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Una historia natural de los muertos

[Cuento - Texto completo.]

Ernest Hemingway

Siempre me pareció que se ha omitido la guerra como campo de observación para el naturalista. Tenemos encantadores y exactos relatos y descripciones de la flora y fauna de la Patagonia, escritos por el extinto W. H. Hudson: el reverendo Gilbert White ha relatado cosas interesantísimas de las abubillas, en sus ocasionales y poco comunes visitas a Selborne, y el obispo Stanley nos ha dejado una valiosa, aunque popular, Historia familiar de los pájaros. ¿No podemos acaso ofrecer al lector algunos hechos nuevos y racionales acerca de los muertos? Así lo espero.

Cuando el perseverante viajero Mungo Park se hallaba desfallecido en la vasta aridez de un desierto africano. desnudo y solo. considerando contados los minutos de su vida: cuando no parecía tener otro recurso que dejarse caer y morir, sus ojos se posaron sobre una flor de extraordinaria belleza. “Aunque la planta entera —dijo— no era más grande que uno de mis dedos, no pude completar la delicada conformación de sus raíces, sus hojas y sus flores, sin sentir admiración. El Ser que había plantado, regado y llevado a la perfección, en esa oscura parte del globo. algo que parecía de tan pequeña importancia, ¿podría contemplar con indiferencia el sufrimiento de las criaturas creadas a su imagen y semejanza? Seguramente no. Reflexiones como esta me impidieron entregarme a la desesperación. Olvidando el hambre y la fatiga seguí adelante, seguro de que el socorro se hallaba cerca, y no quedé decepcionado”.

“Con predisposición a maravillarse y adorar de una manera parecida —dice el obispo Stanley—, ¿puede estudiarse cualquier rama de la Historia Natural, sin aumentar la fe, el amor y la esperanza que cada uno de nosotros necesita en nuestro viaje por el desierto de la vida?” Veamos, entonces, qué inspiración podemos hallar en los muertos.

En la guerra, los muertos, por lo general, son los varones de la especie humana, aunque esto no ocurre con los animales, ya que con frecuencia he visto yeguas muertas entre los caballos. Otro aspecto interesante de la guerra es que en ella el naturalista tiene la oportunidad de observar la muerte de las mulas. En veinte años de observación en la vida civil no he visto jamás una mula muerta, y comencé hasta a abrigar dudas respecto a que esos animales fueran realmente mortales. En raras ocasiones he visto algo que tomé por una mula muerta, pero una observación más cuidadosa me demostró que eran criaturas vivientes que parecían muertas debido a que se hallaban en absoluto reposo. Pero en la guerra, esos animales sucumben casi de la misma manera que el caballo más común y menos rudo.

La mayoría de las mulas muertas que he visto se hallaban a lo largo de los caminos de montañas o yacían al pie de empinados declives, donde habían sido arrojadas para librar el camino de tales estorbos. Parecían hallarse más en su ambiente en las montañas, donde estamos acostumbrados a su presencia. Resultaban menos incongruentes allí que donde las vi más tarde, en Esmirna, donde los griegos, rompían las patas de todos sus animales de carga y después los empujaban a las aguas poco profundas para que se ahogaran. La cantidad de mulas y caballos que se ahogaban en el agua con las patas rotas exigían un Goya que las pintara. Aunque hablando literalmente apenas podríamos aceptar la idea de que pidieran un Goya, puesto que solo hubo un Goya —muerto hace mucho tiempo—, y es dudoso en extremo que si esos animales hubieran podido pedir algo, prefirieran una representación pictórica de su situación, en lugar de exigir que los ayudaran en su horrorosa condición.

