Las velas se vuelven picoteadas por un dogo de niebla. Giran hasta el guiñapo, donde el gran viento les busca las hilachas. Empieza a volver el círculo de aullidos penetrantes, los nombres se borran, un pedazo de madera ablandada por las aguas, contornea el sexo dormilón del alcatraz. La proa fabrica un abismo para que el gran viento le muerda los huesos. Crecen los huesos abismados, las arenas calientan las piedras del cuerpo en su sueño y los huevos con el reloj central. El alción se envuelve en las velas, entra y sale en la blasfemia neblinosa. Parece con su pico impulsar la rotación de la fragata. Gira el barco hacia el centro del guiñapo de seda. Sopladas desde abajo las velas se despedazan en la blancura transparente del oleaje. Una fragata con todas sus velas presuntuosas, gira golpeada por un grotesco Eolo, hasta anclarse en un círculo, azul inalterable con bordes amarillos, en el lente cuadriculado de un prismático. Allí se ve una fingida transparencia, la fragata, amigada con el viento, se desliza sobre un cordel de seda. Los pájaros descansan en el cobre tibio de la proa, uno de ellos, el más provocativo, aletea y canta. Encantada cola de delfín muestra la torrecilla en su creciente. Hoy es un grabado en el tenebrario de un aula nocturna. Cuando se tachan las luces comienza de nuevo su combate sin saciarse, entre el dogo de nieblas y la blancura desesperadamente sucesiva del oleaje.
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