Vanina Vanini
[Cuento - Texto completo.]
Stendhalo Particularidades sobre la última «vendeta»
de carbonarios descubierta en los estados del Papa
Era una noche de primavera de 182… Toda Roma estaba en movimiento: el duque de S., el famoso banquero, daba un baile en su nuevo palacio de la plaza de Venecia. Para embellecimiento del mismo, se había reunido en él todo lo más espléndido que el lujo de París y de Londres puede producir. La concurrencia era inmensa. Las rubias y circunspectas beldades de la noble Inglaterra habían recabado el honor de asistir a aquel baile; llegaban en gran número. Las mujeres más hermosas de Roma les disputaban el trofeo de la belleza. Acompañada por su padre, llegó una joven a la que el fuego de sus ojos bellísimos y su pelo de ébano proclamaban romana. En toda su apostura, en todos sus gestos, trascendía un singular orgullo.
Los extranjeros que iban llegando se quedaban asombrados ante la magnificencia de aquel baile. «Ni las fiestas de ningún rey de Europa se pueden comparar con esto», decían.
Los reyes no tienen un palacio de arquitectura romana y se ven obligados a invitar a las grandes damas de su corte, mientras que el duque de B. no invita más que a las mujeres bonitas.
Aquel día tuvo suerte en su convite; los hombres estaban deslumbrados. Entre tantas mujeres destacadas, hubo que decidir cuál era la más bella: la elección no fue rápida, pero al fin quedó proclamada reina del baile la princesa Vanina, aquella joven de pelo negro y ojos de fuego. Inmediatamente los extranjeros y los jóvenes romanos abandonaron todos los demás salones y se aglomeraron en el que estaba ella.
El príncipe, don Asdrúbal Vanini, quiso que su hija bailara en primer lugar con dos o tres reyes soberanos de Alemania. Después, Vanina aceptó las invitaciones de algunos ingleses muy buenos mozos y muy nobles, pero su porte tan estirado la fastidió. Al parecer, la divertía más mortificar al joven Livio Savelli, que parecía muy enamorado. Era el joven más brillante de Roma y, además, también él era príncipe; pero si le dieran a leer una novela, a las veinte páginas la tiraría diciendo que le daba dolor de cabeza. Esto era para Vanina una desventaja.
A medianoche se difundió por el baile una noticia que suscitó bastante interés. Un joven carbonario que estaba detenido en el fuerte de Sant’Angelo acababa de fugarse, disfrazado, aquella noche y, con un alarde de audacia romancesca, al llegar al último cuerpo de guardia de la prisión, había atacado a los soldados con un puñal; pero resultó herido, los esbirros le seguían por las calles siguiendo el rastro de su sangre y se esperaba que le cogerían.
Mientras contaban esta anécdota, don Livio Savelli, deslumbrado por las gracias y los triunfos de Vanina, con la que acababa de bailar, le decía, al acompañarla a su sitio y casi loco de amor:
-Pero, por Dios, ¿quién puede conquistar su agrado?
-Ese joven carbonario que acaba de fugarse -le contestó Vanina-. Por lo menos, ese ha hecho algo más que tomarse el trabajo de nacer.
El príncipe don Asdrúbal se acercó a su hija. Es un hombre rico que lleva veinte años sin hacer cuentas con su administrador, el cual le presta sus propias rentas a un interés muy alto. Cualquiera que le encuentre en la calle le tomará por un viejo actor, sin observar que lleva en las manos cinco o seis sortijas enormes con unos diamantes gordísimos. Sus dos hijos se hicieron jesuitas y luego murieron locos. El padre los ha olvidado, pero le contraría mucho que su hija única, Vanina, no quiera casarse. Tiene ya diecinueve años y rechaza partidos brillantísimos. ¿Por qué razón? Por la misma que tuvo Sila para abdicar: su desprecio por los romanos.
Al día siguiente del baile, Vanina observó que su padre, el más negligente de los hombres y que jamás se había tomado el trabajo de coger una llave, cerraba con mucho cuidado la puerta de una pequeña escalera que subía a unas habitaciones situadas en el tercer piso del palacio. Estas habitaciones tenían unas ventanas que daban a una terraza con naranjos. Vanina salió a hacer unas visitas en Roma; al volver a casa se encontró con que la puerta principal estaba interceptada por los preparativos de una iluminación, y el coche entró por los patios de atrás. Vanina miró hacia arriba y le extrañó que estuviera abierta una de las ventanas del piso que con tanto cuidado había cerrado su padre. Se desprendió de su señora de compañía, subió a los desvanes del palacio y a fuerza de buscar dio con una ventanita enrejada que daba a la terraza de los naranjos. La ventana abierta que le había llamado la atención estaba a dos pasos. No cabía duda: en aquella habitación había alguien, pero ¿quién? Al día siguiente, Vanina consiguió la llave de una pequeña puerta que daba a la terraza de los naranjos.