Con respecto al sexo de los muertos, es un hecho que nos acostumbramos a que todos los muertos sean hombres, que la vista de un cadáver de mujer resulta casi chocante. La primera vez que tuve ocasión de contemplar la inversión del sexo habitual de los muertos fue después de la explosión de una fábrica de materiales de guerra, situada en la campiña cerca de Milán, en Italia. Llegamos a la escena del desastre en camiones, por caminos sombreados por álamos y bordeados de estanques que contenían múltiples diminutas vidas animales, que no pude observar claramente debido a las grandes nubes de polvo que levantaban los vehículos. Al llegar donde había estado la fábrica de municiones, algunos de nosotros fuimos destinados al patrullaje alrededor de grandes depósitos de municiones, que por una u otra razón no habían estallado. Otros recibieron la orden de combatir un fuego que se había extendido a los campos adyacentes. Al concluir esta última tarea se nos ordenó efectuar la búsqueda de cadáveres en la inmediata vecindad y los alrededores. Hallamos y llevamos a una morgue improvisada a una buena cantidad de ellos, y debo admitir con franqueza que me sentí asombrado de ver que eran mujeres, en lugar de hombres, como es habitual. En aquella época las mujeres no habían comenzado a llevar todavía los cabellos cortos como lo hicieron años más tarde en Europa y Estados Unidos, y lo más perturbador, tal vez, debido a que no era a lo que estábamos acostumbrados, fue la presencia y, en ocasiones, la ausencia de los cabellos largos. Recuerdo que después de haber buscado muertos completos comenzamos a recoger fragmentos. Muchos de estos se hallaban alejados de las alambradas de púas que rodeaban la fábrica. Por las porciones todavía existentes, de las que hallamos muchas lejos del perímetro de la fábrica, pudimos damos cuenta cabal de la tremenda fuerza de la explosión.

A nuestro retomo a Milán, recuerdo que uno o dos de nosotros hablamos del caso y estuvimos de acuerdo en que la irrealidad, y el hecho de que no hubiera heridos, había quitado al desastre mucho del horror que podría haber tenido. El agradable aunque polvoriento retomo a través de la hermosa campiña lombarda también fue una compensación por la desagradable tarea cumplida. Al volver. mientras intercambiábamos impresiones, estuvimos de acuerdo en que había sido, en realidad. afortunado que el fuego —que había estallado justamente antes de que llegáramos— fuera dominado con tanta rapidez y antes de que alcanzara los grandes montones de municiones que no habían estallado. Estuvimos también de acuerdo en que recoger los fragmentos era una tarea extraordinaria y que resultaba asombroso que el cuerpo humano volara en pedazos, no siguiendo las líneas anatómicas normales, sino tan caprichosamente como la fragmentación de una granada explosiva.

Un naturalista, para lograr exactitud en sus observaciones, debe restringir estas a un período limitado. Tomaré, pues, en primer lugar, el que siguió a la ofensiva austriaca de junio de 1918, en Italia, como uno de aquellos en que los muertos se hallaron en mayor número. El ejército austríaco se había visto obligado a hacer una retirada forzosa y, luego, un avance para recuperar el terreno perdido. De modo que, después de la batalla, las posiciones eran casi las mismas, excepto por la presencia de los muertos. Hasta que se entierran, los muertos cambian de aspecto cada día. El cambio de color en la raza caucásica es del blanco al amarillento, del amarillento al verde, y de este al negro. Si se deja lo bastante al calor, la carne comienza a parecerse al alquitrán de hulla, especialmente en las heridas desgarrantes, donde se hace visible con claridad la iridiscencia del alquitrán de hulla. El muerto se agranda cada día que pasa hasta que, a veces, se hace demasiado grande para su uniforme, llenándolo hasta que este parece estar lo suficientemente ajustado para estallar. Los miembros pueden aumentar en toda su periferia hasta un tamaño increíble y las cabezas llegan a estar tan tensas y redondeadas como los globos aerostáticos. Lo que más sorprende, luego de su progresiva corpulencia, es la cantidad de papeles que se encuentran diseminados alrededor de los muertos. Su posición final, antes de ser enterrados, depende en gran parte de la colocación de los bolsillos en sus uniformes. En el ejército austriaco, esos bolsillos se encuentran en la parte posterior de los pantalones; al poco tiempo, por tanto, todos yacen boca abajo y con los bolsillos vueltos al revés y todos los papeles que tenían en los bolsillos diseminados en la hierba, a su alrededor. El calor, las moscas, las posiciones de los cuerpos en el campo de batalla, y la cantidad de papel diseminada a su alrededor, son impresiones que se retienen. No puede recordarse, en cambio, el olor de un campo de batalla en tiempo caluroso. Se recuerda que tal olor ha existido, pero nada que nos ocurra podrá hacerlo volver a nuestra pituitaria. Es distinto al olor de un regimiento que puede llegarnos de pronto mientras viajamos en un automóvil por la calle. Al mirar por las ventanillas, distinguimos perfectamente a los hombres que lo han traído a nuestra nariz. Pero el anterior desaparece por completo de nuestra memoria olfativa, tal como cuando hemos estado enamorados: recordamos las cosas que han ocurrido, pero no podemos reconstruir la sensación.

