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Una tarde entre lino

[Cuento - Texto completo.]

Shirley Jackson

Era una sala alargada y fresca con unos muebles cómodos y dispuestos con acierto y unos grandes ventanales tras los cuales asomaban unos macizos de hortensias cuya sombra se recortaba en el suelo. Todos los presentes llevaban ropa de lino: la niña, un vestido rosa de lino y un cinturón ancho azul; la señora Kator, un traje de lino y un gran sombrero amarillo de lino; la señora Lennon, abuela de la pequeña, otro vestido blanco de lino, y el niño de la señora Kator, Howard, una camisa y unos pantalones azules, también de lino. Es como en Alicia a través del espejo, pensó la niña mientras contemplaba a su abuela; como el caballero vestido de arriba abajo con papel blanco. Yo soy un caballero vestido con papel rosa de pies a cabeza, se dijo. Aunque la señora Lennon y la señora Kator vivían en la misma manzana y se veían todos los días, aquella visita era de cumplido y por eso estaban tomando té.

Howard estaba sentado al piano en un extremo de la larga sala, frente a la ventana más grande, tocando el Capricho con un tempo medido, sin apresurarse. Yo toqué eso el año pasado, recordó la niña; es en clave de sol. La señora Lennon y la señora Kator permanecían calladas, con la taza de té en la mano, escuchando a Howard y observándolo; de vez en cuando, cruzaban una mirada y sonreían. La pequeña continuó pensando: aún podría tocar esa pieza si quisiera.

Cuando Howard terminó de interpretar el Capricho, saltó de la banca del piano, volvió junto al grupo y se sentó con aire serio al lado de la niña, a la espera de que su madre le indicara si debía seguir tocando. Howard es más fuerte que yo, se dijo la niña, pero yo soy mayor. Ya cumplí los diez. Si ahora me piden que les toque algo al piano, les diré que no.

—Creo que tocas muy bien, Howard —comentó la abuela de la niña. Tras unos momentos de pesado silencio, la señora Kator dijo por fin:

—Howard, la señora Lennon está hablando contigo. Howard murmuró algo y se miró las manos, que tenía apoyadas en las rodillas.

—Creo que está progresando —dijo la señora Kator a la anfitriona—. No le gusta practicar, pero me parece que cada vez lo hace mejor.

—A Harriet le encanta practicar —comentó la abuela de la niña—. Se pasa horas al piano, inventando pequeñas melodías y cantándolas.

—Es probable que tenga auténtico talento para la música —apuntó la señora Kator —. A menudo me pregunto si Howard saca todo el provecho que debería de sus clases de música.

—Harriet —preguntó la señora Kator a la niña—, ¿no te gustaría tocar para la señora Kator? Déjanos oír alguna de tus canciones.

—No me sé ninguna —respondió la pequeña.

—Claro que sí, cariño —insistió la abuela.

—Me encantaría escuchar una de esas melodías que me han dicho que compones, Harriet —añadió la señora Kator.

—No me sé ninguna —repitió la niña.

La señora Lennon miró a la señora Kator y se encogió de hombros. La señora Kator asintió con la cabeza, mientras en sus labios se formaba la palabra “tímida”, y se volvió hacia Howard con un destello de orgullo en la mirada.

La abuela de la niña apretó los labios en una sonrisa dulce y tensa.

—Harriet, querida —insistió—, aunque ahora no quieras tocar esas canciones tuyas, creo que deberíamos contarle a la señora Kator que la música no es, en realidad, tu punto fuerte. Me parece que deberíamos enseñarle tus excelentes resultados en otra especialidad artística —la señora Lennon se volvió a su invitada y añadió—: Harriet escribió algunos poemas y voy a pedirle que se los recite a usted porque creo, aunque tal vez sea parcial en mi valoración… aunque seguramente soy parcial —se corrigió con una tímida risilla—, que sus poesías tienen verdadero mérito.

—¡Vaya! ¡Dios bendito! —exclamó la señora Kator. Miró a Harriet, complacida, y le dijo—: ¡Querida, no sabía que te dedicaras a cosas así! Realmente, me encantaría oírte.

—Recítale uno de tus poemas a la señora Kator, Harriet.

La niña contempló la dulce sonrisa de su abuela y volvió la vista a la señora Kator, que estaba inclinada hacia adelante en el sillón, y a Howard, sentado con la boca abierta y un destello de placer cada vez más acusado en sus ojos.

—No me sé ninguno —respondió a continuación.

—Harriet —insistió su abuela—, aunque no los recuerdes de memoria, tienes algunos por escrito y estoy segura de que a la señora Kator no le importará que los leas.

El enorme regocijo que había ido adueñándose de Howard se volvió, de pronto, irresistible.

—¡Poemas! —exclamó, doblado de risa en el sofá—. ¡Harriet escribe poemas!

Va a contárselo a todos los niños del barrio, pensó la chiquilla.

—Me parece que Howard está celoso —apuntó la señora Kator.

—¡Ja! —replicó el niño—. Yo no escribiría nunca un poema. Seguro que no podrías hacerme escribir uno aunque lo intentaras.

—Y a mí, tampoco —declaró Harriet—. Todo eso de los poemas es mentira.

