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Una mujer en la azotea

[Cuento - Texto completo.]

Doris Lessing

Sucedió durante aquella semana de sol abrasador, aquel mes de junio.

Había tres hombres trabajando en la azotea, y el emplomado estaba tan caliente que se les ocurrió echar agua para enfriarlo. Pero el agua se calentaba, y luego se evaporaba; y bromeaban con pedirle un huevo a alguna de las vecinas y hervirlo para la cena. A eso de las dos era imposible tocar los canalones que estaban reponiendo, y se pusieron a especular sobre lo que harían los obreros en los países calurosos. ¿Quizá deberían pedir prestados unos guantes de cocina además del huevo? Todos se sentían un poco mareados, no estaban acostumbrados al calor. Se quitaron las chaquetas y se quedaron de pie, apretados uno al lado del otro contra una chimenea, en una zona de sombra de apenas treinta centímetros de ancho, procurando mantener los pies, calzados con calcetines gruesos y botas, apartados del sol. La vista de varias hectáreas de tejados era magnífica. No muy lejos de allí, un hombre sentado en una tumbona leía el periódico. Entonces la vieron a ella, entre chimeneas, a unos cincuenta metros. Estaba tendida boca abajo sobre una manta marrón. Alcanzaban a ver la parte superior del cuerpo: la melena negra, la espalda sólida y colorada, los brazos extendidos.

—Está desnuda —dijo Stanley con tono molesto.

Harry, el mayor, un hombre de unos cuarenta y cinco años, comentó:

—Eso parece.

El joven Tom, de diecisiete, no dijo nada, pero estaba excitado y sonreía nervioso.

—La denunciarán si no anda con cuidado —dijo Stanley.

—Cree que nadie puede verla —intervino Tom, mientras estiraba la cabeza en todas direcciones para ver más.

En aquel preciso instante la mujer, aún tendida boca abajo, alzó por detrás de los hombros ambas manos, en las que sostenía las puntas de un pañuelo que ató a su espalda, y se sentó. Llevaba un pañuelo rojo sobre el pecho y un diminuto panti de biquini rojo. Estaba blanca, con la piel sonrosada, pues se trataba del primer día de sol. Se sentó a fumar, y no miró hacia arriba cuando Stanley soltó un aullido de lobo.

—Las cosas insignificantes regocijan a las mentes insignificantes —sentenció Harry, y se dirigió de nuevo a la zona de la azotea donde estaban trabajando, pero el calor era abrasador—. Esperad, voy a procurarnos algo de sombra —añadió, y desapareció por la claraboya hacia el interior del edificio.

Cuando se marchó, Stanley y Tom se dirigieron al punto más alejado posible para espiar a la mujer. Se había movido, y todo lo que alcanzaban a ver eran dos piernas rosadas extendidas sobre la manta. Silbaron y gritaron, pero las piernas no se movieron. Harry regresó con una manta y les gritó:

—Vamos, venid aquí.

Parecía irritado. Treparon de regreso hasta donde estaba Harry, que le preguntó a Stanley:

—¿Cómo está tu parienta?

Stanley se había casado hacía unos tres meses.

—¿Qué pasa con la parienta? —respondió Stanley sarcástico, resguardando su independencia.

Tom no dijo palabra, pero su mente estaba repleta de imágenes de la mujer semidesnuda. Harry estiró la manta, que le había prestado una amigable mujer del piso de abajo, desde una antena de televisión hasta una fila de remates de chimenea. La sombra se proyectó sobre los desagües que debían cambiar. Pero la sombra se desplazaba, tenían que acomodar la manta, y no avanzaron demasiado. Por fin el calor amainó un poco, y trabajaron con rapidez, intentando recuperar el tiempo perdido. Primero Stanley y luego Tom fueron hasta el extremo de la azotea para observar a la mujer.

—Está de espaldas —dijo Stanley, y agregó un gesto de burla que hizo que Tom riese con disimulo y que el hombre mayor sonriese con paciencia.

El informe de Tom decía que no se había movido, pero era mentira. Quería guardar para sí lo que había visto; la había pillado justo cuando se estaba enrollando por encima de la cadera el minúsculo panti rojo, hasta que se quedó reducida a un pequeño triángulo. Estaba tendida de espaldas, completamente a la vista, reluciente por el bronceador.

