Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Una historia inconclusa

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Ya no gemimos ni amontonamos cenizas sobre nuestras cabezas cuando se mencionan las llamas de Tophet, porque hasta los predicadores han empezado a decirnos que Dios es radio, o éter, o algún compuesto científico, y que lo peor que nosotros, pecadores, podemos esperar es una reacción química. Es ésta un hipótesis agradable; pero por ahí subsiste todavía algo del antiguo, del hermoso terror de la ortodoxia.

No hay sino dos temas sobre los cuales uno puede discutir con libre imaginación y sin la posibilidad de ser refutado. Podéis hablar de vuestros sueños; y podéis contar lo que habéis oído decir a un loro. Tanto Morfeo como el pájaro son testigos incompetentes, y el que os escucha no se atreve a refutar vuestro relato. La más infundada creación de una visión, pues, suministrará mi tema —elegido con excusas y remordimientos— en lugar del campo más limitado constituido por la intrascendente charla de la linda cotorra Mariquita. Tuve un sueño que estaba muy distante de la alta crítica relacionada con la antigua, respetable y lamentada teoría del tribunal de enjuiciamiento.

Gabriel había hecho sonar su trompeta, y aquellos de nosotros que no pudieron seguir el ejemplo fueron dispuestos para ser interrogados. Noté a un costado una reunión de fiadores profesionales vestidos solemnemente de negro y con cuellos abotonados por detrás; pero parecía haber cierta dificultad entre ellos a propósito de sus títulos de propiedad de bienes raíces, y no parecían dispuestos a abandonar a ninguno de nosotros.

Un vigilante alado —un ángel policía— voló hacia mí y me tomó por el ala izquierda. Muy cerca había un grupo de espíritus con aspecto de mucha prosperidad prontos a ser sometidos a juicio.

—¿Pertenecéis a esa gavilla? —me preguntó el policía.

—¿Quiénes son? —fue mi respuesta.

—Caramba —dijo él—, son…

Pero este material fuera de propósito está absorbiendo el espacio que debería ocupar la historia.

Dulcie trabajaba en un almacén de artículos generales. Allí vendía encajes, o pimientos rellenos, o automóviles, o cualquier otra chuchería de las que hay en esos almacenes. De lo que ganaba, Dulcie recibía seis dólares por semana. El resto le era acreditado y debitado en la cuenta de algún otro en el libro mayor a cargo de G… Oh, primera energía, decís, reverendo doctor… Bien, entonces en el Libro de Primera Energía.

Durante su primer año en el empleo, Dulcie cobraba cinco dólares por semana. Sería ilustrativo saber cómo vivía con esa suma. ¿No os importa? Muy bien, probablemente os interesan sumas mayores. Seis dólares es una suma mayor. Os diré cómo vivía con seis dólares por semana.

Una tarde, a las seis, cuando Dulcie se ponía su alfiler de sombrero a una profundidad de un octavo de pulgada en su medula oblongada, le dijo a su compañera, Sadie, la muchacha que os atiende dándoos su costado izquierdo:

—Oye, Sadie, me he comprometido a cenar esta noche con Piggy.

—¡Nunca lo hiciste! —exclamó Sadie, con admiración—. ¡Sí que eres afortunada! Piggy es muy buen mozo, y siempre lleva a las chicas a lindos lugares. A Blanche la llevó una noche a Hoffman House, donde escucharon linda música, y donde puedes ver muchas cosas lindas. Pasarás un lindo rato, Dulcie.

Dulcie se apuró en llegar a su casa. Sus ojos brillaban, y sus mejillas mostraban el delicado rosa de la vida, de la verdadera vida, cuando se aproxima la aurora. Era viernes, y tenía cincuenta centavos sobrantes de su paga de la semana última.