Se produjo un largo silencio y, por último, la abuela de la niña musitó en tono apenado:

—¡Pero Harriet…!

—¡Vaya cosa de decirle a tu abuela! —añadió la señora Kator.

—Creo que deberías disculparte, Harriet —dijo su abuela.

—¡Desde luego que deberías! —la secundó la visitante.

—Si no he hecho nada —murmuró la niña, y añadió—: Lo siento.

—Ahora, trae esos poemas y léeselos a la señora Kator —la voz de su abuela sonó muy severa.

—No tengo ninguno, abuela, de verdad —protestó la niña con desesperación—. De verdad, no tengo ninguno —insistió.

—Muy bien, ¡pues yo sí! —replicó la abuela—. Están en el cajón superior del escritorio. Ve a buscarlos.

La chiquilla titubeó unos instantes, observando los labios apretados y el ceño fruncido de su abuela.

—Howard irá por ellos, señora Lennon —intervino la señora Kator.

—Desde luego —asintió el niño. Se incorporó de un salto, corrió al escritorio y abrió el cajón indicado—. ¿Dónde están? —preguntó a gritos.

—En un sobre —indicó la abuela, aún tensa—. En un sobre marrón que lleva escrito “Poesías de Harriet” en la parte delantera.

—Ya lo tengo —anunció Howard, sacando varias hojas del sobre y estudiándolas unos momentos—. ¡Vaya! Poesías de Harriet… sobre las estrellas —el niño corrió hasta su madre con una risilla, agitando los papeles—. ¡Mira, mamá, poesías de Harriet sobre las estrellas!

—Dáselas a la señora Lennon, cariño —dijo la madre de Howard—. No deberías haber abierto el sobre. Es una falta de educación.

La señora Lennon tomó el sobre y los papeles y los tendió a Harriet.

—¿Vas a leer los poemas, o lo hago yo? —preguntó a la niña con suavidad. Harriet movió la cabeza en gesto de negativa. Su abuela suspiró, miró a la señora Kator y tomó la primera hoja. La visitante se inclinó hacia adelante, muy atenta, y Howard se instaló a sus pies, encogiendo las rodillas y ocultando la cara entre los muslos para contener la risa. La abuela carraspeó, lanzó una sonrisa a Harriet y empezó a leer.

—“El lucero de la tarde” —anunció.

Cuando caen las sombras de la tarde y todo queda envuelto en la oscuridad y todas las criaturas de la noche llaman y el viento aúlla en soledad,

espero a que salga la primera estrella y de sus rayos de plata busco el fulgor.

Cuando el crepúsculo azul y verde se difumina y la estrella solitaria se muestra en su esplendor.

Howard no pudo contenerse más.

—¡Harriet escribe poemas sobre las estrellas!

—¡Vaya, es una poesía encantadora, querida Harriet! —dijo la señora Kator—. Me ha parecido realmente preciosa, de verdad. No sé por qué te da tanta vergüenza recitarla.

—¿Lo ves, Harriet? —añadió su abuela—. La señora Kator cree que tu poema es precioso. ¿No lamentas ahora haber armado tanto alboroto por una cosa así?

Howard se lo contará a todos los niños del barrio, volvió a decirse la pequeña.

—No lo escribí yo —declaró.

—¡Pero, Harriet! —su abuela se echó a reír—. No es preciso que seas tan modesta, cariño. Escribes unos poemas preciosos.

—Lo copié de un libro —insistió la niña—. Lo encontré en un libro y lo copié y luego le dije a la abuela que lo había escrito yo.

—No puedo creer que hicieras una cosa así, Harriet —murmuró la señora Kator, perpleja.

—Pues es verdad —se reafirmó Harriet, testaruda—. Lo copié directamente de un libro.

—Harriet, no te creo —declaró la abuela. Harriet miró a Howard, que la observaba con admiración.

—Lo copié de un libro que encontré un día en la biblioteca —le aseguró.

—No puedo entender que diga una cosa así —comentó la señora Lennon a su invitada. La señora Kator movió la cabeza de un lado a otro.

—Era un libro que se llamaba… —Harriet se detuvo unos instantes a pensar—. ¡Se llamaba El libro de poesía casero\ Sí, ése era el título. Y todos los poemas están sacados de ahí. ¡Yo no he escrito ninguno]

—¿Es cierto eso, Harriet? —inquirió su abuela. Después, se volvió hacia la señora Kator y añadió—: Me temo que debo disculparme por el comportamiento de Harriet y por haberle leído ese poema creyendo que era suyo. Jamás había imaginado que me engañara así.

—Bueno, es bastante normal —respondió la señora Kator, sin darle mayor importancia—. Los niños quieren atención y elogios, y a veces son capaces casi de cualquier cosa para conseguirlos. Estoy segura de que Harriet no tenía intención de ser…, en fin, de engañar a nadie.

—Claro que sí —declaró la niña—. Quería que todo el mundo pensara que los había escrito yo. Le dije a la abuela que las poesías eran mías, y lo hice a propósito —Harriet se inclinó hacia adelante y le arrancó los papeles de la mano a su abuela, que no se resistió—. ¡Y ya no volverán a verlas más! —añadió, ocultando los papeles tras la espalda, lejos de todos.

*FIN*


“Afternoon in Linen”,
The New Yorker, 1943


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