A la mañana siguiente, en cuanto subieron, fueron a mirar. Ya estaba allí, boca abajo, con los brazos extendidos, desnuda salvo por el diminuto biquini rojo. Se había puesto morena durante la noche. Ayer era una mujer escarlata y blanca, hoy era una mujer bronceada. Stanley emitió un silbido. La mujer alzó la cabeza, sobresaltada, como si hubiera estado durmiendo, y dirigió su mirada directamente hacia ellos. El sol le daba en los ojos, los entrecerró, volvió a fijar la vista, luego bajó la cabeza de nuevo. Ante semejante gesto de indiferencia, los tres, Stanley, Tom y Harry, soltaron silbidos y alaridos. Harry lo hacía para parodiar a los hombres más jóvenes, como burlándose de ellos, pero además estaba enfadado. Los tres estaban molestos ante la total indiferencia de la mujer a la que observaban.

—Zorra —dijo Stanley.

—Debería invitarnos —dijo Tom, mofándose.

Harry recobró la compostura y le recordó a Stanley:

—Si es una mujer casada, esto no le gustará a su hombre.

—¡Por Dios! —exclamó Stanley virtuosamente—. Si mi esposa tomara el sol de esa manera, para que todos la vieran, se lo impediría al momento.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Harry sonriendo—. Quizá esté tomando el sol en este preciso momento.

—Imposible, no en nuestra azotea.

La confianza en su esposa hizo que Stanley se sintiera de buen humor, y los tres volvieron al trabajo. Pero ese día hacía más calor que el anterior; y en más de una ocasión uno u otro sugirió la posibilidad de hablar con Matthew, el capataz, y pedirle que aplazara el trabajo hasta que acabara la ola de calor, aunque no lo hicieron. Tenían arreglos que hacer en el sótano del enorme bloque de pisos, pero allí arriba se sentían libres, en un nivel distinto del resto de la humanidad, que vive encerrada entre calles y edificios. Mucha más gente subió a la azotea aquel día, durante una hora, al mediodía. Algunos matrimonios se sentaban en tumbonas uno al lado del otro; las piernas de las mujeres sin medias y de color escarlata, los hombres, en camiseta y con los hombros enrojecidos.

La mujer seguía sobre su manta, dándose la vuelta una y otra vez. Los ignoraba, sin importarle lo que hicieran. Cuando Harry fue en busca de más tornillos, Stanley dijo:

—Vamos.

Su azotea pertenecía a un conjunto distinto que, en un punto, estaba separado de la suya por unos seis metros. Eso significaba trepar de un nivel al otro, bordeando los parapetos y aferrándose a las chimeneas, mientras sus grandes botas se deslizaban y resbalaban; pero al fin llegaron hasta un pequeño saliente cuadrado, desde donde miraron hacia abajo para verla de cerca. Estaba sentada, fumando y leyendo un libro. Tom pensaba que parecía un póster, o la portada de una revista, con el cielo azul de fondo y las piernas extendidas. Detrás de ella, una gran grúa que trabajaba en un nuevo edificio de Oxford Street balanceaba su brazo negro entre los tejados, dibujando un amplio arco. Tom se imaginaba trabajando sobre la grúa, ajustando el brazo para que se balanceara sobre ella, la atrapara y la llevara, surcando el cielo, y la depositara junto a él.

Silbaron. Ella alzó la vista y los miró, indiferente y lejana, y siguió leyendo. Una vez más estaban furiosos. O mejor dicho, Stanley lo estaba. Su rostro acalorado pareció desfigurarse con la ira, y silbó una y otra vez, en un intento por que alzara de nuevo la vista. El joven Tom dejó de silbar. Se quedó junto a Stanley, emocionado, sonriente; pero era como si estuviera diciéndole a la mujer: “No tengo nada que ver con él”, a juzgar por su sonrisa de disculpa. La noche anterior había estado pensando en la mujer desconocida antes de quedarse dormido, y ella había sido tierna con él. Era precisamente aquella ternura la que venía a su mente ahora, mientras desplazaba los pies hacia donde se encontraba Stanley, que bromeaba y silbaba, mientras Tom contemplaba a la robusta mujer, bronceada e indiferente, que estaba a pocos metros de distancia, pero con la brecha que se abría entre ellos hasta la calle. Tom pensó que era romántico, era como estar en la cima de dos colinas. Pero oyeron gritar a Harry y treparon de vuelta. El rostro de Stanley se veía tenso, enfadado de veras. El joven lo miraba y se preguntaba por qué odiaba tanto a la mujer, pues en ese instante él sentía que la amaba.

