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Uno

[Cuento - Texto completo.]

Bret Harte

Narración Californiana

Pasaba en el campamento por ser de una inutilidad y de una incapacidad absolutas. Desde el día en que puso el pie en el Bosque Rojo, llevando cuantos efectos poseía en un pañuelo anudado en la punta de un palo, hasta aquel en que se marchaba, arrastrado por un tablón en la terrible inundación de 1856, sus compañeros no obtuvieron ni esperaron nada de él. En medio de aquel grupo de rudos mineros con groseras virtudes y vicios atractivos y fáciles, se encontraba él, igualmente desprovisto de unas y otros, y tanto sus debilidades como sus ridiculeces no eran bastante salientes tampoco para elevarle a la categoría de bufón. Entre los actores del Bosque Rojo, en los salvajes y sombríos dramas que se desarrollaban harto a menudo tras el verde telón de los pinos, él, comparsa mudo, no desempeñaba sino los papeles pasivos y borrosos. Sin nombre conocido, el censo le había pasado en silencio; sin dinero, el recaudador de contribuciones lo ignoraba; sin individualidad, los electores encarnizados en el nombramiento de un juez de paz aumentaban sus listas tomando nombres de las losas del cementerio, pero no pensaban en él para pedirle el voto. Le negaban hasta la dignidad heráldica del apodo, y en una comunidad en la que cada cual llevaba un seudónimo, él se había quedado con “Ese” o “Uno”.

Más adelante se recordó, con una especie de supersticioso asombro, que hasta había eludido la efímera celebridad de un accidente, no habiendo jamás obtenido, por ejemplo, el pasajero honor de un tiro destinado a otro durante Ias sangrientas e imparciales reyertas tan frecuentes en el campamento.

Sin embargo, Elías Martín —porque éste era su verdadero nomnombre— no era ni repugnante ni antipático. Por naturaleza, cobarde, embustero, egoísta y perezoso, la casualidad, desgraciadamente para él, le había arrojado entre los mineros del Bosque Rojo, en los momentos en que reinaban allí la generosidad, la franqueza y la actividad. Sin embargo, no había suscitado odios ni rencores; la indiferencia del campamento no se desmintió jamás, y la catástrofe final no era, después de todo, sino la consecuencia natural de la inercia con la que “Uno” se entregaba a los acontecimientos de cualquier género.

Tal era la reputación y tales los antecedentes del hombre que, el 15 de Marzo de 1856, bogaba solo, a la deriva, sobre uno de los afluyentes del Minyo. El tablón al que se agarraba instintivamente Elías Martín seguía los tortuosos cursos de las nuevas ramificaciones, y flotaba al azar a quince leguas del lugar del siniestro.

Si el hombre hubiese tenido el valor de echarse a nadar, se hubiera infaliblemente ahogado. Si hubiera sido hábil y audaz, podría haber saltado al pasar sobre las ramas de algún árbol de la orilla; pero careciendo de audacia y de valor, se dejaba llevar, tanto a causa de la parálisis del miedo, como por una estúpida resignación, hasta que un remolino Io cogió y lo lanzó bruscamente sobre terrenos incultos y abandonados.

La primera sensación precisa que experimentó fue la del hambre. En cuanto se desentumecieron sus miembros se puso en busca de un alimento cualquiera. Ignoraba por completo los lugares en que pudiera encontrarse, pues además de que el miedo no le había dejado fijarse en el trayecto recorrido, carecía del instinto topográfica peculiar de los mineros y cazadores. De pronto vió una ardilla que roía una nuez, y se lanzó brutalmente en aquella dirección; el animal huyó más que de prisa; pero Elías dió con el escondite de la ardilla en el tronco de un árbol, en el que había algunas nueces, que comió con avidez. Después se puso en marcha, dirigiendo miradas temerosas en todas direcciones y avivando el oído para percibir cualquier rumor, cuando de pronto se detuvo sobresaltado. Acababan de herir su olfato las emanaciones de pescado salado, y este olor acre, no solamente irritó su hambre, sino que tenía en aquel lugar una significación siniestra. ¡Acusaba la proximidad de los indios! ¡Era el peligro, la tortura, la muerte!

