Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Una Navidad en el empalme

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Yellowhammer era un pueblo minero construido básicamente de lona y madera de pino sin desbastar. Cherokee era el padre cívico de Yellowhammer. Era un buscador de filones. Un día, mientras su burro devoraba agujas de pino mezcladas con trozos de cuarzo, el pico de Cherokee sacó un pedazo de metal de treinta onzas de peso. Denunció el yacimiento y obtuvo la concesión. Como le gustaba darse corte de hombre hospitalario y abierto, invitó a los amigos que vivían en los tres estados más cercanos al pueblo, para que fuesen a la región y poder compartir su fortuna con ellos.

Ninguno de los invitados declinó la invitación ni perdió la oportunidad, ni ninguno dijo que sentía no complacer a su amigo. Todos afluyeron desde el condado del Gila, desde Río Salado, desde Pecos, desde Alburquerque, desde Fénix y Santa Fe, y hasta de las planicies que existen entre aquellos lugares.

Cuando se congregaron un millar de ciudadanos y todos plantearon sus derechos respectivos a las concesiones mineras, le dieron a la nueva población el nombre de Yellowhammer, nombraron un cuerpo de vigilantes y regalaron a Cherokee una cadena de reloj hecha de pepitas de oro.

Tres horas después de aquellas ceremonias resultó que Cherokee no se había topado con una mina, sino con un simple depósito suelto de mineral aurífero. Entonces lo dejó y realizó infinitos intentos. La suerte se había limitado a rozarle un poco, pero nada más. Jamás encontró en Yellowhammer ni el polvo de oro suficiente para pagar sus gastos en el bar. Pero el millar de personas a las que había invitado a ir allí prosperaban magníficamente, y Cherokee los felicitaba y sonreía.

Los habitantes de Yellowhammer pertenecían a ese tipo de hombres que se sacan el sombrero ante aquel que sabe perder sonriendo. Por lo tanto, invitaron a Cherokee a que les dijera cómo y de qué manera podían serle útiles.

—¿A mí? —dijo Cherokee—. No hablemos de eso. Seguiré insistiendo y buscaré oro en el Mariposas. Si me va bien, ya se enterarán. Yo no soy de los que dejan de lado a sus amigos.

En mayo Cherokee juntó sus pertenencias sobre el lomo de su burro y dirigió su activa frente de piel de color de ratón hacia el Norte. Muchos ciudadanos lo acompañaron como escolta hasta los indefinidos límites de Yellowhammer y se despidieron con repetidos adioses y muchos consejos y recomendaciones. Lo obligaron a aceptar que llevara cinco cantimploras tan llenas que no quedaba aire entre corcho y contenido, y se le recordó que podía pensar en Yellowhammer como un lugar donde siempre tendría una cama para dormir, jamón con huevos para comer y agua caliente para afeitarse; se le hacía esta oferta permanente, pensando que la suerte tal vez no le sonriera cuando desembarcase en el Mariposas.

El título de padre cívico de Yellowhammer le fue concedido por los buscadores de oro de acuerdo con su popular sistema de nomenclatura. No era necesario para un ciudadano exhibir su partida de bautismo para recibir un sobrenombre. El apellido de cada uno era de su personal propiedad. Pero para llamarlo de modo más directo en el bar y poder diferenciarlo de otros hombres de camisa azul, era mejor un apelativo temporal, en forma de título o de epíteto, que le fuera endosado por el público. Las peculiaridades personales solían proporcionar el origen de esos bautismos no legales. A muchos se los “bautizaba” geográficamente, por el nombre de la región de donde decían venir. Algunos explicaban sin vergüenza que se llamaban Thompson o Adams, y esto enturbiaba casi siempre la sonoridad de sus otros sobrenombres. Algunos tipos de dudosa apariencia y desvergonzados daban sin dudar sus nombres propios. A esto se lo consideraba un exceso de arrogancia y no solía gozar de popularidad. Uno que dijo llamarse Chesterton L. C. Belmont y lo demostró con cartas que le habían dirigido con tal nombre, recibió la orden imperativa de dejar el pueblo antes de que anocheciese. Los que gozaban de más popularidad eran de este estilo: Bajito, Piernas Zambas, Tejas, Guillermo el Vago, Rogers el Sediento, Riley el Cojo, El Juez, Ed California… y Cherokee se ganó el sobrenombre a que se hace referencia porque afirmó haber vivido un tiempo con los indios cherokees.

