?

—No, ése es hijo. En cualquier caso, ya sabes que no me meto en asuntos ajenos y que no me gusta hacer preguntas. No soy curioso.

Me mordí la lengua. Fústov seguía caminando muy deprisa. Al llegar a casa lo alcancé y le miré a la cara.

—¿Y qué? —le pregunté—. ¿Es verdad que Susanna tiene talento para la música?

Fústov frunció el ceño.

—Toca bien el piano —dijo entre dientes—. Pero ¡te advierto que es muy arisca! —añadió, encogiéndose ligeramente de hombros. Parecía como si se arrepintiera de habérmela presentado.

Guardé silencio, y al poco rato nos separamos.

 

X

 

Al día siguiente volví a casa de Fústov. Pasar la mañana en su compañía se había vuelto para mí una necesidad. Me recibió con cordialidad, como de costumbre, pero no dijo una palabra de la visita de la víspera. Punto en boca. Me puse a hojear el último número de El Telescopio.

Un nuevo personaje entró en la habitación, nada menos que el hijo del señor Ratch, ese mismo Víktor cuya ausencia tanto había disgustado a su padre el día anterior.

Era un muchacho de unos dieciocho años, de aspecto ya marchito y enfermizo, con una mueca de ironía dulzona y descarada en la sucia cara y una expresión de fatiga en los ojos inflamados. Se parecía a su padre, aunque sus rasgos eran más finos y no carecían de cierta gracia. No obstante, era una gracia en cierto modo perversa. Vestía de manera muy descuidada. A la chaqueta del uniforme le faltaba un botón y una de sus botas estaba destrozada. Apestaba a tabaco.

—Hola —dijo con voz ronca y ese peculiar movimiento de hombros y cabeza que siempre he observado en los jóvenes mimados y seguros de sí mismos—. Pensaba ir a la universidad, pero al final he decidido pasar por aquí. Siento una opresión en el pecho. Deme un cigarro —atravesó la habitación, arrastrando con desgana los pies y, sin sacar las manos de los bolsillos del pantalón, se desplomó en el sofá.

—¿Se ha resfriado usted? —preguntó Fústov, y a continuación nos presentó. Ambos éramos estudiantes, pero de facultades diferentes.

—¡No! ¡Nada de eso! Pero ayer, debo reconocerlo… —en ese punto el señor Ratch junior sonrió de oreja a oreja, una sonrisa agradable, aun que dejó al descubierto una dentadura en muy mal estado— bebimos de lo lindo. Sí —añadió, encendiendo un cigarro y tosiendo—. Hicimos la despedida a Obijódov.

—¿Y adónde se va?

Al Cáucaso, y se lleva consigo a su querida. Imagínense, esa muchacha pecosa de ojos negros. ¡Será imbécil!

—Su padre preguntó ayer por usted —apuntó Fústov.

Víktor escupió a un lado.

—Sí, algo he oído. Por lo visto, estuvieron ustedes ayer en nuestro campamento. ¿Y qué? ¿Tocaron algo?

—Como de costumbre.

—Y ella… se habrá hecho de rogar, habiendo un desconocido delante —y, al tiempo que pronunciaba esas palabras, señalaba con la cabeza en mi dirección—. ¿Al final tocó algo?

—¿A quién se refiere usted? —preguntó Fústov.

—Pues a quién va a ser, a la honorabilísima Susanna Ivánovna.

Víktor se repantigó aún más, se pasó el brazo por detrás de la cabeza, se miró la palma de la mano y emitió un sordo bufido.

Miré a Fústov, y vi que se limitaba a encogerse de hombros, como si quisiera darme a entender que con semejante badulaque no merecía la pena ni entablar conversación.

 

XI

 

Mientras contemplaba el techo, Víktor se puso a hablar, con voz pausada y nasal, del teatro, de dos actores conocidos suyos, de una tal Serafíma Serafímovna que se la “había dado con queso”, del nuevo catedrático R., a quien calificó de animal.

—Imagínense lo que se le ha ocurrido al muy necio. ¡Empieza cada clase pasando lista, y encima se las da de liberal! ¡Si de mí dependiera, encerraría a cal y canto a todos esos liberales! —dijo, y, volviéndose del todo hacia Fústov, añadió en un tono entre plañidero e irónico—: Quería pedirle una cosa, Aleksandr Davídich… ¿No habría alguna manera de que mi viejo entrara en razón? Usted toca a dúo con él. No me da más que veinticinco miserables rublos al mes. ¿Qué puedo hacer con eso? No me llega ni para tabaco. Y además me sermonea: ¡no hay que contraer deudas! ¡Ya me gustaría ver lo que haría en mi lugar! Yo no recibo ninguna pensión, como otros —Víktor recalcó con especial énfasis esa última palabra—. Y tiene su dinerito, lo sé de buena tinta. ¡A mí que no me vengan con lamentos! Es perder el tiempo. ¡Yo eso no me lo trago! ¡Buena maña se da él para llenarse los bolsillos!

Fústov lo miró de soslayo.

—Bueno, si usted lo desea, hablaré con su padre —dijo—. Y entre tanto, puedo… dejarle… una pequeña suma.

—No, nada de eso. Es mejor ablandar al viejo… Por lo demás —añadió Víktor, rascándose la nariz con los cinco dedos—, si pudiera prestarme unos veinticinco rublos… ¿Cuánto le debo ya?

—Me ha pedido prestados ochenta y cinco rublos.

—Sí… En ese caso… El total asciende a cien rublos. Se los devolveré en un solo pago.

Fústov pasó a la habitación contigua, cogió un billete de veinticinco rublos y se lo entregó en silencio a Víktor. Éste lo cogió, abrió la boca en un enorme bostezo, sin taparse con la mano, y farfulló: “Gracias”. A continuación, estirándose y desperezándose, se levantó del sofá.

—¡Uf! ¡Qué aburrimiento! —murmuró—. No sé si llegarme hasta el Italia.

Se dirigió a la puerta.

Fústov le siguió con la mirada. Parecía luchar consigo mismo.

—¿A qué pensión se refería usted hace un momento, Víktor Ivánich? —preguntó por fin.

Víktor se detuvo en el umbral y se puso la gorra.

—¿No lo sabe usted? Susanna Ivánovna recibe una pensión… ¡Es una historia muy curiosa, se lo aseguro! Algún día se la contaré. ¡Ahora tengo que ocuparme de mis asuntos, amigo! Y no se olvide de hablar con el viejo, por favor. Es duro de pelar: tiene piel de alemán, y encima curtida en Rusia. Pero se le puede convencer. Solo hay que cuidarse de no hablarle delante de Eleonora, mi madrastra. Mi papá le tiene miedo. Y ella destina todo el dinero a los suyos. En cualquier caso, usted tiene madera de diplomático. ¡Adiós!

—¡Qué tipo más asqueroso! —exclamó Fústov, en cuanto se cerró la puerta.

Dándose cuenta de que su rostro ardía como la brasa, se dio la vuelta para ocultarlo de mi mirada. Yo no le hice ninguna pregunta y me marché al poco rato.

 

XII

 

Me pasé el día entero pensando en Fústov, en Susanna y en los padres de ésta. Creía percibir confusamente algo así como un drama familiar. En lo que se me alcanzaba, Susanna no dejaba indiferente a mi amigo. En cuanto a ella, ¿le amaba? ¿Por qué parecía tan desdichada? Y, en general, ¿qué clase de persona era? Esas preguntas me venían una y otra vez a la cabeza. Una voz oscura y poderosa me decía que, para resolverlas, convenía no recurrir a Fústov. Al final tomé la decisión de acudir yo solo a casa del señor Ratch.

Nada más entrar en el oscuro y pequeño recibidor, me sentí molesto e incómodo. “Es posible que ni siquiera aparezca —cruzó de pronto por mi cabeza—. Y tendré que hacer compañía a ese repugnante veterano y a la fregona de su mujer. Y, aunque al final acabe saliendo, ¿qué gano con ello? Seguro que no quiere hablar conmigo… Ya me trató con la mayor desconsideración el otro día. ¿Por qué he venido?” Mientras me decía todas esas cosas, un pequeño cosaco corrió a anunciarme y en la habitación vecina, después de dos o tres preguntas, formuladas con extrañeza: “¿Quién? ¿Quién dices?”, se oyó el sordo rumor de unas zapatillas; a continuación la puerta se entreabrió y en la hendidura que quedaba entre las dos hojas apareció la cara de Iván Demiánich, desgreñada y malhumorada. Me miró un instante sin cambiar de expresión. Por lo visto, el señor Ratch no me había reconocido en un primer momento, pero de pronto sus mejillas se redondearon, sus ojos se estrecharon y de su boca abierta se escapó una carcajada, acompañada de las siguientes palabras:

—¡Ah, mi querido amigo! ¿Es usted? ¡Haga el favor de pasar!

Le seguí de mala gana, pues tenía la impresión de que en su inte rior el alegre y afable señor Ratch me estaba mandando a todos los demonios. Pero ya no había nada que hacer. Me condujo al salón. Y qué veo: Susanna estaba sentada a la mesa, delante de un libro de ingresos y gastos. Me miró con sus ojos sombríos y se mordió ligeramente las uñas de la mano izquierda… como tenía por costumbre, según había tenido ocasión de observar, un detalle propio de las personas nerviosas. En la habitación no había nadie más.

—Ya ve usted, caballero —empezó el señor Ratch, dándose una palmada en el muslo—, de qué nos ocupamos Susanna Ivánovnayyo: hacemos cuentas. Mi mujer no anda muy fuerte en aritmética; en cuanto a mí, lo confieso, tengo que cuidarme la vista. No puedo leer sin gafas, qué le vamos a hacer. ¡Que la gente joven trabaje un poco! ¡Ja, ja! El orden de las cosas lo exige. Por lo demás, es una tarea que debe hacerse sin prisas… Las prisas solo son buenas para quedar en ridículo y atrapar pulgas. ¡Ja, ja!

Susanna cerró el libro e hizo intención de marcharse.

—Espera, espera un poco —dijo el señor Ratch—. ¡Qué pena que no estés arreglada! —Susanna llevaba un vestido muy viejo, casi infantil, con mangas muy cortas—. Pero nuestro estimado visitante no se lo tomará a mal, y a mí me gustaría que acabáramos con los gastos de la semana antepasada… ¿No le importa? —añadió, dirigiéndose a mí—. ¡Con usted no nos andamos con cumplidos!

—Desde luego. No se preocupe usted por mí —dije.

—Así es, mi querido amigo. Ya sabe usted lo que decía el difunto soberano Alekséi Mijáilovich Románov: “¡Tiempo para el trabajo y un instante para el placer!”. Y este asunto no nos llevará más que un minuto… ¡Ja, ja! ¿De qué son esos trece rublos con treinta kopeks? —añadió en voz baja, dándome la espalda.

—Víktor se los pidió a Eleonora Kárpovna. Dijo que lo había autorizado usted —respondió Susanna, también en voz baja.

—Dijo… Dijo… Que yo había autorizado… —farfulló Iván Demiánich—. Creo que no vivo tan lejos. Se me podría haber consultado. ¿Y adónde han ido a parar esos diecisiete rublos?

Al mueblista.

—Ya… al mueblista. ¿Y por qué?

—A cuenta.

—A cuenta. ¡Enséñamelo! —arrebató el libro a Susanna y, poniéndose sobre la nariz las gafas redondas con montura de plata, recorrió los renglones con el dedo—. Al mueblista… Al mueblista… ¡Qué prisa os dais para que el dinero salga de casa! ¡Parece que os gusta!… Wie die Croatenn! ¡A cuenta! En cualquier caso —añadió en voz alta, volviéndose de nuevo hacia mí, al tiempo que se quitaba las gafas—, basta por hoy. Ya nos ocuparemos de estas disputas en otro momento. Susanna Ivánovna, haga el favor de dejar el libro de contabilidad en su lugar y de volver aquí para regalar los oídos de nuestro querido invitado con su instrumento musical, es decir, tocando el piano… ¿Eh?

Susanna volvió la cabeza.

—Tendría muchísimo gusto en oír tocar a Susanna Ivánovna —me apresuré a decir—. Sería para mí un placer, pero por nada del mundo querría molestar…

—¡No es ninguna molestia! Vamos, Susanna Ivánovna, eins, zwei, drei!

Susanna salió de la habitación sin pronunciar palabra.

 

XIII

 

No esperaba que volviera, pero no tardó en reaparecer. Ni siquiera se había cambiado de vestido. Se sentó en un rincón y me miró un par de veces con atención. ¿Notaba en mi actitud ese interés involuntario, que ni yo mismo me explicaba, que su persona despertaba en mí y que sobrepasaba con creces la curiosidad e incluso la simpatía? ¿O acaso se encontraba de mejor humor ese día? El caso es que de pronto se acercó al piano, posó las manos con indecisión en el teclado, volvió un poco la cabeza hacia mí y me preguntó qué quería escuchar. Antes de que tuviera tiempo de responder, se había sentado ya, había cogido una partitura, la había abierto con premura y se había puesto a tocar. Aunque me gustaba la música desde niño, en aquella época no la entendía bien y apenas conocía las obras de los grandes maestros. En suma, si el señor Ratch no hubiera murmurado con cierto descontento: “Aha, wieder dieser Beethoven!, no habría adivinado la pieza que Susanna había elegido. Como me enteré más tarde, se trataba de la célebre Sonata en fa menor, Opus 57. Su manera de tocar me sorprendió muchísimo: jamás habría esperado tanto vigor, tanto fuego, tan audaz ejecución. Desde los primeros compases del allegro rápido y apasionado con que empieza la sonata, sentí ese entumecimiento, ese frío y ese dulce horror del entusiasmo que arrebata repentinamente el alma cuando la belleza irrumpe en ella sin previo aviso. No moví un solo músculo hasta el final. Tenía ganas de suspirar, pero no me atrevía. Estaba sentado detrás de Susanna, de manera que no podía contemplar su cara; solo veía cómo sus largos cabellos oscuros saltaban de vez en cuando y golpeaban sus hombros, cómo su talle se estremecía impetuosamente, cómo sus finos brazos y sus codos desnudos se movían deprisa, con cierta torpeza. Cuando se extinguieron las últimas notas, emití por fin un suspiro. Susanna seguía sentada al piano.

Ja, ja —observó el señor Ratch, que por lo demás también había escuchado con gran atención—, romantische Musik! Es lo que está de moda en estos momentos. Pero ¿por qué tocas de forma tan confusa? ¿Eh? ¿Por qué pulsas dos teclas con un solo dedo? ¿Eh? Queremos hacerlo todo deprisa, porque así resulta más ardiente. ¿Eh? ¡Tan ardiente como las tortitas! —dijo con voz cantarina de vendedor ambulante.

Susanna se volvió ligeramente hacia el señor Ratch, de manera que pude ver su rostro de perfil. Tenía las finas cejas muy enarcadas, los párpados caídos; un rubor irregular cubría sus mejillas, y por debajo de un rizo echado hacia atrás asomaba el pequeño lóbulo de la oreja, de color púrpura.

—He oído a los mejores virtuosos —prosiguió el señor Ratch, frunciendo de pronto el ceño—, y al lado del difunto Field ninguno vale nada. ¡Nulidades, incompetentes! Das war ein Kerl! Und ein so reines Spiel! ¡Y sus composiciones eran magníficas! Todos esos nuevos “tu-tutu” y “tra-ta-ta” parecen escritos para escolares. Da braucht man keine Delicatesse! Basta con pulsar las teclas de cualquier manera… ¡Lo mismo da! ¡Algo saldrá! Janitscharen-Musik! ¡Uf! —Iván Demiánich se enjugó la frente con un pañuelo—. En cualquier caso, no lo digo por usted, Susanna Ivánovna. Ha tocado usted bien, así que mis observaciones no deben ofenderla.

—Cada uno tiene sus gustos —dijo Susanna con voz débil y labios temblorosos—. En cuanto a sus observaciones, Iván Demiánich, ya sabe usted que no pueden ofenderme.

—¡Ah, claro! No vaya usted a suponer, mi buen amigo —añadió el señor Ratch, dirigiéndose a mí—, que eso se debe a una bondad excesiva y una pretendida humildad. Lo que sucede es que tanto Susanna Ivánovna como yo tenemos muy buena opinión de nosotros mismos y llevamos la cabeza tan alta, como suele decirse, que ninguna crítica puede alcanzarnos. ¡El amor propio, querido señor, el amor propio! ¡Eso es lo que nos pierde! ¡Sí, sí!

No sin sorpresa escuchaba las palabras de Ratch. La bilis, una bilis venenosa, borboteaba en cada una de sus palabras… ¡Se había ido acumulando desde hacía mucho tiempo y empezaba a ahogarle! Se aprestaba ya a terminar su discurso con la carcajada de rigor, pero le sobrevino un acceso de tos ronca y convulsiva. Susanna no pronunció ni una sola palabra, contentándose con sacudir la cabeza. Luego levantó los ojos y, cruzando los brazos, se lo quedó mirando fijamente. En la profundidad de sus pupilas inmóviles y dilatadas ardía el fuego inextinguible de un antiguo rencor. Sentí miedo.

—Pertenecen ustedes a dos generaciones musicales diferentes —apunté yo con forzada desenvoltura, procurando dar a entender que no me había dado cuenta de nada—, así que no debe sorprender que sus opiniones no coincidan. En cualquier caso, Iván Demiánich, permítame usted que me ponga del lado… de la generación más joven. Soy profano en la materia, desde luego, pero le confieso que ninguna pieza musical me ha causado tanta impresión como la que… Susanna Ivánovna acaba de tocar.

De pronto Ratch la emprendió conmigo.

—¿Y de dónde saca usted —gritó, aún congestionado por el acceso de tos— que deseamos admitirle en nuestro campo? —En vez de “campo”, dijo Lager, en alemán—. No lo necesitamos para nada. Muchas gracias. ¡Cada cual es libre de pensar lo que quiera! En lo que respecta a las dos generaciones, no le falta razón: a los viejos nos resulta difícil vivir con los jóvenes, ¡muy difícil! Nuestra manera de pensar no coincide en nada, ni en el arte, ni en la vida, ni siquiera en la moral. ¿No es verdad, Susanna Ivánovna?

Susanna esbozó una sonrisa despectiva.

—Sobre todo en lo que respecta a la moral, como dice usted, nuestras ideas no coinciden ni pueden coincidir —respondió la joven, y su frente se frunció en un gesto de amenaza, al tiempo sus labios volvían a temblar como antes.

—¡Claro, claro! —exclamó Ratch—. ¡No soy filósofo! ¡No soy capaz de llegar… a esas alturas! Soy un hombre sencillo, un esclavo de los prejuicios. ¡Sí!

Susanna volvió a sonreír.

—Me parece, Iván Demiánich, que alguna vez ha conseguido usted situarse por encima de eso que se llama prejuicios.

—Wie so? Es decir, ¿a qué se refiere? No la entiendo.

—¿No me comprende? ¡Es usted tan olvidadizo!

El señor Ratch parecía desconcertado.

—Yo… yo… —repitió—. Yo…

—Sí, usted, señor Ratch.

Ambos guardaron silencio unos instantes.

—Pero permítame, permítame —exclamó al fin el señor Ratch—, ¿cómo se atreve usted…?

De pronto Susanna se irguió cuan alta era y, sin descruzar los brazos, tamborileando en los codos con los dedos, se detuvo delante del señor Ratch con aire de desafío, como si se dispusiera a atacarlo. Su rostro se había transformado: súbitamente, en apenas un instante, se había vuelto terrible y había cobrado una hermosura extraordinaria. Sus ojos sombríos fulguraron con un brillo alegre y frío —el brillo del acero—. Sus labios, hacía poco temblorosos, se contrajeron en un gesto duro, de una severidad implacable. Estaba desafiando a Ratch, pero éste, después de clavarle la mirada, como suele decirse, se calló de pronto y se desplomó como un saco sobre el sillón, con la cabeza entre los hombros y las piernas encogidas. No cabía la menor duda de que el veterano del año 12 se había acobardado.