Elías permanecía inmóvil, profundamente turbado, esforzándose por dominarse. Sabía que los mineros del Bosque Rojo se habían ganado inútil y brutalmente las simpatías de las tribus indias de las cercanías. Las infalibles carabinas de sus compañeros habíanse ejercitado con harta habilidad sobre indígenas aislados, para no suscitar en dichas tribus un odio implacable, odio que se traducía en espantosas represalias.

”Uno” conocía todo esto, y sin embargo sus terrores se embotaban en su eterna apatía, y su hambre creciente hablaba más alto que el miedo. No ignoraba que en las chozas, o wigwams, de los aborígenes, hay siempre largas ristras de salmón ahumado, y toda su inteligencia se concentraba en la posibilidad de obtener aquella presa apetitosa. Continuaba avanzando, y cuando hubo andado un poco más, con la confianza irracional del bruto que se abandona a una seguridad fugitiva, llegó a la linde de un grupo de árboles y se encontró casi enfrente de un montículo artificial hecho de barro y cortezas, a orillas del río. Presentaba por el lado que daba al agua un orificio estrecho, semejante a la entrada de una choza de esquimales. Martín comprendió que aquello era una ”estufa” o ”bóveda caliente”, construcción común a casi todas las tribus indias de California, mitad templo y mitad establecimiento higiénico, reproduciendo bajo una forma grosera y primitiva la idea septentrional del baño ruso. A ciertas horas los guerreros se reunen en ese horno, caldeado por un brasero; permanecen en él hasta que la sofocación es inminente; después se echan sudorosos al agua glacial del río. Elías se acordó de que los bañistas no visitaban la estufa sino al amanecer, y, calculando que debía estar desierta, se decidió, aguijoneado por el hambre, a introducirse en ella. Su primer cuidado fue satisfacer su hambre; el segundo, secarse junto al brasero. Después, al fijarse en los atavíos propios de un jefe indio, que estaban en un rincón, se le ocurrió revestirse con ellos para escapar más fácilmente en el caso de encontrar un indio de carne y hueso. Púsolo desde luego en práctica, y se apresuró a arrojar al río sus propios harapos. Luego, en vez de alejarse de aquellos lugares, se dejó llevar por su habitual apatía y, pensando en lo que había de hacer, se quedó dormido.

Al cabo de algunas horas se despertó sobresaltado. Fuera, el silencio era completo. Temblando se arrastró hacia la salida. El aire vivo de la mañana le dió alguna energía, y con un brusco movimiento salió al exterior y se puso en pie. Al punto oyó un salvaje clamoreo. Miró angustiado en todas direcciones, y se vió rodeado por los indios. Toda salida estaba estrechamente guardada, y sin duda esta certeza hacía que la actitud de los salvajes fuese más pasiva que amenazadora. Sus rostros impasibles, de tipo acentuado y ligeramente judío, no expresaban más que una atención tranquila y estoica. Elías Martín se quedó petrificado por la desesperación, y para conjurar la suerte que le esperaba, su imaginación no le sugirió más que explicar con cualquier pretexto su presencia en aquel lugar. En el fondo de su memoria trastornada encontró algunas sencillas locuciones indias, y con un gesto automático, designando al río y a su persona, dijo con voz trémula:

—Vengo del río.

Le respondió un gran clamoreo. Todos inclinaron sus frentes empenachadas ante el prisionero, y uno de los guerreros, anciano y descarnado, se irguió y, alzando un brazo, dijo solemnemente:

—¡Él es!

