Una palabra sin comprender
[Cuento - Texto completo.]
Naguib MahfuzEl «jefe» Randas dio un largo bostezo y retiró la manta de su cuerpo. Se sentó en la cama y se rodeó las piernas con los brazos. Parecía inclinado por el peso de una gran preocupación que se reflejaba en su cara ancha y llena. Miró a su esposa, que estaba de pie en medio de la habitación cubriéndose el cabello revuelto con un pañuelo marrón, y le dijo con voz soñolienta:
-He tenido un sueño extraño.
La mujer se volvió hacia él con interés y respondió:
-Todo irá bien, si Dios quiere.
-Me he pasado toda la noche con Hasuna Al Ta-rabishi.
La mujer lanzó una mirada inexpresiva mientras su marido la observaba con sus ojos de halcón, el rostro marcado con profundas cicatrices de antiguas heridas.
-¡Hasuna Al Tarabishi! ¿Te has olvidado del hombre que en otros tiempos se sentía atraído por Fatuna?
-¡Ah! -exclamó ella; luego susurró-: Sí… ¡Cuánto tiempo ha pasado!
-Casi quince años.
-¿Y cómo le has visto?
-Le he visto igual que la última noche en Jiyamiyya, postrado a mis pies y con la boca, el mentón y la galabeya cubiertos de sangre.
-¡Me refugio en el Señor!
-Y le he oído repetir sus últimas palabras: «Te mataré, Handas, aunque sea desde la tumba.»
-¡Me refugio en el Señor!
-Después me he visto sentado junto a él en un lugar que no puedo precisar: nos reíamos a carcajadas, como hacíamos antes de que el odio nos separase, luego me reprochó que le hubiera matado y yo le respondí que él me había prometido que se vengaría. Nos reímos de nuevo con ganas, y luego dijo: «Olvídalo todo. Yo, por mi parte, ya lo he olvidado. He ido a ver a mi hijo y le he dicho que piense solo en la vida y deje la muerte y a los muertos para el Creador.»
Continuamos riéndonos hasta que me desperté.
Las facciones de la mujer se contrajeron, cubiertas por una oscura nube de recuerdos. Mandas, abrumado, le preguntó:
-¿Tienes miedo?
-No, pero me gustaría conocer la interpretación del sueño.
-Lo importante es que me ha hecho recordar cosas que ya había olvidado.
La mujer, enfrascada en los posibles significados del sueño, movió la cabeza y le preguntó que cuáles eran esas cosas. El hombre respondió:
-Me ha recordado lo que sucedió el día en que enterraron a Hasuna: su mujer, alzando a su hijo sobre la tumba, juró que este me mataría.
-Pero a la mujer de Hasuna no se la ha vuelto a ver después del entierro.
-Es cierto. Y tal vez su hijo esté ahora en plena juventud.
Intentando tranquilizar a su marido, la mujer dijo:
-Tú eres el «jefe» del barrio, todos los hombres aquí están de tu parte y nuestro Señor te protegerá.
-Él, frunciendo el ceño, dijo:
-A mí no me preocupan los enemigos que conozco, pero los que no conozco y no veo…
Consternada, la mujer se sentó en el sofá. El hombre prosiguió:
-El sueño se puede interpretar al contrario: que incitara a su hijo a vengarse.
-¿Cómo puede ser, si murió hace quince años?
-De la misma manera que me habló la noche pasada.
La mujer, intentando disimular su preocupación con una sonrisa, dijo:
-Nuestro barrio está completamente controlado, ningún extraño se puede esconder aquí. Tú eres el «jefe» y el Señor te protege.
Handas salió de su casa rodeado por sus hombres y precedido por el conductor de la carreta. Del callejón de Awar se dirigió hacia el café Halambuha, donde se sentó en una butaca que nadie usaba excepto él. El «jefe» empezó a contar su sueño a quienes lo acompañaban. Tambura se rió con desprecio y exclamó:
-Ninguna madre es capaz de incitar a su hijo contra ti, jefe.
Pero Samaka, más cauto, dijo:
-En nuestro barrio, la gente lleva matándose desde que Dios creó la tierra con todo su contenido.
-Pero nadie ha oído hablar del hijo de Hasuna ni de su madre.
El dueño del café, Inara, que era como un padre para Handas, intervino:
-Eso significa que puede estar en cualquier sitio.
Handas se rió con cinismo, y Tambura exclamó:
-Nosotros te protegemos como un muro.