Susanna fue apartando lentamente la mirada de su padrastro hasta acabar posándola sobre mí, como si me tomase por testigo de su victoria y de la humillación de su enemigo. A continuación sonrió por última vez y salió de la habitación.

El veterano se quedó un rato inmóvil en el sillón; luego, como si de pronto se hubiera acordado de su olvidado papel, se estremeció, se puso en pie y, dándome una palmada en el hombro, estalló en una de sus estruendosas carcajadas.

—¡Ya lo ve usted! ¡Ja, ja, ja! A pesar de que esa señorita y yo llevamos más de una década viviendo juntos, sigue sin distinguir cuándo hablo en broma o en serio. Tampoco usted, mi querido amigo, parece tenerlo claro… ¡Ja, ja, ja! ¡Eso significa que aún no conoce al viejo Ratch!

“Sí… Ahora ya te conozco”, pensé no sin cierto temor y repugnancia.

—¡No conoce usted a este viejo, no! —repitió, acompañándome hasta el recibidor y acariciándose el vientre con la mano—. Soy un hombre de carácter difícil, que ha sufrido mucho. ¡Ja, ja! Pero ¡soy una buena persona, se lo juro!

Bajé a toda prisa las escaleras y me interné en la calle. Necesitaba apartarme cuanto antes de esa buena persona.

 

XIV

 

“Es evidente que se odian —iba pensando, de camino a casa—. También es indudable que él es un hombre malo y ella una buena muchacha. Pero ¿qué habrá pasado entre ellos? ¿A qué obedecerá esa continua irritación? ¿Cuál será el sentido de todas esas indirectas? ¡Con qué rapidez se han enzarzado! ¡Y por una nadería!”

Al día siguiente Fústov y yo fuimos al teatro a ver a Schepkin en La desgracia de ser inteligente. La censura acababa de autorizar la representación de la comedia de Griboiédov, no sin antes desfigurarla a fuerza de cortes. Aplaudimos mucho a Famúsov y a Skalozúbov. Se me ha olvidado qué actor representaba el papel de Chatski, pero recuerdo que era terriblemente malo. Primero apareció vestido de húngaro, con unas botas adornadas de borlas; luego con un frac del color que entonces estaba de moda, flamme de punch, que no le sentaba mejor que a nuestro viejo mayordomo el suyo. Recuerdo también que la danza del tercer acto nos entusiasmó. Es probable que nadie haya ejecutado jamás esos pasos de baile, pero era un convencionalismo al que el público se había acostumbrado y que incluso en nuestros días seguía vigente. Uno de los invitados saltaba de tal modo que su peluca se movía a un lado y a otro, y el público se desternillaba de risa. Al salir del teatro, nos tropezamos con Víktor en el pasillo.

—¿Han acudido ustedes a la representación? —exclamó, agitando las manos—. ¿Cómo es que no les he visto? Me alegro mucho de encontrarme con ustedes. Tienen que cenar conmigo sin falta. Vamos. ¡Invito yo!

El joven Ratch parecía hallarse en un estado de excitación rayano en el frenesí. Sus ojillos no paraban quietos un instante y a sus labios asomaba a cada momento una sonrisa maliciosa. Tenía la cara cubierta de manchas rojas.

—¿A qué se debe esa alegría? —preguntó Fústov.

—¿A qué? ¿Quiere usted saberlo?

Víktor nos llevó a un lado, sacó del bolsillo del pantalón un fajo de billetes de cinco y diez rublos y lo blandió en el aire.

Fústov se sorprendió.

—No sabía que su padre fuera tan generoso.

Víktor se echó a reír.

—¡Sí, un dechado de generosidad! ¡No hay manera de que se rasque el bolsillo! Esta mañana, contando con que la intervención de usted hubiera surtido efecto, le pedí dinero. ¿Y qué cree que me respondió ese viejo roñoso? “Pagaré tus deudas. Pero solo por un total de veinti cinco rublos.” Como lo oyen: por un total de veinticinco rublos. No, querido señor, este dinero me lo ha enviado Dios, compadecido de mi miseria. Se me presentó una oportunidad.

—¿Ha robado usted a alguien? —preguntó Fústov con escasa delicadeza.

Víktor frunció el ceño.

—¡Cómo puede decir algo así! Se lo he ganado a un oficial de la guardia que llegó ayer mismo a San Petersburgo. ¡Qué cúmulo de circunstancias! Vale la pena contarlo… pero en este lugar resulta un tanto embarazoso. Vamos aYar. Está a dos pasos de aquí. ¡Ya les he dicho que invito yo!

Puede que lo más sensato hubiera sido rechazar su proposición, pero el caso es que lo seguimos sin rechistar.

 

XV

 

Una vez en Yar, nos condujeron a un reservado, nos sirvieron la cena y nos trajeron champán. Víktor nos contó con todo lujo de detalles cómo había coincidido en una casa de buen tono con ese oficial de la guardia, un joven muy agradable y de buena familia, pero muy corto de mollera. Nos aclaró cómo se habían conocido, cómo el oficial le había propuesto en broma jugar al burro con una baraja usada, por cantidades insignificantes, pero a condición de que el oficial jugara en representación de Wilhelmine y Víktor en su propio nombre, y cómo poco a poco las apuestas fueron subiendo.

—Y yo no tenía más que seis rublos en el bolsillo —exclamó Víktor, dando un salto y palmoteando—. ¡Imagínense! Al principio me dejó limpio… ¡Menuda situación! Pero, no sé merced a qué oraciones, la fortuna me sonrió. El otro empezó a acalorarse, me enseñaba todas las cartas… ¡Fíjense! ¡Tuvo que desprenderse de setecientos cincuenta rublos! Quería seguir jugando, pero yo, que no soy tonto, pensé: “No, no hay que abusar de la suerte”. Cogí el sombrero y me largué. Ya no tendré que suplicarle al viejo, y hasta puedo invitar a mis amigos… ¡Eh, muchacho! ¡Trae otra botella! ¡Brindemos, señores!

Brindamos con Víktor y seguimos bebiendo y riendo, aunque su relato no nos había hecho la menor gracia y su compañía nos procuraba muy poco placer. Empezó a hacerse el simpático y a gastar bromas, con lo que se hizo más desagradable todavía. Víktor acabó dándose cuenta de la impresión que nos producía y frunció el ceño. Sus comentarios se volvieron entrecortados, su mirada se ensombreció. Después de unos cuantos bostezos, nos anunció que tenía sueño y, después de insultar al camarero con la grosería que le caracterizaba, porque un vaso no estaba lo bastante limpio, se dirigió de pronto a Fústov, con una expresión de desafío en su rostro crispado.

—Escuche, Aleksandr Davídich —exclamó—. ¿Quiere decirme por qué me desprecia?

—¿Cómo dice? —respondió algo desconcertado mi amigo al cabo de un rato.

—Lo que oye… ¿Cree usted que no me doy cuenta? Sé muy bien que usted me desprecia y lo mismo puede decirse de ese señor —me señaló con el dedo—. ¡Si al menos se distinguiera usted por su altura moral! Pero es tan pecador como todos nosotros. Y puede que más. Del agua mansa me libre Dios… ¿conoce usted el refrán?

Fústov se ruborizó.

—¿A qué se refiere? —preguntó.

—No soy ciego y veo perfectamente lo que sucede delante de mis narices: me refiero a sus arrumacos con mi hermana… No tengo nada que objetar. En primer lugar, porque no es asunto mío y, en segundo, porque mi hermanita, Susanna Ivánovna, ya tiene experiencia en estas cosas… Pero, dígame, ¿por qué me desprecia?

—¡Ni usted mismo sabe lo que dice! ¡Está borracho! —exclamó Fústov, cogiendo su abrigo, que estaba colgado de la pared—. ¡Primero desvalija a un imbécil y ahora cuenta Dios sabe qué!

Víktor seguía tumbado y se limitaba a mover las piernas, que había pasado por encima del brazo del sofá.

—¡Que he desvalijado a un imbécil! ¿Por qué ha bebido entonces el vino? Con ese dinero lo he pagado. ¿Y por qué razón iba a mentir? Yo no tengo la culpa de que Susanna Ivánovna, en el pasado…

—¡Cállese! —le gritó Fústov—. Cállese… o…

—¿O qué?

—Ya lo sabrá usted. Vámonos, Piotr.

—¡Ajá! —prosiguió Víktor—. Nuestro noble caballero se bate en retirada. ¡Al parecer, no quiere conocer la verdad! ¡Y lo entiendo, la verdad pica!

—Vámonos de una vez, Piotr —repitió Fústov, perdiendo definitivamente su habitual sangre fría y su dominio de sí mismo—. ¡Dejemos a ese zafio mozalbete!

—Este mozalbete no le tiene a usted miedo, entérese bien —gritó Víktor cuando salíamos—. ¡Este mozalbete le desprecia! ¿Lo oye? Le des-pre-cia.

Fústov caminaba tan deprisa por la calle que a duras penas podía seguirlo. De pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos con decisión.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—Tengo que saber lo que ese estúpido… Como está borracho, es capaz de cualquier cosa… Pero no vengas conmigo… Nos veremos mañana. ¡Adiós!

Y, dándome apresuradamente la mano, se volvió al restaurante Yar.

Al día siguiente no tuve ocasión de ver a Fústov, y al otro, cuando pasé por su casa, me anunciaron que se había marchado a la de su tío, en los alrededores de Moscú. Pregunté si había dejado alguna nota para mí, pero no encontraron nada. Entonces le dije al criado si sabía cuánto tiempo iba a pasar en el campo Aleksandr Davídich. “Un par de semanas, o puede que más”, respondió éste. Por lo que pudiese ocurrir, copié las señas exactas de Fústov y volví a casa sumido en reflexiones. Esa marcha inesperada de Moscú, en pleno invierno, me había sumido en la mayor perplejidad. Durante la comida, mi bondadosa tía se dio cuenta de que estaba inquieto y de que miraba el pastel de col como si lo viese por primera vez en mi vida.

—Pierre, vous n’étes pas amoureux? —exclamó por fin, no sin antes despedir a sus damas de compañía.

Pero yo la tranquilicé: no, no estaba enamorado.

 

XVI

 

Pasaron tres o cuatro días. Tenía muchísimas ganas de ir a casa de Ratch. Se me antojaba que allí encontraría la solución a todas las cuestiones que me preocupaban y no podía entender… Pero la idea de que tendría que volver a ver al veterano me echaba para atrás. Una tarde con un tiempo de perros —fuera rugía una de esas tormentas de febrero, y compactos copos de nieve chocaban a veces contra los cristales de la ventana como puñados de arena arrojados por una mano vigorosa— estaba en mi habitación y trataba de leer un libro. En esto entró mi criado y me anunció, no sin cierto misterio, que una dama deseaba verme. Me sorprendí. No recibía visitas de damas, sobre todo a una hora tan tardía. En cualquier caso, le ordené que la hiciese pasar. La puerta se abrió y una mujer, envuelta en una ligera capa de verano y un chal amarillo, entró con pasos rápidos. Con un gesto brusco se desembarazó de la capa y el chal, cubiertos de nieve. En ese momento la reconocí: era Susanna. Mi sorpresa era tan grande que no acerté a pronunciar palabra. Ella, por su parte, se aproximó a la ventana y, apoyando el hombro contra la pared, se quedó inmóvil: solo el pecho se agitaba convulsivamente. Su mirada vagaba por la habitación, de sus labios lívidos se escapaba de vez en cuando un ligero suspiro. Comprendí que no era una simple desgracia lo que la había traído hasta mi puerta. A pesar de mi juventud y mi ligereza, me di cuenta también de que en esos momentos se estaba decidiendo el destino de un ser humano, un destino amargo y penoso.

—Susanna Ivánovna —exclamé—, ¿cómo es que…?

De pronto me cogió la mano con sus dedos ateridos, pero le falló la voz. Emitió un brusco suspiro y bajó los ojos. Espesos mechones de cabellos negros, aún cubiertos de un polvillo de nieve, le cayeron sobre el rostro…

—Por favor, tranquilícese y siéntese —le dije—. Aquí mismo, en el sofá. ¿Qué le ha sucedido? Siéntese, se lo ruego.

—No —murmuró con una voz apenas audible y se reclinó en el alféizar—. Aquí estoy bien… Déjeme… No podía usted esperar algo así… Pero si supiera… si yo pudiera… si…

Quería dominarse, pero en sus ojos brotaron las lágrimas con una fuerza arrebatadora, y en la habitación resonaron sus sollozos, apresurados y violentos. El corazón me dio un vuelco… Estaba anonadado. Solo había visto a Susanna dos veces. Había barruntado que su vida no debía de ser nada fácil, pero la consideraba una muchacha orgullosa, de carácter fuerte. Y, de pronto, esas lágrimas irreprimibles, desesperadas… ¡Señor! ¡Así solo se llora antes de morir!

Y ahí estaba yo, de pie a su lado, como un condenado a muerte.

—Perdóneme —dijo por fin varias veces, casi con rabia, enjugándose tan pronto un ojo como el otro—. Se me pasará en seguida. He venido a verle… —volvió a sollozar, pero ya sin lágrimas—. He venido… ¿Sabe usted que Aleksandr Davídich se ha marchado?

Con esa sola pregunta Susanna me confesó todo; pero además me miró como si quisiera decirme: “Espero que comprenda y se compadezca de mí”. ¡Pobrecilla! ¡Probablemente no le había quedado otra salida!

No sabía qué responderle…

—¡Se ha marchado, se ha marchado…! ¡Le ha creído! —decía entre tanto Susanna—. Ni siquiera se ha molestado en preguntarme. Se ha figurado que no le iba a decir toda la verdad. ¡Que haya podido pensar eso de mí! ¡Como si le hubiera engañado alguna vez!

Se mordió el labio inferior e, inclinándose ligeramente, se puso a rascar con la uña las volutas de escarcha que cubrían el cristal. Pasé apresuradamente a la habitación contigua y, después de alejar a mi criado, volví y encendí otra vela. No sabía muy bien por qué hacía todo eso… Estaba muy confuso.

Susanna seguía apoyada en el alféizar. La miré y solo entonces me di cuenta de la poca ropa que llevaba: un vestido gris con botones blancos y un ancho cinturón de cuero, nada más. Me acerqué a ella, pero no me prestó atención.

—Le ha creído… le ha creído —susurraba, balanceándose ligeramente—. ¡No ha vacilado en propinarme este último golpe! —De pronto se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Conoce usted su dirección?

—Sí, Susanna Ivánovna… Me la ha dado su criado. Él no me había hablado de sus intenciones. Después de dos días sin saber nada de él, fui a informarme, y ya había abandonado Moscú.

—¿Conoce usted su dirección? —repitió ella—. Entonces escríbale diciéndole que me ha matado. Es usted un buen hombre, lo sé. Seguramente él no le habrá hablado de mí, pero a mí sí me ha hablado de usted. Escríbale… ¡Ah, escríbale para que vuelva lo antes posible, si es que quiere encontrarme viva!… ¡O mejor no! ¡Ya no me encontrará viva!

La voz de Susanna se iba debilitando a cada palabra, como también su ánimo. Pero esa nueva actitud me parecía aún más terrible que los sollozos precedentes.

—Le ha creído… —dijo una vez más y apoyó el mentón en las manos unidas.

Una repentina ráfaga de viento, acompañada de un silbido penetrante y una avalancha de nieve, golpeó la ventana, y una corriente fría recorrió la habitación. La llama de las velas osciló. Susanna se estremeció.

Volví a pedirle que se sentara en el sofá.

—No, no, déjeme —respondió—. Aquí estoy bien. Haga el favor. —Se apretó contra el cristal helado, como si quisiera hacer un nido en el hueco de la ventana—. Haga el favor.

—Pero tiembla usted y está aterida de frío —exclamé—. Mire, tiene las botas empapadas.

—Déjeme… por favor… —murmuró, cerrando los ojos.

Me asusté.

—¡Susanna Ivánovna! —dije casi gritando—. ¡Vuelva en sí, se lo ruego! ¿Qué le pasa? ¿A qué viene esa desesperación? Todo se aclarará, ya lo verá. Se ha producido un malentendido… un acontecimiento inesperado… Seguro que no tardará en volver. Le avisaré, hoy mismo le escribiré… Pero no le repetiré las palabras que me ha dicho usted. ¡Es imposible!

—No me encontrará con vida —susurró Susanna con el mismo tono de voz—. ¿Cree usted que habría venido aquí, a casa de un extraño, si no estuviese segura de que no he de vivir? ¡Ah, todo lo que quedaba ha desaparecido para siempre! Pero no quería morir así, en soledad y en silencio, sin decirle a nadie: “Lo he perdido todo… y me muero… Ya lo ve usted”.

Se acurrucó aún más en su nido frío. Jamás olvidaré esa cabeza, esos ojos inmóviles de mirada profunda y apagada, esos cabellos desparramados por el pálido cristal de la ventana, ese ceñido vestido gris, bajo cuyos pliegues latía aún una vida joven y ardiente.

Sin apenas darme cuenta junté las manos en un gesto de desesperación.

—¡No se va a morir usted… Susanna Ivánovna! Usted debe vivir… ¡Es necesario que viva!

Ella me miró… Mis palabras parecían haberla sorprendido.

Ah, no lo entiende usted —dijo, bajando poco a poco las manos—. No puedo vivir. ¡He sufrido mucho, demasiado! He soportado… he esperado… pero ahora… cuando todo esto se ha venido abajo… cuando…

Levantó los ojos al techo y se quedó como pensativa. Aquel matiz trágico que ya había observado antes en las comisuras de sus labios se perfiló con mayor nitidez aún y se extendió por todo el rostro. Se diría que un dedo implacable hubiera marcado para siempre, de manera irrevocable, el destino de esa desdichada criatura.

Seguía callada.

—Susanna Ivánovna —dije yo, tratando de romper de algún modo ese silencio terrible—, volverá, se lo aseguro.

Volvió a mirarme.

—¿Qué dice usted? —pronunció con visible esfuerzo.

—¡Volverá, Susanna Ivánovna! ¡Aleksandr volverá!

—¿Volverá? —repitió ella—. Aunque volviera no podría perdonarle esta humillación, esta desconfianza… —Se cogió la cabeza con las manos—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué estoy diciendo! ¿Y por qué estoy aquí? ¿Qué está pasando? ¿Qué he venido a suplicar? ¿Y a quién? ¡Ah, me he vuelto loca!

Sus ojos se quedaron fijos en un punto.

—Quería usted pedirme que escribiese a Aleksandr —me apresuré a decir.

Ella se sobresaltó.

—Sí, escríbale… Escríbale lo que quiera… Y aquí tiene esto… —Rebuscó presurosa en el bolsillo y sacó un cuadernito—. Lo he escrito para él… antes de que se marchara. Pero le ha creído… ¡Ha creído a ése!

Entendí que se estaba refiriendo a Víktor, pero Susanna no quería nombrarlo, no quería pronunciar su odioso nombre.

—Permítame, Susanna Ivánovna —apunté—, ¿por qué supone que Aleksandr Davídich ha tenido una conversación… con ese individuo?

—¿Por qué? ¿Por qué? Porque él mismo ha venido a contármelo todo y a vanagloriarse… ¡Se reía igual su padre! Tenga, cójalo —añadió, poniéndome el cuadernito en la mano—. Léalo, envíeselo, quémelo, tírelo o haga lo que le parezca… Pero no se puede morir así, sin que nadie sepa… Y ahora adiós. Tengo que irme.

Se incorporó. Yo la detuve.

