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Una etapa de la vida

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

La radio estaba sintonizada en un programa de noche en diferido, y el hombre sentado frente al piano de pared tocaba las canciones que iban sonando. No era muy original, pero se sabía todas las melodías y canciones, y estaba pasando un rato agradable. Llevaba una chaqueta de pijama a rayas que parecía haber usado para dormir, e incluso no habérsela quitado en varios días. Los pantalones, de franela gris, estaban arrugados y sucios, y se los sujetaba no con un cinturón, sino doblando la cintura para reducir la circunferencia. En la alfombra que tenía detrás había alineadas una copa medio llena, un par de botellas de cerveza y una botella de whisky de centeno, a suficiente distancia de la vibración del piano como para no derramarse. Daba la impresión de haber sido un hombre afable y orondo que hubiera perdido un peso considerable. Sus ojos eran grandes y tenían el brillo permanente de quien lleva consigo una cicatriz indeleble.

La mujer del sofá estaba leyendo una reedición barata de una novela de detectives, y o bien la estaba releyendo o bien otros la habían leído varias veces antes. Cada medio minuto se mordía las comisuras de la boca, cada cuatro o cinco minutos recogía una pierna y estiraba la otra, y a intervalos irregulares se frotaba los pechos con la mano, metiéndola por dentro del pijama de hombre que llevaba puesto.

Cuando anunciaron las noticias de la una, la mujer dijo:

—Apágala, ¿quieres, Tom?

El hombre se levantó y apagó la radio. Se sacó un cigarrillo del bolsillo de la cadera.

—¿Sabes qué voy a hacer con el primer dinero que gane? —preguntó.

Ella no dijo nada.

—Comprarme un coche —dijo. Se sentó a horcajadas sobre el taburete del piano y se rellenó la copa—. Podríamos habernos ido a pasar el fin de semana a las Catskill, o a ese sitio en Pensilvania.

—Y a estas horas estaríamos atascados en el tráfico. La noche del Día del Trabajo. De vuelta a la ciudad. Caminando llegaríamos antes.

—Pero, cariño, podríamos habernos quedado hasta mañana —dijo él.

—A mí me habría parecido bien, pero a ti no. No aguantas más de tres noches fuera de la ciudad. Siempre crees que van a cerrarlo todo y a apagar todas las luces si no vuelves.

—A mí Saratoga me gusta, cariño —dijo él.

—Dime qué diferencia hay entre el Broadway de Saratoga y el Broadway de Nueva York. Peggy, Jack, Phil, Mack, Shirl, McGovern, Rapport, Little Dutchy, Stanley Walden. Incluso los policías son iguales. ¿Es que no estás cómodo aquí, cariño? Si esta noche estuviéramos volviendo de Saratoga, estarías echando espumarajos por la boca por el tráfico.

—Pero habríamos respirado aire fresco —dijo Tom, que seguía a horcajadas sobre el taburete, tocando unos acordes suaves con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía la copa y el cigarrillo—. ¿Te acuerdas de esta?

—¿Hmm?

La mujer había vuelto a su novela de misterio.

—Era uno de los temas que tocaba cuando me mandaste la nota. Ese que dice: “Cuando alguien llora por otro, el otro soy yo”. Ganaba tres billetes a la semana. El High Hat Box. Trescientos pavos a la semana por sentarme y beber.

—Mm-hmm. Y algún que otro pagaré —dijo ella.

—Ajá.

—Y aun así, endeudado —dijo ella.

—El jaco, cariño —dijo él.

—Si no hubieras estado metiéndote eso, habría sido otra cosa.

—Tienes razón —dijo él.

—¿Entonces? No digas que no estás mejor ahora, aunque no ganes trescientos dólares a la semana. Al menos no vas por ahí hecho un despojo.

—Oh, estoy satisfecho, cariño. Solo he comentado que ganaba tres billetes todos los jueves. ¿Te acuerdas del esmoquin azul?

—Mm-hmm.

—Tenía dos, y además tenía que tener dos de color blanco. Las flores que llevaba en el ojal de los blancos eran falsas. No recuerdo de qué coño estaban hechas, pero se prendían con una especie de botón. Eran de una especie de preparado de cera.

—Me acuerdo. Me las enseñaste —dijo ella.

Tom dejó la copa encima del piano y tocó un poco.

—¿Te acuerdas de esta?

—¿Hmm?

El hombre tarareó un poco.

—“¿Cuándo pedirás perdón por disculparte?” Me pagaron dos billetes por esa. A mí me gustaba. Pero a nadie más.

—A mí sí. Tenía gancho.