Pero Inara, con los ojos llenos de lágrimas, repuso:
-El sueño tiene significado; te hace recordar lo que habías olvidado.
La historia del sueño se difundió por todo el barrio. Se multiplicaron las interpretaciones y los hombres se dispusieron a utilizar la fuerza mientras Handas, por su parte, iba y venía como si no tuviera nada que ver con el asunto.
Una noche, se presentó en el café el sheij Dirdiri, un ciego que recitaba el Corán. Se ganaba la vida declamando en voz alta en los cafés y en los fumaderos de hachís, aprovechando sobre todo los días festivos.
Después de estrechar la mano del «jefe» y recitar algunos versículos referentes a la eternidad de Dios, se sentó junto a Handas y dijo:
-«Jefe», si quieres tener noticias del hijo de Hasuna, yo le conozco.
De pronto, los ojos de todos los presentes se fijaron en él y se sintió objeto de una consideración de la que no había gozado en sus sesenta años de vida. Por primera vez, Handas reparó en su existencia, descubriendo sus ojos hundidos y su frente prominente.
-¿Cuándo le conociste? -le preguntó.
-Hace un año, o tal vez más.
-¿Y cómo?
-Por casualidad, mientras daba vueltas por entre las tumbas.
-¿Dónde vive?
-No lo sé. Me invitaron a recitar el Corán en el cementerio de Mugawirin, con motivo de una festividad, y allí le conocí; también a su madre.
-¿Cómo se llama?
-No oí a nadie pronunciar su nombre.
-Y, por supuesto, no le viste la cara.
-Pero conozco su voz.
-¿Cuándo has visitado el cementerio por última vez?
-En la última fiesta, al terminar el mes del ayuno.
-¿Y de qué hablaban la madre y el hijo en el cementerio?
-Escuchaban la recitación y hablaban de algo sin importancia.
-¿No hicieron ninguna alusión al muerto?
-Yo no lo oí.
-¡No me has dicho nada, ciego! -exclamó Handas en tono áspero.
Pero Inara intervino con un tono significativo:
-Ha dicho que conoce el cementerio.
Cuando el sheij Dirdiri se marchó, Tambura dijo:
-Iremos en la fiesta del sacrificio para verlo con nuestros propios ojos.
-¿Y después?
-Déjenme a mí el resto.
-¿Le vamos a matar sin conocer primero sus intenciones?
-Eso no aumentará el número de los muertos ni disminuirá el de los vivos.
Durante la fiesta, Handas y los suyos se desplegaron por los alrededores del cementerio, el sitio indicado por el sheij Dirdiri, mezclándose con la gente para no llamar la atención y a la vez poder controlar todo el entorno del cementerio.
Detrás de un muro desmoronado, junto a una palmera, había una tumba descubierta, con una puerta delgada de madera tallada, cuyas bisagras eran tan endebles que podían ser arrancadas al primer golpe fuerte de viento.
Transcurrió todo el día sin que nadie llamara a aquella puerta. El sheij Dirdiri andaba mendigando de aquí para allá, y cada vez que se acercaba a la tumba y la encontraba cerrada, empezaba a dar vueltas a su alrededor. Samaka se aproximó a él y le susurró al oído:
-Nos has mentido, ciego.
-Por Dios que no he mentido a nadie –exclamó el sheij.
-Ve a preguntarle al sepulturero y luego nos lo cuentas -le ordenó Samaka dándole un codazo.
El sheij se marchó, y al regresar les comunicó que el sepulturero no sabía qué era lo que había impedido a la familia acudir al cementerio.
-¿No le has preguntado dónde viven?
-Me ha dicho solamente que en Bab Al Ruba.
Tras un breve silencio, el sheij continuó:
-Lo extraño es que el hombre no sabe cómo se llama el joven ni en qué trabaja. Y ha terminado diciendo: «Que Dios le mantenga alejado de mí.» Al preguntarle el motivo, se ha apartado diciendo: «Confía en Dios.»
Los hombres regresaron a Darb Al Awar molestos, al darse cuenta de que el joven que buscaban era un tipo misterioso o, al menos, hacía lo posible por parecerlo. Así pues, había que tomar las debidas precauciones.
Tambura dijo:
-¿Y si fuera verdad lo que se cuenta de él y hubiera desistido de vengarse?
Inara replicó con pesar:
-Eso no importa, lo importante es el futuro.
Luego, cerrando con fuerza sus ojos irritados, añadió:
-Los sueños no se presentan sin motivo.
