Una rectificación de honor
[Cuento - Texto completo.]
Miguel de UnamunoNarraciones siderianas
-¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!
Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo sonriendo:
-Yo aplastaré a ese reptil… ¡Mozo!
Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso, salió del Arca.
El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut, struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.
Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio, el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones burgueses de la ciudad.
Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de memos.
Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no pega el coche. ¡A pie, a pie!».
Un carruaje que pasaba le salpicó de barro el pantalón. El primer efecto que tal desastre produjo en Anastasio fue el vivo dolor del armiño ofendido en su cándida pureza; pero luego, volviendo sus ojos a la afrenta que devoraba su corazón, se complugo en la providencial pella de barro.
Si Anastasio hubiera tenido la debilidad, impropia de un caballero perfecto, de ser algo filósofo, ¡uf!, se habría perdido en necias divagaciones acerca del simbolismo de la Naturaleza. Pero toda su filosofía se reducía a la que estrictamente necesitaba: a saber que Dios hizo el mundo para el hombre y el hombre para el honor, y que todo el universo era un arca inmensa.
Cuando llegó a la redacción de El Abejorro se detuvo a su puerta, sobre la que había dibujado un abejorro enorme.
Sacó Anastasio el pañuelo perfumado, que así lo llevaba a pesar de las pullas de muchos socios, más prácticos en lo del pañuelo, y se lo llevó a las narices.
Dentro de la redacción se oían voces de disputa, y una, sobre todo, que sobresaliendo de las demás, decía:
-Le digo a usted que de todas las imbecilidades que han inventado los ociosos para pasar el tiempo y distinguirse, la más estúpida es el honor. Todo el mundo habla de la nobleza del león, que es un bicho dañino, y a mí me parece mucho más noble el burro. El león, que es bestia de presa que se alimenta de carne, habrá inventado el honor; pero el pobre burro, que es bestia de carga, ha inventado el deber. Y, sobre todo, señores, ¿de dónde sacan ustedes que sea noble el defenderse con las garras y los dientes, como el león, y no lo sea con la ligereza de pies, como la liebre; con la astucia, como la zorra; con la pequeñez, como el mosquito; con la tinta, como el jibión? El mismo Dios que ha dado garras y pico al águila ha dado la pequeñez al mosquito y al jibión tinta. Todos los imbéciles…
En aquel momento Anastasio, que se había estirado los puños y atusado el bigote y había cogido el bastón como cirio de procesión, indignado de oír tantas pedanterías estrafalarias, entró.
Ya dentro, avanzó una pierna de modo que pudiera lucir la simbólica pella de barro, y dijo:
-¿El caricaturista de este… papel?
-Muy buenas noches.
-Buenas. El caricaturista he dicho.
-¡Presente! -exclamó un joven que estaba haciendo pajaritas de papel.
-¿Es usted el mamarrachista de este… papel? -volvió a preguntarle Anastasio.
-Para servir a usted.
Anastasio sintió a la vista de una pajarita de papel colocada sobre la mesa ganas de arañar a su hacedor; pero se reportó bajando la cabeza para oler la rosa, ¡cándida flor!, y volvió a preguntar:
-¿Es usted el autor de esa inmunda caricatura?
-¡In-mun-da…, in-mun-da…, muy bien! ¡Exacto…, la frase es feliz…, sí señor, yo lo soy!
-He aquí mi tarjeta -dijo Anastasio sacando una para dársela.
-Está muy bien… Joaquín Ortiz, calle de Suso, 31, segundo, tiene usted su casa. No uso tarjetas.
«Un pintamonas -pensó Anastasio-; ya me temía yo que no fuera un caballero… ¡Pero hasta tanto! ¡No usa tarjetas! Eso es no ser ni hombre siquiera. ¿Adónde va este infeliz?».
-Espero de usted una satisfacción; esta noche visitarán a usted dos de mis amigos -añadió al salir.
Cuando al cerrar la puerta oyó una risa, sonrió Anastasio lleno de compasión, olió la rosa y diciéndose: ¡«No usa tarjetas!», sintió toda la fealdad de la pella de barro. Como ésta se había secado ya, la limpió en las escaleras de la redacción de El Abejorro.
En la calle le miraban mucho. «¡Sabréis quién es Anastasio!», pensó.
Dos carreteros reñían, jurando como señoritos, y uno de ellos dijo al otro:
-Vamos a rompernos la crisma…
Al verlos irse se dijo Anastasio: «Y a todo esto la policía sin impedir estas ordinarieces… ¡Groseros! Nada, nada, el pueblo es el pueblo… Cuando yo digo que en España no estamos preparados para la república… Pueblo grosero, prensa procaz… Es evidente que la aristocracia tiene el deber de ejercer tutoría sobre el pueblo, tutoría fraternal, se entiende… y la verdadera aristocracia, no esa antigualla rancia comida por la carcoma».