—Y esa tan loca. ¿Te acuerdas de esa tan loca? “¿Me estás diciendo que nunca has visto un partido de baloncesto?” ¿Dónde era que les gustaba? En Indianápolis.

—Sí —dijo ella dejando la novela de misterio y abandonándose al recuerdo—. Yo llevaba el traje aquel de lentejuelas. Y el de cuentas blancas, por supuesto. ¡Divina! ¡No podían ni verme!

—¡Pero si te adoraban! —dijo él.

—No me refiero a los pueblerinos esos. Me refiero al director de la compañía y los otros.

Él se rio.

—Bueno, cariño, lo único que hiciste fue dejarlos colgados con su espectáculo por un artista de tres al cuarto. —Y lanzando una mirada furtiva hacia ella añadió—: Seguro que siempre te has arrepentido.

—No empieces con eso esta noche —dijo ella retomando la novela de misterio.

Tom tocó los estribillos de media docena de canciones de las que a ella le gustaban, y estaba empezando a tocar otra cuando sonó el timbre de la puerta. Ambos se miraron.

—No ha sido abajo. Era el timbre de la puerta —susurró él.

—¿Te crees que no me he dado cuenta? —dijo ella—. ¿Estás seguro de que estamos en paz con la poli?

—Que se muera mi madre —dijo él.

—De acuerdo, ve a ver quién es.

—¿Quién coño puede ser esta noche? Es el Día del Trabajo —dijo él.

—Abre la puerta y averígualo —dijo ella cruzando de puntillas el pequeño pasillo.

Él agarró el atizador de la chimenea, se lo escondió detrás de la espalda y fue hacia la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿Tom? Soy Francesca.

—¿Quién? —dijo él.

—Francesca. ¿Eres Tom?

Tom miró hacia el otro lado del pasillo y Honey asintió con la cabeza.

—Ah, de acuerdo, Francesca —dijo Tom.

Escondió el atizador, descorrió la cadenilla de seguridad y abrió la puerta. Entraron Francesca, su hermanastro Cyril y una chica y un hombre a los que Tom no había visto nunca.

—¿Hay alguien más? —dijo Francesca.

—No —dijo Tom.

—Honey está aquí, espero —dijo Francesca.

—Oh, sí —dijo Tom—. Pasad, sentaos —añadió saludando a Cyril con la cabeza a modo de bienvenida.

—Ella es Maggie, una amiga nuestra —dijo Francesca—, y Sid, otro amigo.

—Mucho gusto —dijo Tom. No hubo apretones de manos—. Conque amigos tuyos —dijo mirando fijamente a Francesca.

—Correcto. No tienes de qué preocuparte —dijo Francesca.

Se sentó, y su hermanastro le encendió un cigarrillo. La mujer iba con un vestido de noche y un chaquetón tres cuartos encima. La chica, Maggie, iba con un vestido de noche bajo la gabardina. Los dos hombres llevaban zapatos de charol, pantalón negro con franja a los lados y americana de lana. La americana de Sid le iba pequeña y probablemente había salido del armario de Cyril. Francesca y Sid parecían tener la misma edad —treinta y muchos—, Cyril era unos años menor, y Maggie no podía tener más de veintiuno.

—Sé que deberíamos haber llamado. Acabamos de llegar del campo. Pero hemos decidido arriesgarnos.

A Francesca le gustaba mostrarse altanera con Tom.

—No pasa nada. Hoy está tranquilo —dijo Tom.

—Precisamente iba a preguntarte si la cosa estaba tranquila —dijo Francesca.

—Pues sí, estábamos aquí escuchando la radio. Y yo estaba tocando el piano —dijo Tom.

—¿De verdad? ¿Tienes algo en plan whisky escocés? —dijo Francesca.

—Claro —dijo Tom, nombrando un par de buenas marcas.

Pidieron varios whiskies, todos dobles, y Tom le dijo a Francesca que Honey saldría enseguida. De camino a la cocina abrió la puerta del cuarto y vio que estaba casi vestida.

—¿Has oído todo eso? —dijo Tom.

—Sí —dijo ella.

—¿Qué quieres?

—Supongo que un brandi.

Siguió hasta la cocina, y cuando volvió con las copas Honey estaba sentada con la beautiful people, charlando como si fuera una más con Francesca y Cyril, y rompiendo el hielo con Maggie y Sid. Sid tenía a Maggie cogida de la mano, pero Tom les hizo separarlas al entregarles las copas.

—Oh, Von os manda recuerdos —dijo Francesca.