Entonces, el sheij Dirdiri dijo:
-Preguntaré dónde vive con la excusa de que quiero asegurarme de que se encuentra bien.
El sheij desapareció durante todo un día; luego regresó para anunciar que había logrado encontrar la casa del joven, había hablado con él y se había enterado de que este no acudió a visitar la tumba de su padre porque su madre estaba enferma. Luego les indicó el camino más corto para llegar a la casa, que se encontraba en un lugar solitario, desconocido para todos, y les preguntó si se proponían matarle o si se limitarían solo a intimidarle.
Los hombres de Mandas intuyeron, por el silencio del jefe, que este tenía sus motivos para dejar que respondieran. Tambura dijo con ironía:
-Al pobre lo matará alguien desconocido.
Inara objetó:
-Pero ¿qué sabén sobre su fuerza y sus compinches?
Se intercambiaron miradas duras, luego acordaron un plan que ya habían experimentado hacía tiempo.
Una noche muy oscura, Handas salió con sus hombres en una carreta, haciéndole al sheij Dirdiri un hueco entre los pies. Se adentraron en el desierto hasta llegar a algo semejante a una colina de donde salía un camino hacia Bab Al Ruba. El carretero dijo:
-La carreta no puede avanzar un paso más por estas ruinas.
Los hombres se bajaron, y el sheij Dirdiri les aconsejó que buscaran una fuente que se encontraba al inicio de una larga pendiente a pocos metros de ellos. Poco después, la silueta de la fuente se mostró bajo la luz de las estrellas. El sheij dijo:
-La casa está al final de la pendiente, completamente aislada: dos lados dan a las ruinas y el tercero a un amplio patio que en otros tiempos fue un caravansar. Encomiéndense a Dios. Yo, por mi parte, me marcho.
-Espera, puedes perder el camino con esta oscuridad -le dijo Handas.
-Un ciego no pierde el camino en la oscuridad -respondió el sheij, preocupado por marcharse.
Los hombres prosiguieron el camino cautelosos, prestando especial atención a la aspereza del terreno, a las numerosas piedras y a la basura. Estaban rodeados de ruinas que despedían un olor fétido y a veces putrefacto, como si procediera de cadáveres expuestos en plena noche.
La oscuridad era aún más intensa cuando llegaron a un estrecho pasadizo flanqueado por muros y cubierto por un techo del que en un primer momento no se acordaban. De pronto, fue como si hubieran perdido la vista. En medio de aquella oscuridad, todo parecía muerto, hasta sus siluetas. El único ruido que se escuchaba era el que provocaban sus pasos inciertos, similar al de los reptiles al moverse, y los suspiros, que parecían silbidos de serpientes.
A una distancia considerable, vieron una luz débil. Inara dijo entonces:
-Llamaremos a la puerta; luego nos precipitaremos como una desgracia y nadie habrá oído ni visto nada.
Las voces repitieron con brutalidad:
-Nadie habrá oído ni visto nada.
Después Handas exclamó con fiereza:
-¡Y se acabó el sueño!
De pronto, un grito semejante a un aullido salió de su garganta y su grueso cuerpo se desplomó. Sus hombres gritaron: «¡Jefe Handas!» Lanzaron gritos de rabia y dolor, y clavaron los ojos en la intensa oscuridad, pero no vieron a nadie, excepto al ciego.
Samaka llamó al carretero, gritando con todas sus fuerzas, para que les llevara la linterna de la carreta, mientras Handas se lamentaba. Hubo un momento de silencio, luego este susurró con palabras entrecortadas:
-Inara, me ha matado estando con ustedes.
A la luz de la linterna, vieron al «jefe» Handas tendido en el suelo, con la cabeza descubierta y las piernas desnudas, mientras su sangre corría lentamente por entre las piedras. Les invadió un sentimiento de cólera e indignación. Jamás habían experimentado tal sensación de impotencia: no habían podido utilizar la garrota ni el puñal, ni siquiera coger una piedra. El hombre había muerto mientras hablaban. Pero ¿dónde estaba el asesino? ¿Dónde estaba su casa?
En lugar de la casa, junto a un espacio vacío encontraron una tumba: a través de un ventanuco se veían dos velas encendidas.
Nadie había advertido la presencia del asesino cuando se infiltró furtivamente ni cuando huyó… no oyeron el menor ruido producido por él ni se encontró ninguna huella.
FIN