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Una reliquia del plioceno

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

Me lavo las manos desde el principio en relación a él. No puedo avalar sus cuentos ni quiero ser responsable de ellos. Comprendan que realizo estas aclaraciones preliminares como protección de mi propia integridad. Ocupo cierta posición entre los míos y tengo esposa; así que por el buen nombre de la comunidad que honra mi existencia dándome su aprobación y por el bien de la posteridad de mi mujer, además de la mía, no puedo arriesgarme como hacía antes, ni favorecer las probabilidades con la temeraria imprevisión de la juventud. Por eso repito: me lavo las manos en relación con él, con este Nemrod, este cazador poderoso, este afable pecoso de ojos azules, Thomas Stevens.

Tras haber sido sincero conmigo mismo, y con cualquier rama de olivo futura que mi esposa tenga el placer de tenderme, ahora puedo permitirme el lujo de ser generoso. No criticaré los cuentos que Thomas Stevens me contó y, además, no revelaré mi opinión. Si se me pregunta por qué, solo puedo añadir que porque no la tengo. Durante mucho tiempo lo he reflexionado, ponderado y sopesado, pero mis conclusiones nunca han sido las mismas, ¡eso es!, porque Thomas Stevens es mucho más hombre que yo. Si ha contado la verdad, muy bien; si han sido falsedades, también bien. Porque, ¿quién puede demostrarlo? ¿O refutarlo? Yo me elimino de la proposición, mientras que quienes tienen poca fe pueden hacer lo que yo he hecho: ir a buscar al mencionado Thomas Stevens y analizar con él los distintos asuntos que relataré si la suerte me lo permite. En cuanto a dónde se le puede encontrar, las indicaciones son muy sencillas: en cualquier lugar entre los 53° de latitud Norte y el Polo, por un lado y por el otro, en los terrenos de caza que se extienden entre la costa este de Siberia y la más lejana península de Labrador. Doy mi palabra de hombre honorable cuyas expectativas conllevan decir la verdad y vivir correctamente de que allí se encuentra, en algún lugar de ese territorio claramente definido.

Thomas Stevens puede haber jugado prodigiosamente con la verdad, pero cuando nos encontramos por primera vez (es necesario incidir en esto), él llegó deambulando a mi campamento cuando yo creía que me hallaba a mil quinientos kilómetros del puesto civilizado más alejado. Al ver su rostro humano, el primero en muchos meses agotadores, sentí la necesidad de levantarme de un brinco y darle un abrazo (aunque no soy un hombre efusivo); pero él se comportó como si aquella visita fuese lo más normal del mundo. Se acercó paseando a la luz de mi campamento —como suelen hacer los hombres que recorren los caminos ya trazados—, apartó a un lado mis raquetas de nieve y al otro un par de perros y así hizo sitio para sentarse junto a mi hoguera. Dijo que venía a pedirme prestada una pizca de bicarbonato y a ver si tenía tabaco decente. Sacó una pipa vieja, la llenó con esmero y, sin siquiera pedir permiso, birló la mitad del tabaco de mi petaca y lo pasó a la suya. Sí, era de buena calidad. Suspiró con la satisfacción de los justos y literalmente absorbió el humo de las hebras amarillas e incandescentes: mi corazón de fumador disfrutó al contemplarlo.

¿Cazador? ¿Trampero? ¿Buscador de oro? Se encogió de hombros. No, andaba dando vueltas por ahí, sin más. Había subido ya hacía tiempo desde el Gran Lago de los Esclavos y estaba pensando en acercarse hasta el territorio del Yukón. El factor de Koshim le había hablado de los descubrimientos del Klondike y se le había ocurrido ir a echar una ojeada. Me fijé en que se refería al Klondike en lengua vernácula y lo llamaba río Reindeer, una costumbre fatua que los veteranos despliegan contra los chechaquos y toda clase de novatos. Pero lo hizo de una forma tan ingenua y natural que no me molestó y no se lo tuve en cuenta. Dijo que, antes de cruzar la divisoria del Yukón, también quería hacer una escapada en dirección a Fort Good Hope.