—¿Ah sí? ¿Qué ha sido de Von? No lo hemos visto desde principios de verano —dijo Honey.

—Ha estado fuera una temporada —dijo Francesca.

—Está pensando en casarse —dijo Cyril. —Que Dios la pille confesada, sea quien sea —dijo Honey.

—Tienes toda la razón —dijo Sid riendo con ganas.

—¿Se refiere al Von que conocemos? —dijo Maggie.

—Sí, pero nada de apellidos aquí, Maggie —dijo Honey—. Salvo en los cheques —añadió riéndose con elegancia.

Maggie decidió seguir con la broma.

—¿Cómo sabes que no va a casarse conmigo? —dijo.

—Reitero lo dicho. Si vas a casarte con Von, que Dios te pille confesada. Aunque me da que no eres tú la que va a casarse —dijo Honey.

—No, no voy a casarme, no te preocupes —dijo Maggie.

—No estoy preocupada —dijo Honey.

—Debería levantarme y defender a mi amigo —dijo Sid, que seguía riéndose de su anterior comentario.

—¿Tú tienes amigos? —dijo Honey.

—Me has pillado —dijo Sid echándose a reír nuevamente.

—He oído que vais a mudaros —dijo Francesca.

—Queríamos, pero hemos tenido algún problema. Ya te contaré, Frannie —dijo Honey.

—Si puedo hacer algo… —dijo Francesca.

—Lo mismo digo —dijo Cyril.

—Bueno, viene a ser lo mismo, ¿no? —dijo Honey.

—No del todo —dijo Cyril—. Frannie es la que tiene pasta en esta familia.

—Ah, sí —dijo Francesca—. Pero tú vas a la oficina.

Todos pidieron más bebida, y Tom fue a por ella. Cuando volvió para servirles se habían cambiado de sitio. Honey, Francesca y Cyril estaban sentados en el sofá, y Maggie estaba sentada en el brazo de la silla de Sid. Dieron un sorbo a las copas y Francesca le susurró algo a Honey, y Honey asintió.

—¿Nos disculpáis? —dijo, y ella, Francesca y Cyril se fueron con sus copas por el pasillo.

Tom se sentó frente al piano y tocó un estribillo. Se dio la vuelta y preguntó a Maggie y a Sid si les apetecía escuchar algo.

—Nada en concreto —dijo Maggie.

—No. Dime una cosa, compañero, me han dicho que tienes películas aquí —dijo Sid.

—Ya lo creo —dijo Tom—. Tengo de todo. ¿Has estado en Cuba?

—Yo sí. ¿Y tú, Maggie?

—No. ¿Por qué?

—Bueno, entonces, cuidado con las primeras, ¿eh? —dijo Sid.

—Sentaos, que voy a montar las cosas. Tengo que ir a buscar la pantalla y el proyector. Por cierto, si queréis comprar alguna…

—Ya te lo diría —dijo Sid.

Sid y Maggie se sentaron en el sofá y entrecruzaron las piernas mientras Tom montaba el aparato.

—¿Queréis que os rellene las copas antes de empezar? —dijo.

—No es mala idea —dijo Sid.

Tom fue a preparar las copas y se las llevó.

—Tengo que apagar las luces, y hay gente que prefiere dejarlas apagadas entre películas. Por eso os he preguntado si queríais otra copa antes.

—Caramba, qué atento —dijo Sid—. ¿Cuándo vamos a ver las películas? ¿Eh, Maggie?

—Yo estoy lista —dijo ella.

Las luces se apagaron y el proyector de 16 mm empezó a hacer un ruido parecido al de las langostas. El hombre y la chica se pusieron a fumar en el sofá, y de vez en cuando se formaba tanto humo que se veía la sombra sobre la pantalla portátil. Sid hizo unos cuantos comentarios ingeniosos hasta que Maggie le dijo: “Cariño, no hables”.

Al cabo de unos quince minutos, fue Tom el que habló.

—¿Queréis que siga con las demás? —dijo.

—¿Qué te parece, niña? ¿Te atreves con las demás o quieres volver a ver estas o qué? —dijo Sid.

La muchacha le susurró algo. Sid se volvió y dijo:

—Oye, compañero, ¿tienes algún sitio al que podamos ir?

—Por supuesto —dijo Tom—. La habitación al fondo del pasillo.

—Muy bien —dijo Sid.

—Voy a ver si está lista. Creo que sí, pero voy a asegurarme.

Volvió al cabo de un minuto, más o menos, y se quedó de pie en el umbral iluminado del pasillo.

—Tercera puerta —dijo tras asentir con la cabeza.