Elías estaba salvado. Más aún: acababa de nacer a una vida nueva; con gestos, con ademanes, con palabras sueltas, los indios le hicieron comprender que tras la muerte de su Gran Jefe, sus brujos habían predicho la llegada del sucesor de aquél, que aparecería inesperadamente en medio de la sombra y del silencio, procedente del río, revestido con las insignias del difunto. Fue llevado triunfalmente a la residencia habitual de la tribu, y todos se apresuraron a prestarle el debido acatamiento. Elías Martín creía estar soñando; no podía comprender cómo él, despreciado, escarnecido por hombres semisalvajes, había pasado de pronto a ser respetado, adorado por una tribu completamente bárbara. Se decía también que cuando se descubriera la inocente estratagema con la cual había explicado su presencia, aumentaría la rabia de sus carceleros. Pero llegó un día en que, ya por debilidad, ya por satisfacción material de la inmunidad presente, aceptó inconscientemente la situación que las circunstancias le habían creado. Felizmente para él, tal situación era puramente pasiva. Su predecesor, el último Gran Jefe de los minyos, no había sido más que un ídolo en carne y hueso, un viejo decrépito en el que la edad y las enfermedades habían extinguido sus facultades; su cuerpo, del que estaba ausente la inteligencia, presidía los consejos de los guerreros, que le exponían sus decisiones como hubieran depositado ofrendas en un altar. Lo mismo sucedió con Elías.

Al día siguiente de su advenimiento, dos guerreros le presentaron una cabellera ensangrentada. Él palideció, se estremeció, volvió la cabeza; después, pensando en el peligro de su debilidad, se puso más lívido todavía. Los guerreros no dijeron nada.

Poco tiempo después se produjo un incidente de mayor gravedad. Dos cautivos, dos blancos, atados con cuerdas, fueron conducidos a la presencia del jefe, para ser llevados después a la hoguera que les esperaba a poca distancia; una alborotada multitud de mujeres jóvenes y viejas y de niños seguía a las víctimas. El desgraciado Elías reconoció en los prisioneros a dos vendedores ambulantes que habían estado varias veces en el campamento del Bosque Rojo. Bajo la capa de pintura que le cubría, su rostro se descompuso. intervenir para disputar los infortunados al suplicio, era entregarse él mismo a la muerte sin salvarles; autorizar con su presencia aquel horrible tormento infligido a compatriotas, sobrepasaba los límites de su cobarde egoísmo. Fuera de sí, sin saber apenas lo que hacia, mientras pasaba ante él el horrible cortejo, se volvió bruscamente de espaldas y se cubrió el rostro con su manto. Reinó un profundo silencio en la multitud; evidentemente, los indios no esperaban aquella protesta de su jefe. Permanecían indecisos y vacilantes, cuando una jovencilla, orgullosa por haber sido designada por la suerte el día anterior para mujer del nuevo jefe, impaciente tal vez por ver comenzar el espectáculo, se acercó audazmente a Elías y le tocó en un brazo. Él alzó la cabeza, la reconoció y, harto débil para medirse con los verdaderos autores del atentado, su impotente rabia se desencadenó contra la india: la dirigió una mirada llena de odio y horror. Ella retrocedió espantada y corrió a reunirse con sus compañeras. Tras una discusión rápida y violenta, toda la banda de mujeres y niños se dispersó y se volvió a sus wigwams.

—¿No tenía yo razón, amigo? —dijo tranquilamente en inglés uno de los prisioneros—. Estos brutos no pensaban seriamente en quemarnos vivos. Era un simulacro. Los minyos se diferencian de las otras tribus: no matan sino en defensa propia.

—No es eso— respondió el segundo, muy excitado—. Es el jefe, ese gran diablo, con la cabeza envuelta en el manto, quien ha puesto el veto. ¿No ha visto usted cómo ha despachado a esas arpías? Es un gran hombre. Mire usted qué dignidad tiene.

—Eso es verdad —replicó el otro, dirigiendo a Elías una mirada llena de admiración—. Es de la madera que se hacen los reyes, o mucho me equivoco.

Estas palabras de ingenuo elogio produjeron un extraordinario efecto en el seudojefe. Sorprendido al principio por la revelación del carácter pacifico de la tribu cuyo gobierno le había sido impuesto, tan tranquilizadora nueva no representaba nada ante el deslumbramiento que le causaba el espontáneo homenaje de los prisioneros. ¡A él! ¿Sería que él mismo se había equivocado hasta entonces respecto de su propio mérito? ¿Desconocería tal vez sus propias cualidades? Embriagado por aquellas palabras y aquellos pensamientos, se olvidó de todo en aquel momento, y se irguió majestuosamente.