—¿Adónde va usted, Susanna Ivánovna? ¡Haga usted el favor! ¿Es que no oye cómo ruge la tormenta? Lleva usted una ropa muy ligera. Y su casa queda lejos de aquí. Permítame al menos que mande a buscar un coche…

—No es necesario, no necesito nada —murmuró, rechazándome con decisión y cogiendo su capa y su chal—. No me retenga, por el amor de Dios, si no… no respondo de mí. Siento que bajo mis pies se abre un abismo, un abismo oscuro… ¡No se acerque! ¡No me toque! —Se puso la capa y se envolvió en el chal con febril apresuramiento—. Adiós… Adiós… ¡Ah, pobre raza mía! ¡Raza de eternos vagabundos! ¡Una maldición pesa sobre ti! Nadie me ha querido nunca, a santo de qué iba él… —de pronto se calló—. No, no me ha querido nadie —repitió, retorciéndose las manos—, pero la muerte está por todas partes. ¡Por todas partes la muerte inexorable! Ahora me toca a mí… No me siga —gritó con voz estridente—. ¡No me siga! ¡No me siga!

Me quedé paralizado y ella aprovechó para salir de la habitación. Al cabo de un momento oí cómo se cerraba abajo la pesada puerta de la calle, mientras el marco de la ventana volvía a retemblar bajo el empuje de la tormenta.

Tardé un rato en recobrarme. Aún era muy joven. No sabía lo que era la pasión ni la aflicción, y rara vez había sido testigo de la forma en que se manifiestan en las demás personas esos sentimientos violentos… Pero la sinceridad de esa aflicción y de esa pasión me dejó anonadado. La verdad es que, de no haber sido por el cuadernillo que tenía entre las manos, habría podido pensar que lo había soñado todo: a tal punto era un acontecimiento inusitado y no menos repentino que un fugaz aguacero. Estuve leyendo el cuadernillo hasta la medianoche. Se componía de varias hojas de papel de cartas, cubiertas por entero de gruesos caracteres, trazados de manera irregular, pero casi sin tachaduras. No había ni un renglón derecho. En cada uno de ellos creía percibirse el temblor de la mano que había manejado la pluma. He aquí lo que contenía el cuadernillo (que he conservado hasta la fecha).

 

XVII

 

En el presente año cumpliré los veintiocho. Éstos son mis primeros recuerdos: vivo en la región de Tambov, en la casa de campo de un rico propietario, Iván Matveich Koltovski, en la que ocupo una pequeña habitación de la primera planta. Vivo con mi madre, una judía, hija de un pintor ya fallecido, venido del extranjero. Es una mujer enfermiza, con un rostro de una belleza excepcional, pálido como la cera, y unos ojos tan tristes que basta con que me mire unos instantes, aunque yo no la vea, para que sienta toda su tristeza, me eche a llorar y corra a abrazarla. Algunos preceptores vienen a casa. Me enseñan música y me llaman señorita. Como a la mesa del amo, con mi madre. El señor Koltovski es un anciano alto e imponente, de aspecto majestuoso, que despide siempre un olor a ámbar. Le temo más que a la muerte, aunque me llama Suzon y me da a besar su mano seca, de venas protuberantes, que asoma bajo un puño de encaje. Con mi madre es de una cortesía exquisita, aunque le habla muy poco; apenas le dirige dos o tres palabras amables, a las que ella responde con la mayor premura. Luego se calla y se queda sentado, mirando a su alrededor con aire de importancia y tomando de vez en cuando, con gesto parsimonioso, una pulgarada de tabaco español que saca de una tabaquera redonda, de oro, con el monograma de la emperatriz Catalina.

Mi noveno año de vida se me ha quedado grabado en la memoria para siempre… Fue entonces cuando me enteré, por boca de una de las criadas, de que Iván Matveich Koltovski era mi padre. Por esa misma época, mi madre, por orden del amo, se casaba con el señor Ratch, que desempeñaba en la casa funciones de administrador o algo así. No lograba entender lo que pasaba, estaba desconcertada. Estuve a punto de enfermar, la cabeza me daba vueltas, apenas podía pensar. “¿Es verdad, mamá —le pregunté—, que ese gruñón perfumado (así llamaba yo a Iván Matveich) es mi papá?” Mi madre se asustó muchísimo y me tapó la boca: “Nunca le hables a nadie de eso. ¿Me oyes, Susanna? ¡Ni una palabra!”, exclamó con voz temblorosa, apretando con fuerza mi cabeza contra su pecho. Y, en efecto, nunca he hablado de ese asunto con nadie. Comprendí esa orden de mi madre… Comprendí que debía callar, que mi madre me pedía perdón.

Mis desdichas empezaron entonces. El señor Ratch no quería a mi madre y ella tampoco lo quería a él. Se había casado con ella por dinero y mi madre había tenido que someterse. Probablemente el señor Koltovski pensó que de ese modo todo quedaba arreglado de la mejor manera, la position était régularisée. Recuerdo que la víspera de la boda mi madre y yo, abrazadas la una a la otra, nos pasamos casi toda la mañana llorando en silencio, sumidas en la amargura. No tiene nada de extraño que no me hiciera ningún comentario. ¿Qué habría podido decirme? Y en cuanto al hecho de que yo no le preguntara nada, no hace más que corroborar que los niños desdichados comprenden más deprisa que los afortunados… para su propia desgracia.

El señor Koltovski siguió ocupándose de mi educación e incluso me fue admitiendo poco a poco en su compañía. No hablaba conmigo… pero por la mañana y por la tarde, después de sacudir con dos dedos la chorrera de su camisa, para que cayeran los granos de tabaco, me pellizcaba la mejilla con esos mismos dos dedos, fríos como el hielo, y me ofrecía unos caramelos oscuros, que también olían a ámbar y que yo nunca me comía. A los doce años me convertí en su lectora, en sa petite lectrice. Le leía obras francesas del siglo pasado, las memorias de Saint-Simon, Mably, Rénal, Helvétius, la correspondencia de Voltaire, los enciclopedistas. Ni que decir tiene que no entendía nada, ni siquiera cuando, sonriendo y entornando los ojos, me ordenaba: “Relis ce dernier paragraphe, qui est bien remarquable”. Iván Matveich era francés de los pies a la cabeza. Había vivido en París hasta la Revolución, recordaba a María Antonieta, que le había invitado a Trianón. También había visto a Mirabeau, quien, según decía él, llevaba botones muy grandes —exagéré en tout—, y era en general un hombre de mal tono, en dépit de sa naissance. En cualquier caso, rara vez hablaba de esos tiempos. Dos o tres veces al año recitaba, dirigiéndose a un viejo emigrado tuerto, a quien había acogido en su casa y a quien llamaba, Dios sabe por qué, monsieur le Commandeur, recitaba, digo, con su voz lenta y nasal, una improvisación que había pronunciado una tarde en casa de la duquesa de Polignac. Solo me acuerdo de los dos primeros versos… (se trataba de un paralelo entre los rusos y los franceses):

 

L’aigle se plait aux régions austéres,
oú le ramier ne saurait habiter…

 

—Digne de monsieur de Saint-Aulaire! —exclamaba cada vez monsieur le Commandeur.

Iván Matveich se conservó joven hasta el día de su muerte. Tenía las mejillas sonrosadas, los dientes blancos, las cejas espesas e inmóviles, los ojos hermosos y expresivos, unos ojos negros y luminosos, que parecían de ágata. No era nada caprichoso y se mostraba extremadamente cortés con todo el mundo, incluso con los criados. Pero ¡Dios mío!, qué penosa me resultaba su compañía, qué alegría sentía cada vez que me separaba de él y qué desagradables pensamientos me embargaban en su presencia. ¡Ah, no tenía yo la culpa!… No tenía la culpa de lo que habían hecho de mí…

Después de la boda, pusieron a disposición del señor Ratch un pabellón cercano a la casa solariega. Allí vivía con mi madre. Mi situación era bastante penosa. No tardaron en tener un hijo, ese mismo Víktor a quien tengo derecho a llamar y considerar enemigo mío. Desde el día de su nacimiento la salud de mi madre, que ya era débil, se agravó y no volvió a mejorar. En aquella época el señor Ratch no consideraba necesario hacer gala de esa alegría a la que ahora suele entregarse: tenía siempre un aspecto sombrío y se esforzaba por ganar fama de hacendoso. Conmigo era cruel y grosero. Me sentía aliviada cuando me separaba de Iván Matveich, pero mayor aún era mi alegría cuando abandonaba el pabellón. ¡Desdichada juventud mía! ¡Siempre fluctuando entre una orilla y otra, sin ganas de alcanzar ninguna! Cuando, en pleno invierno, atravesaba corriendo el patio, cubierto de una espesa capa de nieve, ataviada con un vestido ligero, y entraba en la casa señorial para leerle algún pasaje a Iván Matveich, casi me sentía contenta… Pero cuando veía esas habitaciones grandes y desangeladas, esos muebles tapizados de telas abigarradas y a ese anciano cortés e insensible, con su douillete de seda, su chorrera y su corbata blancas, sus puños de encaje cubriéndole los dedos, su soupçon de poudre (como decía su ayuda de cámara), sus cabellos peinados hacia atrás, el corazón se me encogía y ese sofocante olor a ámbar me cortaba la respiración. Iván Matveich solía estar sentado en un amplio sillón Voltaire. En la pared, por encima de su cabeza, colgaba un cuadro que representaba a una mujer joven, de rostro claro y audaz, vestida con un rico traje judío. Toda cubierta de piedras preciosas y perlas… A menudo me quedaba mirando ese cuadro, pero solo más tarde me enteré de que era un retrato de mi madre, pintado por su padre por encargo de Iván Matveich. ¡Cuánto había cambiado desde entonces! ¡Ese hombre la había destrozado y aniquilado! “¡Y ella lo amaba! ¡Amaba a ese viejo! —pensaba yo—. ¿Cómo es posible que lo ame?” Y, sin embargo, cuando me acordaba de ciertas miradas de mi madre, de ciertas reticencias y ciertos ademanes involuntarios… “¡Sí, sí, lo ama!”, repetía yo con espanto. ¡Ah, no quiera Dios que nadie tenga que experimentar tales sentimientos!

Todos los días leía para Iván Matveich, a veces durante tres o cuatro horas seguidas. No me hacía ningún bien leer tanto tiempo en voz alta. Nuestro médico temía por mi pecho y en una ocasión se lo hizo saber a Iván Matveich, pero éste se limitó a sonreír (la verdad es que no sonreía nunca, así que sería más apropiado decir que separó y estiró los labios) y a continuación le dijo: “Vous ne savez pas ce qu’il y a de ressources dans cette jeunesse”. “Sin embargo, en el pasado, monsieur le Commandeur…”, se atrevió a apuntar el médico. Iván Matveich volvió a sonreír: “Vous rêvez, mon cher le Commandeur n’a plus de dents et il crache è chaque mot. J’aime les voix jeunes”.

En definitiva, tuve que seguir leyendo, a pesar de que sufría violentos accesos de tos por la mañana y por la noche.

A veces Iván Matveich me pedía que tocara el piano. Pero la música ejercía un efecto soporífero sobre sus nervios. No tardaba en cerrar los ojos, la cabeza se le iba cayendo poco a poco, y solo de vez en cuando se le oía decir: “C’est du Steibelt, n’est-ce pas? Jouez moi du Steibelt”. Iván Matveich consideraba a Steibelt un gran genio, que había sabido vencer en sí mismo la grossière lourdeur des Allemands, y solo le reprochaba una cosa: “trop de fougue! trop d’imagination!”… Cuando Iván Matveich advertía que estaba fatigada de tocar, me ofrecía du cachou de Bologne. Así pasaban los días.

Y he aquí que una noche, una noche que no olvidaré jamás, sobrevino una terrible desgracia. Mi madre falleció casi de repente. Apenas tenía yo quince años. ¡Ah, una amargura infinita se abatió sobre mí como un rabioso torbellino! ¡Cómo me aterrorizó ese primer encuentro con la muerte! ¡Pobre madre mía! Y qué extraña era nuestra relación: nos profesábamos un cariño inmenso y desesperado. Se diría que ambas nos ocultábamos un secreto común, que guardábamos un obstinado silencio, aunque sabíamos todo lo que sucedía en el fondo de nuestros corazones. Mi madre ni siquiera hablaba conmigo de su pasado, de su juventud, y nunca se quejaba de palabra, a pesar de que toda su existencia no era más que una queja muda. Evitábamos cualquier conversación sobre asuntos serios. ¡Ah, yo albergaba la esperanza de que llegaría un momento en que tanto una como otra nos dijéramos todo lo que teníamos que decirnos, para alivio de nuestra alma! Pero las preocupaciones cotidianas, su carácter tímido e indeciso, sus enfermedades, la presencia del señor Ratch y, sobre todo, esa eterna cuestión, “¿para qué?”, así como el incesante e inasible fluir del tiempo, de la vida… Todo acabó con ese golpe fulminante, y ya no tuve ocasión de escuchar de labios de mi madre no solo esas palabras que habrían desvelado nuestro secreto, sino los adioses habituales siquiera que preceden a la muerte. Mi memoria solo ha conservado la exclamación del señor Ratch: “¡Susanna Ivánovna, haga el favor de venir, su madre quiere bendecirla!”, y luego su mano pálida asomando por debajo de la pesada manta, su respiración angustiosa, sus ojos en blanco… ¡Ah, basta, basta!

Con qué horror, con qué indignación, con qué melancólica curiosidad observé al día siguiente y el día del entierro el rostro de mi padre… ¡Sí, de mi padre! En una cajita de la difunta había descubierto las cartas que él le había escrito. Tenía la impresión de que estaba algo más pálido y encorvado, pero nada más. Nada se había conmovido en esa alma de piedra. Al cabo de una semana, me llamó a su despacho exactamente igual que antes y con su voz de siempre me pidió que leyese: “Si vous le voulez bien, Les observations sur l’Histoire de France de Mably, à la page 74… là, où nous avons éte interrompus”. ¡Ni siquiera había ordenado que retiraran el retrato de mi madre! Cierto que al despedirme me pidió que me acercara y, dándome a besar la mano por segunda vez, me dijo: “Suzanne, la mort de votre mère vous a privée de votre appui natural; mais vous pourrez toujours compter sur ma protection”, pero al punto me dio una palmadita en el hombro con la otra mano, estiró los labios como tenía por costumbre y añadió: “Allez, mon enfant”. Me dieron ganas de gritarle: “Pero usted es mi padre”. Sin embargo, salí de la habitación sin pronunciar palabra.

Al día siguiente, por la mañana temprano, fui al cementerio. El mes de mayo estaba en pleno apogeo, con su derroche de flores y de hojas frescas. Me senté al pie de la tumba y pasé allí un buen rato. No lloraba, pero estaba triste. No paraba de darle vueltas en mi cabeza a una misma cuestión: “¿Sabes una cosa, mamá? ¡También a mí quiere otorgarme su protección!”. Y tenía la impresión de que no se ofendería de la sonrisa irónica que mis labios esbozaron involuntariamente.

A veces me preguntaba por qué deseaba y reclamaba con tanto ahínco, no ya una confesión, que sabía imposible, sino una simple palabra afectuosa por parte de Iván Matveich. ¿Es que no sabía qué clase de persona era y qué poco se parecía a la imagen de un padre que me había forjado en sueños? Pero ¡estaba tan sola, tan sola en el mundo! Y luego ese pensamiento obsesivo que no me daba un instante de paz: “¿Acaso no lo amaba ella? ¿Por qué lo amaría?”.

Transcurrieron tres años. Nada cambió en nuestra vida monótona, medida, trazada de antemano. Víktor fue creciendo. Yo le sacaba ocho años y me habría ocupado de él de buena gana, pero el señor Ratch se opuso. Lo confió a los cuidados de un aya, a la que encargó del modo más severo que velara por que no se “echara a perder”, es decir, por que no se aproximara a mí. Por lo demás, el propio Víktor me rehuía. Un día el señor Ratch entró en mi habitación. Estaba nervioso, alterado, malhumorado. Ya la víspera me habían llegado rumores nada halagüeños sobre mi padrastro: la gente decía que estaba implicado en la sustracción de una suma importante, que se había dejado sobornar por un comerciante.

—¿Puede usted ayudarme? —empezó, tamborileando con impaciencia en la mesa—. Intervenga en mi favor delante de Iván Matveich.

—¿Interceder? ¿Con qué motivo? ¿Para qué?

—Hágame ese favor… Después de todo, no soy un extraño para usted. Me acusan… En fin, puedo quedarme sin pan, y usted también.

—Pero ¿con qué excusa voy a presentarme ante él? ¿Cómo voy a molestarle?

—¡Estaría bueno! Usted tiene derecho a molestarle.

—¿Qué derecho, Iván Demiánich?

Vamos, no se haga usted la tonta… A usted no puede negarle nada por muchas razones. ¿Es posible que no me entienda?

Me miró a los ojos con insolencia, y en ese momento sentí que me ardían las mejillas. Una oleada de odio y de desprecio se revolvió en mi pecho y estuvo a punto de ahogarme.

—Sí, ya le comprendo, Iván Demiánich —le respondí por fin. Apenas reconocía mi propia voz—. Pero no iré a ver a Iván Matveich ni le pediré nada. ¡Y si nos quedamos sin pan, nos quedamos sin pan!

El señor Ratch se estremeció, rechinó los dientes y apretó los puños.

—¡Bueno, espera un poco, princesa Melikitrisa! —murmuró con voz ronca—. ¡No lo olvidaré nunca!

Ese mismo día Iván Matveich le convocó y, según dicen, le amenazó con un bastón, el mismo que antaño había intercambiado con el duque de La Rochefoucauld, al tiempo que le gritaba: “¡Es usted un canalla y un bribón! Le voy a poner de patitas en la calle” (Iván Matveich casi no sabía hablar en ruso y despreciaba nuestro “tosco idioma”, ce jargon vulgaire et rude . Alguien dijo una vez en su presencia: “Eso se comprende por sí solo”. Iván Matveich se indignó, y más tarde citaba a menudo esa frase como ejemplo de la estupidez y la absurdidad de la lengua rusa. “¿Qué quiere decir que algo se comprende por sí solo? —preguntaba en ruso, recalcando cada sílaba—. ¿Por qué no decir simplemente: eso se entiende? ¿A qué viene ese “por sí solo”?”).

En cualquier caso, Iván Matveich no expulsó al señor Ratch, pero mi padrastro mantuvo su palabra: no lo olvidó nunca.

Empecé a percibir un cambio en Iván Matveich. Se había vuelto triste, se aburría. Su salud empeoró. Su rostro rosado y fresco se volvió amarillento y se cubrió de arrugas. Se le cayó un diente. Dejó de dar paseos en coche y abandonó la costumbre de recibir a los campesinos y darles una comida sin el concurso del clero, sans le concours du clergé. Esos días Iván Matveich, con una rosa en el ojal, recibía a los campesinos en el salón o se asomaba al balcón y, humedeciendo los labios en un vaso de plata lleno de vodka, pronunciaba un discurso de este tipo: “Vosotros estáis tan satisfechos de mi proceder como yo de vuestra diligencia, que me procura una sincera alegría. Todos somos hermanos. El nacimiento nos hace iguales. ¡Bebo a vuestra salud!”. Les dedicaba una reverencia y los campesinos se inclinaban hasta la cintura, pero no hasta el suelo, porque estaba rigurosamente prohibido. Los convites se celebraban como antes, pero Iván Matveich ya no aparecía ante sus siervos. A veces interrumpía mi lectura con estas exclamaciones: “La machine se détraque! Cela se gâte!”. Sus mismos ojos, esos ojos luminosos y pétreos, se ensombrecieron y hasta parecieron hacerse más pequeños. Se quedaba dormido con más frecuencia que antes y durante el sueño emitía profundos suspiros. Lo único que no cambió fue su actitud conmigo; la única diferencia que noté fue cierto matiz de cortesía caballeresca. Aunque le costaba trabajo, siempre se levantaba del sillón cuando yo entraba y, cuando me marchaba, me acompañaba hasta la puerta, cogiéndome por debajo del codo; además, en lugar de Suzon, empezó a llamarme tan pronto ma chére demoiselle como mon Antigone. Monsieur le Commandeur había fallecido dos años después de mi madre. Al parecer, esa muerte le había afectado bastante más que la de ella. Un hombre de su edad había desaparecido: eso es lo que le turbó. Por lo demás, el único mérito de monsieur le Commandeur en los últimos tiempos consistía únicamente en gritar: “Bien joue, mal réussi!”, cada vez que Iván Matveich, jugando al billar con el señor Ratch, metía la bola en la tronera o fallaba un tiro. O bien, cuando, sentados a la mesa, Iván Matveich le dirigía alguna pregunta de este tipo: “N’est-ce pas, M. le Commandeur, c’est Montesquieu qui a dit cela dans ses Lettres Persannes?„ le respondía con aire de profunda concentración, dejando caer a veces una cucharada de sopa en la pechera: “Ah, monsieur de Montesquieu? Un gran écrivain, monsieur, un gran écrivain!”. Solo una vez, cuando Iván Matveich le dijo que les théophilantropes ont eu pourtant du bon!, el anciano exclamó con voz agitada: “Monsieur de Kolontouski! (en veinticinco años no había aprendido a pronunciar correctamente el nombre de su protector) Monsieur de Kolontouski! Leur fondateur, l’instigateur de cette secte, ce La Peveillère Lepeaux, était un bonnet rouge!”. “Non, non —decía Iván Matveich, torciendo la boca y manoseando una pulgarada de tabaco—, des fleurs, des jeunes vierges, le culte de la Nature… ils ont eu du bon, ils ont du bon!”. Siempre me sorprendía ver cuántas cosas sabía Iván Matveich y de qué poco provecho le resultaban esos conocimientos.