Nos preguntamos qué podría haber hallado aquel perseverante viajero, Mungo Park, en un campo de batalla, para restaurar su confianza. Siempre hay amapolas entre el trigo a fines de junio y julio; y los árboles de morera se hallan cubiertos de hojas. Pueden verse las ondas de calor elevarse de los cañones ocultos, donde el sol los alcanza a través de la pantalla de las hojas. La tierra se vuelve de un amarillo brillante en los bordes de los agujeros donde cayeron las granadas de gas de mostaza. Pocos viajeros respirarían a pleno pulmón el aire de temprano verano y menos aún pensarían como Mungo Park en aquellos seres formados a Su propia imagen.

Lo primero que se observa en los muertos es que, malheridos, mueren como animales. Algunos perecen rápidamente de una herida tan pequeña que no se creería capaz de matar a un conejo. Mueren de pequeñas heridas, como los conejos mueren a veces por dos o tres granos de munición que apenas parecen haberles tocado la piel. Otros mueren como gatos; con el cráneo roto y un trozo de hierro dentro del cerebro; quedan allí tirados durante dos días, como los gatos se arrastran hasta la carbonera con una bala en el cerebro y no mueren hasta que alguien les corta la cabeza. Tal vez los gatos no mueran entonces, ya que dicen que tienen siete vidas; no lo sé, pero la mayoría de los hombres, en la guerra, mueren como animales; no como hombres. Nunca había visto lo que llaman muerte natural, de modo que culpaba de la muerte a la guerra, y como el perseverante viajero, Mungo Park, sabía que existía algo más, ese algo más siempre ausente. Por fin lo vi.

La única muerte natural que observé, fuera de las que son consecuencias de la pérdida de sangre —que no son tan malas— fue la muerte por la enfermedad conocida como gripe española. En ella los enfermos se ahogan en moco, sofocados. Cuando llega el fin se transforman nuevamente en niños, aunque conservan su fuerza de hombres, y llenan las sábanas como si fuera un simple pañal, con una vasta y final catarata amarillenta que fluye y avanza aún después de la muerte. De modo que ahora quisiera contemplar la muerte de un autoproclamado “humanista”, ya que el perseverante viajero Mango Park y yo seguimos vivos y tal vez viviremos lo bastante para asistir a la muerte verdadera de los miembros de esa secta literaria y contemplar su noble fin. En mis meditaciones como naturalista se me ha ocurrido que, aunque el decoro es excelente, si deseamos mantener la raza debemos realizar actos indecorosos, puesto que la misma posición prescrita para la procreación es indecorosa; muy indecorosa. Y se me ha ocurrido que eso es lo que fueron y son esas gentes: criaturas de una cohabitación decorosa. Pero, sin tomar en cuenta como han nacido, espero ver el fin de unos pocos y especulo acerca de cómo podrán tratar los gusanos esa esterilidad largamente preservada, con sus folletos de prístina belleza y su lujuria convertidos en notas al pie de página.