Los guerreros continuaban indecisos al lado do los americanos. De repente Elías se echó atrás el manto, miró a sus indios con fiereza y les hizo un gesto para que rompieran los lazos de los prisioneros. Su ademán, como el de las personas habitualmente tímidas y reservadas, fue exagerado, fantástico, teatral; pero por lo mismo hizo mayor efecto. Los indios obedecieron, y ante un nuevo ademán imperioso de Elías los prisioneros se alejaron rápidamente sin ser perseguidos. ¡Había obtenido un triunfo completo!

Desde efuences Elías Martín fue otro hombre. Aquella noche se durmió con un sueño embriagador de poder; y a la mañana siguiente se levantó lleno de energía, de valor y de audacia. Leía su metamorfosis en los ojos de sus guerreros. Comprendió que, no obstante las costumbres e instintos pacíficos de aquéllos, habían querido asegurarse de las inclinaciones e intenciones de él a fin de conformarse mejor a ellos, y que para ello le habían ofrecido la cabellera ensangrentada y la vida de los dos americanos. Aquella prueba de la cobardía de sus súbditos le hizo olvidar la suya. La mayor parte de los héroes no lo son sino en comparación con los que no tienen nada de heroico, y Elías llegó insensiblemente a buscar el medio de hacer a su tribu más fuerte para la ofensiva y la defensiva.

Los prisioneros libertados por él no dejaron, para dar colorido a sus aventuras, de hablar en términos exagerados de la audacia y la autoridad de su salvador; de tal manera, que insensiblemente, en todas las colonias de la frontera se propagó el rumor de que los minyos, que habitaban un vasto territorio a orillas del Océano Pacífico, tribu hasta entonces inofensiva y apacible, había adquirido un súbito desenvolvimiento bajo el reinado de un jefe misterioso y formidable, cuya voluntad únicamente impedía que aquella nación poderosa guerrease y extendiera sus conquistas. El gobierno americano, continuando su política inconsecuente, medio paternal medio agresiva, no tardó en enviar a los minyos un agente; y aunque las discusiones del tratado se hicieron por signos, aquel fue muy favorable para los indios, merced al conocimiento que tenía de los blancos el supuesto jefe.

 

 

Transcurrieron dos años de paz y prosperidad. Elías Martín, rechazado por la sociedad, fuera de la ley, sin vínculos ni parientes en el mundo civilizado, olvidado por sus compatriotas, hecho poderoso, rico, temido, respetado por los indios, se vió acometido por la nostalgia.

Al atardecer de un cálido día de verano, el Gran Jefe de los minyos estaba sentado delante de su tienda, desde la que dominaba el mar y una gran extensión de terreno. Había elegido aquel promontorio elevado, la única altura del territorio, para plantar su tienda con el doble objeto de aislarse del resto del poblado y tener aquella vista.

Sus ojos cansados y tristes se fijaban con predilección en el mar, como si adivinase en él mayores probabilidades de fuga que las que le ofrecían el llano y la lejana cordillera, tan íntimamente unidos al recuerdo de su secreto pasado y de su existencia en el campamento del Bosque Rojo. En sus vagos sueños de fuga para sustraerse a una situación que se le había hecho intolerable, no entraba ningún deseo de volver con sus antiguos compañeros, ni aun para contarles sus triunfos; le quedaba una desconfianza confusa, la duda de poder luchar con las condiciones de antes. En realidad, no sabía lo que echaba de menos; tal vez alguna existencia que jamás había llevado, placeres que jamás había gustado.

Pensando vagamente en todo aquello, y arrullado por el lánguido rumor del mar, so quedó profundamente dormido. Nada se movía, a excepción de los ojos negros, grandes y vivos de Wachita, la infantil esposa del jefe, la misma india que se atrevió a acercarse a Elías cuando el suplicio frustrado de los prisioneros. De pronto se despertó Elías sobresaltado, y miró a la india. Ésta dijo:

—El mensajero del Padre de los Blancos ha llegado con sus carros. Ha dicho que deseaba ver al Gran Jefe de los minyos, pero yo no he querido que molestasen a mi señor.