Iván Matveich se iba apagando a ojos vistas, pero aún conservaba parte de su vigor. Un día, tres semanas antes de su muerte, sufrió un fuerte ataque de vértigo justo después de la comida. Se quedó pensativo y dijo: “C’est la fin”. Luego, después de haber reposado un poco en su habitación, escribió una carta a un hermano suyo que vivía en San Petersburgo, su único heredero, con quien no tenía relación desde hacía veinte años. Habiéndose enterado de la indisposición de Iván Matveich, acudió a visitarlo un vecino alemán, católico, en otro tiempo médico famoso, que vivía retirado en su casa de campo. Iba a verle muy rara vez, pero él le recibía con especial consideración y con muestras de profundo respeto. Podría decirse que era casi la única persona en el mundo a la que respetaba. El anciano le aconsejó que mandase llamar a un sacerdote, pero Iván Matveich respondió: “ces messieurs et moi, nous n’avons ríen à nous dire”, y le rogó que cambiaran de conversación. Cuando el vecino se marchó, dio orden a su ayuda de cámara de no recibir a nadie. Luego me hizo llamar. Cuando lo vi, me asusté: le habían salido unas manchas azules debajo de los ojos, tenía la cara desfigurada y rígida, la mandíbula caída. “Vous voilà grande, Suzon —me dijo, pronunciando con dificultad las consonantes, pero a pesar de todo esforzándose por sonreír (ya había cumplido dieciocho años)—, vous allez peut-être bientôt rester seule. Soyez toujours sage et vertueuse. C’est la dernière recommandation d’un… —en ese momento tosió—, d’un vieillard qui vous veut du bien. Je vous al recommandé à mon frère et je ne doute pas qu’il ne respecte mes volontés… —volvió a toser y se palpó el pecho con preocupación—. Du reste, j’espère encore pouvoir faire quelque chose pour vous… dans mon testament” de un viejo que os quiere bien. Os he recomendado ami hermano y no dudo de que respetará mis voluntades (…). Por lo demás, aún espero poder hacer algo por vos… en mi testamento”]. Esa última frase me traspasó el corazón como una cuchillada. Ah, ya era demasiado… ¡Demasiado despectivo y ofensivo! Probablemente Iván Matveich atribuyó a otro sentimiento, a un sentimiento de pena o de agradecimiento, lo que expresaba mi rostro; y, como queriendo consolarme, me dio una palmadita en el hombro, al tiempo que me apartaba cariñosamente, como tenía por costumbre, y añadía: “Voyons, mon enfant, du courage! Nous sommes tous mortels. Et puis, il n’y a pas encore de danger. Ce n’est qu’une précaution que j’ai cru devoir prendre… Allez!”. También en esta ocasión, igual que cuando me llamó después de la muerte de mi madre, tuve ganas de gritarle: “¡Pero si soy su hija! ¡Su hija!”. Pero pensé que probablemente tomaría esas palabras, ese grito del corazón, como un intento de reclamar mis derechos, mis derechos a su herencia, a su dinero… ¡Ah, por nada del mundo! No le diría nada a ese hombre que ni una sola vez había pronunciado el nombre de mi madre en mi presencia, a cuyos ojos yo significaba tan poco que ni siquiera se había tomado la molestia de averiguar si conocía mis orígenes. Puede que lo sospechara y lo supiera, pero no quería “crearse complicaciones” (su expresión favorita, la única frase rusa que empleaba), no quería privarse de una excelente lectora de voz juvenil. ¡No, no! ¡Prefería que siguiera siendo culpable ante la hija, como lo había sido ante la madre! ¡Que se llevara a la tumba ambos pecados! Juré que no habría de oír de mis labios esa palabra de resonancias dulces y sagradas para cualquier oído. ¡No le llamaría padre! ¡No le perdonaría el comportamiento que había tenido con mi madre y conmigo! No necesitaba ese perdón ni ese título… Pero ¡no es posible, no es posible que no los necesitara! En cualquier caso, no los tendría. ¡No!

Solo Dios sabe si habría cumplido mi juramento, si mi corazón no se habría ablandado, si no habría acabado sobreponiéndome a mi timidez, a mi vergüenza, a mi orgullo… pero con Iván Matveich ocurrió lo mismo que con mi madre. La muerte fue no menos repentina y también le sorprendió por la noche. Una vez más, el señor Ratch me despertó, y juntos fuimos corriendo a la casa señorial, al dormitorio de Iván Matveich. No obstante, no presencié esos últimos gestos de la agonía, a los que sí asistí en el caso de mi madre, sentada a la cabecera, y que se habían grabado con trazo indeleble en mi recuerdo. Sobre los almohadones bordados de encaje descansaba una especie de muñeca seca, de color oscuro, nariz afilada y cejas grises y revueltas… Lancé un grito de terror, de repugnancia, y me precipité fuera de la habitación, tropezando en la puerta con unos hombres barbudos, vestidos con abrigos de campesino y los cinturones rojos de los días de fiesta. Ni siquiera recuerdo cómo salí de la casa…

Más tarde me contaron que, cuando el ayuda de cámara entró en el dormitorio, convocado por un violento campanillazo, había encontrado a Iván Matveich no en la cama, sino a dos pasos de ella. Estaba tendido en el suelo, hecho un ovillo, y había repetido dos veces seguidas: “¡Ahí tienes, vieja, tu día de San Jorge!”. Ésas habrían sido sus últimas palabras. Pero me resisto a creerlo. ¡Cómo es posible que hablara en ruso en semejante trance y que emplease tales expresiones!

Estuvimos esperando dos semanas enteras la llegada del nuevo amo, Semión Matveich Koltovski. Había dado órdenes de que no se tocara nada ni se alterase cosa alguna hasta que él lo inspeccionara personalmente. Se cerraron y se sellaron todas las puertas, todos los muebles, todos los cajones, todas las mesas. La gente, a pesar de su tristeza, estaba ojo avizor. De pronto me convertí en uno de los personajes principales de la casa, por no decir el principal. Ya antes me llamaban señorita, pero ahora esa palabra adquirió un sentido nuevo, se pronunciaba con un acento particular. Empezaron a circular rumores: “El viejo amo ha muerto de repente y no ha tenido tiempo de llamar a un sacerdote; además, hace muchísimo tiempo que no se confesaba. Pero no se necesita mucho tiempo para redactar un testamento”. El señor Ratch también consideró necesario cambiar su manera de actuar. No fingió cariño y afecto, porque sabía que no me engañaría, pero a su rostro había asomado una expresión de sumisión sombría. “Ya ves que me someto”, parecía decir. Todos me buscaban y trataban de complacerme… Yo no sabía qué hacer, qué actitud adoptar. Lo único que no comprendía era que esa gente no se diera cuenta de que me estaba ofendiendo. Por fin llegó Semión Matveich.

Semión Matveich era diez años más joven que su hermano, y toda su vida había discurrido por una senda completamente distinta. Era funcionario en San Petersburgo, donde ocupaba un puesto importante… Se había casado, pero había enviudado muy pronto. De ese matrimonio solo le había quedado un hijo. Semión Matveich se parecía de cara a su hermano mayor, aunque era más bajo y más gordo. Tenía una cabeza redonda y calva, los mismos ojos negros y luminosos que Iván Matveich, aunque algo más lánguidos, y gruesos labios rojos. A diferencia de su hermano, que hasta después de su muerte gozaba del título de filósofo francés, y a veces hasta de hombre estrafalario, Semión Matveich hablaba casi siempre en ruso, con voz firme y elocuente; cada dos por tres soltaba una carcajada, y en esas ocasiones cerraba completamente los ojos y sacudía el cuerpo de forma bastante desagradable, como si su propia maldad le hiciese vibrar. Se puso manos a la obra con la mayor decisión, examinándolo todo en persona y exigiendo que se le diera cuenta detallada de todo. El día de su llegada invitó al sacerdote y a todo el clero de la parroquia, ordenó que pronunciaran unas oraciones y que rociaran de agua bendita todas las habitaciones de la casa, hasta los graneros y los sótanos, para “expulsar radicalmente el espíritu volteriano y jacobino”, como decía él. En la primera semana algunos de los protegidos de Iván Matveich fueron destituidos; uno incluso fue enviado como colono a una región lejana; otros sufrieron castigos corporales. El ayuda de cámara (un turco que sabía francés, regalo del difunto mariscal Kamenski a Iván Matveich) fue liberado, es cierto, pero al mismo tiempo recibió la orden de marcharse en veinticuatro horas, “para que los demás no sintieran envidia”. Semión Matveich era un amo severo. Probablemente muchos echaban de menos al difunto. “Con nuestro padrecito Iván Matveich —se quejaba un día delante de mí un mayordomo ya decrépito— solo había que preocuparse de que la ropa blanca estuviera limpia, de que en las habita ciones oliera bien y de que no se oyesen las voces de los criados en el recibidor. ¡Eso por encima de todo! Lo demás le daba igual. ¡En toda su vida el difunto no le hizo daño a una mosca! ¡Ahora, en cambio, todo va mal! ¡Estamos medio muertos!” Mi situación cambió también rápidamente, me refiero a la situación en que me encontré por espacio de unos días, en contra de mi voluntad… Entre los documentos de Iván Matveich no se encontró ningún papel, ni siquiera una línea, en que se me mencionara. De pronto, todos se apartaron de mí… Todos se enojaron, no solo el señor Ratch, y se esforzaron en hacérmelo notar, como si yo les hubiera engañado. Un domingo, después del oficio, que Simeón Matveich escuchaba siempre a un lado del altar, me mandó llamar. Hasta ese momento solo le había visto de pasada; en cuanto a él, parecía no haber reparado en mí. Me recibió en su despacho, de pie al lado de la ventana. Llevaba un uniforme con dos condecoraciones. Me detuve al lado de la puerta. El miedo y otro sentimiento aún indefinido, pero ya penoso, aceleraban los latidos de mi corazón. “Quería verla, jovencita —dijo Semión Matveich, mirándome primero a los pies y luego, de pronto, a la cara, de un modo que me hizo estremecer—, para comunicarle la resolución que he tomado y persuadirla de mi indudable propósito de serle útil —en ese punto levantó la voz—. Lo cierto es que no tiene usted ningún derecho, pero como… lectora de mi hermano, siempre puede contar con… mi atención. Naturalmente, estoy convencido… de su buen juicio y de su buena conducta. El señor Ratch, su padrastro, ha recibido ya de mí las instrucciones necesarias. Debo añadir que su hermosa figura es para mí una garantía de la nobleza de sus sentimientos. —Semión lanzó una risita; en cuanto a mí, no es que me ofendiera, sino que sentí pena de mí misma… huérfana y completamente desamparada. Semión Matveich se acercó con pasos cortos y firmes a la mesa, sacó del cajón un fajo de billetes y, poniéndomelo en la mano, agregó—: Aquí tiene esta pequeña suma para que se compre algo de ropa. No me olvidaré de usted en lo sucesivo, mi querida muchacha. Ahora tengo que dejarla. Sea usted lista.”

Cogí el dinero maquinalmente —habría podido coger cualquier cosa que me hubiera dado— y volví a mi habitación, donde pasé largo rato llorando, sentada en la cama. Ni siquiera me di cuenta de que el fajo de billetes se me había caído al suelo. El señor Ratch lo encontró, lo cogió, me preguntó qué pensaba hacer con él y se lo metió en el bolsillo.

También se había producido un cambio importante en su vida. Después de varias conversaciones con Semión Matveich, se ganó su confianza y no tardó en asumir el cargo de administrador general. A partir de entonces empezó a hacer gala de esa alegría y esas continuas carcajadas. En un primer momento no era más que una manera de imitar al amo, pero al final acabó convirtiéndose en costumbre. Fue en ese momento cuando se transformó también en patriota ruso.

Semión Matveich mostraba una marcada preferencia por todo lo nacional, decía que era ruso de los pies ala cabeza y se burlaba del traje alemán, a pesar de que lo llevaba. Había enviado a una aldea lejana a un cocinero, en cuyo aprendizaje Iván Matveich había gastado mucho dinero, por la simple razón de que no sabía preparar sopa con pescuezo de ganso. Durante el servicio religioso, acompañaba el canto de los chantres desde el altar y, cuando las muchachas se reunían para bailar en corro y cantar canciones, unía su voz a las suyas y marcaba el compás con el pie, al tiempo que les pellizcaba las mejillas… No obstante, pronto regresó a San Petersburgo, dejando a mi padrastro casi como dueño absoluto de toda la propiedad.

Empezaron entonces unos días muy amargos para mí… Mi único consuelo era la música, y a ella me entregué con toda el alma. Por suerte, el señor Ratch estaba muy ocupado, pero, siempre que se presentaba la ocasión, no dejaba de demostrarme su hostilidad. Según había prometido, no se “olvidaba” de mi negativa a interceder en su favor. No me daba un instante de reposo, me obligaba a copiar sus prolijos y mendaces informes a Semión Matveich, a corregir sus faltas de ortografía. No me quedó más remedio que someterme por entero a su voluntad, como era su deseo. Había declarado que me metería en vereda y me volvería más suave que una seda. “EA qué vienen esos ojos desafiantes? —me gritaba a veces durante la comida, después de apurar unos vasos de cerveza, golpeando la mesa con la palma de la mano—. Tal vez piense usted: “Me quedaré calladita como un cordero y me darán la razón”. ¡Pues no! ¡Lo que quiero es que me mire como un cordero!” Mi situación se volvió desesperada, insoportable… Mi corazón se endureció. Un peligro se iba perfilando con mayor nitidez cada nuevo día. Pasaba las noches en vela, sin luz, sumida en mis pensamientos, y en la penumbra que me rodeaba y en la oscuridad de mi cerebro fue tomando forma una terrible resolución. La llegada de Semión Matveich había impreso un nuevo giro a mis ideas.

Nadie le esperaba. El otoño estaba ya avanzado. Según nos enteramos, había pedido el retiro por despecho: había esperado recibir la banda de Alejandro y en su lugar le habían entregado una tabaquera. Descontento con el gobierno, que no había valorado su talento, y con la sociedad de San Petersburgo, que no le había mostrado consideración ni había compartido su indignación, decidió establecerse en el campo y consagrarse a la administración de la hacienda. Vino solo. Su hijo, Mijaíl Semiónich, llegaría más tarde, para las celebraciones del año nuevo. Mi padrastro casi no salía del despacho de Semión Matveich: su posición se había reforzado aún más. Por entonces me dejaba tranquila, pues no tenía tiempo para ocuparse de mí… A Semión Matveich se le ocurrió montar una fábrica de papel. El señor Ratch no tenía ni idea de ese negocio, como bien sabía Semión Matveich, pero mi padrastro era un “ejecutor” (palabra de moda en aquella época), un “Arakchéiev”. Así lo llamaba Semión Matveich: “¡Mi Arakchéiev!”. “Me basta con su celo —afirmaba—. Yo lo encauzaré en la dirección adecuada.” En medio de las numerosas preocupaciones que le daba la fábrica, la hacienda, el establecimiento de una oficina, el orden burocrático, el nombramiento de personal y la instauración de nuevos cargos, Semión Matveich encontraba tiempo para fijarse en mí. Una tarde me llamó y me pidió que tocara el piano en el salón. A Semión Matveich le gustaba la música todavía menos que a su difunto hermano, pero me dedicó algunos cumplidos y me dio las gracias. Al día siguiente me convidó a su mesa. Después de comer, charló un buen rato conmigo, me hizo algunas preguntas, se rio de algunas de mis res puestas, aunque en mi opinión no tenían nada de divertido, y me miró varias veces de una forma bastante extraña… hasta el punto de que me sentí incómoda. No me gustaban sus ojos, no me gustaba su expresión sincera, su mirada luminosa. Tenía siempre la impresión de que esa sinceridad ocultaba algo malo, de que, a pesar de ese fulgor aparente, en el fondo no era trigo limpio. “No será usted mi lectora —me anunció por fin, pavoneándose y ajustándose la ropa con un gesto repugnante—. Gracias a Dios no soy ciego y puedo leer sin ayuda de nadie. Pero el café me sabe mejor cuando me lo sirve usted y la escucho con gusto cuando toca el piano.” A partir de ese día comía siempre en la casa señorial y a veces me quedaba en el salón hasta la noche. Lo mismo que mi padrastro, le había caído en gracia, pero lo cierto es que esa novedad no me hacía feliz. Semión Matveich, debo reconocerlo, me mostraba cierto respeto. Pero había algo en ese hombre que me repugnaba y me asustaba. Y ese “algo” no se manifestaba en sus palabras, sino en sus ojos, en esos ojos malignos, y también en su risa. Nunca hablaba conmigo de mi padre, su hermano, y yo tenía la impresión de que evitaba ese tema, no porque temiera despertar en mí pensamientos ambiciosos o pretensiones, sino por otra razón que no fui capaz de explicarme entonces, pero que me dejaba perpleja y me hacía enrojecer… Por Navidad llegó su hijo, Mijaiil Semiónich.

¡Ah, siento que no puedo continuar mi relato de la misma manera! Son recuerdos demasiado amargos. Sobre todo ahora me resulta imposible seguir narrando con serenidad… Además, ¿por qué andarme con tapujos? Me enamoré de Mijail y él se enamoró de mí.