El duodécimo día de diciembre, Baldy, que era el encargado del correo, llegó a Yellowhammer con noticias muy importantes.

—Vi en Alburquerque —dijo Baldy a los parroquianos del bar— a Cherokee hecho un gran señor y vestido como el zar de Rusia, gastando dinero a montones. Los dos nos divertimos de lo lindo, y bebimos vino de ese que hace espuma, y Cherokee no me dejó pagar nada. Tenía los bolsillos tan llenos de dólares como la banca de una mesa de juego.

—Cherokee dio con un yacimiento de oro –opinó Ed California—. Es muy buen tipo y me alegro mucho de sus éxitos.

—Cherokee podría venir a Yellowhammer a charlar con los amigos —agregó otro, algo molesto—. Pero así son las cosas. Cuando a uno le va bien, ya no se acuerda de los demás.

—Espere —interrumpió Baldy—. A eso iba. Cherokee ha encontrado un yacimiento de un metro de profundidad en el Mariposas. Con eso podría irse a vivir a Europa forrado de riquezas. Pero en vez de hacer eso, se lo vendió a un sindicato por cien mil dólares al contado. Se compró un abrigo de piel de foca y un trineo rojo. ¿A qué no imaginan lo que se propone hacer ahora?

—Poner un garito —señaló Tejas, que cuando imaginaba las posibilidades de pasarla bien solo pensaba en el juego.

—Volver a buscar a su amada —dijo Bajito, un mozo pintón, que siempre hablaba con voz cantarina, que solía llevar fotografías de mujeres en el bolsillo y que se adornaba el cuello con un pañuelo bordó.

—¿Piensa comprar un bar? —preguntó Rogers el Sediento.

—Cherokee —continuó Baldy— me llevó a una habitación que tiene reservada y me enseñó todo lo que tenía. Estaba llena de tambores, muñecas, patines, bolsitas de caramelos, animales de trapo, cajitas de sorpresas, pitos y más cosas propias para niños. ¿Saben lo que se propone hacer con todas esas inutilidades? No lo adivinarán, pero Cherokee me lo dijo. Piensa cargarlo todo en su trineo rojo y… Pero esperen un minuto y no pidan más copas por ahora. Quiere venir a Yellowhammer y obsequiar a todos los niños del pueblo con el mayor árbol de Navidad que se haya visto nunca, y con la mayor muñeca de esas que lloran, y con la mejor juguetería que se haya visto al oeste del cabo Hatteras.

Siguieron dos minutos de absoluto silencio a las palabras de Baldy. El mutismo fue interrumpido por el cantinero, quien, comprendiendo sagazmente que el momento era oportuno para mostrar liberalidad, hizo servir por su cuenta una docena de vasos de whisky para todos los reunidos ante el mostrador. Los vasos llegaron patinando uno tras otro por la superficie húmeda. Una botella cerraba la marcha.

—Pero no les contaste que… —dijo un minero al que llamaban Trinidad.

—No —respondió Baldy, pensativo—. Ni sé cómo hacerlo. Cherokee ha comprado y pagado ya todas esas inutilidades navideñas. Además, los dos teníamos el cerebro un poco confuso por lo que habíamos chupado, como ya expliqué, y no se me ocurrió decirle nada, para aclararle sus conceptos al respecto.

—No puedo dejar de demostrar cierta sorpresa —señaló el Juez, colgando de la barra su bastón de puño de marfil— con respecto a la errónea idea que tiene Cherokee de nuestra… de su población.

—Pues el comprenderlo no constituye la octava maravilla del mundo —replicó Baldy—. Cherokee no está en Yellowhammer desde hace siete meses. En este tiempo podían haber sucedido muchas cosas. ¿Cómo quieren que sepa que en esta población no hay un solo niño y que, si nos guiamos por las huellas que ofrece la inmigración femenina, no es de esperar que tengamos ni uno en mucho tiempo?