Hicieron todo tipo de trucos con la manta en un intento por trabajar a la sombra; pero una vez más, no fue sino hasta cerca de las cuatro de la tarde cuando lograron trabajar en serio, y los tres estaban exhaustos. A esas alturas, refunfuñaban por el clima. Stanley estaba de muy mal humor. Cuando hicieron su trayecto de rutina para contemplar a la mujer, antes de dar por finalizado su día de trabajo, parecía estar dormida, boca abajo, con el cuerpo totalmente al desnudo, salvo por el pequeño triángulo escarlata sobre las nalgas.

—Voy a denunciarla a la policía —dijo Stanley.

—¿Qué te preocupa tanto? —replicó Harry—. ¿Qué daño hace?

—¡Bueno, si fuera mi esposa…!

—Pero no lo es, ¿verdad?

Tom sabía que Harry, al igual que él, se sentía incómodo ante la reacción de Stanley. Por lo general, era un joven astuto, rápido en su trabajo, bromista, una buena compañía.

—Quizá refresque mañana —comentó Harry.

Pero no fue así, hacía más calor, si es que era posible, y el pronóstico meteorológico indicaba que continuaría el buen tiempo. En cuanto llegaron a la azotea, Harry se acercó a ver si la mujer estaba allí; Tom sabía que era para evitar que fuera Stanley y así demorar su mal humor. Harry tenía hijos mayores, uno de la edad de Tom, y el joven confiaba en él y lo admiraba.

Harry regresó y dijo:

—No está allí.

—Apuesto a que su hombre se ha puesto firme —exclamó Stanley, y Harry y Tom intercambiaron una mirada y sonrieron a espaldas del joven casado.

Harry sugirió que deberían pedir permiso para trabajar en el sótano, y así lo hicieron, aquel mismo día. Pero antes de recoger las cosas, Stanley dijo:

—Tomemos un poco de aire fresco.

Una vez más, Harry y Tom se sonrieron mientras acompañaban a Stanley a la azotea; Tom con la firme convicción de que se encontraba allí para proteger de Stanley a la mujer. Eran cerca de las cinco y media de la tarde, y la luz del sol, intensa y tranquila, se extendía sobre los tejados. La gran grúa aún balanceaba su oscuro brazo, desde Oxford Street hasta encima de sus cabezas. No estaba allí. Entonces se vio flamear algo blanco detrás de un parapeto, y ella se puso en pie, envuelta en una bata blanca con cinturón. Era probable que hubiera estado allí todo el día, pero en otra parte de la azotea, para ocultarse de ellos. Stanley no silbó, no dijo nada, solo la observaba mientras se agachaba para recoger papeles, libros y cigarrillos; luego plegó la manta y la colocó sobre el brazo. Tom pensaba: Si no estuvieran aquí, iría hasta donde se encuentra y le diría… ¿Qué? Pero sabía, por los sueños nocturnos que tenía con ella, que era una mujer gentil y amigable. ¿Quizá lo invitaría a bajar a su casa? Quizá… Se quedó allí, observándola mientras desaparecía por la claraboya. Cuando se estaba yendo, Stanley soltó un irónico y penetrante alarido. La mujer se sobresaltó y dio la sensación de estar a punto de caerse. Se agarró con fuerza para evitar la caída, y se oyó el ruido de objetos que rodaban. Los miró directamente a los ojos, enfadada. Harry dijo, jocoso:

—Mejor que tengas cuidado con esas escaleras resbaladizas, cariño.

Tom era consciente de que lo había dicho para protegerla de Stanley, pero ella no podía saberlo. Desapareció, con el entrecejo fruncido. Tom se sentía lleno de una dicha secreta, pues sabía que su enojo iba dirigido a los demás, no hacia él.