Fort Good Hope queda muy al norte, pasado el Círculo, y se encuentra en un lugar que pocos hombres han hollado; por eso, cuando un granuja anodino surge de la nada en medio de la noche sin venir de ningún sitio en concreto para sentarse junto a tu hoguera y hablar empleando expresiones como “dar vueltas por ahí” y “hacer una escapada”, ha llegado el momento de despertarse y sacudirse el sueño de encima. Por eso miré a mi alrededor; vi el toldo y, por debajo, las ramas de pino preparadas para extender sobre ellas las pieles de dormir; vi los sacos con la comida, la cámara, el aliento helado de los perros rodeando el límite del terreno cubierto por la luz y, por encima, la enorme serpentina de la aurora que unía el cénit de sureste a noroeste. Me estremecí. En la noche de la región septentrional hay una magia que nos acecha furtivamente como la fiebre de malaria en los pantanos. Antes de que te des cuenta, se ha apoderado de ti y no te suelta. Luego miré las raquetas de nieve, que yacían boca abajo y cruzadas, tal y como él las había dejado. También le eché un ojo a mi petaca. Se había esfumado la mitad de su abultada provisión. Ya no tenía duda: la imaginación no me había jugado una mala pasada.

Se ha vuelto loco de tanto pasarlo mal, pensé mientras lo miraba fijamente. Es uno de esos corredores de estampidas chiflados que ha perdido el rumbo y vaga como un alma en pena por inmensidades sin fin y profundidades desconocidas. Bueno, pues dejemos que recupere el humor y así es posible que recobre la cordura. ¿Quién sabe? Tal vez el sonido de otra voz humana consiga que vuelva a ser el que era.

Así que le seguí la corriente y pronto me sentí maravillado porque me habló de la caza y los caminos de aquellas zonas lejanas. Había matado al lobo siberiano de la región más occidental de Alaska y al rebeco en las Rocosas secretas. Aseveraba conocer los lugares donde aún vagaban los últimos bisontes, haber corrido a los flancos de los caribúes cuando estos se desplazaban en manadas de cientos de miles de ejemplares y dormido en las grandes llanuras heladas, siguiendo el camino invernal del buey almizclero.

Cambié de opinión en consecuencia (ésa fue la primera revisión, pero desde luego no la última) y lo consideré la efigie monumental de la verdad. No sé por qué, pero la situación me llevó a repetir un relato que me había contado un hombre que llevaba demasiado tiempo en la región como para saber por dónde andaba. Hablaba del oso enorme que nunca se aleja de las empinadas laderas del monte San Elías y jamás desciende a zonas más llanas. Dios creó a esa criatura para su hábitat de pendientes acusadas, de forma que las patas de un costado miden treinta centímetros más que las del otro. Eso le resulta muy conveniente, como cualquiera puede comprender. Así que decidí ser yo quien cazara a una bestia tan extraña y conté la historia en primera persona, en presente, describí el lugar, proporcioné los adornos y toques de verosimilitud necesarios y me dispuse a ver cómo mi cuento lo dejaba con la boca abierta.

Pero no. Si hubiese dudado, podría haberlo perdonado. Si hubiese puesto objeciones, negando los peligros de semejante caza debido a que el animal no podía girarse para cambiar de dirección, si lo hubiese hecho, podría haber estrechado su mano y reconocido que era un verdadero cazador. Pero no. Aspiró con fuerza, me miró, volvió a aspirar, alabó mi tabaco, apoyó uno de sus pies en mi regazo y me pidió que examinase su calzado. Se trataba de un mucluc de patrón indio, cosido con tendones y desprovisto de abalorios u otros adornos. Lo admirable era la propia piel. Su grosor de algo más de un centímetro me recordó la piel de morsa, pero allí se acababa el parecido, porque las morsas no tenían un pelo tan largo y maravilloso. En los laterales y tobillos, ese pelo estaba casi desgastado por completo, debido a los roces con la maleza y la nieve, pero por arriba y la zona más protegida de la parte de atrás se veía grueso, de un negro sucio y muy denso. Lo aparté con dificultad y miré debajo, en busca de la piel más fina que es común entre los animales del Norte, pero en este caso no la hallé. Sin embargo, esa falta quedaba compensada por el largo del pelo. De hecho, los mechones que habían resistido al desgaste y uso del camino medían entre quince y veinte centímetros.