Tampoco acertaría a decir cómo sucedió. Solo sé que entró en el salón (yo estaba sentada al piano y tocaba una sonata de Weber), hermoso y apuesto, con su zamarra de terciopelo, sus botas de fieltro y su gorro de marta cebellina cubierto de escarcha (no se había quitado la ropa de viaje), que agitó en el aire. Antes de saludar a su padre, me dirigió una mirada fugaz y se quedó sorprendido. Desde esa misma tarde ya no pude olvidar su rostro joven y bondadoso. Se puso a hablar… y su voz pareció conmover mi corazón. Era una voz dulce y viril, y en cada una de sus modulaciones se traslucía un alma noble, nobilísima. Semión Matveich se alegró de la llegada de su hijo, lo abrazó y se apre suró a preguntarle: “¿Por dos semanas, no? ¿Vienes con licencia, no es así?”, y me pidió que me retirara. Pasé largo rato sentada al pie de la ventana de mi habitación, siguiendo con la mirada las luces que parpadeaban en las distintas piezas de la casa señorial y prestando oídos a las voces nuevas y desconocidas. Esa animación me interesaba, y algo nuevo, desconocido y luminoso parpadeaba también en mi alma…

Al día siguiente, antes de la comida, tuve mi primera conversación con él. Había venido a ver a mi padrastro por encargo de Semión Matveich y se encontró conmigo en nuestro pequeño salón. Hice intención de retirarme, pero él me retuvo. Era muy vivo y desenvuelto en todos sus ademanes y palabras. Pero en su tono no había ni rastro de esa altanería, insolencia y desprecio de los habitantes de la capital, como tampoco ninguno de esos rasgos típicos de los militares en general y del cuerpo de guardia en particular… Al contrario, en la desenvoltura de su trato había un componente de afabilidad, casi de pudor, como si os estuviera pidiendo perdón. Hay personas cuyos ojos no ríen jamás, ni siquiera cuando sueltan la carcajada; en el caso de Mijáil Semiónich, sus labios no perdían casi nunca su hermoso trazo y sus ojos sonreían casi de continuo. Estuvimos charlando por espacio de una hora… No sabría decir de qué. Solo recuerdo que le miraba todo el tiempo a los ojos y que me sentía a gusto en su compañía. Por la tarde toqué el piano. A Mijaiil Semiónich le gustaba mucho la música, así que se sentó en un sillón, apoyó la cabeza de cabellos rizados en una mano y se quedó escuchando con atención. No me dirigió ni un solo cumplido, pero yo me daba cuenta de que mi interpretación le gustaba, así que toqué con pasión. Semión Matveich, que estaba sentado al lado de su hijo, examinando unos planos, frunció el ceño de pronto: “Bueno, señorita —dijo, pavoneándose y abotonándose la chaqueta, como de costumbre—, basta de trinos. Ni que fuera usted un canario. Al final nos acabará doliendo la cabeza. Para este pobre viejo no se ha esmerado nunca tanto…”, añadió en voz baja, y de nuevo me pidió que me marchara. Mijaíl me acompañó con la mirada hasta la puerta y se levantó del sillón. “¿Adónde vas? ¿Adónde vas?”, gritó Semión Matveich; de repente se echó a reír e hizo algún comentario… No llegué a oír sus palabras, pero el señor Ratch que se hallaba presente, sentado en un rincón (siempre “se hallaba presente”; además, en aquella ocasión había traído los planos), estalló en una risa obsequiosa, y su carcajada llegó a mis oídos. Lo mismo, más o menos, se repitió la tarde siguiente. De repente Semión Matveich se mostró frío conmigo, como si me hubiera cogido manía.

Al cabo de cuatro días me encontré con Mijail en el pasillo que dividía en dos la casa señorial. Me cogió de la mano y me llevó a una habitación que había al lado del comedor y que recibía el nombre de “sala de retratos”. Le seguí no sin preocupación, pero con total confianza. Creo que en ese momento le habría seguido al fin del mundo, aunque aún no sospechaba en lo que se convertiría para mí. ¡Ah, me arrimaba a él con toda la pasión, con toda la desesperación de una mujer joven que no solo no gozaba del cariño de nadie, sino que además se sentía como un huésped inoportuno e innecesario en medio de personas extrañas y hostiles…!

Mijail me dijo… ¡Qué extraño! Yo le miraba con atrevimiento, directamente a los ojos, mientras él no se atrevía a levantar la vista y se ruborizaba ligeramente. Me dijo que comprendía mi situación, que me compadecía, y me pidió que perdonara a mi padre… “En lo que a mí respecta —añadió—, le ruego que confíe en mí. Sepa que la considero como una hermana, sí, como una hermana.” Al pronunciar esas palabras, me apretó con fuerza la mano. Yo me turbé y ami vez bajé los ojos. Era como si hubiera esperado que dijera otra cosa. No obstante, empecé a darle las gracias. “No, por favor —me interrumpio—, no diga eso… Pero recuerdo que la obligación de un hermano es defender a sus hermanas, así que, si llegase a necesitar que la defendiese de alguien, no dude en recurrir a mí. No llevo mucho aquí, pero he tenido tiempo de comprender muchas cosas… Por ejemplo, he calado a su padrastro.” Volvió a apretarme la mano y se alejó.

Más tarde me enteré de que Mijail había sentido repulsión por el señor Ratch desde el primer encuentro. Mi padrastro había tratado de ganarse su voluntad, pero, una vez convencido de la inutilidad de sus esfuerzos, se había convertido en enemigo suyo, y no solo no lo ocultaba a Semión Matveich, sino que, por el contrario, se esforzaba en manifestarlo, al tiempo que se lamentaba de no haberle caído en gra cia al joven heredero. El señor Ratch había estudiado a fondo el carácter de Semión Matveich y no se había equivocado en sus cálculos. “La fidelidad que me manifiesta este hombre está fuera de toda duda, ya que sin mí está perdido. Mi heredero no puede soportarlo…” Esa idea acabó arraigando en la cabeza del anciano. Dicen que las personas que ostentan alguna clase de poder, cuando envejece, muerde de buena gana ese anzuelo, el anzuelo de una fidelidad personal exclusiva…

No en vano Semión Matveich llamaba al señor Ratch su Arakchéiev… Habría podido darle otro nombre. “Eres un servidor obediente”, le decía. Desde el mismo momento de su llegada había empezado a tutearlo. En cuanto a mi padrastro, le miraba sumiso a los labios, al tiempo que inclinaba a un lado la cabeza con aire desamparado y estallaba en una risa bonachona, como queriendo decir: “Aquí me tiene, para lo que usted quiera…”. ¡Ah, siento que me tiembla la mano y que el agitado latido de mi corazón se traspasa al borde de la mesa en la que escribo en estos momentos…! Es tan terrible el recuerdo de esos días que la sangre me hierve en las venas… Pero tengo que contarlo todo… todo…

La actitud del señor Ratch sufrió una nueva modificación en el breve período en que gocé de favor. Empezó a hacerme más caso e hizo gala de una suerte de familiaridad respetuosa, como si de pronto me hubiera vuelto más lista y me sintiera más cercana. “Se ha dejado usted de melindres —me dijo en una ocasión, mientras volvíamos de la casa señorial a nuestro pabellón—. ¡La felicito! Todas esas virtudes y esas sensiblerías, en suma, toda esa crestomatía, no nos sienta bien a los pobres, señorita.” Pero cuando perdí ese favor y Mijaíl no consideró necesario seguir ocultando su desprecio por él ni su simpatía por mí, el señor Ratch redobló de pronto su severidad. Me seguía a todas partes, como si me creyera capaz de cualquier crimen y necesitara sujetarme con mano de hierro. “Escúcheme bien —me gritó un día, entrando en mi habitación, sin pedir permiso, con las botas llenas de barro y la gorra puesta—. ¡No voy a tolerar esa actitud! ¡Y no se atreva a levantar la cabeza! ¡A mí no me engaña! ¡Ya verá lo que voy a tardar en acabar con toda esa arrogancia!” Y poco después, una mañana, me comunicó que había recibido órdenes de Semión Matveich de que no volviera a pre sentarme en el comedor sin haber sido invitada previamente. No sé qué giro habría tomado la situación si no se hubiera producido un acontecimiento que decidió mi destino para siempre…

A Mijaiil, que era muy aficionado a los caballos, se le ocurrió domar un potro. El animal salió al galope, empezó a soltar coces y acabó tirándolo del trineo. Lo llevaron a casa sin conocimiento, con un brazo dislocado y un golpe en el pecho. El viejo se asustó y mandó llamar a los mejores médicos de la ciudad, que prestaron al herido sus cuidados y prescribieron que guardara cama un mes entero. No sabía jugar a las cartas, los médicos le habían prohibido hablar y no podía leer, pues le resultaba incómodo sostener el libro con una sola mano. Al final, el propio Semión Matveich, acordándose de mis antiguas funciones, me envió al lado de su hijo en calidad de lectora. ¡Se iniciaron para mí unas horas inolvidables! Iba a la habitación de Mijail en cuanto terminaba de comer y me sentaba delante de una mesita redonda, al pie de una ventana con las cortinas corridas a medias. Era una pieza pequeña, situada al lado del salón, del que lo separaba la pared del fondo, con un amplio sofá de cuero estilo imperio, en cuyo respaldo alto y recto destacaban unos bajorrelieves dorados que representaban el cortejo de una boda en la Antigüedad. La pálida cabeza de Mijaiil, ligeramente echada hacia atrás, se giraba al punto en el almohadón y se volvía hacia mí. El enfermo esbozaba una sonrisa que iluminaba toda su cara, se apartaba con la mano los cabellos finos y húmedos y me decía en voz baja: “Hola, mi buenay fiel amiga”. Yo cogía un libro (en aquella época las novelas de Walter Scott gozaban de una enorme popularidad). Recuerdo con especial detalle la lectura de Ivanhoe. ¡Cómo vibraba y temblaba involuntariamente mi voz cuando reproducía las palabras de Rebeca! También por mis venas corría sangre judía. ¿Y acaso no se parecía mi destino al suyo? ¿No cuidaba yo, lo mismo que ella, a un ser querido que estaba enfermo? Cada vez que levantaba la vista de las páginas del libro y le miraba, me encontraba con sus ojos y con esa sonrisa suya, serena y luminosa. Hablábamos muy poco: la puerta del salón estaba constantemente abierta y siempre había alguien por allí. Pero cuando se apagaban las voces, yo dejaba de leer, sin saber muy bien por qué, ponía el libro sobre las rodillas y, sin moverme, me quedaba mirando a Mijafi, que también me miraba. Ambos nos sentíamos alegres, felices y algo avergonzados, y nos decíamos todo el uno al otro, sin necesidad de gestos ni palabras. ¡Ah, nuestros corazones iban al encuentro y se fundían, como se mezclan las aguas subterráneas, de modo invisible, silencioso… e irreparable!

—¿Sabe usted jugar al ajedrez o a las damas? —me preguntó una vez.

—Un poco al ajedrez —respondí yo.

—Estupendo. Diga que traigan un tablero y acerque la mesita.

Me senté al lado del sofá y sentí que mi corazón desfallecía de tal modo que no me atreví a mirarle. En cambio, cuando estaba sentada junto a la ventana, y entre nosotros se interponía toda la habitación, ¡con cuánta libertad le contemplaba!

Empecé a colocar las piezas. Mis dedos temblaban.

—La verdad es que… si he pedido todo esto, no es para jugar con usted —dijo en voz baja Mijafi, distribuyendo también las piezas por el tablero—, sino para tenerla más cerca.

No le respondí y, sin preguntar quién debía empezar, moví un peón. Mijail no hizo ninguna jugada. Lo miré. Alargando un poco la cabeza, todo pálido, me señaló la mano con una mirada suplicante…

No recuerdo si lo entendí, pero al punto la cabeza empezó a darme vueltas. Desconcertada, casi sin aliento, cogí la reina y la puse no sé dónde, al otro lado del tablero. Mijail se inclinó rápidamente y, atrapando mis dedos con sus labios y apretándolos contra el tablero, se puso a besarlos en silencio con avidez. Yo no podía ni quería retirarlos. Me tapé la cara con la otra mano y, aún puedo recordarlo, derramé una tras otra, sobre la mesita, unas lágrimas frías, llenas de felicidad. ¡Ah, cuánta felicidad había en esas lágrimas! Sabía, lo sentía con todo mi corazón, en poder de quién estaba mi mano… Sabía que no la retenía un muchacho llevado por un impulso momentáneo, ni un Don Juan, ni un Lovelace militar, sino el más noble y puro de los hombres… ¡Y me amaba!

—¡Ah, Susanna mía! —me dijo Mijail en un susurro—. Nunca permitiré que derrames otras lágrimas…

Se equivocaba… Ya lo creo que lo permitió.

Pero ¿qué sentido tiene detenerse en esos recuerdos?… ¡Sobre todo ahora!

Mijaiil y yo juramos que nos pertenecíamos el uno al otro. Él sabía que Semión Matveich nunca consentiría que se casase conmigo, y no me lo ocultó. Yo tampoco albergaba la menor duda, y me alegraba no de que Mijaiil no me engañase, pues era incapaz de algo así, sino de que él mismo no se hiciese ilusiones. Por lo demás, yo no le exigía nada, y le habría seguido a donde hubiera querido llevarme. “Serás mi esposa —me decía una y otra vez—. Yo no soy Ivanhoe y sé que no seré feliz con lady Rowena.” Mijaiil no tardó en restablecerse. Ya no podía ir a verle, pero todo estaba decidido entre nosotros. Yo solo pensaba en el porvenir. No veía nada a mi alrededor, como si navegara por un río espléndido, regular e impetuoso, rodeada de bruma. Pero nos observaban y nos vigilaban. Más de una vez percibí los ojos malignos de mi padrastro, oí sus repugnantes risas… Pero esos ojos y esa risa parecían surgir también de la bruma, y no duraban más de un instante. Me estremecía, pero en seguida lo olvidaba todo y de nuevo me dejaba arrastrar por ese río espléndido e impetuoso.

La víspera del día convenido entre nosotros para la partida de Mijail (debía regresar en secreto y llevarme con él), recibí una nota suya de manos de su fiel ayuda de cámara en la que me citaba a las nueve y media de la noche en la sala de billar de verano, una habitación espaciosa, de techo bajo, agregada al edificio principal por el lado del jardín. Me decía que deseaba discutir conmigo los últimos detalles del proyecto. Ya habíamos celebrado dos entrevistas en esa sala. Yo tenía la llave de la puerta. En cuanto dieron las nueve y media, me eché un corpiño sobre los hombros, salí del pabellón sin hacer ruido y, caminando sobre la nieve, que crujía bajo mis pies, llegué sin incidentes al lugar de la cita. La luna, envuelta en una tenue neblina, se alzaba como una mancha opaca por encima del caballete del tejado, y el viento silbaba con fuerza tras la esquina de la casa. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero acerté a introducir la llave en la cerradura. Entré en la habitación, cerré la puerta detrás de mí y me volví. Una silueta oscura se separó de una de las paredes, dio un par de pasos y se detuvo…

—Mijail —susurré yo.

—Mijail está encerrado bajo llave por orden mía. ¡Soy yo! —me respondió una voz que me desgarró el corazón.

¡Ante mí estaba Semión Matveich!

Quise echar a correr, pero él me sujetó por un brazo.

—¿Adónde vas, muchacha del demonio? —dijo con una voz sibilante—. Ya que te atreves a acudir a entrevistas con jóvenes idiotas, ten el valor de responderme.

Estaba muerta de miedo, pero seguía pugnando por ganar la puerta… ¡En vano! Los dedos de Semión Matveich me sujetaban como garfios de hierro.

—¡Suélteme, suélteme! —supliqué por fin.

—¡Te estoy diciendo que no te muevas!

Semión Matveich me obligó a sentarme. En esa semipenumbra no podía distinguir su rostro. Me aparté de él, pero seguía oyendo su trabajosa respiración y su rechinar de dientes. No era espanto ni desesperación lo que sentía, sino una suerte de desatinada extrañeza. Así debe de agonizar un pájaro, atrapado entre las garras de un halcón. Por lo demás, la mano con la que me asía con fuerza me apretaba como la pata de una bestia…

—¡Ajá! —repetía—. ¡Ajá! Fíjate… Adónde hemos llegado… ¡Espera un poco!

Intenté levantarme, pero me sacudió con tal violencia que estuve a punto de gritar de dolor y solté una retahíla de injurias, ofensas y amenazas…

—Mijafi, Mijafi, ¿dónde estás? ¡Sálvame! —gemía.

Semión Matveich volvió a sacudirme. Esta vez no me contuve… y grité.

Por lo visto, eso le impresionó. Se calmó un poco y me soltó el brazo, pero se quedó donde estaba, a dos pasos de distancia, entre la puerta y yo.

Pasaron varios minutos. Yo no me movía. Él seguía respirando con dificultad.

—Quédese ahí tranquila —dijo por fin— y responda a mis preguntas. Demuéstreme que no ha perdido por completo su sentido de la digni dad y que aún es capaz de escuchar la voz de la razón. Puedo perdonar un arrebato, pero no la obstinación empedernida. Mi hijo… —en ese punto contuvo la respiración—, Mijail Semiónich, le ha prometido casarse con usted, ¿no es verdad? ¡Contésteme! ¿Se lo ha prometido? ¿Eh?

Naturalmente no respondí palabra.

Semión Matveich estuvo a punto de montar en cólera una vez más.

—Interpreto su silencio como una señal de asentimiento —prosiguió, al cabo de unos instantes—. Así pues, ¿había pensado usted convertirse en mi nuera? ¡Estupendo! Pero, dejando aparte que usted ya no es una niña de catorce años y debería saber que los jóvenes alelados no escatiman las promesas más absurdas con tal de alcanzar sus fines, dejando aparte… pero ¿cómo podía usted albergar la sospecha de que yo, Semión Matveich Koltovski, noble de pura cepa, iba a dar mi consentimiento a semejante matrimonio? ¿O pensaban ustedes prescindir de la bendición paterna?… Querían huir, casarse en secreto, y luego volver, interpretar una comedia y arrojarse a mis pies con la esperanza de que el viejo se ablandara… ¡Respóndame de una vez, demonios!

Me contenté con agachar la cabeza. Podía matarme, pero no me sacaría una palabra.

Se puso a pasear arriba y abajo.

—Bueno, escúcheme —empezó de nuevo con voz más tranquila—. No piense usted… no se imagine… Me doy cuenta de que con usted hay que hablar de otra manera. Escuche: comprendo su situación. Está usted asustada, perdida… Le ruego que recapacite. En estos momentos debo de parecerle un monstruo… un tirano. Pero, póngase en mi lugar: ¿cómo no iba a indignarme y a decir alguna palabra de más? En cualquier caso, le he demostrado que no soy un monstruo, que tengo corazón. Recuerde cómo me he comportado con usted después de mi llegada y más tarde… hasta estos últimos tiempos… hasta la enfermedad de Mijail Semiónich. No pretendo jactarme de mis buenas obras, pero creo que un simple sentimiento de gratitud debería haberla apartado del resbaladizo camino por el que se ha internado usted.

De nuevo Semión Matveich se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. Luego se detuvo y me dio una palmadita en el brazo, en ese mismo brazo que aún se resentía de sus tirones y violencias, y que conservaría durante mucho tiempo unas marcas azules.

—Sí, así es… —prosiguió—. Tenemos un temperamento exaltado. No queremos pararnos a reflexionar, no acabamos de entender en qué consiste nuestro interés y dónde debemos buscarlo. ¿Quiere usted saber dónde se encuentra ese interés? No necesita ir muy lejos… Lo tiene al alcance de la mano. Aquí mismo. En mi calidad de padre y cabeza de familia debía actuar con severidad. Era mi obligación. Pero al mismo tiempo soy un ser humano, como usted bien sabe. Comprenderá que, en mi condición de hombre práctico, no puedo admitir tonterías y me veo obligado a desterrar toda suerte de esperanzas insensatas, porque ¿a qué conducen? No voy a referirme a la inmoralidad de su comportamiento. Usted misma se dará cuenta cuando recapacite. Pero, puedo decir sin jactancia, que no voy a contentarme con lo que ya he hecho por usted. Siempre he estado dispuesto, y aún lo estoy, a apuntalar y asegurar su bienestar, a que no tenga usted que preocuparse de nada, porque soy consciente de su valía y hago justicia a su talento, su inteligencia y, en fin… —al pronunciar esas últimas palabras Semión Matveich se inclinó ligeramente sobre mí— tiene usted unos ojos que, debo confesarlo… aunque soy viejo, no puedo contemplar con indiferencia… Ya sé que es difícil… muy difícil.

Al oír esas palabras me quedé helada. Apenas podía creer a mis propios oídos. En un primer instante me pareció que Semión Matveich quería comprar mi renuncia a Mijáil, darme una “indemnización”… ¡Pero esas palabras! Mis ojos empezaban a habituarse a la oscuridad, así que pude distinguir a Semión Matveich, que seguía pasando por delante de mí con pasos menudos y su sonriente cara de viejo.

—Bueno, ¿qué dice? —preguntó por fin—. ¿Le gusta mi proposición?

—¿Proposición…? —repetí yo involuntariamente, porque no acababa de entender.

Semión Matveich se echó a reír. Sí, dejó escapar esa risita aguda y repugnante.