Aunque tal vez sea legítimo tratar de esos ciudadanos en la historia natural de los muertos —aunque esa designación nada significa ya en la época en que se publica esta obra— es, no obstante, injusto para los otros muertos, que no murieron voluntariamente en su juventud, que no eran dueños de revistas y muchos de los cuales sin duda ni siquiera habían leído un semanario, a los que hemos visto en los días calurosos con una media pinta de gusanos trabajando allí donde habían estado sus bocas. No siempre hacía calor para los muertos. Gran parte de las veces estaba allí la lluvia que los bañaba por entero —cuando yacían en ella— y ablandaba la tierra donde estaban sepultados y en ocasiones seguía hasta convertir la tierra en lodo y ellos quedaban al descubierto y había que enterrarlos de nuevo. O bien en invierno, en las montañas, había que meterlos en la nieve y cuando esta se derretía en primavera algún otro tenía que enterrarlos. Bellos campos de enterramiento tenían en las montañas. La guerra en las montañas es la más bella de todas las guerras y en una de aquellas, en un sitio llamado Pocol, enterraron a un general a quien un tirador le habla atravesado la cabeza de un balazo. En esto se equivocan esos autores que escriben libros titulados Los generales mueren en la cama, porque este general murió en una trinchera excavada en la nieve muy alta en las montañas, llevando un sombrero de alpinista con pluma de águila que ostentaba al frente un agujero donde no cabía el meñique y otro agujero atrás, donde podíamos meter el puño —si era un puño pequeño y si queríamos ponerlo allí—, y mucha sangre en la arena. Era un gran general, como también lo era el general Von Behr, que mandó a las tropas bávaras del Alpenkorps en la batalla de Caporetto y fue muerto en su automóvil de campaña por la retaguardia italiana cuando avanzaba al frente de sus tropas. Los títulos de esos libros deberían ser Los generales suelen morir en la cama, si hemos de mantener alguna exactitud en tales asuntos.

En las montañas, a veces, la nieve también cae sobre los muertos, fuera de la estación de primeros auxilios, en el lado protegido por la montaña contra cualquier bombardeo. Los han llevado sus compañeros a una zanja cavada en la ladera antes de que la tierra se helara. Fue en una de esas zanjas donde un hombre —cuya cabeza había sido rota como se puede romper un jarrón de flores, aunque todavía se mantenía completa sostenida por las membranas y un vendaje hábilmente aplicado, empapado y endurecido—, con la estructura de su cerebro desorganizada por el trozo de hierro que había en él, yacía allí día y noche, noche y día. Los camilleros pidieron al médico que entrara y le echara una mirada. Lo habían visto cada vez que hacían un viaje con los heridos y hasta cuando no lo miraban les parecía oírlo respirar. Los ojos del médico estaban rojos y tenía los párpados hinchados y casi a punto de estallar debido a los gases lacrimógenos. Miró al hombre dos veces: la primera a la luz del día y la segunda a la luz de una linterna. Esa escena de la vista con la luz de la linterna podría haber sido un bello motivo para Goya. Después de examinarlo por segunda vez el médico creyó a los camilleros, que decían que el hombre estaba todavía vivo.

—¿Y qué quieren que haga? —preguntó el médico.

No querían que hiciera nada. Pero después de un rato le pidieron permiso para llevarlo fuera y dejarlo con los heridos graves.

—¡No! ¡No! ¡No! —dijo el médico, que estaba muy ocupado—. ¿Qué pasa? ¿Le tienen miedo?

—No nos gusta oírlo aquí en medio de los muertos.

—No lo escuchen. Si lo llevan fuera tendrán que volverlo a traer nuevamente.

—Eso no nos importa, capitán doctor.

—¡No! —exclamó el médico—. ¿Me oyen?, ¡no!

—¿Por qué no le da usted una sobredosis de morfina? —preguntó un oficial de artillería que estaba aguardando para que le vendara una herida que tenía en el brazo.

—¿Cree usted que ese es el único uso para el que destino la morfina? —preguntó—. ¿Le gustaría que lo operara a usted sin morfina? Tiene usted una pistola. Vaya y mátelo usted mismo.

—Él ya ha sido herido —dijo el oficial—. Si alguno de ustedes los médicos hubieran sido heridos se comportarían de otra manera.

—Gracias. Muchas gracias —exclamó el médico blandiendo una pinza—. Mil gracias. ¿Y qué hay de estos ojos? —se los señaló con la pinza—. ¿Le gustaría a usted tenerlos así?

