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Una firma antigua y sólida

[Cuento - Texto completo.]

Shirley Jackson

La señora Concord y su hija mayor, Helen, estaban en el sala, cosiendo y charlando y tratando de mantenerse calientes. Helen acababa de dejar en la mesa los calcetines que acababa de zurcir y se había levantado a mirar por la puerta acristalada que daba paso al jardín.

—Ojalá la primavera se dé prisa en llegar —estaba diciendo, cuando sonó el timbre de la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Concord—. ¡Tenemos visita y la alfombra está sembrada de hilos sueltos! —la mujer se inclinó hacia adelante en la silla y empezó a recoger los retales y el equipo de costura que tenía alrededor, mientras Helen acudía a la puerta. La abrió y sonrió a la desconocida que, de inmediato, le tendió la mano y se puso a hablar apresuradamente.

—¿Tú eres Helen? Yo soy la señora Friedman. Espero no haberme presentado en un momento inoportuno —continuó—, pero tenía muchas ganas de conocerlas, a ti y a tu madre.

—¿Cómo está usted? ¿Quiere pasar? —Helen abrió más la puerta y la señora Friedman entró en el recibidor. Era una mujer menuda y morena y llevaba un abrigo de leopardo muy elegante.

—¿Está en casa tu madre? —preguntó a Helen en el mismo instante en que la señora Concord salía de la sala.

—Soy la señora Concord —se presentó la madre de Helen.

—Y yo, la señora Friedman —dijo esta—. La madre de Bob Friedman.

—Bob Friedman… —repitió la señora Concord.

La señora Friedman añadió entonces, con una sonrisa de disculpa:

—Pensaba que, sin duda, su chico les habría hablado de Bobby.

—¡Claro que sí! —exclamó Helen de repente—. Es ese de quien siempre habla Charlie en las cartas, mamá. Me costó mucho relacionarlo —explicó a la señora Friedman—, porque Charlie parece estar tan lejos…

—Claro —asintió la señora Concord con la cabeza—. ¿No quiere pasar y sentarse un rato?

La señora Friedman siguió a sus anfitrionas a la sala de estar y tomó asiento en una de las sillas libres de labores. La señora Concord señaló la estancia con un ademán y se excusó:

—Está todo revuelto, pero es que de vez en cuando Helen y yo nos ponemos manos a la obra y hacemos algo. Son unas cortinas para la cocina —añadió, mostrándole la tela en la que estaba trabajando.

—Son muy bonitas —comentó cortésmente la señora Friedman.

—Bien, háblenos de su hijo —dijo la señora Concord—. Me sorprende que no haya reconocido el nombre enseguida, pero es que asocio el nombre de Bob Friedman con Charles y el ejército, y me parece extraño tener a su madre aquí, en mi casa.

—Lo mismo me sucede a mí —comentó la señora Friedman con una sonrisa—. Bobby me escribió que la madre de su amigo vivía aquí, a solo unas calles de nuestra casa, y me sugirió que pasara por aquí a saludarlas.

—Me alegro de que lo haya hecho —declaró la señora Concord.

—Creo que, a estas alturas, conocemos a Bob casi tan bien como usted —intervino Helen—. Charlie siempre nos cuenta cosas de él.

La señora Friedman abrió el bolso mientras decía:

—Incluso tengo una carta de Charlie. Pensé que les gustaría verla.

—¿Charlie le escribió a usted? —preguntó la señora Concord.

—Solo una nota. Le gusta el tabaco de pipa que le mando a Bobby, y la última vez que le envié un paquete a mi hijo puse una lata de ese tabaco para él —la señora Friedman entregó la carta a la señora Concord y le dijo a Helen—: Yo también creo que las conozco de pies a cabeza; Bobby me ha explicado muchísimas cosas de todos ustedes.

—Bueno —comentó Helen—, yo sé que Bob le envió una espada japonesa en Navidad. Debía quedar estupenda al pie del árbol. Charlie lo ayudó a comprarla al chico que la tenía… ¿le contó eso su hijo, y que casi tuvieron una pelea con el chico?

—Fue Bobby el que estuvo a punto de pelearse —precisó la señora Friedman—. Charlie fue más listo y se mantuvo al margen.

—No —la corrigió Helen—. Por lo que nosotras sabemos, fue Charlie quien se buscó problemas…

Las dos se echaron a reír.