Se acercó callandito a la ventana, que seguía abierta. Una persiana impedía que la vieran desde dentro. Al fondo de la habitación había una cama y en la cama una persona. Su primera reacción fue retirarse, pero vio en una silla un vestido de mujer. Mirando mejor a la persona que estaba en la cama, observó que era rubia y parecía muy joven. Ya no le cabía duda de que era una mujer. El vestido que estaba en la silla tenía manchas de sangre, lo mismo que los zapatos de mujer que se veían sobre la mesa. La desconocida hizo un movimiento y Vanina se dio cuenta de que estaba herida. Le cubría el pecho una gran franja de tela manchada de sangre, y aquella franja estaba sólo atada con dos cintas; no era un cirujano quien así se la puso.
Vanina observó que todos los días, a eso de las cuatro, su padre se encerraba en sus habitaciones y enseguida subía a ver a la desconocida; luego bajaba y se iba a casa de la condesa Vitteleschi. Nada más salir él, Vanina subía a la pequeña terraza desde donde podía ver a la desconocida. Su sensibilidad estaba muy interesada por aquella joven tan desgraciada; intentaba adivinar su aventura. El vestido ensangrentado que estaba sobre la silla había sido apuñalado varias veces. Vanina podía contar los desgarrones. Un día vio mejor a la desconocida: tenía los ojos, azules, fijos en el cielo. La joven princesa tuvo que esforzarse mucho por no hablarle. Al día siguiente, Vanina se atrevió a esconderse en la pequeña terraza antes de que llegara su padre. Vio a don Asdrúbal entrar en la habitación de la desconocida. Llevaba una cestita con provisiones. El príncipe parecía preocupado y no dijo gran cosa. Además, hablaba tan bajo que, aunque la puerta-ventana estaba abierta, Vanina no pudo oír sus palabras. El príncipe se marchó enseguida.
«Muy terrible tiene que ser lo que le pasa a esta pobre mujer -se dijo Vanina- para que mi padre, con su carácter tan despreocupado, no se fíe de nadie y se tome la molestia de subir todos los días veinte escalones.»
Un día, Vanina acercó un poco la cabeza a la ventana de la desconocida, se encontraron sus miradas y se descubrió todo. Vanina cayó de rodillas y exclamó:
-La quiero; cuente conmigo.
La desconocida le hizo seña de que entrara.
-Le pido mil perdones -se disculpó Vanina-. ¡Qué ofensiva debe de parecerle mi curiosidad! Le juro que guardaré el secreto y que, si me lo exige, no volveré más.
-¿Quién no se sentiría feliz por verla? -dijo la desconocida-. ¿Vive usted en este palacio?
-¡Claro que sí! Pero veo que no me conoce: soy Vanina, hija de don Asdrúbal.
La desconocida la miró con gesto de sorpresa, se sonrojó vivamente y añadió:
-Dígnese permitirme esperar que vendrá a verme todos los días; ahora bien, desearía que el príncipe no se enterase de sus visitas.
A Vanina le palpitaba fuertemente el corazón. Las maneras de la desconocida le parecían sumamente distinguidas. Sin duda aquella pobre muchacha había ofendido a algún hombre poderoso. ¿No habría matado a su amante en un arrebato de celos? Vanina no podía atribuir su desgracia a una causa vulgar. La desconocida le dijo que había recibido en la espalda una herida que le había llegado al pecho y le dolía mucho. A veces se le llenaba la boca de sangre.
-¡Y no tiene un cirujano!
-Ya sabe usted que en Roma -dijo la desconocida- los cirujanos tienen que dar parte a la policía de todas las heridas a que atienden. El príncipe se dignó vendarme las mías con este lienzo.
La desconocida evitaba con una naturalidad perfecta compadecerse de su accidente; Vanina la quería ya con locura. Pero a la joven princesa le chocó mucho una cosa: que en una conversación evidentemente tan seria, a la desconocida le costara mucho trabajo contener unas ganas repentinas de reír.
