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Uno a media calle

[Cuento - Texto completo.]

Gregorio López y Fuentes

No es el tambor más o menos conocido en todas las columnas. Es un ruido seco, un golpe al parecer dado en un tronco sembrado de oquedades. Es el tambor que sirve de guía a las corporaciones yaquis. Las tropas del Noroeste, que ocupan la ciudad después de la rendición del Ejercito Federal.

En las fisonomías de los indios yaquis no hay asombro, no hay alegría, no hay tristeza, no hay nada. Parece que no han vencido. Dan la idea de estar habituados a la ciudad, que a otros llamaría la atención con sus edificios y sus monumentos. Van desfilando con una indiferencia de piedra tallada, todos serenos, todos inmutables, con ese entrecejo de austeridad que tanto los identifica.

Sigue muy adelante el tambor. Ellos marchan en su seguimiento. Se detiene por algunos instantes la columna y ellos se plantan en un lugar, ajenos a cuanto les rodea, como si llevaran familiarmente la visión de todas las andanzas de la raza: los que han sido enviados a las selvas chicleras de Quintana Roo. Los que fueron a la campaña del Maya. Y cuantos han incursionado siempre en guerra por todo el país.

Permanecen a pie firme. Al llegarles su turno, siguen caminando. La mirada es de odio o de indiferencia. Embrazan el arma como algo muy querido, apretada fuertemente en las manos y contra el costado. La ciudad los mira con la admiración que siempre tiene para los vencedores. Las leyendas que los han precedido los hacen más valientes, más estoicos, más soldados. Ya en los cuarteles celebran a su manera los acontecimientos o acaso alguna fecha memorable: al sonar del tambor ejecutan la “Danza del venado”. Tres, cinco, diez, veinte horas. El tiempo es lo de menos. Danza de movimientos nerviosos, los nervios propios de la cacería. Uno de los danzantes simula la presa perseguida en los montes del Bacatete, mientras que el otro danzante representa al cazador.

Cuando es necesario evacuar la ciudad, desfilan al son de su tambor. Van tan indiferentes como a la entrada. Saben que no huyen, sino que salen para regresar quién sabe cuándo. Si no regresan, saben que algún día deben encontrarse todos en el sitio designado por sus religiones a los que mueren en la guerra.

Esun sonido seco, sin repercusiones …

De las serranías del Ajusco bajan los zapatistas. Otros han llegado por las calzadas que proceden de los pueblos indígenas. Cordones interminables en los que predominan los enormes sombreros chilapeños, la blusa y los anchos calzones. Llegan con una fama de horror.

Por el lado opuesto de la ciudad, llegan las fuerzas de la División del Norte, una muestra de lo que es el villismo. Las dos marejadas se juntan, se mezclan. Son las dos fuerzas aliadas. La provincia se ha concentrado en la ciudad y en la ciudad, tímida, se entrega hecha un cuartel.

Parece que veinte regiones han enviado sus representantes en colorido, en costumbres, en lenguaje, en todo. Los del Norte parecen más soldados. Los del Sur, resultan como más guerrilleros. A todos ellos les han quedado fuertes reservas de brío y se desahogan en la cantina y en el lupanar.

-¿Quién es la encargada?

-¿Quién ha de ser, lindo? Pues yo.

-Bueno. Cierre la puerta y el catarro corre por nuestra cuenta.

-Niñas, aquí están los señores.

-Pasen, muchachos.

El hombre entrega un fajo de billetes. También en la cantina hay animación. Surgen las discusiones por los hechos de armas.

-¿Qué han hecho ustedes? ¡Correr y robar!

-¡Si será usted atascado! La gente del Sur…

Yantes que las palabras suenan los tiros, tal es la ligereza de los “mete mano”. Unos cuantos zapatistas y otros tantos villistas muertos. Toda la cuadra es el campo del combate. Algunos han quedado recargados en el mostrador, otros en la acera y hay uno a media calle.

FIN



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