—Tal vez sea mejor que no comparemos notas —apuntó la señora Friedman—. Los chicos no parecen estar muy de acuerdo en sus historias —se volvió hacia la señora Concord, que había terminado de leer la carta y se la pasó a Helen—. Le estaba diciendo a su hija los muchos comentarios elogiosos que he oído sobre ustedes.

—Nosotras también hemos sabido de ustedes — contestó la señora Concord.

—Charlie le enseñó a Bob una foto de usted y sus dos hijas. La menor es Nancy, ¿verdad?

—Sí, Nancy.

—En fin, Charlie piensa mucho en su familia, desde luego —declaró la señora Friedman—. Qué amable al escribirme, ¿no te parece? —comentó a Helen.

—Ese tabaco debe de ser bueno —contestó Helen y, tras un breve titubeo, le devolvió la carta a la señora Friedman, que la guardó en el bolso.

—Me encantaría ver a Charlie alguna vez. Es casi como si ya lo conociera muy bien.

—Estoy segura de que querrá ir a visitarla cuando regrese —afirmó la señora Concord.

—Espero que ya no tarde en hacerlo —apostilló la señora Friedman. Las tres permanecieron calladas un momento y, acto seguido, la señora Friedman continuó hablando animadamente—. Parece extraño que vivamos en la misma ciudad y nuestros chicos hayan tenido que ir tan lejos para que nos conozcamos.

—En esta ciudad es difícil hacer conocidos —comentó la señora Concord.

—¿Lleva muchos años viviendo aquí? —preguntó la señora Friedman y, con una sonrisa de disculpa, añadió enseguida—: Sí, claro, conozco de nombre a su marido. Los hijos de mi hermana van a la escuela de su marido y hablan muy bien de él.

—¿De veras? —dijo la señora Concord—. Mi marido ha vivido aquí siempre. Yo vine del Oeste cuando nos casamos.

—Entonces, no le habrá sido difícil establecerse y hacer amistades —dedujo la señora Friedman.

—No, nunca me ha resultado difícil —asintió la señora Concord—. Por supuesto, la mayoría de nuestras amistades es gente que fue a la escuela con mi marido.

—Lamento que Bobby no tuviera ocasión de estudiar con él —dijo la señora Friedman—. Bien… —se incorporó de la silla—, he tenido mucho gusto de conocerlas por fin.

—Y yo me alegro de que haya venido —dijo la señora Concord—. Es como tener carta de Charles.

—Sé muy bien la alegría que da recibirlas, por cómo espero yo las de Bobby —asintió la señora Friedman. Ella y la señora Concord se encaminaron hacia la puerta y Helen se levantó de la silla y fue tras ellas—. Mi esposo está muy interesado en Charlie, ¿sabe usted? Desde que se enteró de que estaba estudiando derecho cuando se incorporó al ejército.

—¿Así que su esposo es abogado? —preguntó la señora Concord.

—Es el Friedman de Grunewald, Friedman & White. Cuando Charlie esté preparado para empezar a trabajar, tal vez mi esposo pueda encontrarle una colocación.

—No sabe cuánto se lo agradezco —respondió la señora Concord—. Charlie va a sentirlo mucho cuando se lo diga. Verá, siempre ha existido una especie de acuerdo tácito en que se incorporaría al bufete de Charles Satterthwaite, un amigo de toda la vida de mi esposo. ¿Conoce el bufete Satterthwaite & Harris?

—Creo que mi marido conoce la firma —apuntó la señora Friedman.

—Una firma antigua y sólida —asintió la señora Concord—. El abuelo de mi marido ya fue socio de ella.

—Mándele a Bob nuestros mejores deseos cuando le escriba —dijo Helen.

—Lo haré —aseguró la señora Friedman—. Le contaré que nos hemos conocido. Ha sido un placer —añadió, tendiendo la mano a la señora Concord.

—Encantada —dijo esta.

—Dile a Charlie que le mandaré más tabaco —dijo la señora Friedman a Helen.

—No dejaré de hacerlo —contestó ella.

—Bueno, adiós entonces —se despidió la señora Friedman.

—Adiós —dijo la señora Concord.

FIN


“A Fine Old Firm”,
The Lottery and Other Stories, 1949


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