Las calles estaban llenas de gente que afluía en oleadas presurosas. Las luces eléctricas de Broadway resplandecían, invitando a los insectos nocturnos desde millas de distancia, desde leguas, desde centenares de leguas en la oscuridad a venir y asistir a la escuela de chamuscamiento. Hombres en trajes impecables, con caras como las talladas en huesos de cereza por las viejas sales en los hogares de marineros, se daban vuelta y clavaban su mirada en Dulcie mientras ésta, marchando presurosa y distraída, pasaba a su lado. Manhattan, el cactus de flores nocturnas, empezaba a abrir sus pétalos de blanco mortal y de denso perfume.

Dulcie se detuvo en un bazar donde se vendían artículos de poco precio y compró un cuello de imitación encaje con sus cincuenta centavos. Ese dinero debía haber sido gastado de otra manera: quince centavos para la cena, diez centavos para el desayuno, diez centavos para el almuerzo. Otros centavos debían haber sido añadidos a sus pequeños ahorros, y cinco centavos habían de ser despilfarrados en comprar algunas gotas de regaliz, la especie que hace que vuestras mejillas aparezcan como con dolor de muelas y que dura tanto como éste. El regaliz era una extravagancia, casi una orgía, pero ¿qué es la vida sin placeres?

Dulcie vivía en un cuarto amueblado que alquilaba. Existe diferencia entre un cuarto amueblado y una casa de pensión. En un cuarto amueblado nadie afuera se entera cuándo tenéis apetito.

Dulcie subió a su cuarto, al fondo del tercer piso de una casa con frente de piedra oscura, en West Side. Encendió el gas. Los científicos nos dicen que el diamante es la substancia más dura que se conoce.

Se equivocan. Las amas de casa conocen un compuesto al lado del cual el diamante es como la masilla. Lo meten en los picos de los quemadores de gas, y uno puede pararse sobre una silla y hundir en ellos vanamente los dedos hasta que éstos quedan amoratados y magullados. Un alfiler de cabello no lo quitaría; por lo tanto, llamémoslo inmovible.

Así, pues, Dulcie encendió el gas. A favor de su resplandor, de una potencia igual a la cuarta parte de una vela, observaremos la habitación.

Cama cómoda, mesa, lavabo, silla; de esto mucho era imputable a la dueña de casa. El resto pertenecía a Dulcie. Sobre la cómoda se hallaban sus tesoros: un vaso de porcelana dorado que le había regalado Sadie, un almanaque impreso por una fábrica de pickles, un libro de interpretación de sueños, un poco de polvo de arroz en un platillo de vidrio, y un racimo de cerezas artificiales atadas con una cinta roja.

Contra el arrugado espejo se veían las fotografías del general Kitchener, de William Muldoon, de la duquesa de Marlborough y de Benvenuto Cellini. Contra una pared estaba colocada una placa de yeso que reproducía a un O’Callahan con yelmo romano. Cerca había una violenta oleografía de un niño de color limón cazando una mariposa. Éste encarnaba el juicio final de Dulcie sobre arte; pero nunca había sido trastornado. Su reposo jamás había sido perturbado por murmuraciones; ningún crítico había elevado sus ojos ante su infantil entomólogo.

Piggy debía venir a buscarla a las siete. Mientras ella se alista apresuradamente, miremos discretamente por otro lado y murmuremos.

Por el cuarto, Dulcie pagaba dos dólares por semana. Los días de trabajo su desayuno le costaba diez centavos; mientras se vestía preparaba el café y cocinaba un huevo sobre la luz de gas. Los domingos a la mañana se regalaba regiamente con carne de ternera y buñuelos de ananá en el restaurante “Billy” a un costo de veinticinco centavos, y daba a la camarera dos centavos de propina. Nueva York ofrece tantas tentaciones que inducen a uno a caer en extravagancias. Los demás días almorzaba en el restaurante del almacén en que trabajaba al costo de sesenta centavos en la semana; las cenas resultaban en total $ 1,05. Los diarios de la tarde —mostradme a un neoyorquino que vaya sin su diario— sumaban seis centavos, y dos periódicos dominicales —uno por la columna personal y el otro para leer— hacían diez centavos. El total ascendía a $ 4,76. Ahora bien, uno tiene que comprarse ropas, y…