-Me gustaría mucho -le dijo Vanina- saber su nombre.
-Me llamo Clementina.
-Bueno, querida Clementina, mañana a las cinco vendré a verla.
Al día siguiente, Vanina encontró muy mal a su nueva amiga.
-Le voy a traer un cirujano -le dijo, besándola.
-Prefiero morir -rechazó la desconocida-. ¿Cómo voy a comprometer a mis bienhechores?
-El cirujano de monseñor Savelli-Catanzara, gobernador de Roma, es hijo de un criado nuestro -replicó vivamente Vanina-. Nos es muy adicto y, por su posición, no teme a nadie. Mi padre no hace justicia a su fidelidad. Voy a llamarle.
-No quiero ningún cirujano -exclamó la desconocida con una energía que sorprendió a Vanina-. Venga a verme, y si Dios ha de llamarme a él, moriré dichosa en brazos de usted.
Al día siguiente, la desconocida estaba peor.
-Si me quiere -le dijo Vanina al marcharse-, la verá un cirujano.
-Si viene, se acabó mi felicidad.
-Voy a mandar a buscarle -insistió Vanina.
La desconocida, sin decir nada, la detuvo, le cogió la mano y se. la besó una y otra vez. Por fin la soltó y, como quien va a la muerte, le dijo:
-Tengo que hacerle una confesión. Anteayer mentí diciéndole que me llamaba Clementina: soy un desventurado carbonario…
Vanina, estupefacta, retiró su silla y se levantó.
-Bien me doy cuenta -prosiguió el carbonario – de que esta confesión me va a hacer perder el único bien que me une a la vida; pero engañarla es indigno de mí. Me llamo Pedro Missirilli y tengo diecinueve años. Mi padre es un pobre cirujano de Sant’Angelo in Vado y yo soy carbonario. Sorprendieron a nuestra vendita y a mí me llevaron, encadenado, de la Romaña a Roma. Allí pasé trece meses en un calabozo alumbrado noche y día con una lamparilla. A un alma caritativa se le ocurrió la idea de facilitarme la fuga. Me vistieron de mujer. Cuando salía de la prisión, al pasar por delante de los guardianes de la última puerta, uno de ellos se puso a echar pestes de los carbonarios. Le di un bofetón. Le aseguro que no fue una fanfarronada tonta, sino simplemente un descuido. Después de esta imprudencia fui perseguido de noche por las calles de Roma y herido a bayonetazos. Perdiendo ya mucha sangre y casi sin fuerzas, subo a una casa que tenía la puerta abierta, oigo a los soldados subir detrás de mí, salto a un jardín y caigo a unos pasos de una mujer que estaba paseando…
-La condesa Vitteleschi, la amiga de mi padre -interrumpió Vanina.
-¡Cómo! ¿Se lo ha dicho ella? -exclamó Missirilli-. El caso es que esa señora, cuyo nombre no se debe pronunciar jamás, me salvó la vida. Cuando los soldados entraban en su casa para cogerme, su padre de usted me hacía subir a su coche. Me siento muy mal: desde hace días, este bayonetazo en la espalda no me deja respirar. Voy a morir, y desesperado porque ya no la veré más.
Vanina había escuchado con impaciencia. Salió rápidamente. Missirilli no encontró ninguna piedad en aquellos ojos tan bellos: sólo la expresión de un carácter altivo al que acababan de ofender.
Aquella noche apareció, solo, un cirujano. Missirilli estaba, en efecto, desesperado: tenía miedo de no ver nunca más a Vanina. Hizo preguntas al cirujano, el cual se limitó a curarle sin contestar. Los días siguientes, el mismo silencio. Pedro no apartaba los ojos de la ventana de la terraza por la que antes entraba Vanina. Se sentía muy desgraciado. Una vez, a medianoche, creyó divisar a alguien en la sombra de la terraza. ¿Sería Vanina?
Vanina iba todas las noches a pegar la mejilla a los cristales de la ventana del joven carbonario.
«Si le hablo -se decía-, estoy perdida. ¡No, no debo verle nunca más!»
Tomada esta resolución, Vanina recordaba a su pesar el afecto que le había tomado a aquel joven cuando, tan tontamente, lo creía mujer. ¡De modo que después de una intimidad tan dulce tenía que olvidarle! En los momentos más razonables, se asustaba del cambio producido en sus ideas. Desde que Missirilli había dicho su nombre, todas las cosas en las que Vanina estaba acostumbrada a pensar parecía que se habían cubierto de un velo y resultaban muy lejanas.