—¡Desde luego! —exclamó—. Todas las mocitas… —rectificó—. Todas las señoritas, las señoritas, no sueñan más que con una cosa: ¡conocer a algún muchacho! ¡No pueden vivir sin amor! Ya lo creo. ¡Para qué hablar! ¡La juventud es algo maravilloso! Pero ¿es que solo saben amar los jóvenes?… Algunos viejos tienen el corazón aún más ardiente. ¡Y cuando un viejo se enamora, se mantiene firme como una roca! ¡Nada puede cambiar ya ese sentimiento! No puede decirse lo mismo de esos ganapanes imberbes, que solo tienen viento en la cabeza. ¡Sí, sí, no hay que desdeñar a los viejos! ¡Pueden hacer muchas cosas! ¡Pero hay que saber tratarlos! ¡Sí, sí! También los viejos saben prodigar caricias, ji, ji, ji… —Semión Matveich volvió a reírse—. Pero permítame… Deme la mano… para hacer una prueba. Solo… para hacer una prueba…

Salté de la silla y le di un empujón en el pecho con todas mis fuerzas. Él retrocedió, emitió un grito lastimoso, como si se hubiera asustado, y estuvo a punto de perder el equilibrio. No encuentro palabras para describir hasta qué punto me pareció repugnante y vil. Cualquier atisbo de temor desapareció de pronto.

—Váyase de aquí, viejo asqueroso —me salió de lo más hondo del pecho—. ¡Váyase, señor Koltovski, noble de pura cepa! Mi sangre es la misma que la suya, sangre de los Koltovski, y puedo asegurarle que maldigo el día y la hora en que empezó a correr por mis venas.

—¿Qué…? ¿Qué dice…? ¿Qué…? —balbució Semión Matveich, con la respiración entrecortada—. ¿Cómo se atreve…? En el momento mismo en que la encuentro… Cuando ibas a reunirte con Mijafi, ¿eh?, ¿eh?, ¿eh?

Pero ya no era capaz de contenerme. Una especie de rencor desesperado se había apoderado de mí.

—Y usted, usted, el hermano… de su hermano, ¿se ha atrevido, ha pretendido…? ¿Por quién me ha tomado? ¿Acaso está usted tan ciego que no ha reparado en la repugnancia que desde hace tiempo su persona despierta en mí? ¡Ha osado usted emplear la palabra “proposición”…! Desaparezca de mi vista inmediatamente.

Me dirigí a la puerta.

—¡Vaya, vaya! ¡Mira lo que suelta cuando se decide a hablar! —chilló Semión Matveich, lleno de rabia, aunque sin atreverse a acercarse—. ¡Espera un poco! ¡Señor Ratch! ¡Iván Demiánich! ¡Haga el favor de venir aquí!

La puerta que había en la pared de enfrente se abrió de par en par y apareció mi padrastro, trayendo un candelabro encendido en cada mano. En su rostro redondo y colorado, iluminado a ambos lados por las velas, resplandecía el triunfo de la venganza satisfecha, la alegría del lacayo que ha servido bien a su señor… ¡Ah, esos repugnantes ojos blancos! ¡Cuándo dejaré de verlos!

—Haga el favor de llevarse a esta muchacha —exclamó Semión Matveich, dirigiéndose a mi padrastro y señalándome con un gesto imperioso de su mano temblorosa—. Llévesela a su casa y enciérrela bajo llave… de tal manera… que quede totalmente incomunicada, que no pueda llegar hasta ella ni una mosca. ¡Ya le daré nuevas órdenes más adelante! ¡Y si es necesario, condene las ventanas! ¡Responde usted de ella con su cabeza!

El señor Ratch depositó los candelabros en la mesa de billar, hizo una profunda reverencia delante de Semión Matveich y, contoneándose ligeramente, se me acercó con una sonrisa maligna. Supongo que así se aproximará un gato a un ratón que no tiene ninguna escapatoria. Todo mi valor me abandonó de pronto. Sabía que ese hombre era capaz… hasta de pegarme. Y me estremecí. ¡Sí! ¡Ah, qué vergüenza, qué bochorno! ¡Me estremecí!

—Bueno, señorita —dijo el señor Ratch—. Tenga la amabilidad de ponerse en camino.

Sin apresurarse, me cogió del brazo por encima del codo… Sabía que no iba a oponer la menor resistencia. Yo misma di unos pasos hacia la puerta. En ese momento solo pensaba en una cosa: perder de vista cuanto antes a Semión Matveich.

Pero el repulsivo anciano echó a andar detrás de nosotros. Entonces Ratch me detuvo y me hizo volver la cara hacia su patrón.

—¡Ah! —gritó éste, blandiendo el puño—. ¡Ah! ¡Así que soy el hermano… de mi hermano! ¿Conque lazos de sangre, eh? Pero con un primo, un primo carnal, puede uno casarse, ¿eh? ¡Llévesela! —añadió, dirigiéndose a mi padrastro—. Y recuerde: ¡no le quite el ojo de encima! Si alguien consiguiera comunicarle una sola palabra, no habría castigo suficiente… ¡Llévesela!

El señor Ratch me condujo a mi habitación. Mientras atravesábamos el patio no me dijo nada, contentándose con reír para su barba, sin hacer ruido. Cerró los postigos y la puerta; luego, alejándose unos pasos, me hizo una profunda reverencia, como la que había hecho delante de Semión Matveich, y estalló en una carcajada estruendosa y triunfante. “Buenas noches, princesa Melikitrisa —gimió con un hilo de voz—. ¡No has atrapado al príncipe Mitrofán! ¡Qué pena! ¡La idea no estaba mal del todo! Pero que te sirva de lección para el futuro: ¡no se debe mantener correspondencia! ¡Jo, jo, jo! En cualquier caso, ¡qué bien ha acabado todo! —salió de la habitación, pero de pronto volvió a asomar la cabeza—. ¿Qué? ¿Ve usted cómo no he olvidado lo mío? ¿Eh? ¿He cumplido mi palabra o no? ¡Jo, jo!” La llave rechinó en la cerradura. Por fin pude respirar libremente. Temía que me atara las manos… pero no, me las dejó libres. Arranqué en el acto el cordón de seda de mi bata, hice un nudo corredizo y lo acerqué al cuello, pero al momento lo arrojé lejos. “No os daré ese gusto”, dije en voz alta. En efecto, ¿a qué venía esa locura? ¿Cómo podía disponer de mi vida sin que Mijail supiera nada, cuando se la había consagrado por entero? “¡No, malditos! ¡No! ¡Aún no habéis ganado la partida! Él me salvará, me arrancará de este infierno… ¡Él, mi Mijaffi”

Pero en ese momento me acordé de que estaba encerrado, igual que yo. Me arrojé de bruces sobre la cama y estallé en sollozos… Solo la idea de que mi verdugo tal vez estuviera al otro lado de la puerta, escuchando complacido, hizo que me tragara las lágrimas…

Estoy fatigada. Llevo escribiendo desde la mañana, y ya ha caído la tarde. Si me apartara por un instante de esta hoja de papel, ya no sería capaz de retomar mi tarea… ¡Acabemos, acabemos de una vez! Además, detenerme en los horrores que siguieron a esa jornada terrible se me antoja superior a mis fuerzas.

Al día siguiente me trasladaron en un trineo cerrado a una isba apartada, utilizada por la servidumbre, donde, rodeada de campesinos que me vigilaban, me tuvieron encerrada seis semanas enteras. No estaba sola ni un minuto. Más tarde me enteré de que mi padrastro, desde la llegada de Mijaiil, había mandado que nos espiaran y había comprado al criado que me entregó la carta de Mijaiil. También supe que a la mañana siguiente se había desarrollado una escena desagradable y terrible entre éste y su padre. El padre lo maldijo. Mijaiil, por su parte, juró que jamás volvería a poner los pies en la casa paterna y partió para San Petersburgo. Pero el golpe que mi padrastro me había asestado repercutió también en su propio destino. Semión Matveich le anunció que no podía quedarse en el campo y seguir ocupándose de la administración de la hacienda. Por lo visto, no podía perdonar ese celo mal encauzado; además había que encontrar un culpable para el escándalo que se había producido. En cualquier caso, Semión Matveich recompensó con creces al señor Ratch. Le proporcionó medios para que se trasladara a Moscú y se estableciera allí. Antes de la partida, me llevaron de vuelta al pabellón, pero siguieron teniéndome bajo la más estricta vigilancia. La pérdida de ese “acogedor rinconcito”, del que se veía privado “por culpa mía”, aumentó la inquina de mi padrastro hacia mí.

—¿A quién pensaba usted dejar con la boca abierta? —decía, resoplando casi de ira—. El viejo, como es natural, se acaloró, tomó una decisión apresurada y metió la pata. Es evidente que ha sufrido en su amor propio y ya no hay modo de arreglar la situación. Si lo hubiera dejado correr un par de días, todo habría ido sobre ruedas. Usted no estaría ahora a pan seco y yo seguiría en mi puesto. Pero ya se sabe: las mujeres tienen los cabellos largos y las ideas cortas. Bueno, dejémoslo. Al final me saldré con la mía, y el pájaro ese —se refería a Mijafi— ¡me las pagará!

Naturalmente, yo tenía que soportar en silencio todas esas ofensas. A Semión Matveich no volví a verlo. La partida de su hijo también le había trastornado. Puede que se arrepintiera o, lo que es más probable, que quisiera atarme para siempre a mi casa y a mi familia —¡a mi familia!—, pero el caso es que me asignó una pensión que debía pasar por manos de mi padrastro y que no dejaría de percibir hasta que me casara… Esa humillante limosna, esa pensión, sigo recibiéndola hasta la fecha… es decir, el señor Ratch la recibe en mi nombre.

Nos instalamos en Moscú. Juro por la memoria de mi pobre madre que, una vez en la ciudad, no me habría quedado dos días, ni dos horas siquiera, en compañía de mi padrastro. Me habría marchado a cualquier sitio… Habría acudido a la policía, me habría arrojado a los pies del gobernador general, de algún senador; no sé lo que habría hecho si en el instante mismo de nuestra partida mi antigua doncella no hubiera conseguido entregarme una carta de Mijaiil. ¡Ah, esa carta! ¡Cuántas veces habré leído cada uno de sus renglones, cuántas veces la habré cubierto de besos! Mijail me suplicaba que no desfalleciera, que tuviera esperanzas, que estuviera segura de su amor inalterable. Me juraba que nunca sería de nadie que no fuera yo, me llamaba su esposa, me prometía apartar todos los obstáculos, me pintaba el cuadro de nuestro futuro y me rogaba una sola cosa: que tuviera paciencia, que esperara un poco… Y yo decidí esperar, armarme de paciencia. ¡Ah, qué no habría aceptado, qué no habría soportado con tal de cumplir su voluntad! Esa carta se convirtió para mí en una reliquia, en mi norte y áncora de salvación. Cuando mi padrastro empezaba a hacerme reproches y a ofenderme, me llevaba en silencio la mano al pecho (había cosido la carta de Mijail a un escapulario) y me limitaba a sonreír. Y cuanto más despotricaba y se enfurecía el señor Ratch, más aliviada y sosegada me sentía… Finalmente me di cuenta, por su manera de mirarme, de que empezaba a preguntarse si me habría vuelto loca. Después de esa primera carta llegó una segunda, aún más llena de esperanzas. Me hablaba de una próxima entrevista.

Ah, en lugar de esa entrevista llegó una mañana… Vi que el señor Ratch entraba en mi habitación, otra vez con esa expresión de solemnidad, de maligna solemnidad. Llevaba en las manos un número de El Inválido en el que se anunciaba la muerte del capitán de caballería de la Guardia Mijail Koltovski… Lo habían excluido de las listas.

¿Qué más puedo añadir? Seguí viviendo en casa del señor Ratch, que me odiaba como antes, o incluso más. Había desvelado en demasía, delante de mí, su alma negra, y no podía perdonármelo. Pero me daba igual. En cierto modo, me volví insensible. Mi propio destino ya no me importaba. ¡Acordarme de él, acordarme de él! No conocía otra ocupación ni otras alegrías. Mi pobre Mijail había muerto con mi nombre en sus labios… Me lo dijo un criado fiel que le había acompañado a la hacienda. Ese mismo año mi padrastro se casó con Eleonora Kárpovna. Poco después falleció también Semión Matveich, no sin antes confirmar y aumentar en su testamento la pensión que me había asignado. En caso de que yo muriera, ese dinero debía pasar al señor Ratch.

Transcurrieron dos, tres años… y luego seis, siete… La vida pasaba, huía… Yyo no hacía más que contemplar cómo se marchaba. Así, en la infancia, construimos a la orilla de un arroyo un pequeño estanque con arena, levantamos un dique y tratamos por todos los medios de que el agua no penetre, de que no se abra paso. Pero de todos modos acaba irrumpiendo; entonces abandonamos nuestros esfuerzos y nos quedamos contemplando alegremente cómo la corriente se lleva hasta el último vestigio de nuestra labor…

Así era mi existencia, así era mi vida, hasta que al fin un nuevo e inesperado rayo de luz y de calor…

 

Con esas palabras concluía el manuscrito. Las últimas páginas habían sido arrancadas y los pocos renglones que terminaban la frase estaban tachados y emborronados de tinta.

 

XVIII

 

La profunda impresión que me causó la lectura de ese cuaderno y la intensa emoción suscitada por la visita de Susanna me impidieron pegar ojo en toda la noche. A primera hora de la mañana envié en la estafeta de correos una carta a Fústov en la que le conminaba a que regresara a Moscú lo antes posible, ya que su ausencia podía tener consecuencias fatales. También me referí a la entrevista con Susanna y al cuaderno que me había confiado. Una vez expedida la carta, volví a casa y no salí en todo el día. No dejaba de pensar en lo que estaría pasando en casa de los Ratch, pero no me decidí a ir allí en persona. En cualquier caso, observé que mi tía estaba muy inquieta: casi a cada momento daba orden de que sahumaran las habitaciones e intentaba hacer el solitario llamado “El viajero”, famoso porque no había manera de acabarlo. La visita de una dama desconocida, y además a una hora tan tardía, no le había pasado inadvertida. Su imaginación se representó al punto un abismo insondable, a cuyo borde me encontraba yo. Se pasaba todo el tiempo suspirando, profiriendo exclamaciones y pronunciando en voz baja sentencias en francés, subrayadas por su propia mano en un libro manuscrito que llevaba el título de Extraits de lectures. Por la tarde me encontré en mi mesita de noche un ejemplar de la obra de De Gérandot, abierta en el capítulo: “De la influencia perniciosa de las pasiones”. Ni que decir tiene que habían llevado esa obra a mi cuarto por indicación de mi tía. Se había encargado de tal menester la mayor de sus damas de compañía, a la que todo el mundo en la casa llamaba Amishka, por su parecido con un pequeño caniche de ese nombre, señorita bastante sentimental y hasta romántica, aunque ya de edad madura. Pasé la jornada siguiente esperando angustiado la llegada de Fústov, o al menos una carta suya, o cualquier novedad de la casa de Ratch… aunque no había ninguna razón para que me pusieran al corriente de sus vicisitudes. Es de suponer que Susanna esperase una visita mía. Pero no me sentía con fuerzas para volver a verla antes de haber hablado con Fústov. Repasé en mi memoria todas las expresiones de la carta que había enviado a mi amigo. Y me pareció que eran bastante enérgicas. Por fin apareció, a última hora de la tarde.

 

XIX

 

Entró en mi habitación con su habitual celeridad, pero sin apresuramiento. Su rostro se me antojó pálido, con huellas del cansancio del viaje. Tenía una expresión de incredulidad, curiosidad y descontento, sentimientos poco corrientes en él. Corrí a su encuentro, lo abracé, le di las gracias efusivamente por haberme escuchado y, después de relatarle a grandes rasgos mi conversación con Susanna, le entregué el cuaderno. Él se acercó a la ventana, a esa misma ventana en la que se había apoyado Susanna dos días antes, y, sin pronunciar palabra, se puso a leer. Me retiré inmediatamente al rincón opuesto de la habitación y cogí un libro por hacer algo; pero reconozco que no hacía más que mirar a hurtadillas a Fústov por encima de las tapas. Al principio leyó con bastante serenidad, pellizcándose las guías del bigote con la mano izquierda; luego dejó caer la mano, se inclinó hacia delante y ya no se movió más. Con la boca ligeramente entreabierta, devoraba un renglón tras otro. Cuando terminó de leer el cuaderno, le dio la vuelta, se quedó mirando a su alrededor con aire pensativo y a continuación retomó la lectura, recorriéndolo de principio a fin por segunda vez. Después se incorporó, se metió el cuaderno en el bolsillo e hizo intención de dirigirse a la puerta, pero al final volvió sobre sus pasos y se detuvo en medio de la habitación.

—Y bien ¿qué te parece? —le pregunté, sin esperar a que abriera la boca.

—Me siento culpable ante ella —respondió Fústov con voz sorda—. He actuado… sin reflexionar, de una manera imperdonable y bárbara. He concedido crédito a ese… Víktor.

—¡Cómo! —exclamé yo—. ¿A ese mismo Víktor a quien tanto desprecias? ¿Y qué es lo que te dijo?

Fústov cruzó los brazos y se volvió de lado. Me di cuenta de que estaba avergonzado.

—¿Te acuerdas de que ese… Víktor —dijo no sin cierto esfuerzo— se refirió a una pensión? Esa malhadada palabra se me quedó grabada en la cabeza, y ha sido la causa de todo. Empecé a hacerle preguntas… Y él entonces…

—¿Qué?

—Me dijo que ese anciano… ¿cómo se llamaba? Koltovski, le había asignado una pensión a Susanna por… porque… bueno, en una pala bra, a modo de recompensa.

Levanté los brazos en señal de asombro.

—¿Y tú le creíste?

Fústov bajó la cabeza.

—¡Sí! Le creí… También me dijo que con el hijo… En definitiva, mi modo de proceder no tiene justificación.

—¿Te marchaste para cortar toda relación?

—Sí, es el mejor procedimiento… en tales casos. Mi comportamiento ha sido bárbaro, bárbaro —repitió.

Ambos guardamos silencio. Cada uno de nosotros era consciente de que el otro estaba avergonzado. Pero mi situación era mejor que la suya: no era de mí mismo de quien estaba avergonzado.

 

XX

 

—Si no fuera consciente de que la culpa es mía —continuó Fústov, apretando los dientes— en este mismo instante le rompería todos los huesos a ese Víktor. Ahora entiendo por qué han montado toda esta historia: si me casaba con Susanna, se quedaban sin la pensión… ¡Canallas!

Le cogí la mano.

Aleksandr —le pregunté—, ¿has ido a verla?

—No, he venido directamente a tu casa. Iré mañana… Mañana temprano. Esto no va a quedar así. ¡Por nada del mundo!

—Pero… ¿estás enamorado, Aleksandr?

Fústov pareció ofenderse.

—Por supuesto. Estoy muy unido a ella.

—¡Es una muchacha honrada y maravillosa! —exclamé yo.

Fústov pateó el suelo con impaciencia.

—Pero ¿qué es lo que te figuras? Estaba dispuesto a casarme con ella. Ha sido bautizada. Todavía hoy estoy decidido a dar ese paso. Lo tenía ya todo pensado, aunque es un poco mayor que yo.

En ese momento me pareció de pronto que una pálida figura de mujer, con la cabeza apoyada en las manos, se reclinaba contra la ventana. Aunque las velas estaban encendidas, en la pieza reinaba la oscuridad. Me estremecí y agucé la mirada, pero, naturalmente, no vi nada en el alféizar. En cualquier caso, un sentimiento extraño, mezcla de horror, tristeza y pesar se apoderó de mí.

—¡Aleksandr! —exclamé, presa de un arrebato repentino—. ¡Te ruego, te suplico, que vayas ahora mismo a casa de los Ratch! ¡No lo dejes para mañana! ¡Una voz interior me dice que debes ir hoy sin falta a ver a Susanna!

Fústov se encogió de hombros.

—Pero ¡qué dices! Ya son las once y probablemente estarán todos durmiendo.

—Da igual… ¡Ve, por el amor de Dios! Tengo un presentimiento. ¡Por favor, hazme caso! Coge ahora mismo un coche.

