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Una garza blanca

[Cuento - Texto completo.]

Sarah Orne Jewett

I

Los bosques ya estaban invadidos por las sombras un atardecer de junio justo antes de las ocho en punto, aunque una radiante puesta de sol lucía aún vagamente por entre los troncos de los árboles. Una niña conducía a su vaca a casa, una criatura lenta, pesada e irritante en su comportamiento, pero, a pesar de todo, una valiosa compañera. Se apartaban de la luz que quedaba y se iban adentrando en la profundidad oscura del bosque, pero sus pies ya estaban tan acostumbrados al sendero que no importaba que sus ojos lo vieran o no.

No había casi ninguna noche, a lo largo de todo el verano, en que se pudiera encontrar a la vaca esperando en la valla del prado; al contrario, su mayor placer era esconderse entre las altas matas de arándanos y, aunque llevaba un sonoro cencerro, había llegado a descubrir que si se quedaba completamente quieta no sonaba. Así que Sylvia tenía que buscarla y buscarla para encontrarla, y gritaba: “¡Vaca! ¡Vaca!” sin obtener nunca ni un “mu” por respuesta, hasta que su paciencia infantil estaba a punto de agotarse. Si el animal no hubiera dado buena leche y en gran cantidad, a sus propietarias les hubiera parecido muy diferente el caso. Además, Sylvia tenía todo el tiempo del mundo y muy pocas cosas en que emplearlo. A veces, cuando el clima era agradable, resultaba un consuelo pensar en las travesuras de la vaca como un intento inteligente de jugar al escondite y, como la niña no tenía compañeros de juegos, se dejaba arrastrar a esta diversión con gran entusiasmo. Aunque la persecución de ese día había sido tan larga que el propio precavido animal había dado una extraña señal de su paradero, Sylvia solo se rió cuando descubrió a la señora Moolly en el pantano y la apresuró cariñosamente de vuelta a casa con una ramita de hojas de abedul. La vieja vaca no tenía intención de vagar más, por una vez incluso torció en la dirección correcta mientras se alejaban del prado y se puso a caminar junto a la carretera a paso ligero. Ahora estaba casi lista para que la ordeñaran y se paró escasas veces a pacer. Sylvia se preguntaba qué diría su abuela ante el hecho de que llegaran tan tarde. Ya hacía mucho rato que habían salido de casa, a las cinco y media en punto, pero todo el mundo conocía la dificultad de hacer este encargo en poco tiempo. La misma señora Tilley había perseguido aquel tormento con cuernos demasiadas tardes de verano como para culpar ahora a otro de entretenerse, y mientras esperaba solo daba gracias de tener a Sylvia, que le proporcionaba una ayuda tan valiosa. La buena mujer sospechaba que Sylvia a veces perdía el tiempo sola; ¡nunca había habido una criatura que vagara tanto al aire libre desde que existía el mundo! Todos decían que aquello era un buen cambio para una pequeña señorita que había intentado crecer durante ocho años en una ciudad industrial llena de gente, pero lo que le parecía a la misma Sylvia era que nunca había estado viva antes de ir a vivir a la granja. A menudo pensaba con nostálgica compasión en el desgraciado geranio seco que pertenecía a un vecino de aquella ciudad.

“Miedo de la gente”, se dijo la vieja señora Tilley, con una sonrisa, cuando volvió a la granja después de haber tomado la insólita decisión de elegir a Sylvia en la casa llena de niños de su hija. “Miedo de la gente”, decían los del pueblo. Creo que ella no tendrá muchos problemas en la casa vieja. Cuando llegaron a la puerta de la solitaria casa y se pararon para abrirla, el gato, un minino abandonado pero gordo de haberse zampado pequeños petirrojos, vino a ronronear y a restregarse contra ellas. Entonces, Sylvia susurró que aquel era un hermoso lugar para vivir y que nunca desearía volver a casa.