No había transcurrido una semana cuando Vanina, pálida y trémula, entró con el cirujano en la habitación del joven carbonario. Venía a decirle que había que convencer al príncipe de que se hiciese sustituir por un criado. No se quedó ni diez segundos; pero a los pocos días volvió otra vez con el cirujano, por humanidad. Una noche, aunque Missirilli estaba mucho mejor y Vanina no tenía ya el pretexto de temer por su vida, se atrevió a presentarse sola. Al verla, Missirilli se sintió muy feliz, pero decidió ocultar su amor; ante todo, no quería apartarse de la dignidad que convenía a un hombre. A Vanina, que había entrado en la habitación muy sonrojada y temiendo oír palabras de amor, la desconcertó la amistad noble y leal, pero muy poco tierna, con que la recibió Missirilli. Se marchó sin que él intentara retenerla.
Volvió a los pocos días. La misma conducta, las mismas promesas de adhesión respetuosa y de agradecimiento eterno. Vanina, muy lejos de tener que poner freno a las efusiones del joven carbonario, se preguntó si era ella sola la enamorada. Aquella muchacha hasta entonces tan orgullosa se dio cuenta amargamente de toda la magnitud de su locura. Simuló jovialidad y hasta frialdad, espació las visitas, pero no tuvo la fuerza de voluntad de dejar de ver al joven enfermo.
Missirilli, abrasado de amor, pero pensando en su origen oscuro y en su deber, se había prometido no descender a hablar de amor sino en el caso de que Vanina dejara pasar ocho días sin ir a verle. El orgullo de la joven princesa combatió paso a paso. «Pues bien -acabó por decirse-, si le veo es por mí, porque me gusta hacerlo, y jamás le confesaré el amor que me inspira.» Hacía largas visitas a Missirilli, que le hablaba como hubiera podido hacerlo en presencia de veinte personas. Una noche, después de pasar el día odiándole y prometiéndose solemnemente estar con él aún más fría y más severa que de costumbre, le dijo que le amaba. Al poco tiempo ya no le quedó nada que negarle.
Gran locura la suya, pero hay que reconocer que Vanina fue perfectamente feliz. Missirilli ya no pensó en lo que él creía deber a su dignidad de hombre; amó como se ama por primera vez a los diecinueve años y en Italia. Sintió todos los escrúpulos del amor pasión. Hasta el punto de confesar a aquella joven princesa tan orgullosa la política que había puesto en práctica para conquistar su amor. Estaba asombrado de tanta felicidad. Pasaron volando cuatro meses. Un día el cirujano dio de alta a su paciente. «¿Qué voy a hacer ahora? -pensó Missirilli-, ¿permanecer escondido en casa de una de las mujeres más bellas de Roma? ¡Los infames tiranos, que me tuvieron trece meses encarcelado sin dejarme ver la luz del día, creerán que me han desanimado! ¡Italia, muy desdichada eres, si tus hijos te abandonan por tan poco!»
Vanina no pensaba ni por un momento que para Pedro hubiera en el mundo mayor felicidad que la de permanecer toda la vida unido a ella; Missirilli parecía muy dichoso, pero en su alma resonaba amargamente una frase del general Bonaparte que influía en toda su conducta ante las mujeres. En 1796, cuando el general Bonaparte se fue de Brescia, las autoridades municipales que le acompañaban hasta la puerta de la ciudad le dijeron que los brescianos amaban la libertad más que todos los demás italianos. «Sí -contestó Bonaparte-, ama hablar de la libertad a sus amantes.»
Missirilli dijo a Vanina, con un aire bastante cortado:
-En cuanto anochezca, tengo que salir.
-Ten mucho cuidado de volver al palacio antes del amanecer; te esperaré.
-Al amanecer estaré a varias millas de Roma.
-Muy bien -dijo Vanina fríamente-, y ¿adónde irás?
-A la Romaña, a vengarme.
-Como yo soy rica -dijo Vanina en un tono muy tranquilo-, espero que aceptarás de mí armas y dinero.
Missirilli la miró unos instantes sin pestañear; después, arrojándose en sus brazos:
-Alma de mi vida, me haces olvidarlo todo -le dijo-, hasta mi deber. Pero precisamente por la nobleza de tu corazón debes comprenderme mejor que nadie.