—Pensando bien en ello —observó Ed California—, es curioso que ninguno lo haya pensado. Pero la localidad no se ha desarrollado lo suficiente para dar cabida a la brigada del carmín y el estropajo. ¿No les parece?

—Para rematar sus propósitos pascuales —continuó Baldy—, Cherokee se propone llegar vestido de Papá Noel. Tiene una peluca y una barba blanca que lo ocultan por completo y le hacen parecer una de esas estampas que se ven en los libros de William Cullen Longfellow. También ha preparado ropas rojas que hacen juego con las pieles, y unos guantes de ocho onzas, y un gorro rojo, picudo y con borla. ¿No es lamentable que con semejante aparato no vaya a encontrar un solo Guillermín o una sola Anita deseosos de los regalos de San Nicolás?

—¿Cuándo va a venir Cherokee con su cargamento? —inquirió Trinidad.

—La víspera de Navidad —respondió Baldy—. Y quiere que le tengamos preparado un cuarto para almacenar los juguetes y un árbol ya cortado y listo para plantar. Y quiere que las mujeres que sean invitadas contengan sus lenguas para no privar de la sorpresa a los niños.

La conversación de aquellos hombres describía con exactitud la condición estéril de Yellowhammer. Nunca una voz infantil había animado el interior de las toscas moradas, ni unos diminutos pies, que proporcionan tanta felicidad, habían pisado el descuidado camino que corría entre las dos filas de tiendas de campaña y edificios burdamente construidos. En el futuro, sí habría niños. Pero por ahora Yellowhammer era un campamento de montaña y no se encontraba en él ni un solo par de pícaros e inquisitivos ojos abriéndose por la mañana al encanto del día. No existían menudas manos que intentasen asir los desconcertantes arreos de San Nicolás, ni entusiasmadas voces pueriles podían recibir con alegría los espléndidos regalos del afectuoso Cherokee.

En Yellowhammer no había más que cinco mujeres.

La mujer del verificador de metales, la propietaria de la fonda Lucky Strike y una lavandera en cuya tina quedaba diariamente, después del trabajo, una onza de polvo de oro. Esas eran las vecinas permanentes. Las que se hallaban como transeúntes se llamaban las hermanas Lentejuela. Atendían, respectivamente, por los nombres de Erma y Fanchon y pertenecían a la Compañía Transcontinental de Comedias, que entonces representaba piezas de repertorio en el “improvisado” Teatro Imperial. En cambio, no se contaba ni con un solo llanto de niño. Algunas veces la joven Fanchon interpretaba con ingenio y destreza el papel de algún chico robusto, pero entre sus contornos y los perfiles preadolescentes que la fantasía parecía designar como propios de los destinatarios de las ofrendas de Cherokee, se interponía un abismo.

El día de Navidad caía el jueves siguiente. El martes por la mañana, Trinidad, en vez de dirigirse al trabajo, fue al Lucky Strike y preguntó por el Juez.

—Sería indigno de Yellowhammer —expuso Trinidad— decepcionar a Cherokee, y precisamente en las Navidades. Puede decirse que ese hombre es el fundador de la ciudad. Voy a ver lo que puedo hacer para complacerle en su papel de Papá Noel.

—Con placer prestaré mi cooperación —agregó el Juez—. Debo a Cherokee muchos favores. Hasta ahora he pensado que la carencia de niños era un lujo que nos dábamos, pero en el presente caso… En fin, no sé lo que podríamos hacer.

—Tiene adelante suyo —dijo Trinidad— a un hombre de iniciativa y recursos mentales. Voy a enganchar el carro y traeré un cargamento de niños para que asistan a la fiesta de Navidad, aunque tenga que raptar a todos los internados de un asilo de huérfanos.

—¡Eureka! —exclamó el Juez, con entusiasmo.

—No fuiste tú quien ha descubierto nada —atajó Trinidad decididamente—, sino yo. En el colegio me enseñaron esa palabra latina.

—Te acompañaré —manifestó el Juez, empuñando su bastón—. Acaso la elocuencia y don de lenguaje que pueda yo poseer persuadirán a nuestros jóvenes amigos de que apoyen el proyecto.