*

Las dos compañeras siguieron por el sombreado camino del bosque, la vaca con pasos lentos y la niña con pasos muy rápidos. La vaca se detuvo mucho rato en el arroyo para beber, como si el prado no fuera casi un pantano, y Sylvia se quedó quieta y esperó mientras se refrescaba los pies desnudos en el agua poco profunda y las mariposas chocaban suavemente con ella. Caminaba por el arroyo al tiempo que la vaca se ponía en marcha y escuchaba los tordos con el corazón latiéndole acelerado de placer. Las grandes ramas por encima de su cabeza se movieron un poco. Estaban repletas de pajarillos y pequeños animales que parecían completamente despiertos y ocupándose de sus cosas, o dándose las buenas noches unos a otros en parloteos soñolientos. También Sylvia sintió sueño mientras seguía caminando. Sin embargo, ya no estaba muy lejos de la casa, y el aire era suave y agradable. No acostumbraba estar en el bosque tan tarde como ahora, y eso hizo que se sintiera como formando parte de las grises sombras y de las hojas que se movían. Estaba pensando en el tiempo que parecía haber transcurrido desde que había llegado a la granja por primera vez hacía un año, y se preguntó si en la ruidosa ciudad todo seguiría exactamente igual que cuando ella estaba allí. La imagen del chico de la cara colorada que solía perseguirla y asustarla hizo que se apresurase por el sendero para escapar de la sombra de los árboles.

De repente, la pequeña niña de los bosques quedó horrorizada al oír un claro silbido no muy lejos de allí. No era el silbido de un pájaro, que hubiera resultado agradable, sino el silbido de un chico, determinado y algo agresivo. Sylvia dejó la vaca al triste destino que pudiera aguardarle, y se apresuró discretamente a esconderse entre los matorrales, pero ya era demasiado tarde. El enemigo la había descubierto y la llamó con un tono alegre y persuasivo:

—Hola, niña, ¿está muy lejos la carretera?

Temblando, Sylvia contestó casi inaudiblemente.

—Hay un buen trecho.

No se atrevió a mirar descaradamente al joven alto, que llevaba una escopeta colgada al hombro, pero salió del matorral y volvió a seguir a la vaca mientras él caminaba a su lado.

—He estado cazando algunos pájaros —dijo el extraño amablemente—, me he perdido y necesito mucho a un amigo. No tengas miedo —añadió galantemente—. Habla y dime cómo te llamas, y si crees que puedo pasar la noche en tu casa y salir a cazar temprano por la mañana.

Sylvia estaba más alarmada que antes. ¿Su abuela no le echaría la culpa? Pero ¿quién podría haber previsto un incidente como aquel? No parecía que fuese culpa suya y bajó la cabeza como si le hubieran roto el tallo, pero se las arregló para contestar “Sylvy” con mucho esfuerzo cuando su compañero volvió a preguntarle el nombre.

La señora Tilley estaba aguardando en la puerta cuando el trío se le puso a la vista. La vaca dio un fuerte mugido a modo de explicación.

—Sí, será mejor que hables en tu defensa, ¡vieja desgraciada! ¿Dónde se había escondido esta vez, Sylvy?

Pero Sylvia guardaba un sobrecogedor silencio. Sabía por instinto que su abuela no comprendía la gravedad de la situación. Seguro que está confundiendo al extraño con uno de los granjeros de la región.

El joven apoyó su escopeta junto a la puerta y dejó caer un abultado morral junto a ella. Después dio las buenas tardes a la señora Tilley, repitió su historia de caminante y preguntó si podía darle alojamiento aquella noche.

—Póngame donde quiera —dijo—. Debo partir temprano por la mañana, antes de que amanezca; pero la verdad es que estoy muy hambriento. Si pudiera darme un poco de leche, a cualquier precio, claro.

—Por Dios, claro —respondió la anfitriona, cuya hospitalidad dormida durante tanto tiempo parecía despertarse fácilmente—. Puede encontrar algún sitio mejor si sale de la carretera principal medio kilómetro más o menos, pero aquí es bienvenido. Voy a ordeñar ahora mismo, y siéntase como en casa. Puede dormir sobre cascarillas de vainas o sobre plumas —pronunció graciosamente—. Los he criado todos yo. Hay buenos prados para los gansos un poco más allá, yendo al pantano. ¡Ahora, muévete y pon un plato para el caballero, Sylvy!

Y Sylvia se movió de inmediato. Estaba contenta de tener algo que hacer y también ella estaba hambrienta.