—¡Qué bobada! —replicó Fústov con frialdad—. ¿A santo de qué voy a presentarme ahora allí? Iré mañana por la mañana y entonces se aclarará todo.

—Pero, Aleksandr, recuerda lo que dijo: que se moriría, que no la encontrarías con vida… ¡Y si hubieras visto qué cara tenía! Imagínate lo que le habrá costado venir a mi casa…

—Es muy dada a los arrebatos —dijo Fústov, quien, por lo visto, había recobrado el dominio de sí mismo—. Todas las muchachas son así… al principio. Te repito que mañana se aclarará todo. Y ahora adiós. Estoy cansado y tú también tienes que dormir.

Cogió la gorra y salió de la habitación.

—Pero prométeme venir aquí en seguida y contármelo todo —le grité antes de que desapareciera.

—Te lo prometo… Adiós.

Me metí en la cama, pero tenía el corazón inquieto y estaba irritado con mi amigo. Cuando, al cabo de largas horas, me quedé dormido, soñé que vagaba con Susanna por unos húmedos corredores subterráneos y que descendía por unas escaleras empinadas y estrechas. Cada vez nos íbamos hundiendo más, aunque anhelábamos subir, salir al aire libre, y, durante todo ese tiempo, alguien nos llamaba sin cesar con una voz monótona y quejumbrosa.

 

XXI

 

Alguien posó la mano en mi hombro y me sacudió varias veces… Abrí los ojos y, a la débil luz de una sola vela, vi delante de mí a Fústov. Su aspecto me asustó. Se tambaleaba, su rostro estaba amarillento, casi del mismo color que su pelo, tenía el labio inferior caído y sus ojos empañados miraban a un lado con expresión embotada. ¿Qué había pasado con su mirada, siempre acariciante y afectuosa? Yo tenía un primo al que la epilepsia había vuelto idiota. En ese momento Fústov se parecía a él.

Me incorporé con premura.

—¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? ¡Señor!

No me contestó.

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¡Fústov, habla! ¿Y Susanna…?

Fústov se estremeció ligeramente.

—Ella… —dijo con voz ronca, y se calló.

—¿Qué le ha pasado? ¿La has visto?

Me miró fijamente.

—¡Ya no existe!

—¿Cómo dices?

—Ya no existe. Ha muerto.

Me levanté de un salto.

—¿Cómo es posible? ¿Susanna? ¿Muerta?

Fústov volvió a desviar la mirada.

—Sí, ha muerto. A medianoche.

“Ha perdido la razón”, se me pasó por la cabeza.

—¡A medianoche! Pero ¿qué hora es?

—Las ocho de la mañana. Enviaron a alguien para que me lo comunicara. La entierran mañana.

Le cogí la mano.

Aleksandr, ¿no deliras? ¿Estás en tu sano juicio?

—Sí —respondió—. En cuanto lo he sabido, he venido a verte.

El dolor me paralizó el corazón, como sucede cuando nos convencemos de que la desgracia que nos ha sobrevenido es irreparable.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Muerta! —repetía yo—. ¿Cómo es posible? ¡Y tan de repente! ¿No se habrá quitado ella misma la vida?

—No lo sé —profirió Fústov—. No sé nada. Solo me han dicho que ha fallecido a medianoche y que la entierran mañana.

“A medianoche —pensé yo—. Probablemente estaba viva anoche, cuando me pareció verla en la ventana, cuando le supliqué que fuese corriendo a su lado…”

—Estaba todavía viva ayer, cuando me pediste que fuera a casa de Iván Demiánich dijo Fústov, como si hubiese adivinado mi pensamiento.

“¡Qué poco la conocía! —proseguí con mis reflexiones—. ¡Qué poco la conocíamos ambos! Muy dada a los arrebatos, decía, todas las muchachas son así… Y en ese mismo instante es probable que se estuviera llevando a los labios… ¿Cómo se puede amar a alguien y equivocarse tanto?”

Fústov seguía inmóvil delante de mi cama, con los brazos caídos, como si se sintiera culpable.

 

XXII

 

Me vestí a toda prisa.

—¿Qué piensas hacer ahora, Aleksandr? —pregunté.

Él me miró con perplejidad, como sorprendido de la incongruencia de mi pregunta. Y en efecto, ¿qué podía hacer?

—En cualquier caso, no puedes dejar de ir a su casa —le dije—. Tienes que enterarte de lo que ha sucedido. Hasta es posible que nos encontremos ante un crimen encubierto. Esa gente es capaz de todo. Hay que aclarar todo el asunto. Recuerda lo que estaba escrito en su cuaderno: si se casa ba, dejaba de percibir la pensión; y, en caso de muerte, ésta pasaba al señor Ratch. De todos modos, es preciso rendir al cadáver los últimos honores.

Le hablaba a Fústov como si fuese su mentor o su hermano mayor. En medio de ese horror, de esa pena, de esa sorpresa, me dominó de pronto un involuntario sentimiento de superioridad sobre mi amigo. ¿Acaso porque lo veía abatido, extraviado, aniquilado por la conciencia de su falta? ¿O porque, cuando la desgracia golpea a un hombre, casi siempre lo humilla y lo rebaja en la opinión de los demás? (“¡No debes de valer mucho, cuando no has sabido afrontar esa situación!”, piensan.) ¡Solo Dios lo sabe! El caso es que Fústov se me antojaba un niño pequeño, me daba pena y al mismo tiempo comprendía la necesidad de tratarlo con severidad. Le tendía la mano, pero con altanería. Solo la piedad femenina se muestra más comprensiva.

Pero Fústov seguía mirándome con aire ausente y desidia. Por lo visto, mi autoridad no ejercía ninguna influencia sobre él. Cuando le repetí por segunda vez que tenía que ir a la casa, me respondió:

—No, no iré.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Es que no quieres enterarte, averiguar lo que ha pasado? Tal vez haya dejado una carta… algún documento… ¡Haz el favor!

Fústov sacudió la cabeza.

—No puedo ir allí —profirió—. He venido a pedirte… que vayas en mi lugar… Yo no puedo… no puedo.

De pronto se sentó a la mesa, se cubrió la cara con las manos y estalló en amargos sollozos.

—¡Ah, ah! —repetía a través de las lágrimas—. Ah, pobre… pobrecita… yo… la quería… ¡Ah, ah!

Yo estaba a su lado, pero debo reconocer que sus sollozos incontestablemente sinceros no despertaban en mí ninguna compasión. Lo único que me sorprendía era que Fústov pudiera llorar así. En ese momento se me antojó un ser insignificante y llegué a la conclusión de que yo, en su lugar, habría actuado de manera bien distinta. ¡Lo que son las cosas! Si Fústov se hubiera comportado con total tranquilidad, es probable que lo hubiera odiado o hubiera sentido repugnancia, pero mi opinión sobre él no habría sufrido ningún menoscabo. Habría conservado su prestigio. ¡Donjuan seguiría siendo Donjuan! Solo muy tarde en la vida, y después de muchas pruebas, el hombre aprende a compadecerse de una debilidad real o una flaqueza de un semejante, y a hacerlo no con una secreta complacencia en su propia fuerza y virtud, sino con humildad y el íntimo convencimiento de que la culpa es, por naturaleza, casi inevitable.

 

XXIII

 

Me había mostrado muy valiente y decidido enviando a Fústov a casa de los Ratch, pero cuando yo mismo me dirigí allí a eso de las doce (Fústov se negó en redondo a acompañarme y solo me pidió que le ofreciera una descripción detallada de todo), cuando, al doblar la esquina del callejón, vislumbré desde lejos la casa, con la mancha amarillenta de la vela funeraria en una de las ventanas, un indecible horror me cortó la respiración, y de buena gana habría vuelto sobre mis pasos. No obstante, me dominé y entré en el recibidor, impregnado del olor del incienso y de la cera. La tapa rosada del ataúd, guarnecida de aplicaciones de plata, se alzaba en un rincón, apoyada contra la pared. De una de las habitaciones contiguas, en concreto del comedor, llegaba la monótona salmodia del pope, que recordaba el zumbido de un abejorro. Por la puerta del salón asomó el rostro adormilado de una sirvienta, que me dijo en voz baja: “¿Quiere darle el último adiós?”, y a continuación me señaló la puerta del comedor. Pasé al interior. Habían colocado a la muerta con la cabeza hacia la puerta. Lo primero que me saltó a la vista fueron los cabellos morenos de Susanna, recogidos bajo una corona blanca que descansaba en un cojín con los flecos levantados. Entré de costado, me santigüé, hice una profunda reverencia y me quedé mirando. ¡Dios mío, qué aspecto tan lastimoso! ¡Desdichada! Ni siquiera la muerte se había compadecido de ella. No le había comunicado, no digo ya belleza, sino al menos esa serenidad conmovida y conmovedora que tan a menudo se graba en las facciones de los difuntos. El rostro menudo de Susanna, oscuro, casi marrón, recordaba el semblante de los santos de los iconos antiguos. ¡Y qué expresión la de aquella cara! Parecía como si se aprestara a lanzar un grito desesperado y hubiera muerto antes de proferir un solo sonido… Ni siquiera la pequeña arruga entre las cejas se había borrado, y los dedos estaban encogidos y engarabitados. Involuntariamente aparté los ojos, pero al cabo de un instante me la quedé mirando atentamente durante largo rato. Me embargó el corazón un sentimiento de lástima, y de algo más que lástima. “Esa muchacha ha fallecido de muerte violenta —me dije—. No cabe duda.” Mientras contemplaba a la difunta, el sacristán, que al entrar yo elevó la voz y pronunció algunos sonidos articulados, volvió a su salmodia y bostezó un par de veces. Volví a hacer una profunda reverencia y salí al recibidor. En el umbral del salón me esperaba ya el señor Ratch, vestido con una abigarrada bata de Bujará. Me hizo un gesto con la mano y me condujo a su despacho, al que me dan ganas de llamar madriguera. Ese despacho, sombrío y angosto, impregnado del olor ácido del hule, despertaba en la imaginación la comparación con el escondrijo de un lobo o de un zorro.

 

XXIV

 

—¡Una ruptura! Una ruptura de esos tegumentos… de esas membranas… Sabe usted… las membranas —dijo el señor Ratch en cuanto cerró la puerta—. ¡Qué desgracia! Ayer por la noche era imposible sospechar nada y de pronto: ¡r-r-r-ras! ¡Crac! ¡Se rompió en dos pedazos! ¡Y se acabó! Como suele decirse: Heute roth, morgen todt. La verdad es que lo estábamos esperando: yo lo veía venir desde que en Tambov, el médico del regimiento, Vikenti Kazímirovich Galimbovski… Seguro que ha oído usted hablar de él… ¡un excelente facultativo, un especialista!

—Es la primera vez que oigo su nombre —observé yo.

—Bueno, da igual —prosiguió el señor Ratch, primero en voz baja, luego cada vez más alto, y, para gran sorpresa mía, con un marcado acento alemán—, el caso es que siempre me estaba previniendo: “¡Eh, Iván Demiánich! ¡Eh, amigo mío, tenga cuidado! ¡Su hijastra tiene una malformación orgánica en el corazón, hypertrophia cordialis! ¡A la menor, se producirá una desgracia! Hay que evitarle a toda costa las emociones fuertes… Es necesario obrar con sensatez”. Pero, dígame, ¿puede contar uno con que una muchacha joven obre con sensatez? Ja… ja… ja…

Siguiendo su inveterada costumbre, el señor Ratch estuvo a punto de reírse a carcajadas, pero se contuvo a tiempo y convirtió ese amago de risa en un acceso de tos.

¡Y me decía eso después de todo lo que sabía de él! En cualquier caso, consideré mi deber preguntarle si habían llamado a un médico.

El señor Ratch dio un respingo.

—Pues claro… llamamos a dos, pero ya había terminado (abgemacht) todo. Y fíjese, ambos fueron del mismo parecer: ¡Una rotura! ¡Una rotura del corazón! Así lo gritaron a una sola voz. Propusieron hacer una autopsia, pero yo… como usted comprenderá, me negué.

—¿Y el entierro es mañana? —pregunté.

—Sí, sí, mañana. ¡Mañana enterramos a nuestra querida niña! El cadáver saldrá de casa a las once en punto de la noche. Primero nos dirigiremos a la iglesia de San Nicolás de las Patas de Gallina… ¿La conoce usted? ¡Qué nombres tan extraños tienen las iglesias rusas! Luego le daremos sepultura en la húmeda tierra para que goce del descanso eterno. ¿Nos acompañará usted? No hace mucho que nos conocemos, pero la amabilidad de su carácter y la altura de sus sentimientos me permiten esperar…

Me apresuré a asentir con la cabeza.

—Sí, sí, sí —añadió el señor Ratch con un suspiro—. Como… como suele decirse, fue un relámpago en un cielo azul. Ein Blitz aus heiterem Himmel.

—¿Y Susanna Ivánovna no dijo nada antes de morir? ¿No dejó nada?

—¡No! ¡Nada de nada! ¡Ni un pedazo de papel! Figúrese, cuando me llamaron a su cabecera, cuando me despertaron, ya estaba rígida. ¡Ha sido muy doloroso para mí! ¡Nos ha causado a todos una pena enorme! Seguro que Aleksandr Davídich también se entristecerá mucho cuando se entere… He oído decir que no se encuentra en Moscú.

—Se ha marchado unos días… —dije yo.

—Víktor Ivánich se queja de que tardan mucho en enganchar el trineo —me interrumpió la criada que había visto en el recibidor, entrando en la pieza. En esta ocasión lo que más me sorprendió en su rostro soñoliento fue su expresión de grosera insolencia: así suelen comportarse los criados cuando saben que sus amos dependen de ellos y no pueden reprenderlos ni castigarlos.

—En seguida, en seguida —dijo Iván Demiánich, yendo de un lado para otro—. ¡Eleonora Kárpovna! Leonor! Linchen! ¡Haz el favor de venir!

Algo pesado se movió con estrépito al otro lado de la puerta, y al cabo de un instante se oyó la exclamación imperiosa de Víktor:

—Pero ¿todavía no han enganchado el caballo? ¿Es que voy a tener que ir a pie a la policía?

—En seguida, en seguida —murmuró de nuevo Iván Demiánich—. ¡Eleonora Kárpovna, haga el favor de venir aquí!

—Aber, Iván Demiánich —se oyó la voz de la mujer—, ich habe keine Toilette gemacht!

—Macht nichos. Komm herein!

Eleonora Kárpovna entró, sosteniendo con dos dedos una pañoleta a la altura del cuello desnudo. Vestía una bata y aún no había tenido tiempo de peinarse. Iván Demiánich se acercó al momento.

—Ya has oído que Víktor está pidiendo el caballo —dijo, señalando con impaciencia tan pronto la puerta como la ventana—. Haz el favor de ocuparte de eso lo antes posible. Der Kerl schreit so!

—Der Víctor schreit immer, Iván Demiánich, Sie wissen wohl —respondió Eleonora Kárpovna—. Ya se lo he dicho al cochero, pero se le ha ocurrido darle avena al caballo. Mire qué desgracia ha sucedido de repente —añadió, dirigiéndose a mí—. ¿Quién podía esperar algo así de Susanna Ivánovna?

—¡Yo siempre lo he esperado, siempre! —gritó Ratch, levantando los brazos, con lo que se le abrió la bata de Bujará por delante, dejando al descubierto unos calzones repugnantes de piel de gamuza con una chapa de cobre en la cintura—. ¡Le estalló el corazón! ¡Se le rompieron las membranas! ¡Hipertrofia!

—Sí, sí —confirmó la esposa—. Hipo… Bueno, eso. Pero me ha dado mucha, muchísima pena, vuelvo a decírselo… —Y su rostro de rasgos tallados a hacha se contrajo un poco, sus cejas se arquearon hasta adoptar una forma triangular y una lágrima minúscula rodó por su redonda mejilla, barnizada como la de una muñeca—. Me da mucha pena que una muchacha tan joven que debería vivir y disfrutar de todo… de todo… ¡Y de pronto esta desesperación!

—Na, gut, gut… geh, alte! —la interrumpió el señor Ratch.

—Geh’ schon, geh’ schon —murmuró Eleonora Kárpovna y salió de la habitación, derramando lagrimitas y sin dejar de sostener con los dedos las puntas de la pañoleta.

Salí tras ella. En el recibidor estaba Víktor. Llevaba un capote de estudiante con cuello de castor y una gorra ladeada. Me echó una mirada fugaz por encima del hombro, se sacudió el cuello y no me saludó, de lo que le estoy profundamente agradecido.

Me dirigí a casa de Fústov.

 

XXV

 

Encontré a mi amigo sentado en un rincón de su despacho, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados a la altura del pecho. Parecía aturdido y miraba a su alrededor con la lenta sorpresa del hombre que acaba de despertarse después de un sueño muy profundo. Le referí mi visita a casa de Ratch, le repetí las palabras del veterano y las de su mujer, le comenté la impresión que ambos me habían producido y le comuniqué mi convencimiento de que la desdichada muchacha se había quitado la vida… Fústov me escuchaba sin cambiar de expresión, mirando a su alrededor con esa misma expresión de aturdimiento.

—¿La viste? —me preguntó por fin.

—Sí.

—¿En el ataúd?

Parecía como si dudara de que Susanna estuviera realmente muerta.

—¿Tienes frío? —pregunté.

—Sí, amigo, tengo frío —respondió, separando mucho las palabras, y sacudió la cabeza con aire atolondrado.

Traté de demostrarle que Susanna probablemente se había envenenado o que tal vez la había envenenado alguien, de manera que no se podían dejar así las cosas…

Fústov se me quedó mirando fijamente.

—¿Y qué se puede hacer? —dijo, abriendo mucho los ojos y parpadeando lentamente—. Sería peor… si se supiera. No la dejarían enterrar en el cementerio. Mejor dejarlo todo… como está.

Esa idea de mi amigo, a pesar de lo sencilla que era, no se me había pasado por la cabeza. Su sentido práctico no le había abandonado.

—¿Cuándo… es el entierro? —prosiguió.

—Mañana.

—¿Vas a ir?

—Sí.

—¿A su casa o directamente a la iglesia?

—A los dos sitios. Y después al cementerio.

—Yo no voy a ir… No puedo, no puedo —murmuró Fústov y se puso a sollozar.

Ya por la mañana, al pronunciar esas mismas palabras, se le habían escapado varios gemidos. He observado que es algo que suele sucederles a las personas que lloran. Es como si ciertas palabras, insignificantes en la mayoría de los casos, pero precisamente esas palabras y no otras, tuvieran la potestad de abrir en el hombre la fuente de las lágrimas, de sacudirlo, de despertar un sentimiento de piedad por el prójimo y por sí mismo… Me viene a la memoria una campesina que, al referir en mi presencia la muerte repentina de su hija durante la comida, se deshacía en lágrimas, hasta el punto de no poder continuar, en cuanto pronunciaba la siguiente frase: “Yo le dije: “Felpa”. Y ella me respondió: “Mamá, ¿y la sal?… ¿dónde está la sal?”… La sal…”. La palabra “sal” la sumía en la desesperación. En cualquier caso, las lágrimas de Fústov me conmovieron tan poco como por la mañana. No entendía cómo era posible que no preguntase si Susanna había dejado algo para él. En general, el amor que se profesaban el uno al otro había sido un enigma para mí, y un enigma seguía siendo.

Después de llorar unos diez minutos, Fústov se levantó, se echó en el sofá, se volvió de cara a la pared y se quedó inmóvil. Esperé un poco, pero al ver que no se cambiaba de postura y que no respondía a mis preguntas, decidí marcharme. Puede que esté lanzando una acusación falsa contra él, pero tengo la sospecha de que se quedó dormido. Por lo demás, eso no constituiría ninguna prueba de insensibilidad… solo que su naturaleza estaba hecha de tal modo que no podía soportar por mucho tiempo las sensaciones tristes… ¡Era una naturaleza de una normalidad exagerada!