Una hora más tarde, Yellowhammer en pleno sabía y aprobaba el plan de Trinidad y el Juez. Algunos ciudadanos, que conocían familias con hijos en una extensión de cuarenta millas a la redonda, ofrecieron su colaboración, concretada en informes. Trinidad tomó cuidadosa nota de todo y después se lanzó a la caza de un vehículo con sus correspondientes caballos.

El primer lugar en que contaban detenerse era una casa de duros troncos, ubicada a unas quince millas de Yellowhammer. Cuando Trinidad llamó, un hombre abrió la puerta y, atravesando la explanada delantera de la casa, se dirigió a la vencida tranquera de entrada. En el umbral de la cabaña se hacinaban varios niños, andrajosos algunos, pero todos rebosantes de curiosidad y salud.

—Verá usted —explicó Trinidad—. Nosotros vivimos en Yellowhammer, y hemos salido a secuestrar niños, en el buen sentido de la palabra. Uno de nuestros más sobresalientes ciudadanos se ha obsesionado con hacer de San Nicolás, y mañana llegará al pueblo cargado con la mitad de los juguetes de maravillosos colores que se fabrican en Alemania. El más joven de los vecinos de Yellowhammer lleva una cuarenta y cinco en el cinturón y usa navaja de afeitar. De manera que no estamos muy bien preparados, digamos, para empezar con exclamaciones de asombro cuando alguien encienda las velitas del árbol de Navidad. Si usted, compañero, nos presta unos cuantos niños, le damos nuestra palabra de devolvérselos sanos y salvos el mismo día. Volverán después de haber pasado un buen rato y traerán ejemplares de El Robinson Suizo, y tambores rojos, y cuernos de la abundancia, y otros regalos del mismo estilo. ¿Qué le parece?

—En otras palabras —completó el Juez—, hemos descubierto, por primera vez, en nuestra embriónica aunque progresiva localidad, los inconvenientes de la ausencia de niños. Habiendo llegado la época del año en que es costumbre obsequiar a los tiernos y jóvenes reto…

—Entiendo —dijo el padre, apretando con un dedo el tabaco de la chimenea de su pipa—. No pienso hacerles perder su tiempo, señores. Mi mujer y yo tenemos siete hijos y, examinándolos a todos en conjunto, no veo que ni ella ni yo podamos prescindir de ninguno para complacer a ustedes. Mi mujer ha preparado maíz confitado y tiene unos cuantos muñecos de trapo en los baúles, y pensamos ofrecer a los pequeños una idea de lo que es la Navidad según nuestras limitadas posibilidades. Por mucho que quisiera, no vería el momento de desprenderme de ninguno de los muchachos. Gracias por su amabilidad, señores.

Descendieron la ladera y se encaminaron hacia el rancho de Wiley Wilson. Trinidad repitió su petición y el Juez la subrayó con su poderosa antifonía. La mujer de Wiley llamó a su lado a sus dos sonrosados vástagos y no los dejó alejarse de su pollera hasta que Wilson, riendo, movió la cabeza. Otra negativa.

Trinidad y el Juez agotaron sin resultado positivo más de la mitad de su lista. Ya el crepúsculo descendía sobre las montañas. Pasaron la noche en una posada y se pusieron en movimiento al llegar la mañana siguiente.

En el carro no había subido ni un solo pasajero, aparte de los dos hombres que lo guiaban.

—Empieza a crecer en mi cerebro —dijo Trinidad— la idea de que pedir niños prestados en vísperas de Navidades es como pedir manteca a un hombre que se dispone a preparar en el horno bollos calientes.

—Es un hecho indiscutible —acordó el Juez— que los vínculos familiares parecen más estrechos y coherentes que nunca en esta época del año.

El día anterior al de la Pascua navideña los dos gestores recorrieron treinta millas, e hicieron cuatro paradas y otras tantas inútiles tentativas. Por lo que se veía, a todos los interpelados les parecía tener un tesoro en sus hijos.