—¡Espero que llueva! —exclamó Stanley con amargura, alzando la vista hacia el cielo azul del atardecer.

Al día siguiente no había ni una nube en el cielo, y decidieron terminar el trabajo en el sótano. Se sentían encerrados colocando tuberías en el subsuelo de cemento gris, excluidos del ambiente de vacaciones de que gozaba Londres por la ola de calor. Durante la hora del almuerzo subieron a la azotea para tomar el aire, pero solo había parejas y hombres en mangas de camisa o en camiseta; ella no estaba, ni en su lugar habitual ni donde había estado el día anterior. Todos, incluido Harry, treparon por los alrededores, entre los remates de las chimeneas, sobre los parapetos, entre canaletas calientes que les quemaban los dedos. No había ninguna señal de ella. Se quitaron las camisas y camisetas y se quedaron con el pecho al descubierto, mientras sentían el calor y el sudor en los pies. No mencionaron a la mujer. Pero Tom se sintió solo una vez más. La noche anterior, ella lo había invitado a su piso; era amplio y tenía alfombras blancas y una cama con cabezal de cuero blanco, mullido. Ella llevaba un negligé opaco, de color negro y su amabilidad hacia Tom hacía que, ahora, al recordarlo, se le secara la garganta. Sentía que lo había traicionado al no estar allí.

Y de nuevo, después del trabajo, subieron a la azotea, pero no había rastro de ella. Stanley insistía en que, si al día siguiente hacía tanto calor, no iría a trabajar y punto. Pero allí estaban los tres al día siguiente. Hacia las diez, la temperatura rondaba los veintitrés grados y llegó a treinta mucho antes del mediodía. Harry fue a hablar con el capataz para decirle que era imposible trabajar en los canalones con ese calor; pero el capataz respondió que no había otra tarea que pudiera asignarles, de manera que debían seguir allí. Al mediodía se quedaron en silencio, observando cómo se abría la claraboya de la azotea de ella y luego, lentamente, apareció con su bata blanca y la manta bajo el brazo. Los miró seria, y luego se dirigió hacia una zona que estaba fuera del alcance de su vista. Tom estaba satisfecho. Sentía que le pertenecía más cuando los otros hombres no podían verla. Se habían quitado la camisa y la camiseta, pero ahora debían volver a vestirse, pues era como si el sol les magullara la piel.

—Debe de tener la piel de un rinoceronte —comentó Stanley mientras arrastraba canalones y maldecía.

Dejaron de trabajar y se sentaron a la sombra, detrás de los tubos de unas chimeneas. Una mujer se asomó para regar una maceta amarilla justo delante de ellos. Era de mediana edad, y llevaba un vestido floreado.

—Necesitamos el agua más que ellas —dijo Stanley.

La mujer sonrió y contestó:

—Pues será mejor que se den prisa en ir al bar, porque cerrará dentro de un minuto.

Hicieron algunas bromas, y luego se marchó dedicándoles un saludo y una sonrisa.

—No es como lady Godiva —dijo Stanley—. Podría darnos un poco de conversación y una sonrisa.

—A ella no le has silbado —le reprochó Tom.

—Míralo —dijo Stanley—. ¿Acaso no has silbado tú?

Pero el joven sentía que en realidad no había silbado, como si solo Harry y Stanley lo hubieran hecho. Estaba planeando quedarse atrás cuando llegara la hora de acabar la tarea para ingeniárselas de algún modo y llegar hasta donde estaba la mujer. El informe meteorológico anunciaba que la ola de calor estaba a punto terminar, así que debía actuar con rapidez. Pero no tuvo la posibilidad de quedarse solo. Los otros dos decidieron terminar de trabajar a las cuatro, porque estaban exhaustos. Cuando bajaron, Tom trepó rápidamente a un parapeto y se elevó aún más al subirse a una chimenea. Echó un vistazo a la mujer, que estaba tendida de espaldas, con las rodillas flexionadas hacia arriba, los ojos cerrados, una mujer morena tomando sol. Se deslizó hacia abajo y charló con Stanley, que buscaba información:

—Ha bajado —dijo. Tom sentía como si la hubiera protegido de Stanley y que ella debía estarle agradecida. Podía sentir el vínculo entre la mujer y él.