Vanina lloró mucho, y quedaron en que Missirilli tardaría dos días más en marcharse de Roma.
-Pedro -le dijo ella al día siguiente-, me has dicho muchas veces que si alguna vez se compromete Austria, lejos de nosotros, en alguna gran guerra, un hombre conocido, un príncipe romano, por ejemplo, que dispusiera de mucho dinero, podría ayudar muchísimo a la causa de la libertad.
-Desde luego -dijo Pedro, extrañado.
-Pues bien, tú tienes valor; no te falta más que una elevada posición: te ofrezco mi’ mano y doscientas mil libras de renta. Yo me encargo de obtener el consentimiento de mi padre.
Pedro se arrojó a sus pies; Vanina estaba radiante de gozo.
-Te amo con pasión -le dijo el carbonario-, pero soy un pobre servidor de la patria, y cuanto más desgraciada es Italia, más obligado estoy a serle fiel. Para obtener el consentimiento de don Asdrúbal, habría que desempeñar durante varios años un triste papel. No te acepto, Vanina.
Missirilli se apresuró a comprometerse con estas palabras. Iba a faltarle el valor.
-Por mi desgracia -exclamó-, te amo más que a la vida, y dejar Roma es para mí el peor de los suplicios. ¡Ah, si Italia se . viera liberada de los bárbaros! ¡Con qué alegría me embarcaría contigo para ir a vivir en América!
Vanina estaba muy fría. Que Missirilli rechazara su mano fue sorprendente para su orgullo; pero enseguida se echó en brazos de Missirilli.
-Nunca me has parecido tan digno de amarte -exclamó-; sí, mi cirujanito de campaña: soy tuya para siempre. Eres un gran hombre, como nuestros antiguos romanos.
Todas las ideas sobre el futuro, todos los tristes consejos de la cordura, desaparecieron; fue un momento de amor perfecto.
Cuando pudieron volver a la razón, Vanina dijo:
-Yo estaré en la Romaña casi tan pronto como tú. Voy a hacer que me receten los baños de «La Poretta». Pararé en el palacio que tenemos en San Nicolo, cerca de Forli…
-¡Pasaré allí mi vida contigo! -exclamó Missirilli.
-Desde ahora mi destino es atreverme a todo -repuso Vanina, suspirando-. Me perderé por ti, pero no importa… ¿Podrás amar tú a una muchacha deshonrada?
-¿No eres mi mujer -repuso Missirilli-, y una
mujer adorada para siempre? Sabré amarte y protegerte.
Vanina no tenía más remedio que presentarse en sociedad. Apenas se separó de Missirilli, éste empezó a pensar que su conducta era bárbara.
«¿Qué es la patria? -se dijo-. No es una persona a la que debemos gratitud por un bien que nos ha hecho y que sea desgraciada y pueda maldecirnos si faltamos a ese deber de gratitud. La patria y la libertad son como mi gabán, una -cosa que me es útil, que tengo que comprar, verdad es, cuando no la he heredado de mi padre; después de todo, yo amo a la patria y a la libertad porque estas dos cosas me son útiles. Si no sé qué hacer con ellas, si son para mí como un gabán en el mes de agosto, ¿por qué comprarlas, y a un precio enorme? ¡Vanina es tan bella! ¡Tiene un talento tan singular! Procurarán conquistarla; me olvidará. ¿Qué mujer no ha tenido nunca más que un amante? ¡Esos príncipes romanos a los que yo desprecio como ciudadanos tienen tantas ventajas sobre mí! ¡Deben de ser muy atractivos! ¡Ah, si me voy, me olvida y la pierdo para siempre!»
A medianoche subió Vanina a verle. Pedro le contó la incertidumbre en que había estado sumido y la discusión a que había sometido, porque la amaba, a la gran palabra patria. Vanina era muy feliz.
«Si Pedro no tuviera más remedio que elegir entre la patria y yo -pensaba-, tendría yo la preferencia.»
Dieron las tres en el reloj de la iglesia vecina; llegaba el momento de los últimos adioses. Pedro se desprendió con gran esfuerzo de los brazos de su amiga. Estaba ya bajando la pequeña escalera cuando Vanina, conteniendo las lágrimas, le dijo con una sonrisa:
-Si te hubiera cuidado una pobre campesina, ¿no harías nada por agradecimiento? ¿No procurarías pagarla? El porvenir es inseguro, vas a viajar en medio de tus enemigos: dame tres días de agradecimiento, como si yo fuera una pobre mujer y en pago de mis cuidados.