Levanté la vista para mirar al hombre. Él bajó el pie y me preguntó:

—¿Tu oso del monte San Elías tenía una piel como esta?

Negué con la cabeza.

—Ni la he visto en ninguna otra criatura de tierra o mar —respondí con sinceridad. Su espesor y el largo del pelo me tenían perplejo.

—Esta —dijo sin el menor indicio de ganas de impresionar— es piel de mamut.

—¡Tonterías! —exclamé porque no pude contener mi descreimiento—. El mamut, mi querido amigo, hace mucho que se extinguió de la tierra. Sabemos que existió gracias a los restos fósiles que hemos desenterrado y por el cuerpo congelado que el sol siberiano tuvo a bien derretir y separar del seno de un glaciar, pero también sabemos que no existen especímenes vivos. Nuestros exploradores…Al oír esa palabra, me interrumpió, impaciente.

—¿Vuestros exploradores? ¡Bah! Una raza débil. No hablemos más de ellos. Pero cuéntame qué sabes tú de los mamuts y sus costumbres.

Sin duda, de aquella forma allanaba el camino para una de sus batallitas, así que cebé mi anzuelo rebuscando en mi memoria cualquier dato que pudiese poseer sobre el asunto en cuestión. Para empezar, hice énfasis en que se trataba de un animal prehistórico y organicé todos los hechos apoyándome en eso. Mencioné los bajíos siberianos, llenos de antiguos huesos de mamut; hablé de las enormes cantidades de marfil fósil que la compañía comercial de Alaska compraba a los inuits; y reconocí que yo mismo había desenterrado colmillos de algo más de dos metros de entre la grava y la arena de los arroyos de la zona del Klondike.

—Todos fósiles —concluí—, hallados entre los escombros depositados a lo largo de innumerables años.

—Recuerdo que, cuando era niño —Thomas Stevens aspiró (tenía una forma de aspirar desconcertante)—, vi una sandía petrificada. Así que, aunque hay personas equivocadas que se convencen de que en realidad pueden cultivarse y comerse, no existen las sandías extinguidas.

—Y está la cuestión de la comida —objeté sin hacer caso a su razonamiento, que resultaba pueril y sin sentido—. El suelo debe producir vida vegetal en pródiga abundancia para mantener criaturas tan gigantescas. En el Norte no hay tierras tan prolíficas, ergo el mamut no puede existir.

—No tendré en cuenta tu ignorancia relativa a muchos aspectos de la región septentrional porque eres joven y has viajado poco, pero al mismo tiempo me siento inclinado a darte la razón en una cosa. El mamut ya no existe. ¿Cómo lo sé? Porque maté al último con mis propias manos.

Así habló Nemrod, el cazador poderoso. Lancé un trozo de leña ardiendo a los perros para que dejaran de aullar y aguardé. Sin duda aquel mentiroso de singular acierto abriría la boca para vengarse de mi oso del San Elías.

—Ocurrió así —comenzó por fin, tras dejar transcurrir la cantidad adecuada de silencio—. Un día estaba yo acampado…

—¿Dónde? —interrumpí.

Hizo un gesto distraído con la mano en dirección noreste, donde se extendía una terra incógnita en cuya inmensidad pocos hombres se han internado y de la que aún menos han regresado.

—Un día estaba acampado con Klooch. Klooch era la hamooks más guapa que jamás haya aullado entre los tirantes o metido el hocico en la cacerola del campamento. Su padre era un malamute pura sangre de la Pastilik rusa, en el Mar de Bering, al que crucé, sabiendo lo que hacía, con una perra de patas largas y fornida, de la raza de la bahía de Hudson. Te aseguro que resultó una mezcla buenísima. Aquel día del que te hablo, acababa de parir tras dejarla preñada un lobo salvaje de los bosques, gris, de patas largas, impresionantes pulmones y una resistencia infinita. ¿Alguna vez viste cosa igual? Había creado una nueva raza de perro y esperaba obtener grandes resultados.