Caía el sol cuando la esposa del jefe de sección de un solitario ferrocarril les dijo, mientras resguardaba tras ella su tampoco disponible progenie:

—En el empalme de Granito hay una mujer que acaba de alquilar el bar de la estación. Creo que tiene un niño. Quizá se lo preste.

A las cinco de la tarde Trinidad tiró de las riendas de las mulas en el empalme de Granito. El tren acababa de partir con su carga de alimentados y repantigados pasajeros.

En el sector de la escalera que conducía al bar de la estación había un niño de unos diez años, fumando un cigarrillo. El comedor del bar se hallaba en un total estado de caos después de satisfacer a tantos peripatéticos apetitos. Una mujer aún joven estaba recostada, exhausta, en una silla. En su rostro se dibujaban huellas de sufrimiento. Sin duda, había poseído en otros tiempos cierta clase de belleza que no la abandonaría jamás pero que jamás volvería. Trinidad se lanzó a cumplir la misión que lo llevaba allí.

—Consideraré un favor que se lleven a Bobby por algún tiempo —dijo ella con voz cansada—. Tengo que trabajar aquí de la mañana a la noche y no me queda tiempo para atenderlo. Además, está aprendiendo muchas malas costumbres de los hombres que vienen a comer aquí. Si se lo llevan, será el único modo de que goce de las Navidades.

Los hombres salieron y conferenciaron con Bobby. Trinidad describió con vívidos colores las glorias del árbol de Navidad y sus regalos.

Además, mi joven amigo —añadió el Juez—, San Nicolás en persona va a presentarse a distribuir los obsequios, símbolo de los que ofrendaron los pastores de Belén, y…

—Lárguense de aquí —dijo el chico, mirándoles perversamente con el rabillo del ojo—. No soy un chiquito. No existe San Nicolás. Son los mayores los que compran los juguetes y se los ponen a los pequeños mientras están dormidos. Después marcan huellas en la ceniza de la chimenea, con las pinzas, para hacer como que ha pasado por allí el trineo de San Nicolás.

—Podrá ser así —respondió Trinidad—, pero no es así; los árboles de Navidad no son un cuento de hadas. Y el de ahora va a parecer como el almacén de juguetes de todo a diez centavos que hay en Alburquerque. Imagina todo lo que se vende allí reunido en un solo árbol. Habrá tambores, y arcas de Noé, y gorros, y…

—¡Porquerías! —exclamó Bobby irritado—. Hace mucho que prescindí de todo eso. Yo lo que quiero es un fusil. Y no de salón, sino de verdad, para poder cazar gatos salvajes. Seguramente no tienen ustedes un fusil verdadero en su árbol de Navidad.

—No puedo asegurarlo —contestó Trinidad diplomáticamente—. Tal vez sí. Podés venir con nosotros y verlo.

Así, alimentada una esperanza, aunque débil, el dubitativo joven otorgó su consentimiento. Y con aquel único beneficiario de la bondad de Cherokee los buscadores de niños emprendieron el regreso al pueblo.

En Yellowhammer un galpón vacío fue transformado en lo que podía ser el entoldado de una feria de Arizona. Las mujeres habían hecho bien su trabajo. En el centro del galpón se elevaba un enorme árbol de Navidad, cubierto de velitas, adornos y juguetes hasta la más alta de las ramas, suficientes para una veintena de niños. A medida que llegaba el crepúsculo una multitud de ojos ansiosos habían empezado a mirar la calle, esperando el retorno de los proveedores de niños. Cherokee había penetrado en la población al mediodía, con su trineo lleno de paquetes, cajas y atados de todos los tamaños y formas. Tan intensamente se embarcó en la preparación de sus planes altruísticos, que ni siquiera notó que no se veían niños por ninguna parte. Nadie se animó a explicarle el humillante estado que en aquel sentido se encontraba Yellowhammer, porque esperaban que los esfuerzos de Trinidad y del Juez alcanzasen para suplir la deficiencia.

Cuando el sol se puso, Cherokee, haciendo muchas señas y muecas con su curtido rostro, se retiró a una habitación apartada, llevándose el paquete que contenía su disfraz de San Nicolás y otro bulto que contenía regalos especiales, que no había mostrado a nadie.