 

XXVI

 

Al día siguiente, a las once en punto, me presenté en casa del señor Ratch. Una nieve menuda caía del cielo bajo; el frío no era demasiado intenso; estaba a punto de iniciarse el deshielo, pero aún se desataban ráfagas bruscas y desabridas… Un tiempo típico de la cuaresma, muy apropiado para coger un buen resfriado. Encontré al señor Ratch en el umbral de su casa. Vestido con un traje negro, adornado con crespo nes, la cabeza descubierta, se ocupaba de todo, sacudía los brazos, se daba palmadas en los muslos, daba gritos tan pronto dirigidos al interior de la casa como a la calle, donde se encontraban los encargados del coche fúnebre, que estaba allí mismo, con un catafalco blanco, y dos carruajes de alquiler, alrededor de los cuales se movían cuatro soldados de la guarnición con el ceño fruncido, ataviados con capas de duelo por encima de sus viejos capotes y sombreros negros, que hundían en la blanda nieve, con aire pensativo, los palos de antorchas sin encender. La mata de cabellos grises del señor Ratch se agitaba sobre su cara rubicunda, y su voz, esa voz metálica, se entrecortaba por el esfuerzo: “¿Dónde están las ramas? ¡Ponedlas aquí! ¡Las ramas de abeto! —chilló—. ¡Van a sacar el ataúd! ¡Las ramas! ¡Traed las ramas! ¡Deprisa!”, exclamó una vez más y entró corriendo en la casa. Por lo visto, a pesar de mi puntualidad, había llegado tarde: el señor Ratch había juzgado necesario apresurarse. Las oraciones ya habían terminado. Los sacerdotes —uno de ellos, con una kamilavka; el otro, más joven, repeinado y engominado— aparecieron en el umbral al mismo tiempo que los otros oficiantes. No tardaron en sacar el ataúd, llevado a hombros por el cochero, dos porteros y un aguador. A continuación iba el señor Ratch, con las yemas de los dedos apoyadas en la tapa del féretro, repitiendo una y otra vez: “¡Con cuidado! ¡Con cuidado!”. Le seguía, contoneándose, Eleonora Kárpovna, con un vestido negro, también con crespones, rodeada de toda la familia. Cerraba la comitiva Víktor, con un uniforme nuevecito, la espada a un lado, con un lazo de luto en la empuñadura. Los porteadores, gimiendo y lanzándose improperios unos a otros, depositaron el ataúd en el coche fúnebre. Los soldados de la guarnición encendieron las antorchas, que empezaron a chisporrotear y humear, se oyó el llanto de una mendiga que había acertado a pasar por allí, los sacristanes se pusieron a cantar, la nevada de pronto se recrudeció y los copos se arremolinaron en forma de “moscas blancas”. El señor Ratch gritó: “¡Vamos! ¡En marcha!”, y el cortejo se puso en camino. Aparte de la familia, acompañábamos el cadáver cinco personas: un decrépito oficial del departamento de vías de comunicación, ya retirado, con una descolorida cinta de san Estanislao al cuello, que tenía toda la pinta de haber sido contratado para la ocasión; el ayudante del comisario de policía del distrito, hombre minúsculo, de rostro humilde y ojos ávidos; un viejecito con un capote de camelote; un pescadero tremendamente gordo, con el caftán azul del gremio y el olor típico de los de su oficio; y, por último, yo. La ausencia de mujeres (pues no era posible incluir en ese grupo a dos tías de Eleonora Kárpovna, hermanas de un salchichero, y a una muchacha medio torcida, con anteojos azules sobre una nariz morada), la ausencia de amigas y compañeras al principio me sorprendió; pero, después de recapacitar, comprendí que, con su carácter, su educación y sus recuerdos, Susanna no podía tener amigas en el medio en el que vivía. En la iglesia se reunió mucha gente, muchos más desconocidos que conocidos, como se podía ver por la expresión de sus rostros. El oficio no duró mucho. Me sorprendió la actitud del señor Ratch, que se santiguaba con gran fervor, como un verdadero ortodoxo, y acompañaba el cántico de los sacristanes, aunque solo tarareando las notas. Cuando llegó el momento de despedirse de la difunta, hice una profunda reverencia, pero no le di el último beso. El señor Ratch, por el contrario, cumplió con ese terrible rito con enorme desenvoltura e, inclinando respetuosamente el busto, invitó al oficial con la cinta de san Estanislao a que se aproximara al ataúd, como si le estuviera rogando que se sentara a la mesa; luego, fue cogiendo a sus hijos uno tras otro por debajo de los brazos, los levantó en el aire con gesto aparatoso y los acercó al cadáver. Eleonora Kárpova, después de despedirse de Susanna, estalló de pronto en tales sollozos que se oían en toda la iglesia; no obstante, no tardó en tranquilizarse y empezó a susurrar una y otra vez con voz irritada: “Pero ¿dónde está mi bolso?”. Víktor se mantenía apartado y con su actitud parecía querer manifestar lo lejos que estaba de esas costumbres, a las que se sometía por simple decoro. Quien mostraba mayor compasión era el viejecito del capote; había trabajado de agrimensor en el distrito de Tambov quince años antes y desde entonces no había vuelto a ver al señor Ratch. No conocía de nada a Susanna, pero ya había tenido ocasión de tomarse dos copitas de vodka en la casa. También mi tía vino a la iglesia. No sé cómo se enteraría de que la difunta era precisamente la dama que me había visitado y que le había causado tal indescriptible preocupación. No me creía capaz de una mala acción, pero en cualquier caso no conseguía explicarse tan extraño cúmulo de circunstancias. Tal vez se imaginara que Susanna se había suicidado por amor a mí, así que se puso el traje más oscuro que tenía y, con el corazón encogido y lágrimas en los ojos, rezó de rodillas por el reposo del alma de la difunta y puso una vela de un rublo delante de la imagen de Nuestra Señora de la Consolación. Le había acompañado “Amishka”, que también rezaba, aunque se pasó la mayor parte del tiempo mirándome con aire asustado. ¡Ay, a esa doncella ya entrada en años no le era del todo indiferente! Al salir de la iglesia, mi tía distribuyó entre los pobres todo su dinero, más de diez rublos.

Una vez concluidos los últimos adioses, se procedió a cerrar el ataúd. Durante el servicio religioso no había tenido valor para mirar de frente el rostro desfigurado de la pobre muchacha; pero cada vez que mis ojos resbalaban fugazmente por sus facciones, me parecía como si quisiera decirme: “No ha venido, no ha venido”. Empezaron a colocar la tapa. Incapaz de contenerme, dirigí una rápida mirada sobre la muerta. “¿Por qué lo has hecho?”, pregunté involuntariamente. “No ha venido”, creí oír por última vez…

Resonaron unos martillazos sobre los clavos y todo terminó.

 

XXVII

 

Nos dispusimos a seguir el ataúd en dirección al cementerio. Éramos en total unas cuarenta personas, una muchedumbre abigarrada y en verdad indiferente. La fatigosa marcha duró más de una hora. El tiempo no hacía más que empeorar. A medio camino Víktor se metió en un coche, pero el señor Ratch siguió avanzando animosamente por la nieve derretida; probablemente había chapoteado de la misma manera sobre la nieve, cuando, después de su entrevista fatal con Semión Matveich, había conducido triunfalmente a la casa a la pobre muchacha, aniquilada para siempre. El “veterano”, con los cabellos y las cejas cubiertos de nieve, tan pronto resoplaba y lanzaba un grito, como, llenándose de aire los pulmones con determinación, inflaba sus carnosas mejillas atezadas. La verdad es que podía uno pensar que se estaba riendo. Me vinieron a la memoria las palabras que Susanna había escrito en el cuaderno: “Después de mi muerte la pensión pasará a Iván Demiánich”. Una vez en el cementerio, nos acercamos a una tumba recién excavada. La última ceremonia duró poco: todo el mundo estaba aterido de frío, todo el mundo se daba prisa. Con ayuda de unas cuerdas bajaron el ataúd al hoyo y empezaron a cubrirlo de tierra. También en ese momento el señor Ratch hizo gala de fortaleza de ánimo. Se puso a arrojar puñados de tierra sobre la tapa del ataúd con gran decisión, desenvoltura y brío, al tiempo que adelantaba una pierna y abombaba el pecho con donosura… La verdad es que no habría podido actuar de manera más enérgica si hubiera tenido que matar a pedradas a su más encarnizado enemigo. Víktor se mantuvo apartado, lo mismo que antes, arrebujado en su capote y frotándose la barbilla contra el cuello de castor. Los otros hijos del señor Ratch imitaron a su padre con la mayor diligencia. Arrojar tierra y arena les procuraba un gran placer, algo que, por lo demás, no se les podía reprochar. El hoyo fue desapareciendo y en su lugar surgió una pequeña colina. Nos aprestábamos ya a dispersarnos, cuando de pronto el señor Ratch, dando media vuelta a la izquierda a la manera militar y propinándose una palmada en el muslo, nos anunció que “los ilustres caballeros”, así como “los respetables sacerdotes” estaban invitados a una comida “conmemorativa”, organizada a poca distancia del cementerio, en la sala principal de una excelente fonda y “encomendada a los buenos oficios de nuestro querido Sigizmund Sigizmúndovich…”. Al pronunciar esas palabras, señaló al ayudante del comisario del distrito y añadió que, a pesar de que se sentía embargado de dolor y de que profesaba la religión luterana, él, Iván Demiánich Ratch, como un verdadero ruso, valoraba por encima de todo las antiguas tradiciones del país. “Mi esposa —exclamó— y las damas que han tenido la amabilidad de acompañarla, regresarán a la casa, y nosotros, estimados caballeros, honraremos con una modesta mesa la memoria de esa sierva del Señor que ha pasado a mejor vida.” La propuesta del señor Ratch fue acogida con sincero entusiasmo. Los “respetables” sacerdotes intercambiaron una mirada significativa y el oficial del departamento de vías de comunicación dio una palmada en el hombro a Iván Demiánich y dijo que era un patriota y el alma de la sociedad.

Nos dirigimos todos juntos a la fonda, donde, en medio de una habitación larga, espaciosa y sin ningún aderezo, había dos mesas con botellas, manjares y vajilla, rodeadas de sillas. El olor del yeso de las paredes, unido al del vodka y el aceite, se me metían en la nariz y me cortaban la respiración. El ayudante del comisario del distrito, en calidad de organizador, pidió a los sacerdotes que se sentaran en el lugar de honor, donde eran especialmente abundantes los alimentos de cuaresma. A continuación se acomodaron los restantes invitados, y el banquete dio comienzo. No debería haber empleado una palabra tan festiva como banquete, pero ninguna otra define mejor la naturaleza del evento. Al principio todo discurría con serenidad, no sin cierta nota de melancolía. Las bocas masticaban, las copas se vaciaban, pero de vez en cuando se oía algún suspiro, puede que debido a la digestión o acaso a la compasión. Se hablaba de la muerte, se pensaba en la brevedad de la existencia humana, en la fragilidad de las cosas terrenales. El oficial del departamento de vías de comunicación contó una historia de militares, es verdad, pero de contenido edificante; el sacerdote de la kamilavka hizo signos de aprobación y refirió un rasgo curioso de la vida de san Iván Voin; el otro sacerdote, el de los cabellos cuidadosamente peinados, aunque estaba pendiente ante todo de la comida, no dejó de pronunciar unas palabras también edificantes a propósito de la pureza virginal. Pero poco a poco todo cambió. Los rostros se pusieron rojos, las voces fueron subiendo de tono, la risa acabó abriéndose paso; empezaron a oírse exclamaciones entrecortadas, apelaciones afectuosas del tipo: “mi buen amigo”, “estimado viejo”, “compañero del alma” e incluso “mi cochinillo querido”; en suma, se oyeron todos esos términos afectuosos a los que tanto recurre el alma rusa cuando, como suele decirse, da rienda suelta a sus sentimientos. Al llegar el turno de las botellas de Tsimlianski, el alboroto era ya indescriptible: uno imitó el canto del gallo, otro propuso romper con los dientes y tragarse la copa que acababa de vaciar. El señor Ratch, ya no rojo, sino más bien morado, se levantó de pronto: hasta entonces había armado mucho ruido y se había reído a carcajadas, pero en ese momento pidió permiso para pronunciar un speech. “¡Adelante! ¡Que hable!”, vociferaron todos. El viejo del capote lanzó incluso un “¡bravo!” y aplaudió… Por lo demás, estaba ya sentado directamente en el suelo. El señor Ratch levantó su copa por encima de la cabeza y anunció que se disponía a exponer, en breves pero “expresivas” palabras”, las cualidades de esa alma noble que “despojándose de su vestidura terrenal (die irdische Hülle), por decirlo de algún modo, ha volado al cielo y ha sumido… —el señor Ratch se corrigió— y está sumiendo —volvió a corregirse una vez más— y ha sumido…”

—¡Señor diácono! ¡Ilustrísima! ¡Mi buen amigo! —dijo alguien en un susurro contenido, pero insistente—. Dicen que tienes una garganta maravillosa. Haz el favor de entonar: “¡Vivimos en medio del campo!”.

—¡Pss! ¡Pss!… ¡Silencio! ¿Qué pasa? —empezaron a decir los comensales.

—… Ha sumido a toda su devota familia —prosiguió el señor Ratch, dirigiendo una severa mirada al aficionado a la música—, sumiendo a toda su familia en un dolor inconsolable. ¡Sí! —exclamó Iván Demiánich—. Con razón dice el proverbio ruso: “El destino no perdona a nadie…”.

—¡Esperen! ¡Señores! —gritó de pronto una voz ronca desde el otro extremo de la mesa—. ¡Acaban de robarme el portamonedas!

—¡Ah, embustero! —pio otra voz, y ¡paf!, le soltó una bofetada.

¡Dios santo! ¡La que se armó entonces! Fue como si una bestia salvaje, que hasta entonces solo hubiera estado bullendo y removiéndose en nuestro interior, hubiera roto de pronto sus cadenas y se hubiera levantado sobre dos patas, en toda la horrorosa belleza de sus crines erizadas. Parecía como si los invitados hubieran estado esperando en secreto un “escándalo”, considerándolo el broche y conclusión natural de un banquete. Empezaron a acometerse y atacarse… Los platos y los vasos tintinearon y rodaron; las sillas cayeron por el suelo; se alzó una gritería ensordecedora. Los brazos se agitaron en el aire, los faldones flotaron al viento, y al final se armó una gresca de las buenas.

—¡Zúrrale! ¡Zúrrale! —rugía como un poseso mi compañero de mesa, el pescadero, que hasta ese momento se me había antojado el hombre más pacífico del mundo. Es verdad que a la chita callando se había bebido unos diez vasos de vino—. ¡Zúrrale!…

No tenía la menor idea de a quién había que zurrar y por qué, pero seguía gritando a voz en cuello esa consigna.

El ayudante del comisario del distrito, el oficial del departamento de vías de comunicación y el propio señor Ratch, que probablemente no había esperado un final tan presuroso para su elocuente discurso, trataron de restablecer el silencio… pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Mi vecino, el pescadero, hasta llegó a encararse con el señor Ratch.

—Has matado a la muchacha, maldito alemanote —le gritó, sacudiendo los puños—. Has sobornado a la policía y ahora te haces el fanfarrón.

En ese momento acudieron los camareros…

No sé lo que pasaría después. Me apresuré a coger la gorra y salí corriendo de allí. Solo recuerdo un crujido terrible, y también unas espinas de arenque entre los cabellos del anciano del capote, un sombrero de pope volando por la habitación, el rostro pálido de Víktor, sentado en un rincón, y una barba rojiza estrujada por una mano musculosa… Fueron las últimas impresiones que me llevé del “banquete conmemorativo”, organizado por el amabilísimo Sigizmund Sigizmúndovich en honor de la pobre Susanna.

Después de descansar un rato, me dirigí a casa de Fústov y le conté todo lo que había presenciado en el transcurso de esa jornada. Él me escuchó sentado, sin levantar la cabeza, y, metiendo las manos debajo de las piernas, exclamó: “¡Ah, pobrecita mía, pobrecita!”.

A continuación se tumbó en el sofá y me dio la espalda.

Al cabo de una semana, completamente recuperado, retomó su vida habitual. Le dije que me gustaría conservar el cuaderno de Susanna como recuerdo, y él me lo entregó sin la menor oposición.

 

XXVIII

 

Transcurrieron varios años. Mi tía falleció. Yo dejé Moscú y me instalé en San Petersburgo, adonde también se había trasladado Fústov, pues había ingresado en el Ministerio de Hacienda. Pero lo veía rara vez y ya no encontraba en él nada de particular. ¡No era más que un simple funcionario, uno de tantos! Si aún vive y no se ha casado, seguro que no ha cambiado nada: seguirá torneando, pegando, haciendo gimnasia, arrebatando corazones, dibujando a Napoleón con uniforme azul en el álbum de sus amigas. En una ocasión ciertos asuntos me obligaron a ir a Moscú. Una vez allí me enteré, debo reconocer que con no poca sorpresa, de que la situación de mi antiguo conocido, el señor Ratch, había tomado un rumbo poco favorable: cierto que su esposa le había dado dos gemelos varones, a los que, como “verdadero ruso”, había bautizado con los nombres de Briacheslav y Viacheslav, pero su casa había sido pasto de las llamas, él se había visto obligado a solicitar el retiro y, lo más importante, su hijo mayor, Víktor, seguía acumulando deudas. Durante mi estancia en Moscú, en cierta reunión se aludió a Susanna del modo más desfavorable y ofensivo. Traté por todos los medios de defender la memoria de esa infortunada muchacha, a la que el destino negaba incluso la limosna del olvido, pero mis argumentos no produjeron una gran impresión en mis oyentes. En cualquier caso, logré conmover a uno de ellos, joven estudiante y poeta. Al día siguiente me envió una poesía que ya he olvidado, pero que terminaba con la siguiente cuarteta:

 

Pero sobre la tumba abandonada
no ha enmudecido la voz de la calumnia…
Ha turbado el reposo de su espíritu querido,
ha quemado las flores funerarias.

 

Leí esos versos y, sin darme cuenta, me quedé pensativo. La imagen de Susanna surgió ante mí. Volví a ver la ventana cubierta de hielo de mi habitación; recordé esa tarde, las ráfagas de la tempestad de nieve, y esas palabras, esos sollozos… Me puse a pensar cómo podía explicarse el amor de Susanna por Fústov y por qué razón se habría entregado de manera tan rápida e irresistible a la desesperación en cuanto se vio abandonada. ¿Por qué no quiso esperar, escuchar la amarga verdad de labios del hombre amado, escribirle al menos una carta? ¿Cómo es posible arrojarse al abismo así de golpe? “Porque amaba apasionadamente a Fústov —me dirán—. Porque no podía soportar la menor duda sobre el afecto y el respeto que le profesaba.” Es posible. Pero cabe también la posibilidad de que no amase tan apasionadamente a Fústov, de que no se equivocara con respecto a mi amigo; puede que hubiera depositado en él sus últimas esperanzas, nada más, y que no fuese capaz de soportar la idea de que también ese hombre, a las primeras de cambio, en cuanto oyó las murmuraciones de un chismoso, se hubiera apartado con desprecio. ¿Quién podría decir qué fue lo que la mató: el amor propio herido, la angustia de una situación desesperada o, por último, el recuerdo mismo de ese primer muchacho, maravilloso y sincero, al que ella, en la alborada de sus días, había entregado su corazón con la mayor alegría, que tanta fe tenía en ella y tanto la respetaba? ¡Quién sabe! Tal vez en el instante mismo en el que me parecía que sobre sus labios muertos revoloteaba esta expresión: “¡No ha venido!”, su alma se regocijaba ya de haber partido al encuentro de su Mijafi. Los misterios de la vida humana son grandes, y el amor es el más inescrutable de todos… Pero, en cualquier caso, hasta el día de hoy, siempre que evoco la imagen de Susanna, no puedo reprimir un sentimiento de compasión ni dejar de lanzar un reproche al destino, y mis labios murmuran aun sin yo quererlo: “¡Desdichada! ¡Desdichada!”.

*FIN*


“Несчастная”,
Рус Вестн
, 1869


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