“Como he dicho, la perra acababa de parir sin problemas. Yo me había agachado junto a la camada, formada por siete cachorrillos ciegos, pero fornidos, cuando a mi espalda oí una especie de barrito y un estruendo impresionante. Se levantó una ráfaga de aire, como el ventarrón que pisa los talones a la lluvia, y me estaba incorporando cuando caí boca abajo. Al mismo tiempo oí a Klooch suspirar como hace un hombre cuando otro le clava el puño en el estómago. Puedes apostar lo que quieras a que me quedé quieto, aunque giré la cabeza y vi una mole gigantesca balanceándose por encima de mí. Luego volví a ver el azul del cielo y me levanté. Una montaña de carne cubierta de pelo desaparecía entre la maleza que rodeaba el claro. Pude ver sus cuartos traseros, en los que destacaba una cola rígida de contorno tan grande como mi cuerpo. Al instante siguiente ya solo se veía un agujero enorme en el matorral, aunque aún se percibía el mismo ruido que hace un tornado al alejarse: matorrales arrancados y rasgados y árboles partiéndose y cayendo.

“Busqué mi rifle. Lo había dejado en el suelo, con la boca apoyada en un tronco, pero la culata estaba aplastada, el cañón desalineado y el mecanismo roto en mil pedazos. Entonces busqué a la perra y… y ¿qué imaginas?

Yo negué con la cabeza.

—¡Que mi alma arda en mil infiernos si quedaba algún rastro de ella! Klooch y los siete cachorros ciegos y robustos habían desaparecido por completo. En la tierra blanda donde ella había yacido quedaba un hoyo sanguinolento y viscoso de un metro de diámetro y en los bordes algunos pelos dispersos.

Di dos zancadas sobre la nieve, dibujé un círculo alrededor y miré a Nemrod.

“La bestia medía nueve metros de largo por seis de alto —respondió—, y los colmillos superaban los cinco metros. No me podía creer lo que estaba pasando. Pero si dudaba de mis sentidos, allí tenía el rifle roto y el agujero en la maleza. También estaban, mejor dicho, ya no estaban, Klooch y los cachorros. Aún ahora, al recordarlo, me hierve la sangre. ¡Klooch! ¡Otra Eva! ¡La madre de una nueva raza! Y un viejo mamut desmandado y arrasándolo todo, como un segundo diluvio, se los lleva por delante y los borra de la faz de la tierra. ¿Te extraña si te digo que la tierra empapada de sangre clamaba a Dios? ¿0 que agarré el hacha de mano y me fui tras la pista del animal?

—¿El hacha de mano? —exclamé, totalmente asombrado al imaginarme la escena— Un hacha de mano contra un mamut enorme de nueve metros de largo y seis de alto.

Nemrod compartió mi diversión y se rio entre dientes.

—¿A que es para morirse de risa? —exclamó—. ¿No te parece una locura? Muchas veces me he reído después, pero en aquel momento no me hizo ninguna gracia, ¡estaba tan enfadado por lo del rifle y lo de Klooch! ¡Piénsalo! Una raza totalmente nueva, sin clasificar, sin registrar, aniquilada antes de poder abrir los ojos o darse cuenta de que ya formaba parte del mundo. Bueno, así ha de ser. La vida está llena de decepciones y con razón. La carne sabe mejor después de una hambruna y el lecho parece más blando tras un viaje duro.

“Como te decía, salí tras la bestia con el hacha y le seguí los pasos hasta el extremo inferior del valle. Pero cuando se dio la vuelta para dirigirse a la cabeza del mismo, yo me quedé sin aliento en la zona más baja. En cuanto a la comida, antes de seguir debería explicarte un par de cosas. Allí arriba, en medio de las montañas, existe una formación de lo más curiosa. Está lleno de pequeños valles que se parecen como gotas de agua, todos ellos bien escondidos entre paredes rocosas y empinadas que surgen por todas partes. En las zonas bajas siempre hay pequeñas aberturas creadas por la presión del drenaje o de los glaciares. La única forma de entrar es a través de esas bocas, todas pequeñas, algunas más que otras. En cuanto a la comida…, supongo que habrás chapoteado por las islas siempre pasadas por agua de la costa de Alaska hacia Sitka, teniendo en cuenta que eres un viajero. Así que sabrás cómo crecen allí las cosas: enormes, sabrosas y frondosas. Pues lo mismo ocurría en esos valles. La tierra era espesa y muy rica y aquello estaba lleno de helechos, hierbas y demás plantas más altas que yo. Durante los meses de verano llovía tres días de cada cuatro y había comida de sobra para mil mamuts, por no hablar de caza adecuada para el hombre.