Renuncio a seguir. Oigo hablar de maravillosas gangas en la compra de telas, y de milagros llevados a cabo con aguja e hilo pero lo dudo. Tengo mi pluma posada en vano cuando desearía añadir a la vida de Dulcie algunos de esos goces que corresponden a una mujer por virtud de todas las no escritas, sagradas, naturales e inoperantes ordenanzas de equidad del cielo. Dos veces había estado ella en el parque de diversiones de Coney Island y cabalgado en los caballicos mecánicos. Es triste cosa tener que contar vuestros placeres por veranos en vez de por horas.

Piggy requiere, aunque más no sea, una palabra. Cuando las muchachas le bautizaron con ese nombre, un inmerecido estigma fue arrojado sobre la noble familia de los cerdos. Las lecciones de palabras de tres letras que componen la vieja cartilla celeste comienza con la biografía de Piggy. Era gordo; tenía el alma de una rata, los hábitos de un murciélago, y la magnanimidad de un gato… Usaba ropas costosas, y era perito en inanición. Podía mirar a una muchacha de tienda y deciros cuánto tiempo había transcurrido desde que aquélla hubiera ingerido otra cosa más nutritiva que pastillas de altea y té. Merodeaba por los barrios de las tiendas, y recorría los comercios con sus invitaciones a cenar. Los hombres que sacan a pasear por las calles a sus perros atados a una cuerda lo desprecian Es un ejemplar distintivo; no puedo sufrir más tiempo el ocuparme de él; mi pluma no es a propósito para él; no soy carpintero.

Cuando faltaban diez minutos para las siete, Dulcie estaba lista. Se miró en el espejo. La reflexión fue satisfactoria. El vestido azul oscuro que le caía sin una arruga; el sombrero con su vistosa pluma negra; los guantes ligeramente ennegrecidos; todo ello que representaba abstención, hasta de la comida misma, le sentaba muy bien.

Dulcie olvidó por un momento toda otra cosa, con excepción de que estaba hermosa, y que la vida se hallaba a punto de levantar un extremo de su misterioso velo para que ella observara sus maravillas. Ningún caballero la había invitado antes a salir. Ahora iba a penetrar por un breve instante en el relumbrante y exaltado espectáculo.

Las muchachas decían que Piggy era un “gastador”. Tendría una espléndida cena, y música, y vería a damas magníficamente vestidas y comería de cosas cuya descripción trababa extrañamente la lengua de las muchachas cuando trataban de hablar de ellas. Sin duda, volvería a ser invitada a salir.

En un escaparate que ella conocía se exhibía un traje de “pongee” azul; ahorrando veinte centavos por semana en vez de diez… veamos… ¡Oh, pasarían años! Pero había un comercio que vendía vestidos de segunda mano en la Séptima Avenida, donde…

Alguien llamó a la puerta. Dulcie la abrió. La dueña de casa estaba allí con una espuria sonrisa, resollando porque estaba cocinando con gas robado.

—Hay abajo un caballero que pregunta por usted —dijo—. Su nombre es míster Wiggins.

Por tal epíteto era conocido Piggy por las infortunadas que tenían que tomarlo en serio.

Dulcie se tornó a la cómoda para tomar su pañuelo, y entonces se detuvo, permaneciendo inmóvil, y se mordió con fuerza el labio inferior. Mientras se miraba en su espejo había visto el país de las hadas y se había contemplado a sí misma como una princesa que en ese instante despierta de un largo sueño. Había olvidado que uno la estaba observando con ojos tristes, hermosos y austeros, el único que había allí para aprobar o condenar lo que hacía. Erguido, delgado y alto, con una expresión de doloroso reproche en su melancólicamente hermosa cara, el general Kitchener fijó en ella sus maravillosos ojos desde su fotografía de marco dorado que pendía sobre el tocador.