—Cuando los niños estén reunidos —indicó al comité de voluntarios que se habían encargado de los arreglos pertinentes—, enciendan las luces del árbol y hagan que los pequeños empiecen a cantar: El gatito busca un rincón y El rey Guillermo. Cuando todos estén bien distraídos, San Nicolás aparecerá en la entrada. Creo que habrá abundantes regalos para todos.

Las mujeres se movían alrededor del árbol, dando los toques finales que en la práctica nunca llegaban a un final. Las hermanas Lentejuela aparecían con los vestidos que la señora Violeta de Vere y su doncella María iban a lucir en el nuevo drama La amada del minero. El teatro no se abría hasta las nueve y a las dos jóvenes se las había recibido como bien venidas visitantes con motivo del montaje del árbol de Navidad. Una y otra auxiliaban a la comisión encargada de los festejos pascuales. A cada instante asomaban las cabezas a la puerta, en espera y a la escucha del vehículo de Trinidad y el Juez. Y la expectación empezaba a convertirse en ansiedad, porque había llegado la noche y era necesario encender las luces del árbol. La irrupción de Cherokee disfrazado era inminente.

Por fin, el carro con los buscadores de niños hizo chirriar sus ruedas sobre el suelo de la calle. Las mujeres, lanzando excitados grititos, se aprestaron a encender las velas. Los hombres de Yellowhammer salían y entraban del cuarto, formando nerviosos grupos.

Trinidad y el Juez, cuyos rostros mostraban las marcas inequívocas del cansancio de su prolongado viaje, entraron en el almacén conduciendo a un solo chico, de aspecto travieso y que miraba con ojos pesimistas y hoscos el brillante árbol.

—¿Dónde están los otros niños? —preguntó la mujer del verificador, reconocida dirigente mayor de todas las actividades de tipo social.

—Señora —dijo Trinidad, suspirando—, buscar niños en vísperas de Navidad es como querer hallar plata en la piedra caliza. El asunto paternal es cosa que no alcanzo a comprender. Por lo que siempre se oye, cualquiera pensaría que los padres y las madres están deseosos de ver a sus hijos ahogados, secuestrados, envenenados con jugos vegetales y desgarrados por gatos monteses durante trescientos sesenta y cuatro días del año. Pero el de Navidad todos insisten en gozar de la mortificación de la compañía infantil. Este joven bípedo, señora, es el único fruto que han obtenido nuestras maniobras durante dos días.

—¡Qué niño tan lindo! —comentó Erma con acariciadora voz, acercándose y barriendo el suelo del galpón con la cola del vestido de Violeta de Vere.

—¡Cállese! —gruñó Bobby—. ¿Quién es el niño? Usted no, por supuesto.

—¡Qué muchacho tan decidido! —murmuró la joven Erma, esmaltando su rostro con una sonrisa.

—Hemos hecho cuanto podíamos —aseguró Trinidad—. Siento la desilusión de Cherokee, pero no he podido evitarlo.

Se abrió la puerta y entró Cherokee ostentando el tradicional disfraz de San Nicolás. Una barba blanca y una abundante melena cubrían su rostro, dejando apenas al descubierto sus ojos oscuros y brillantes. Llevaba una bolsa al hombro.

Todos permanecieron inmóviles. Hasta las hermanas Lentejuela dejaron de adoptar actitudes coquetas y miraron con curiosidad la alta figura del hombre. Bobby permanecía con las manos en los bolsillos, mirando sombríamente el afeminado y pueril árbol pascual. Cherokee dejó su bolsa en el suelo y miró escrutadoramente el ambiente. Tal vez imaginaba que en las cercanías estaba escondida una tropa de niños listos a entrar ruidosamente en el galpón cuando él llegara. Finalmente, se acercó a Bobby y le tendió su mano enguantada.

—Felices Pascuas, niño —dijo Cherokee—. Puedes sacar del árbol cualquier cosa que te guste. ¿No quieres estrechar la mano de San Nicolás?

—No hay San Nicolás —replicó el niño con voz adusta—. Usted es un hombre común y lleva barba postiza. Y yo no soy ningún niño. No me interesan las muñecas ni los caballos de hojalata. El conductor del carro me dijo que aquí había un fusil y no lo veo. Quiero volverme a casa.