“Pero, a lo que iba: en el extremo inferior del valle me quedé sin aliento y me rendí. Empecé a especular, porque al quedarme sin aliento mi cólera aumentó y supe que no descansaría tranquilo hasta que cenara asado de pata de mamut. También supe que eso implicaba skookum mamook puka-puk, disculpa mi chinook, quiero decir que la lucha iba a ser de las buenas. La boca de mi valle era muy estrecha y las paredes empinadas. En un lado, a lo alto, había una de esas grandes piedras vacilantes o movedizas, como las llaman algunos, que pesaría un par de toneladas. Lo que necesitaba. Regresé al campamento sin perder de vista al bicho para que no se me escapase y cogí la munición. No valía para nada con el rifle destrozado, así que vacié los cartuchos, coloqué la pólvora bajo la piedra y desencadené una explosión con una mecha larga. No era gran cosa, pero la vieja piedra se inclinó despacio y cayó donde tenía que caer, dejando espacio suficiente para que el arroyo drenase sin problemas. Ya lo tenía.

—Pero ¿cómo que lo tenías? —pregunté—. ¿Quién ha oído hablar de un hombre capaz de matar a un mamut con un hacha de mano? 0, ya puestos, con cualquier otra cosa.

—¿Es que no te he dicho que estaba como loco? —contestó Nemrod, demostrando una ligera susceptibilidad—. Me había vuelto loco por lo de Klooch y el rifle. Además, ¿no era un cazador? Y aquel tipo de caza, ¿no era algo nuevo y de lo más inusual? ¿El hacha de mano? Bah. No la necesitaba. Escucha y oirás el relato de una forma de cazar como la que debió usarse cuando el mundo era joven y los hombres de las cavernas mataban con hachas de mano hechas de piedra. Una de esas también me habría servido. ¿No es cierto que el hombre puede superar al perro o al caballo? ¿Que puede agotarlos con la inteligencia de su resistencia?

Asentí.

—¿Y bien?

Me picaba la curiosidad y quería que continuase.

—Mi valle tendría unos ocho kilómetros de circunferencia. La boca estaba cerrada. No había forma de salir. Aquel mamut era un animal tímido y estaba a mi merced. Volví a pillarle el rastro, grité como un demonio, le lancé piedras y le obligué a correr alrededor del valle tres veces antes de hacer un alto para cenar. ¿No lo ves? Era un circuito para hombre y mamut. Un hipódromo en el que arbitraban el sol, la luna y las estrellas.

“Me llevó dos meses hacerlo, pero lo hice. Y no fue nada sencillo. Le obligué a correr una y otra vez, ocupando yo siempre la parte interior del círculo, comiendo tasajo y bayas a la carrera, y echando de vez en cuando una cabezada. Por supuesto que a veces se desesperaba y se daba la vuelta para enfrentarse a mí. Entonces yo me dirigía a terreno blando, donde el arroyo se ensanchaba, lo ponía verde a él y toda su familia y lo retaba a ir a por mí. Pero era demasiado listo para quedarse atascado en el barro. En una ocasión me acorraló contra la pared, yo retrocedí arrastrándome al interior de una grieta profunda y esperé. Cuando tanteaba con la trompa para encontrarme, le golpeaba con el hacha hasta que se retiraba, tan enfadado que creí que me dejaría sordo con sus gritos y alaridos. Sabía que me tenía atrapado pero que no me tenía del todo y eso lo volvía loco. Pero no era tonto. Sabía que estaría a salvo mientras yo permaneciese en la grieta y decidió que me obligaría a permanecer allí. Iba bien encaminado, pero no había pensado en la intendencia. En aquella zona no tenía ni comida ni agua, así que no podría mantener el asedio demasiado tiempo. Se quedó durante horas frente a la grieta, vigilándome y espantando a los mosquitos con sus enormes orejas. Luego la sed lo dominó, se enfadó y bramó hasta hacer temblar la tierra y me llamó todo cuanto insulto se le ocurrió. Eso lo hacía para asustarme, claro, y cuando creía que me había impresionado lo bastante, retrocedía despacio e intentaba escabullirse hacia el arroyo. A veces lo dejaba llegar casi hasta el agua, a solo un par de cientos de metros, entonces salía y él regresaba corriendo moviéndose con pesadez. Tras repetir la jugada unas cuantas veces, él se dio cuenta y cambió de táctica. Comprendió el factor tiempo. Sin la más mínima advertencia se largaba hacia el agua como un loco, con la intención de ir y volver antes de que yo pudiera huir. Por fin, tras maldecirme de una forma impresionante, levantó el sitio y se marchó despacio hacia el bebedero, sin dejar de vigilarme.