Dulcie se tornó como una muñeca automática hacia la dueña de casa.

—Dígale que no puedo ir —le dijo con expresión triste—. Dígale que estoy enferma, o cualquier otra cosa. Dígale que no voy a salir.

Luego de cerrar la puerta y correr el cerrojo Dulcie se arrojó sobre la cama, aplastando la negra pluma de su sombrero, y lloró durante diez minutos. El general Kitchener era su único amigo. Era para Dulcie el ideal del caballero galante. Miraba con una expresión tal que parecía tener una pena secreta, y su magnífico bigote era un sueño, y ella le temía un poco a esa adusta aunque tierna expresión de sus ojos. Solía imaginarse que él vendría alguna vez a la casa y que preguntaría por ella, con su espada golpeándole las altas botas. Una vez, cuando un niño hizo sonar una cadena golpeándola contra un poste del alumbrado, ella había abierto la ventana y mirado afuera. Pero fue inútil. Sabía que el general Kitchener se hallaba lejos, allá en el Japón, dirigiendo su ejército contra los salvajes turcos, y que nunca saldría de su dorado marco para llevarla.

No obstante, una mirada suya había vencido a Piggy esa noche. Sí, esa noche.

Cuando su llanto cesó, Dulcie se levantó, se quitó su mejor vestido y se puso su viejo kimono azul. No deseaba cenar. Recitó dos versos de “Sammy”. Luego su interés se concentró en una manchita rosa al costado de su nariz.

Después, acercó una silla a la desvencijada mesa, y se adivinó la suerte con unas viejas cartas.

“¡Qué horrible, qué descarado! —profirió en voz alta—. ¡Jamás le dirigí una palabra o una mirada que le hicieran pensar eso!”

A las nueve de la noche, Dulcie sacó una caja de galletas y un potecito de mermelada de frambuesa y se dio un banquete. Ofreció una galleta untada con mermelada al general Kitchener; pero éste no hacía otra cosa que mirarla lo mismo que la esfinge hubiera mirado a una mariposa, si es que hay mariposas en el desierto.

“No comáis si no os place —dijo Dulcie—. Y no os deis tantos aires y no regañéis tanto con vuestros ojos. Quisiera saber si os mostraríais tan superior y arrogante si tuvierais que vivir con seis dólares a la semana.”

No era buena señal el que Dulcie se mostrara ruda con el general Kitchener. Y después puso a Benvenuto Cellini de cara a la pared con un gesto severo. Empero, eso no era inexcusable, por cuanto ella había creído siempre que él era Enrique VIII, y por lo tanto no lo veía con buenos ojos.

A las nueve y media Dulcie echó una última mirada a las fotografías sobre el tocador, apagó la luz y se deslizó dentro de la cama. Terrible cosa es irse a dormir con una mirada de despedida al general Kitchener, a William Muldoon, a la duquesa de Malborough y a Benvenuto Cellini.

Esta historia realmente no va a ninguna parte absolutamente. El resto viene después, cierta vez cuando Piggy invita nuevamente a Dulcie a cenar con él, y ella se siente más sola que de costumbre, y al general Kitchener le ocurre estar mirando para otro lado, y entonces…

Como dijera antes, soñé que yo me hallaba cerca de una multitud de ángeles de próspero aspecto, y que un policía me tomó por el ala y me preguntó si yo pertenecía a ellos.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Caramba —dijo él—. Son los hombres que contratan a muchachas trabajadoras y les pagan cinco o seis dólares por semana para que vivan con esa paga. ¿Es usted uno de ese grupo?

—No, por su inmortalidad —le respondí—. Yo no soy más que un individuo que prendió fuego a un asilo de huérfanos, y asesinó a un ciego para robarle sus monedas.

*FIN*


“An Unfinished Story”,
McClure’s Magazine, 1905


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