Missirlli se quedó. Por fin se fue de Roma. Gracias a un pasaporte comprado de una embajada extranjera, llegó a casa de su familia. Fue una gran alegría; le creían muerto. Sus amigos quisieron celebrar la bienvenida matando a uno o dos carabineros (así se llaman los guardias en los estados del Papa).
-No debemos matar sin necesidad a un italiano que sabe manejar las armas -dijo Missirlli-; nuestra patria no es una isla, como la venturosa Inglaterra: nosotros carecemos de soldados para resistir la intervención de los reyes de Europa.
Al poco tiempo, Missirlli, seguido de cerca por los carabineros, mató a dos con las pistolas que le había dado Vanina. Pusieron su cabeza a precio.
Vanina no aparecía en la Romaña y Missirilli se creyó olvidado. Su vanidad se sintió ofendida; empezó a pensar mucho en la diferencia de rango que le separaba de su amante. En un momento de debilidad amorosa y de añoranza de la felicidad pasada, le pasó por la
mente la idea de volver a Roma a ver qué hacía Vanina. Esta insensata ocurrencia iba ya a imponerse a lo que él creía su deber, cuando una noche la campana de una iglesia de la montaña tocó el Angelus de una manera especial, como si el campanero se hubiera distraído. Era una señal de reunión para la vendita de carbonarios a la que se había afiliado Missirilli al llegar a la Romaña. Aquella misma noche se encontraron todos en cierta ermita de los bosques. Los dos ermitaños, adormilados por el opio, no se dieron cuenta en absoluto del uso que se hacía de su pequeño edificio. Missirilli, que llegó muy triste, se enteró de que habían detenido al jefe de la vendita y a él, un joven de apenas veinte años, le iban a elegir jefe de una vendita en la que había hombres de más de cincuenta y que estaban en las conspiraciones desde la expedición de Murat en 1815. Al recibir este honor inesperado, a Pedro le palpitó con fuerza el corazón. Cuando se quedó solo, decidió no pensar más en la joven romana que le había olvidado y consagrar todos sus pensamientos al deber de «liberar a Italia de los bárbaros»
Dos días después Missirilli vio, en el informe de las llegadas y las salidas, que, como jefe de vendita, le enviaban que la princesa Vanina acababa de llegar a su palacio de San Nicolo. La lectura de este nombre le produjo más perturbación que alegría. En vano creyó asegurar su fidelidad a la patria imponiéndose la resolución de no volar aquella misma noche al palacio de San Nicolo. Pero la imagen de Vanina, que él desdeñaba, le impidió cumplir sus deberes de una manera razonable. La vio al día siguiente; Vanina le amaba como en Roma. Su padre, que quería casarla, había retrasado su marcha. Traía dos mil cequíes. Esta ayuda imprevista sirvió maravillosamente para acreditar a Missirilli en su nueva dignidad. Hicieron fabricar puñales en Corfú; compraron al secretario del legado, encargado de perseguir a los carbonarios. Con esto consiguieron la lista de los curas que servían de espías al gobierno.
En esa época acabó de organizarse una de las conspiraciones menos insensatas que se habían intentado en la infortunada Italia. No voy a entrar aquí en detalles fuera de lugar. Me limitaré a decir que, si la empresa hubiera sido coronada por el éxito, a Missirilli le habría correspondido buena parte de la gloria. Por él se habrían levantado miles de insurrectos a una señal dada y habrían esperado en armas la llegada de los jefes superiores. Se acercaba el momento decisivo cuando, como siempre ocurre, la conspiración quedó paralizada por el arresto de los jefes.
Vanina, apenas llegada a Romaña, creyó ver que el amor a la patria haría olvidar a su amante todo otro amor. El orgullo de la joven romana se soliviantó. Intentó inútilmente entrar en razón; se apoderó de ella una honda pena: se sorprendió maldiciendo la libertad.
Un día en que había ido a Forli para ver a Missirilli no pudo dominar su dolor, al que hasta entonces había sabido imponerse su orgullo.
-En realidad -le dijo-, me amas como un marido; eso no me satisface.