Trinidad se dijo que habría que ir a Roma por todo. Estrechó la mano de Cherokee con calor y le dijo:

—No sabes cuánto lamento esto, Cherokee. Pero en Yellowhammer no existe un solo niño. Hemos querido buscarlos fuera para complacerte y en nuestro intento de pesca solo hemos encontrado esta sardina. Es un ateo y no cree en San Nicolás. El juez y yo creíamos poder llegar con un carro lleno de candidatos a tus regalos.

—Entiendo —dijo Cherokee con seriedad—. Los gastos hechos no vale la pena mencionarlos. Podemos guardar las compras en un galpón cualquiera o tirarlas a la basura. No sé en qué estaría yo pensando, pero no se me pasó por la cabeza la idea de que no hubiera niños en Yellowhammer.

Mientras tanto, el resto de los allí reunidos se entregaba a una vana pero loable imitación de lo que debiera ser una velada de placer.

Bobby se había replegado hasta una silla distante y miraba fríamente la escena, con una expresión de claro enojo grabada en su cara. Cherokee, ateniéndose aún a su idea original, se acercó al pequeño.

—¿Dónde vives, muchacho? —le preguntó con respeto.

—En la estación del empalme de Granito —contestó Bobby.

Hacía calor en el cuarto. Cherokee se quitó el gorro, la peluca y la barba.

—¡Hombre! —exclamó Bobby con cierto interés—. Yo lo conozco a usted.

—¿Me has visto alguna vez? —preguntó Cherokee.

—No sé, pero su retrato sí lo he visto infinidad de veces.

—¿Dónde?

El muchacho dudó un instante.

—En la mesa de mi casa —respondió luego.

—¿Cómo te llamas?

—Roberto Lumsden. El retrato que le digo es de mi madre. Lo pone debajo de la almohada por las noches. Un día le vi besarlo. Yo no haría talcosa por nada del mundo. Pero las mujeres son así.

Cherokee, levantándose, se dirigió a Trinidad.

—No dejes que el muchacho se vaya hasta que yo vuelva —dijo—. Voy a guardar estas chucherías y a enganchar los caballos al trineo. Tengo que llevar a este mocoso a su casa.

Trinidad se sentó en la silla que Cherokee había ocupado hasta entonces al lado del niño.

—Bien, infiel —dijo—. Parece que tienes demasiados años para sentir el…. de tonterías como los caramelos y los juguetes, ¿no?

—No me gusta usted —dijo Bobby con acritud—. Me aseguró que aquí habría un fusil. Y resulta que vengo a un lugar donde no se puede ni fumar. Quiero volver a casa.

Cherokee llegó a la puerta con su trineo. Los hombres colocaron a Bobby junto al conductor. Los espléndidos caballos caracoleaban sobre la nieve. Cherokee se cubría con un abrigo de pieles que valía quinientos dólares. Puso sobre sus rodillas y las del chico una cálida y suave manta como el terciopelo.

Bobby sacó un cigarrillo y trató de encender un fósforo.

—Tira ese cigarrillo —ordenó Cherokee con voz plácida, pero insólita en él; Bobby dudó, y terminó arrojando a la nieve el pequeño cilindro de papel.

—Tira también el paquete —ordenó Cherokee. El chico obedeció a regañadientes.

—¿Sabe —exclamó de pronto— que me es usted simpático? No sé por qué. Nadie hasta ahora me ha obligado a hacer cosas que yo no quisiera hacer.

—Niño —murmuró Cherokee, ya con la voz de costumbre—, ¿estás seguro de que tu madre besó una vez el retrato que dijiste?

—Seguro. La vi yo mismo.

—¿No decías que deseabas un fusil?

—Sí. ¿Me lo va a regalar usted?

—Mañana. Con incrustaciones de plata.

Cherokee consultó el reloj.

—Son las nueve y media. Llegaremos al empalme a tiempo de celebrar la Navidad. ¿Tienes frío? Acércate más, hijo.

*FIN*


“Christmas by Injunction”,
New York World, 1904


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