Fue una sorpresa encontrar una morada tan limpia y cómoda en aquellos páramos de Nueva Inglaterra. El joven había conocido los horrores de su más pobre economía y la deprimente miseria de aquella parte de la sociedad que no se rebelaba ante la compañía de las gallinas. Aquella era la mejor prosperidad de una granja pasada de moda, aunque a tan pequeña escala que parecía una ermita. Escuchaba con entusiasmo la curiosa charla de la vieja mujer, miraba el pálido rostro de Sylvia y sus brillantes ojos grises con creciente entusiasmo e insistió en afirmar que había sido la mejor cena que había comido en un mes. Después, los nuevos amigos se sentaron juntos a la entrada de la casa mientras salía la luna.

Pronto llegaría el tiempo de las bayas y Sylvia era de gran ayuda para recogerlas. La vaca era una buena lechera, aunque era un engorro no poder perderle la pista, cuchicheó la anfitriona con franqueza, añadiendo enseguida que había enterrado a cuatro hijos, de modo que la madre de Sylvia y un hijo (que podía estar muerto) en California eran los únicos que le quedaban.

—A Dan, mi chico, se le daba bien la caza —explicó tristemente—. Nunca tuve que pedir perdices o ardillas grises cuando él estaba en casa. Ha sido un gran trotamundos, supongo, y no se le da bien escribir cartas. En esto sí que no lo culpo, a mí también me habría gustado ver mundo si hubiera podido. Sylvia se parece a él —prosiguió la abuela cariñosamente, después de una pequeña pausa—. No hay un palmo de tierra que no se conozca, y los animales salvajes la tienen por una de ellos. Es capaz de adiestrar a las ardillas para que vengan y coman de su mano, y a toda clase de pájaros. El invierno pasado, hizo que los arrendajos vinieran a comer aquí, y creo que si no la hubiera vigilado, habría dejado de comer para poder echarles toda su comida. Estoy dispuesta a mantener a cualquier animal menos cuervos —le dijo—, aunque Dan tenía uno domesticado que parecía tener conocimiento, igual que la gente. Estuvo rondando por aquí un buen tiempo después de que él se marchase. Dan y su padre no se pelearon, pero su padre nunca volvió a levantar cabeza después de que Dan le plantara cara y se marchara.

El invitado no se percató de estas insinuaciones de disgustos familiares en su entusiasmado interés por algo más.

—Entonces Sylvy lo sabe todo de pájaros, ¿no es cierto? —exclamó mientras desviaba la vista hacia la niña, que estaba sentada, muy recatada pero cada vez más soñolienta, a la luz de la luna—. Estoy haciendo una colección de pájaros. La empecé cuando era niño. (La señora Tilley sonrió.) Hay dos o tres muy raros que he intentado cazar estos últimos años. Tengo la intención de llevármelos a casa si se pueden encontrar.

—¿Los tiene en jaulas? —preguntó la señora Tilley con algunas dudas, en respuesta a su entusiasta anuncio.

—Oh, no, los tengo disecados, docenas y docenas —dijo el ornitólogo—, y les he disparado o los he atrapado con un cepo a todos yo mismo. El sábado alcancé a ver una garza blanca a algunos kilómetros de aquí, y la he seguido en esta dirección. Nunca se han visto antes por esta región. Me refiero a la pequeña garza blanca. —Y se volvió de nuevo para mirar a Sylvia con la esperanza de descubrir que el extraño pájaro era uno de sus conocidos.

Pero Sylvia estaba mirando a un sapo brincar por el estrecho sendero.

—Reconocerías a la garza si la vieras —continuó ansiosamente el forastero—. Es un extraño pájaro alto y blanco, con plumas suaves y patas largas y delgadas. Y seguramente tendría el nido en la copa de un árbol alto, hecho con ramitas, algo parecido al nido de un halcón.

El corazón de Sylvia dio un vuelco, conocía a aquel extraño pájaro blanco y una vez se había acercado sigilosamente a donde estaba en la hierba verde y brillante de la marisma, lejos, al otro lado del bosque. Había una llanura donde el sol siempre parecía extrañamente amarillo y cálido, donde crecían juncos que se mecían, pero su abuela le había advertido que podía ahogarse en el blando lodo negro de debajo y que nunca más se volvería a saber de ella. No lejos de allí estaban las marismas saladas y justo al lado, el mismo mar, en el que Sylvia pensaba y soñaba constantemente, pero que nunca había visto, cuya gran voz a veces se oía por encima del ruido del bosque en noches de tormenta.