—Gases lacrimógenos. Nos consideraríamos felices si solo fueran gases lacrimógenos los que nos molestaran.

—Y ustedes dejan el frente y corren aquí con los ojos enrojecidos para que los evacuemos. ¡Y a veces solo se han restregado los ojos con cebollas!

—Está usted fuera de sí. No tomo en cuenta sus insultos. Está usted loco.

Los camilleros entraron.

—Capitán doctor —dijo uno de ellos.

—¡Fuera de aquí! —gritó el médico.

Salieron.

—Voy a matar a ese hombre —exclamó el oficial de artillería—. Soy humano. No puedo dejarlo sufrir.

—¡Mátelo! —gritó el médico—. Mátelo. Asuma usted la responsabilidad, si quiere. Yo elevaré el informe correspondiente. Herido, muerto por un teniente de artillería en el primer puesto de curas de urgencia. ¡Mátelo! ¡Vaya, mátelo!

—Usted no es un ser humano.

—Mi misión es la de curar a los heridos; no la de matarlos. Eso lo dejo para los caballeros de artillería.

—¿Por qué no se preocupa usted de ellos, entonces?

—Ya lo he hecho. He hecho por ellos todo lo que pude hacer.

—¿Por qué no lo manda usted abajo por el transbordador?

—¿Por qué me hace usted preguntas? ¿Es usted acaso mi superior? ¿Está usted al mando de este puesto de primera ayuda? Hágame el favor de contestar.

El teniente de artillería no dijo nada.

Los demás que se hallaban en la habitación eran soldados. No había ningún otro oficial.

—¡Contésteme! —dijo el médico sosteniendo una aguja con las pinzas—. ¡Deme una respuesta!

—¡Váyase al carajo! —gritó el oficial de artillería.

—¡Ah! ¿Sí? ¿De modo que dice usted eso? Está bien. Está bien. Ya veremos.

El teniente de artillería se puso de pie y se dirigió a él.

—¡Al carajo usted! ¡Al carajo usted! ¡Al carajo su madre! ¡A carajo su hermana!…

El médico le arrojó a la cara un plato lleno de tintura de yodo. Al acercársele, enceguecido, el oficial llevó la mano a su pistola. El médico dio vuelta rápidamente a su alrededor, lo hizo caer y luego le dio varios puntapiés y le arrancó la pistola con sus manos cubiertas por guantes de goma. El teniente quedó sentado en el suelo, tapándose los ojos con la mano que no estaba herida.

—¡Lo mataré! —gritó—. ¡Lo mataré en cuanto pueda ver!

—Yo soy el jefe —dijo el médico—. Todo está perdonado desde que usted ha reconocido que soy el jefe. Y no puede matarme porque tengo su pistola. ¡Sargento! ¡Ayudante! ¡Ayudante!

—El ayudante está manejando el transbordador —dijo el sargento.

—Lave usted los ojos a este oficial con alcohol y agua. Tiene tintura de yodo en ellos. Tráigame la palangana para lavarme las manos. Luego atenderé a este oficial.

—¡No me tocará!

—Sujételo fuertemente. Desvaría un poco.

Entró uno de los camilleros.

—Capitán doctor.

—¿Qué quiere usted?

—El hombre que estaba en la cueva…

—¡Fuera de aquí!

—Ha muerto, capitán. Me pareció que le gustaría saberlo.

—¿Ve usted, mi pobre teniente? Hemos disputado sin objeto. ¡En tiempo de guerra, disputar así por una tontería!

—¡Vete al carajo! —dijo el teniente de artillería. Todavía no podía ver—. ¡Me ha cegado usted!

—No es nada —dijo el médico—. Sus ojos quedarán perfectamente. No es nada. Una discusión sin objeto alguno.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —aulló de pronto el teniente—. ¡Me ha cegado! ¡Me ha cegado!

—Sujételo fuertemente —dijo el médico—. Siente un dolor muy fuerte. Sujételo bien.

FIN


“A Natural History of the Dead”,
Fragmento de Death in the Afternoon, 1932


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