Elías frunció el entrecejo. Despojado de sus metáforas, el discurso de Wachita significaba que el nuevo agente americano venía a hacer su visita anual, y que, como sus predecesores, tenía curiosidad por ver de cerca al célebre jefe de la tribu.

—Bueno —dijo é1—. El Conejo Blanco (su lugarteniente) recibirá al mensajero y hará el cambio de regalos. Basta con él.

—Pero —replicó la india vacilando— el mensajero ha traído a sus mujeres wangee (blancas). También ellas desean ver el rostro del Gran Jefe. Han rogado a Wachita que las conduzca cerca del lugar en que se encuentra mi señor, porque, ellas quisieran verle sin que él lo supiera.

Elías miró a la india y dijo fríamente:

—Entonces, que Wachita se vuelva inmediatamente con sus compañeras, y no salga ninguna hasta que se marchen las extranjeras wangee. He dicho. Vete.

Acostumbrada a aquellas bruscas despedidas, la india se retiró dócilmente sin pronunciar palabra. Elías, que se había levantado, permaneció algunos instantes en pie, con los ojos fijos en el horizonte del mar. De pronto se sintió ruido en un bosquecillo próximo, y Elías oyó una voz de mujer que decía, en inglés:

—Pues no tiene aspecto feroz. Lo encuentro verdaderamente guapo.

—¡Calla! Ten cuidado —murmuró otra voz.

—¡Bah! Aunque nos oyera, no nos entendería.

Y las dos voces se confundieron en una risa ahogada.

La impasibilidad natural de Elías y su calma adquirida le sirvieron mejor que la presencia de espíritu en aquellas circunstancias. No se movió, aunque la sangre afluyó violentamente a su cara. El acento de la que primeramente había hablado le causó una sensación profunda; aquellas palabras ingenuas y semiburlonas le habían llenado de dulces presentimientos; permanecía inmóvil, pero sentía que sus confusas aspiraciones, sus vagas esperanzas, su nostalgia creciente, acababan de tomar misteriosamente una realidad y un cuerpo hasta entonces ignorados.

Cediendo a un impulso espontáneo, se precipitó hacia el lugar de donde habían salido las voces. A diez pasos ante él las hojas y las ramas se agitaron como al paso de un ser invisible, mientras que en el mismo instante, casi a sus pies, brotaba una exclamación, en la que había miedo y risa, y las ramas de un arbolillo, que se escaparon de unas manos temblorosas, golpearon en el pecho de Elías. Apartando prontamente el ramaje, se bajó. Este brusco movimiento puso su rostro inclinado casi al nivel de las mejillas y los rizos de una mujer joven, cuyos ojos húmedos y brillantes le miraban, y cuyo perfumado aliento, que salía por sus labios entreabiertos entre sus blancos dientes, se mezclaba a la anhelante respiración de Elías.

Ella se había dejado caer de rodillas cuando huyó su compañera, esperando pasar inadvertida; pero el jefe de los minyos había marchado tan directamente hacia ella, que no pudo reprimir el grito que la había vendido. Sin embargo, no parecía muy asustada.

—No ha sido más que una broma —dijo tranquilamente, apoyándose en el brazo de Elías para levantarse—. Soy la señora de Doll, la mujer del agente del gobierno. Me habían dicho que usted no permitía que le viera nadie, y yo estaba decidida a verle a usted. Eso es todo. Adiós.

La joven dio un paso hacia atrás; pero el arbusto elástico que le servia de apoyo la empujó ligeramente hacia adelante, y, por segunda vez, Elías aspiró el perfume de su cabellera; veía cerca su boca húmeda y roja; el recuerdo de una fresca compañera de su infancia vagabunda cruzó como un relámpago por su mente; una embriaguez de loca temeridad nacida de sus dolores, de su destierro, excitada por la conciencia de su poder absoluto, tanto como por la hermosura de la joven, se le subía a la cabeza. La cogió bruscamente, la atrajo sobre el pecho e imprimió en sus labios un beso ardiente; después abrió los brazos, retrocedió y se metió entre el ramaje con una carcajada estridente y salvaje.