—No puedo pensar en nada que me hiciera tan feliz como encontrar el nido de esa garza —decía el apuesto forastero—. Daría diez dólares a cualquiera que me lo enseñara —añadió desesperado—, y tengo la intención de pasarme todas las vacaciones persiguiéndolo si es necesario. Quizá solo estaba migrando, o había sido perseguido hasta salir de su región por algún ave rapaz.

Asombrada, la señora Tilley prestaba atención a todo esto, pero Sylvia seguía mirando al sapo, sin sorprenderse, como lo habría hecho en otro momento más tranquilo, de que la criatura quisiera entrar en su agujero debajo del escalón, tarea que se veía entorpecida por los insólitos espectadores de aquella hora nocturna. Esa noche, no tuvo ideas suficientes para decidir cuántos anhelados tesoros podrían comprar los diez dólares de los que el joven había hablado sin darles mucha importancia.

Al día siguiente, el joven cazador rondó por el bosque y Sylvia le hizo compañía, pues había perdido ya el miedo inicial al agradable muchacho, que resultó ser muy amable y gentil. Le contó muchas cosas de los pájaros y de lo que sabían y de dónde vivían y de qué hacían. Y le dio una navaja, que ella recibió como un gran tesoro, como si se tratase de la única habitante de una isla desierta. En todo el día no la molestó ni la asustó ninguna vez, excepto cuando abatió a una desprevenida criatura que cantaba en su rama. A Sylvia le hubiese gustado infinitamente más sin su escopeta; no podía entender por qué mataba a los pájaros que parecía que le gustaban tanto. Pero a medida que iba pasando el día, Sylvia seguía mirando al joven con tierna admiración. Nunca había visto antes a nadie tan agradable y encantador; su corazón de mujer, dormido en la niña, se sintió vagamente estremecido con un sueño de amor. Alguna premonición de ese gran poder mecía y agitaba a aquellas jóvenes criaturas que cruzaban el solemne bosque pisando blanda y silenciosamente, con gran cuidado. Se pararon a escuchar el canto de un pájaro; siguieron adelante con entusiasmo otra vez, separando las ramas, hablando de vez en cuando y en susurros; el joven iba delante y Sylvia lo seguía, fascinada, unos pasos detrás, con sus ojos grises oscuros de entusiasmo.

Se lamentaba porque la tan anhelada garza blanca les era esquiva, pero ella no dirigía al huésped, solo lo seguía, y no había nada como que hablara primero. El sonido de su propia voz la hubiera aterrorizado, y ya le era bastante difícil contestar sí o no cuando era necesario. Al final empezó a caer la noche y juntos condujeron a la vaca a casa, y Sylvia sonrió con placer cuando llegaron al lugar donde justo la noche anterior había oído el silbido y se había asustado.

II

A medio kilómetro de la casa, en el extremo más lejano del bosque, donde la tierra era más elevada, se alzaba un enorme pino, el último de su generación. Si lo habían dejado para marcar el límite, o por qué razón, nadie podía decirlo; los leñadores que habían cortado a sus compañeros estaban muertos y desaparecidos desde hacía tiempo, y un bosque entero de árboles robustos, pinos, robles y arces había crecido de nuevo. Pero la majestuosa cabeza de este viejo pino los coronaba a todos y hacía de punto de referencia tanto en el mar como en la tierra a kilómetros y kilómetros de distancia. Sylvia lo conocía bien. Siempre había creído que quien trepara hasta la copa podría ver el océano; y la niña a menudo había puesto la mano en el grande y rugoso tronco y había mirado hacia arriba con nostalgia, a las oscuras ramas que el viento siempre mecía, sin importar cuán cálido y quieto pudiera ser el aire abajo. Ahora pensó en el árbol con un nuevo entusiasmo porque, si uno trepaba por él al amanecer, ¿no podría ver todo el mundo y descubrir fácilmente de dónde volaba la garza blanca, y marcar el lugar y encontrar el nido escondido?

¡Qué espíritu de aventura, qué salvaje ambición! ¡Qué soñado triunfo, alegría y gloria para más tarde por la mañana cuando pudiera dar a conocer el secreto! Era casi demasiado real y demasiado extraordinario para que su corazón infantil lo resistiera.