Cuando llegó al Casino buscó a su amigo Herminio, a quien preguntó por Pepito Curda.
-¡Pepito…, a estas horas!
-¡Ah, sí! -contestó Anastasio con seriedad, recordando que a aquellas horas Curda se dedicaba a emborracharse para poder dormir de un tirón, olvidado del tráfago de sus negocios.
-¿Y Juanito?
-¡Déjalo, que hoy está de suerte!
-Pero ese muchacho, ¿cuándo se va a corregir? -dijo Anastasio con la gravedad que sentaba a su situación-. Porque va a acabar mal.
-¡Quiá! Él la entiende y sabe que coloca su capital a buen rédito.
-¿Y Ambrosio?
-Ahí le tienes.
En efecto: en una mesa cercana discutían varios socios acerca de una proposición, y era que el Municipio de Sideria pagara dos mozos al Arca; bonita combinación para acabar de escandalizar a los pobres filisteos de la ciudad ducal.
-¡Hay que dar que hablar a esa mano de cerdos que trabajan como imbéciles y ahorran para que se lo coman sus hijos y creen en el sentido común!
Un tímido objetaba al pensamiento y pedía cuando menos barniz de legalidad.
-¡Tiene razón! -exclamó uno.
-¡Psch!; y qué, tener razón o no tenerla, ¿qué más da? -replicó con desdén Ambrosio, que pasaba por uno de los oráculos del Arca.
La frase dejó a todos suspensos de admiración y en un momento corrió por todo el Arca.
Anastasio llamó a Ambrosio, les enteró a él y a Herminio del asunto y acabó diciéndoles:
-¡Una rectificación amplia, absoluta, completa, sin reservas…, y si no… a sable!
Dicho esto se fue a casa de un maestro de armas, donde se estuvo ensayando quites y posturas.
Cuando quebrantado por tantas emociones llegó a su casa, se puso a pensar en el traje que convendría para el lance.
Lo sacó, se lo puso y estuvo ensayando quites con el bastón. Después se puso a escribir a Enriqueta, su arreglito. La cosa era tranquilizarla, no fuera que cualquier indiscreto le diera un sofoco con una noticia de sopetón.
Cuando despertó en la butaca clareaba el día. Empezó a pasearse por la sala hasta que dieran las siete, hora convenida con el maestro de armas para continuar la lección.
Sus amigos fueron a buscarle a la sala de armas cuando más absorto estaba en un quite.
-Nada de esto -le dijeron-; la cosa se ha zanjado satisfactoriamente.
-Entre caballeros… -empezó a decir el otro.
«¡Pero si no usa tarjetas!…», pensó Anastasio.
-Una cumplida rectificación, una rectificación de honor, como lo deseabas. La traerá el próximo número de El Abejorro, el del domingo.
El maestro de armas le dio la mano diciéndole:
-Espero nos volvamos a ver. Un joven como usted, de la crema, no debe descuidar estas cosas. Usted muestra felices disposiciones y el manejo de las armas de la prudencia del fuerte, y a la vez hace que se nos respeté.
Anastasio le dio una fuerte propina y salió con sus dos amigos, que, sonriendo, le llevaron a una fotografía.
-Pero…
-Déjate hacer. Confiaste tu honor en nuestras manos.
* * *
El Abejorro del siguiente domingo alcanzó una venta tan nutrida como no la había alcanzado con la caricatura de Anastasio. En la primera plana publicaba en fotograbado un hermoso retrato de Anastasio en traje de mañana, una rectificación amplia, absoluta, completa, sin reservas.
Los lectores que no conocían a Anastasio cotejaron el retrato con la caricatura, mientras el satisfecho ofendido se prodigaba en traje de mañana por todos los paseos de la ciudad ducal.
Un redactor de El Abejorro fue a darle la enhorabuena, que la recibió con dignidad, oliendo la rosa, mientras se decía: «Hoy no te ríes».
-Aquí viene él -oyó que decían en un grupo.
Pero el mayor bromazo fue en el Arca. El suceso fue el regocijo de los socios, que armaron un banquete con sus borracheras y brindis, presidido por Anastasio, en holocausto al honor, del que se reían por dentro, gracias al portentoso Ambrosio, aunque por fuera fuesen sus más celosos sacerdotes.
El número rectificación de El Abejorro figuraba como centro de mesa. Anastasio no podía con su honor y con las copas que le hacían beber. Al cabo vino al suelo.
Desde entonces visitó con frecuencia la sala de armas.
*FIN*