“Ésa fue la única vez que me acorraló él a mí, durante tres días, pero después de eso ya no se libró del hipódromo. Vueltas y más vueltas, como en una de esas carreras de resistencia, sin que él quisiera ceder y rendirse. Mi ropa se hizo jirones, pero no me detuve a arreglarla, hasta que al final corría desnudo como un hijo de la tierra, solo con el hacha en una mano y una piedra en la otra. Nunca me detenía, excepto para echar alguna cabezada mínima entre las rendijas y los salientes de los precipicios. En cuanto al mamut, fue adelgazando perceptiblemente, yo creo que perdió varias toneladas de peso, y se convirtió en un manojo de nervios. Cuando me encontraba con él y le gritaba o cuando le lanzaba una piedra desde lejos, saltaba como un potro asustadizo y temblaba de la cabeza a los pies. Luego se lanzaba a correr, agitando la trompa y la cola, muy estiradas, embistiendo con la cabeza, echando chispas por los malvados ojos e insultándome y maldiciéndome de una forma espantosa. Era una bestia muy inmoral, un asesino, un blasfemo.

“Pero hacia el final renunció a todo eso y se dedicó a gimotear y llorar como un bebé. Le había minado la moral y se convirtió en una montaña temblorosa de sufrimiento. A veces le daban palpitaciones y se tambaleaba como un borracho, se caía y se desollaba las espinillas. Después lloraba, pero sin dejar de correr. Incluso los dioses habrían llorado con él, y tú mismo y cualquier otro hombre. Daba pena, mucha pena, pero a mí solo me endurecía más el corazón y me llevaba a apretar el paso. Al final logré agotarlo y cayó sin aliento, con el corazón destrozado, hambriento y muerto de sed. Cuando me aseguré de que no se movía lo desjarreté y me pasé casi todo el día arremetiendo contra él con el hacha, mientras él lloraba y sollozaba, hasta que logré abrirme camino en su cuerpo lo bastante como para rematarlo. Medía nueve metros de largo y seis de alto, y era posible extender una hamaca entre sus colmillos y dormir plácidamente. Excepto porque lo había dejado seco de tanto esfuerzo, su carne era bastante buena y solo las patas, bien asadas, podían alimentar durante un año a un hombre. Yo pasé allí todo el invierno.

—¿Y dónde está ese valle? —pregunté.

Hizo un gesto con la mano en dirección al noreste y dijo:

—Tu tabaco es muy bueno. Ahora me llevo una buena ración de él en la petaca, pero su recuerdo me acompañará hasta que muera. Como muestra de mi agradecimiento y a cambio de los mocasines que tú calzas, te regalaré estos muclucs. Conmemoran a Klooch y a los siete cachorrillos ciegos. También constituyen el recuerdo de un hecho sin precedentes en la historia: la destrucción de la raza animal más antigua de la tierra y de la más joven. Su mayor virtud consiste en que nunca se gastarán.

Tras efectuar el intercambio, vació las cenizas de la pipa, me estrechó la mano me deseo buenas noches y se alejó deambulando entre la nieve. En relación con este relato, sobre el que ya he declinado cualquier responsabilidad, recomendaría a quienes tienen poca fe que visiten el Instituto Smithsonian. Si llevan las credenciales adecuadas y no acuden en época de vacaciones, sin duda conseguirán que los reciba el profesor Dolvidson. Los muclucs están ahora en sus manos y él verificará, no la forma en que se obtuvieron, sino el material del que están hechos. Si él afirma que están hechos en piel de mamut, el mundo científico acepta su veredicto. ¿Qué más necesitan ustedes?

*FIN*


“A Relic of the Pliocene”,
Collier’s Weekly, 1901


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