Al día siguiente, se quedaron en el rellano debajo de la azotea, reacios a subir y enfrentarse al calor. La mujer que le había prestado la manta a Harry salió y les ofreció una taza de té. Aceptaron agradecidos, y se sentaron a conversar en la cocina de la señora Pritchett durante una hora o más. Estaba casada con un piloto de aviación. Rubia, elegante y de unos treinta años, a la mujer enseguida le llamó la atención el apuesto Stanley, de rostro anguloso; y ambos coqueteaban mientras Harry, sentado en un rincón, los observaba indulgente, aunque la expresión de su rostro le recordaba a Stanley que era un hombre casado. Y el joven Tom sentía envidia de Stanley por su descaro y jocosidad; sentía, además, que el coqueteo de Stanley con la señora Pritchett dejaba su romance con la mujer de la azotea a buen resguardo, intacto.

—Creí que habían dicho que la ola de calor acabaría —comentó Stanley malhumorado, al acercarse el momento en que debían subir y exponerse al sol.

—¿No le gusta? —preguntó la señora Pritchett.

—Para algunos está muy bien —le dijo Stanley—. Si uno no tiene nada más que hacer salvo tumbarse allí arriba como si fuera una playa. ¿Sube usted alguna vez?

—Subí una vez —respondió la señora Pritchett—. Pero es un sitio sucio y hace demasiado calor.

—Tiene razón —asintió Stanley.

Entonces subieron, dejando el pequeño, fresco y pulcro piso y a la señora Pritchett.

En cuanto llegaron, la vieron. Los tres hombres la miraron con rencor, porque se sentía muy cómoda bajo el agobiante sol. Harry notó cierta expresión en el rostro de Stanley y dijo:

—Vamos, al menos tenemos que hacer ver que trabajamos.

Tenían que arrancar otro tramo de canalón que corría junto a un parapeto para poder reemplazarlo. Stanley lo cogió con las manos, tiró con fuerza, maldijo y se incorporó.

—Al diablo —exclamó, y se sentó debajo de una chimenea. Encendió un cigarrillo—. Al diablo con ellos —añadió—. ¿Qué se creen que somos, lagartijas? Tengo ampollas en las manos.

Luego se puso en pie de un salto, trepó por los tejados y quedó de espaldas a ellos. Se llevó los dedos a cada lado de la boca y soltó un agudo silbido. Tom y Harry se agacharon, sin mirarse, y lo observaron. Solo alcanzaban a ver la cabeza de la mujer y el comienzo de sus hombros bronceados. Stanley volvió a silbar. Luego empezó a dar golpes con los pies, mientras silbaba a la mujer y aullaba y gritaba, al tiempo que su rostro se enrojecía. Parecía estar bastante molesto, y pataleaba y silbaba sin que la mujer se inmutara, sin que moviera un solo músculo.

—Chiflado —dijo Tom.

—Sí —asintió Harry con reprobación.

De pronto, el hombre mayor tomó una decisión. Lo hizo —Tom lo sabía— para evitar cualquier escándalo o problema de verdad que pudiera presentarse con la mujer. Harry se incorporó, y comenzó a colocar las herramientas sobre un trapo engrasado.

—Stanley —dijo Harry con tono imperativo. Al principio, Stanley no le hizo caso, pero Harry repitió—: Stanley, nos vamos. Voy a decírselo a Matthew.

Stanley regresó, con las mejillas rojas y una expresión de indignación en la mirada.

—No podemos continuar así —dijo Harry—. Acabará en un día o dos. Voy a decirle a Matthew que tenemos una insolación, y si no le gusta, peor para él. —Hasta el mismo Harry se oía afligido, Tom lo notó. El hombre menudo, competente, el padre de familia con cabello entrecano, el hombre que nunca se sentía confundido, ahora parecía afectado—. Vamos —dijo molesto. Se metió por la abertura cuadrada del techo y descendió, mirando cuidadosamente hacia abajo al descender por la escalera. Luego le siguió Stanley, que ni siquiera le echó un vistazo a la mujer. Después le llegó el turno a Tom, que sentía que su garganta latía de la emoción, mientras le prometía en secreto al volver la vista atrás: Espérame, espera, ya voy.