La puerta de la casita estuvo abierta durante toda la noche y los chotacabras vinieron hasta el mismo peldaño a cantar. El joven cazador y su vieja anfitriona estaban profundamente dormidos, pero el formidable plan de Sylvia la mantenía completamente despierta y al acecho. Se olvidó de pensar en dormir. La corta noche de verano pareció tan larga como la oscuridad del invierno y luego, al final, cuando los chotacabras pararon, y ella temía que, después de todo, la mañana llegara demasiado temprano, se escurrió fuera de la casa y siguió el camino del prado por el bosque, apresurándose hacia la llanura que había más allá, escuchando con una sensación de comodidad y compañía el perezoso gorjeo de un pájaro medio despierto cuya rama había sacudido ligeramente al pasar. ¡Ay, si la gran ola de curiosidad humana que inundaba por primera vez aquella aburrida vida borrara las satisfacciones de una existencia íntima con la naturaleza y la silenciosa vida del bosque!

Allí estaba el enorme árbol, aún dormido bajo la luz de la luna que palidecía, y la pequeña e ilusionada Sylvia empezó con suma valentía a ascender hacia su copa, con la sangre entusiasta y cosquilleante recorriéndole todos los miembros del cuerpo, con los pies y los dedos desnudos, con los que pellizcaba y se agarraba como garras de pájaro a la monstruosa escalera que subía y subía, casi hasta el mismo cielo. Primero tuvo que subir al roble que crecía al lado, donde casi se perdió entre las oscuras ramas y las verdes hojas, pesadas y húmedas de rocío; un pájaro se alejó aleteando de su nido y una ardilla roja corrió de un lado a otro reprendiendo mezquinamente a la inofensiva intrusa. Sylvia encontró fácilmente el camino. Había trepado por allí a menudo y sabía que aún más arriba una de las ramas superiores del roble rozaba contra el tronco del pino, justo donde sus ramas más bajas empezaban a juntarse. Allí, donde hizo el peligroso salto de un árbol al otro, era donde verdaderamente comenzaba la gran empresa.

Al final caminó sigilosamente por la balanceante rama del roble e hizo el osado salto al viejo pino. El camino fue más duro de lo que pensaba; debía llegar lejos y agarrarse deprisa, las afilarlas y secas ramitas la cogían, la agarraban y la arañaban como garras enfadadas; la resina le hacía sentir sus delgados deditos torpes y entumecidos, mientras rodeaba una y otra vez el ancho tronco del árbol, cada vez más arriba. Los gorriones y los petirrojos del bosque de abajo empezaban a despertarse y a gorjear al alba, aunque parecía mucho más claro allí arriba en el pino, y la niña sabía que debía apresurarse si quería llevar al final su proyecto.

El árbol parecía alargarse y llegar cada vez más lejos a medida que ella iba subiendo. Era como un palo mayor para la tierra navegante; esa mañana debió de quedarse verdaderamente sorprendida ante su pesada estructura mientras sentía aquella chispa de valor y coraje abriéndose camino de rama en rama. ¡Quién sabe cuán quietas se aguantaron las ramas más pequeñas para ayudar a aquella ligera y débil criatura en su camino! El viejo pino debió de amar a su nuevo habitante. Más que todos los halcones, y los murciélagos, y las mariposas, e incluso los tordos de dulce voz, estaban los latidos del valiente corazón de la niña solitaria de ojos grises. Y el árbol se estuvo quieto y plantó cara a los vientos esa mañana de junio mientras el rocío se hacía brillante en el este.

La cara de Sylvia hubiera parecido una blanca estrella si alguien la hubiera visto desde el suelo, cuando pasó la última rama espinosa y se quedó temblando y cansada pero triunfante allá arriba, en la copa del árbol. Sí, allí estaba el mar con el sol del alba pintando un resplandor dorado sobre él, y hacia aquel glorioso este volaban dos halcones con alas haciendo lentos movimientos. Cuán bajos parecían en el aire desde esa altura cuando antes solo los había visto allí arriba, a lo lejos y oscuros en contraste con el cielo azul. Su gris plumaje era tan suave como las mariposas, parecían estar muy cerca del árbol y Sylvia sintió como si ella también pudiera ponerse a volar entre las nubes. Hacia el oeste, los bosques y las granjas se extendían kilómetros y kilómetros en la distancia; aquí y allí había campanarios de iglesias y blancos pueblecitos, ¡era realmente un mundo inmenso e imponente!