—Gracias, compañero —dijo Sid, y poniendo una de sus torpes manos sobre el hombro de Maggie se fueron hacia la tercera puerta.

Tom desmontó el equipo de proyección, y ahora que las luces estaban encendidas no tenía nada más que hacer excepto esperar.

La espera nunca había sido fácil. Conforme los años y luego los meses iban pasando, nada indicaba que fuera a hacérsele más fácil. El efecto del whisky y la cerveza era cada vez menor, y Honey solo se enfadaba cuando él se ponía a tocar el piano en momentos como ese. No se le permitía tocar el piano; podía, sí, tomarse una cerveza para matar el rato, pero no podía salir del apartamento porque su ropa estaba en una habitación, y la pequeña caja de hojalata de las aspirinas, de la que Honey nada sabía, estaba en otra habitación. Se alegraba de eso. Llevaba peleando con esa maldita cajita casi un año y no había perdido más de dos veces.

Lo que tenía que hacer un día de esos era llamar a Francesca y sacarle cinco de los grandes, solo por pedir. No gastárselo todo en un Cadillac. Un Buick, y dondequiera que corrieran los caballos en ese momento, ir ahí. ¿Y si Honey se hartaba de verdad? ¿Y qué había de lo de renunciar a los tres billetes a la semana por ella? Honey sabría espabilarse. ¿Y qué decir de esta noche? ¿No había estado a punto de utilizar el atizador por ella? ¿Qué habría hecho Honey si a él se le hubiera ido la mano con el atizador? Saltar por encima del cuerpo y salir para Harrisburg, y dejarlo a él dando explicaciones a los maderos bajo el agua fría.

—¿En qué estás pensando?

Era Francesca.

—¿Yo? Solo estaba pensando —dijo Tom.

—Mmm. Soñando despierto —dijo Francesca—. ¿Cuánto te debo?

—Tú misma —dijo Tom.

—No me refiero a Honey, me refiero a ti —dijo Francesca.

—Oh —dijo Tom—. Contando…

—Contando a mis amigos —dijo ella.

—¿Cinco mil? —dijo Tom.

Francesca se echó a reír.

—De acuerdo. Cinco mil. Aquí van treinta, cuarenta y cuarenta y cinco a cuenta. Cinco mil menos cuarenta y cinco son cuatro, cinco, menos uno, nueve y me quedan cinco. Cuatro mil novecientos cincuenta y cinco. No me había dado cuenta de que tenías sentido del humor, Tom. —Y bajando la voz—: Dile a Sid que te debe cien dólares. Se pondrá a gritar.

—Sin duda.

—Los tiene, así que haz que te pague —dijo Francesca—. Lleva como doscientos dólares. ¿Los esperamos, Cyril?

—Oh, por fuerza —dijo Cyril.

—Ahí vienen —dijo Francesca.

—Cien dólares, Sid —dijo Tom.

—¿Cien qué? —dijo Sid.

—Paga o será tu última vez —dijo Francesca.

—¡Cien pa-vos! —dijo Sid—. No llevo tanto encima.

—Que pagues, Sid —dijo Francesca.

A Maggie se le escapaba la risa.

—Espero que haya valido la pena —dijo.

—Oh, por supuesto que sí, pero… ¿es que soy yo el que da la fiesta? —dijo Sid.

—Si es así, me debes un pico —dijo Francesca.

—Yo llevo algo —dijo Maggie.

—Ya sabes en qué te convierte eso, Sid —dijo Francesca—. Ay, Tom, lo siento —añadió haciendo una inclinación.

—No pagues, entonces. Von no se queja nunca —dijo Tom.

Sid sacó la billetera y le tiró a Tom ciento veinte dólares y luego otros diez.

—Y ahora larguémonos de aquí —dijo.

Le desearon buenas noches a Tom, y Tom a ellos. Se puso a contar el dinero, y en contarlo estaba cuando apareció Honey.

—¿Queda alguna cerveza en la nevera? —dijo.

—Tres o cuatro —dijo Tom.

—Veo uno de cincuenta, dos de veinte y un montón de diez. Todo para ti, cariño. Por no haberte ido al campo. —Se desplomó en una silla—. Cuando he llegado tenías una expresión rara en la cara. ¿En qué estabas pensando?

—En Francesca.

Honey se rio un poco.

—En fin, de todos modos no tengo que estar celosa de esa golfa. La cerveza, Tommy, la cerveza.

Tom se fue encantado a buscar la cerveza. En adelante la espera no sería tan angustiosa.

*FIN*


“A Phase of Life”,
Hellbox
, 1947


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