—Me voy a casa —dijo Stanley en la acera.

Ahora estaba pálido, así que bien podría ser que tuviera una insolación. Harry fue a buscar al capataz, que estaba trabajando en las cañerías de unos edificios calle abajo. Tom logró escabullirse, no al edificio en que habían estado trabajando, sino al edificio en cuya azotea tomaba el sol la mujer. Fue directo hacia arriba, sin que nadie lo detuviera. La claraboya estaba abierta, y tenía una escalerilla que conducía a la azotea. Salió a la azotea a un par de metros de distancia de donde estaba la mujer. Ella se sentó, y con ambas manos echó hacia atrás su melena negra. El pañuelo con el que se cubría los pechos estaba ajustado y su carne bronceada se abultaba y sobresalía. Tenía las piernas suaves y morenas. Lo miró sorprendida, en silencio. El joven permaneció allí, sonriente, como un tonto, aguardando que se dirigiera a él con la ternura que esperaba de ella.

—¿Qué quiere? —preguntó ella.

—Eh… yo… he venido para… que nos conociéramos —balbuceó haciendo una mueca implorante.

Se miraron, el joven delgado, de cara sonrojada, emocionado, y la mujer seria y semidesnuda. Luego, sin decir palabra, ella se echó sobre su manta, ignorándolo por completo.

—Le gusta el sol, ¿verdad? —le preguntó él a la espalda reluciente.

Ni una palabra. Sintió pánico, al tiempo que recordaba cómo lo había tomado entre sus brazos, acariciado su cabello, cómo lo había llevado a su cama, donde se había sentado altivo, con una copa del licor más exquisito que había probado nunca. Tenía la sensación de que si se arrodillaba, acariciaba sus hombros, su cabello, ella se daría la vuelta y lo tomaría entre sus brazos.

—No le molesta el sol, ¿verdad? —le dijo Tom.

Ella alzó la cabeza y apoyó el mentón sobre los pequeños puños.

—Lárguese —respondió. Él no se movió—. Escúcheme —le dijo, pausada y razonablemente, refrenando su enfado, aunque con dificultad; lo miró, y el enfado se hizo evidente en su rostro—, si le divierte ver a una mujer en biquini, ¿por qué no coge el autobús hasta el Lido por solo seis peniques? Verá a decenas, y se ahorrará esta escalada.

No lo había comprendido. El joven se sintió acorralado por su injusticia. Balbuceó:

—Pero me gusta usted, la he estado observando y…

—Gracias —respondió ella, y agachó el rostro de nuevo, apartando la mirada.

La mujer permaneció tumbada. Él estaba de pie. Ella no dijo ni una palabra. Simplemente lo había rechazado. Él siguió allí de pie, sin decir nada, durante unos minutos. Pensaba: Si me quedo, tendrá que decir algo. Pero los minutos corrían sin que ella diera ninguna señal, salvo por la tensión que se hacía evidente en su espalda, sus muslos, sus brazos; la tensión que indicaba que quería que se marchara.

El joven alzó la vista al cielo, donde el sol parecía retorcerse de calor; y miró los tejados donde él y sus compañeros habían estado antes. Podía ver cómo el calor vibraba allí, donde habían estado trabajando. ¡Y pretenden que trabajemos en estas condiciones!, pensó con justa indignación. La mujer no se había movido. Un soplo de aire caliente agitó su negra melena con suavidad, que brillaba y se tornasolaba. El joven recordaba cómo había acariciado su cabellera la noche anterior.

El resentimiento que sentía hizo que por fin se marchara, bajara las escaleras, atravesara el edificio hasta la calle. Entonces se emborrachó, por el odio que le tenía.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, el cielo estaba gris. Contempló el húmedo gris y pensó con malicia: “Bueno, te lo mereces. Te lo tienes bien merecido”.

Los tres hombres comenzaron a trabajar temprano con los fríos canalones del tejado, bajo una tenue llovizna y rodeados de tejados húmedos a los que nadie subió a tomar el sol, tejados negros, mojados por la lluvia. Ahora hacía fresco, así que terminarían el trabajo ese mismo día, si se daban prisa.

*FIN*


“A Woman on a Roof”,
A Man and Two Women and Other Stories, 1963


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