Los pájaros cantaban cada vez más fuerte. Al final, el sol salió desconcertantemente radiante. Sylvia podía ver las velas blancas de los barcos surcando el mar, y las nubes que al principio eran de color púrpura y rosado y amarillo empezaron a desvanecerse. ¿Dónde estaba el nido de la garza blanca en aquel mar de verdes ramas? ¿Y era esa maravillosa vista y ese desfile del mundo la única recompensa por haber trepado a tan vertiginosa altura? Ahora vuelve a mirar abajo, Sylvia, donde la verde marisma asoma por entre los brillantes abedules y las oscuras cicutas; allí donde una vez viste a la garza blanca, volverás a verla; ¡mira, mira! Una blanca visión como una sola pluma flotante surge de la cicuta muerta y se hace cada vez mayor, y se alza y al final se acerca, y sobrevuela el histórico pino con un movimiento firme del ala y con el fino cuello extendido y la cabeza coronada por una cresta. ¡Pero espera! ¡Espera! ¡No muevas ni un pie ni un dedo, pequeña, no envíes una flecha de luz y de conciencia desde tus dos ojos entusiastas, ya que la garza se ha posado en una rama del pino no muy lejos de la tuya y llama a su compañera en el nido y se limpia las plumas para el nuevo día!

Un minuto más tarde, la niña suelta un largo suspiro cuando un grupo de escandalosos pájaros-gato grises también llega al árbol e, irritada por sus revoloteos y su desorden, la solemne garza se marcha. Ahora ya conoce su secreto, el salvaje, ligero y esbelto pájaro que flota y se mece, y vuelve como una flecha a su casa en el verde mundo de abajo. Entonces Sylvia, del todo satisfecha, inicia su peligroso descenso, sin atreverse a mirar por debajo de la rama en la que se apoya, a veces incluso a punto de llorar porque los dedos le duelen y sus pies magullados resbalan. Se preguntaba una y otra vez qué le diría el forastero y qué pensaría cuando ella le contara cómo llegar directamente al nido de la garza.

*

—¡Sylvy, Sylvy! —gritaba una y otra vez la atareada abuela, pero nadie contestaba, y la pequeña cama de cascarillas estaba vacía y Sylvia había desaparecido.

El huésped se despertó de su sueño y recordando el placer del día se apresuró a vestirse para que comenzara pronto. Por el modo en que la tímida niña lo había mirado una o dos veces ayer estaba convencido de que por lo menos había visto a la garza blanca, y ahora debía convencerla para que se lo contara. Aquí llega, más pálida que nunca, y su viejo y gastado vestido está manchado de resina de pino. La abuela y el cazador están de pie en la puerta juntos, y le hacen preguntas, y ha llegado el espléndido momento de hablar del árbol de la cicuta muerto en la verde marisma.

Pero después de todo, Sylvia no habla, aunque la anciana abuela la reprende fastidiosamente y los ojos amables y suplicantes del joven muchacho la miran directamente a los suyos. Puede cubrirlas de dinero y hacerlas ricas, lo ha prometido, y ahora son pobres. Vale la pena hacerlo feliz, y espera escuchar la historia que ella puede contarle.

¡No, debe mantenerse en silencio! ¿Qué es lo que de repente se lo impide y la ha dejado muda? Ha estado creciendo nueve años y ahora, cuando el gran mundo por primera vez le tiende una mano, ¿debe rechazarlo por un pájaro? En sus oídos está el murmullo de las ramas verdes del pino; recuerda cómo apareció la garza blanca cruzando el aire dorado y cómo miraron el mar y la mañana juntas, y Sylvia no puede hablar; no puede contar el secreto de la garza y entregar su vida.

*

Querida lealtad, que sufrió una aguda punzada cuando el huésped se marchó disgustado aquel día más tarde. ¡Ella podría haberle servido y seguido y amado como ama un perro! Muchas noches Sylvia oía el eco de su silbato rondando el sendero del prado cuando volvía a casa con la holgazana vaca. Incluso se olvidó de la pena que sentía por la fuerte detonación de su escopeta y la visión de tordos y gorriones cayendo a tierra en silencio, sus canciones acalladas y sus lindas plumas manchadas y húmedas de sangre. ¿Eran los pájaros mejores amigos de lo que hubiera sido su cazador? ¡Quién sabe! ¡Todos los tesoros estaban perdidos para ella, bosques y estío, recuerda! ¡Trae tus obsequios y tus gracias y cuéntale tus secretos a esta solitaria niña del campo!

FIN


“A White Heron”,
A White Heron and Other Stories, 1886


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