La señora de Doll se quedó sola, aturdida y muda. Al cabo de un instante, levantó maquinalmente la mano, y con rápido ademán se frotó varias veces los labios, en los que había quedado una mancha de bermellón. Su rostro, grave, no expresaba, sin embargo, terror, y no era únicamente la indignación lo que se reflejaba en su mirada. De pronto, como si hubiera dado con una idea, exclamó: ”No es un indio, estoy segura de ello”.

Mientras se alejaba, las ramas de un árbol, en el que Wachita se había refugiado, dieron paso a un cándido y plácido rostro. Los ojos grandes y serenos, y vagamente asombrados, de la india, siguieron a la mujer wangee hasta que desapareció en el follaje.

 

 

Las cuatro semanas que siguieron ocasionaron a Elías mayores emociones que las que le habían procurado los dos años de su reinado. Durante los primeros días siguientes a su encuentro con la señora de Doll, fue preso de accesos de terror cobarde mezclado a impulsos desesperados de rebelión. El conocimiento que tenía de la feroz caballería de la frontera, y de los prontos castigos infligidos por los maridos y hermanos los audaces, le inspiraba unas veces un miedo abyecto y otras una loca temeridad. Unas veces quería evadirse a toda costa, aunque hubiera de confiarse a la mar en una frágil canoa; otras pensaba en precipitar un conflicto inevitable, excitando a sus indios contra la agencia americana; después, a medida que transcurrieron los días sin ocurrir nada, Elías se fue tranquilizando, y su alma se abrió a vagas y deliciosas, esperanzas.

Una tarde Wachita le entregó una carta cerrada, y leyó emocionado lo que sigue:

 

Su incalificable conducta del otro día autoriza este paso. Estoy convencida de que sabe usted el inglés tan bien como yo. Si quiere usted explicarse acerca de este punto, así como explicar su conducta, venga usted a verme al mismo sitio. Le espero con mi amiga, pero se apartará y no oirá nada.

 

Se precipitó a la cita con la impetuosidad y el candor de un primer amor, y se entregó por completo como un niño. Elías confesó su secreto. Lo dijo todo, no pidiendo nada en cambio, ni siquiera el secreto. Ella no concedió, no prometió nada. Nadie supo jamás el papel que desempeñó ella en el desenlace de la pasión que había despertado.

Elías vivió quince días del recuerdo de aquella entrevista rápida y sin resultado; se alimentaba de ilusiones, y sonaba con una felicidad desconocida, cuando un crimen atroz, inesperado, cometido cerca del poblado, excitó hasta el furor la indignación de la pacífica y pastoril tribu. Un indio anciano, designado por su categoría para tratar especialmente con la agencia americana, fue asesinado. El asesino, un buhonero del Bosque Rojo, se glorificaba de su acción.

Ante este hecho, mi grito de indecible rabia llegó hasta la tienda de Elías pidiendo venganza. No era posible negarse a satisfacer el vehemente y unánime deseo de la tribu. Elías, tras muchas congojas y vacilaciones, se decidió a ordenar la captura del asesino, esperando en secreto que aquél se encontraría ya al abrigo de todas las pesquisas.

Salieron los guerreros, y a eso de media noche un clamoreo general anunció que volvían con el asesino. Aislado por sus costumbres y por la etiqueta de su rango, feliz con escapar, por el momento al menos, a las reclamaciones y a las acusaciones que el prisionero no dejaría de echarle en cara, Elías no pidió, ni mucho menos, que trajesen aquél a su presencia.

La noche se deslizaba lentamente, más horrible aún para el juez vacilante y débil que para el condenado, que so entumecía atado a un poste entre los centinelas indios. No solamente atormentaba a Elías el instinto de humanidad; era su pasión insensata por la mujer del agente lo que le hacía temblar ante el efecto producido sobre sus relaciones mutuas por aquellas represalias. Odiaba al asesino, sobre todo por lo inoportuno de su crimen, pero su cobardía protestaba sin embargo contra el suplicio.

Esa misma cobardía le inspiró de pronto una resolución. Se deslizaría furtivamente cerca del cautivo, cortaría sus ligaduras y le dejaría huir; su estratagema salvaba la vida de un hombre, y su apostasía sería ignorada por la tribu. El árbol al que estaba atado el condenado se encontraba, según costumbre, no lejos de la tienda del jefe, guardado más bien por la santidad del lugar que por los centinelas adormecidos. Elías avanzó con precaución hacia el prisionero. Éste dormía, porque su cabeza inmóvil descansaba sobre el pecho. Silenciosa y rápida, una forma humana salió bruscamente de la sombra y avanzó también hacia el árbol. Era Wachita.

Elías se detuvo estupefacto; después lo comprendió. Recordó la persistente atención de la india, sus intenciones sutiles, su repentina desaparición. Ella le había adivinado: iba a dar libertad al condenado; ya se veía lucir entre los dedos de la niña el cuchillo destinado a cortar las cuerdas. ¡Valiente y abnegada criatura!

Elías dio algunos pasos hacia ella conteniendo la respiración, pero de repente se detuvo horrorizado. La brillante hoja se hundió varias veces en el pecho del desgraciado, que, después de una violenta convulsión, se quedó inmóvil, sin exhalar un grito. Estaba muerto. Elías se sintió desfallecer, y se hubiera desplomado si no le hubiera mantenido en pie una brusca reacción. Comprendió que la india acababa de resolver la cuestión que le atormentaba. En el momento en que Wachita, serena e impasible, pasaba ante él, la cogió por un brazo.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Elías.

—Por ti.

—¿Por mí?

—Porque tu no le hubieras matado. Amas a su mujer.

¿Su mujer? Elías se tambaleó. Una horrible sospecha cruzó por su mente. Rechazó violentamente a Wachita y corrió al árbol. Reconoció el cadáver: ¡era el del agente americano! Los indios, no habiendo podido prender al asesino, se apoderaron, como víctima expiatoria, de aquel que satisfacía más completamente su venganza. El sacrificio de aquella existencia les tranquilizaba.

 

 

—El gobierno ha concluido por escamarse —dijo un minero, dejando un periódico en la mesa del nuevo café de la nueva ciudad del Bosque Rojo—. Se ha decidido por fin a caer sobre esos canallas de minyos. Aquí dice que han limpiado de tunantes las dos orillas del río. Es de creer que los soldados se dejarán de sentimentalismos, y que todo el mundo llegará a decir, como nosotros, que un indio vale menos que cualquier animal.

—Parece —replicó otro minero— que el famoso jefe era el peor de todos, un verdadero demonio. Hubiera robado a la viuda del agente si sus guerreros no hubiesen asesinado a la pobre mujer. Tendría curiosidad en saber lo que ha sido de ese prójimo. Unos dicen que ha muerto; otros pretenden que era un predicador metodista que se las daba de santo y embrujaba a las viejas y d las jóvenes de la tribu. ¡Vaya usted a saber!

—Pregunta al viejo Ese. Ha vuelto hace unos días y anda trabajando en los peores sitios por un dólar diario. He oído decir que durante su ausencia ha rodado por los lugares de los minyos.

—¿Quién? ¿Uno? ¿Ese? ¡Cualquier día se hubiera metido ese cobardón en los sitios de peligro y en donde se reparten golpes! ¿Por qué no decir que ha sido él el propio Gran Jefe de los minyos? Mira, ahí le tienes: pregúntale.

La salida del minero fue acogida por una carcajada homérica. Elías Martín, Uno, que acababa de entrar en la sala, dirigió en rededor una tímida mirada, y se echó también a reír para hacer coro.

*FIN*


“A Drift from Redwood Camp”,
Scribner’s Magazine
, 1887


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