Y lloró, pero de vergüenza por haberse rebajado hasta los reproches. Missirilli respondió a sus lágrimas como un hombre preocupado. De pronto Vanina pensó dejarle y volverse a Roma. Sintió una alegría feroz en castigarse por la debilidad que acababa de obligarla a hablar. Al cabo de unos momentos de silencio, estaba tomada su resolución: se creería indigna de Missirilli si no le dejaba. Gozaba ya de la dolorosa sorpresa de Pedro cuando la buscara en vano cerca de él. Enseguida, la idea de no haber podido lograr el amor del hombre por el que tantas locuras había hecho la enterneció profundamente. Entonces rompió el silencio e hizo lo imposible por arrancarle una palabra de amor. Missirilli le dijo con aire distraído cosas muy tiernas, pero, con un acento mucho más profundo, exclamó con dolor, hablando de sus empresas políticas:
-¡Ah!, si esto fracasa, si el gobierno lo descubre también, abandono la partida.
Vanina se quedó petrificada. Desde hacía una hora sentía que veía a su amante por última vez. Las palabras que Missirilli pronunció proyectaron en su mente una luz fatal. Se dijo: «Los carbonarios han recibido de mí varios miles de cequíes; no se puede dudar de mi fidelidad a la conspiración».
Vanina sólo salió de su abstracción para decir a Pedro:
-¿Quieres venir a pasar veinticuatro horas conmigo en el palacio de San Nicolo? Vuestra reunión de esta noche no necesita tu presencia. Mañana por la mañana podremos pasear en San Nicolo; esto calmará tu excitación y te devolverá la serenidad que necesitas en estas grandes circunstancias.
Pedro accedió. Vanina le dejó para los preparativos del viaje, cerrando con llave, como de costumbre, la pequeña habitación donde le había escondido.
Fue a casa de una doncella suya que la había dejado para casarse y tomar un pequeño comercio en Forli. Al llegar a casa de esta mujer, escribió apresuradamente, en el margen de un devocionario que encontró en su cuarto, la indicación exacta del lugar donde iba a reunirse aquella misma noche la vendita de los carbonarios. Terminó su denuncia con estas palabras: «Esta vendita está formada por diecinueve miembros; he aquí sus nombres y sus direcciones». Después de escribir esta lista, muy exacta, aparte de omitir el nombre de Missirilli, dijo a la mujer, de la que estaba segura:
-Lleva este libro al cardenal legado; que lea lo que está escrito y te devuelva el libro. Aquí tienes diez cequíes; si el legado llega un día a pronunciar tu nombre, tu muerte es segura; pero si haces leer al legado la página que acabo de escribir, me salvas la vida.
Todo salió como una seda. El miedo del legado hizo que no se condujera como un gran señor. Permitió
a la mujer del pueblo que solicitaba hablarle presentarse ante él con un antifaz, pero a condición de que tuviera las manos atadas. Así fue introducida la tendera ante el gran personaje, al que encontró atrincherado
detrás de una inmensa mesa cubierta con un tapete verde.
El legado leyó la página del libro de horas sosteniéndolo muy lejos de él, por miedo a un veneno sutil.
Se lo devolvió a la tendera y no mandó que la siguieran. Menos de cuarenta minutos después de separarse de su amante, Vanina, que había visto volver a su antigua doncella, estaba de nuevo con Missirilli, creyendo que ya sería siempre suyo. Le dijo que había un movimiento extraordinario en la ciudad; se veían patrullas de carabineros en calles adonde no iban jamás.
-Si quieres hacerme caso -añadió-, nos iremos ahora mismo a San Nicolo.
Missirilli accedió. Fueron a pie hasta el coche de la joven princesa, que esperaba a media legua de la ciudad con la señora de compañía.
Al llegar al palacio de San Nicolo, Vanina, preocupada por lo que había hecho, estuvo más cariñosa que nunca con su amante. Pero le parecía que, al hablarle de amor, estaba representando una comedia. La víspera, cuando le estaba traicionando, había olvidado los remordimientos. Ahora, mientras le estrechaba entre sus brazos, se decía: «Le pueden decir cierta palabra, y una vez pronunciada esa palabra sentirá por mí un horror instantáneo y eterno».
A medianoche entró bruscamente en la habitación de Vanina uno de sus criados. Este hombre era carbonario, pero ella no lo sabía. De modo que Missirilli tenía secretos para ella, hasta en estos detalles. Vanina se estremeció. Aquel hombre venía a avisar a Missirilli de que aquella noche habían sido copados en Forli y detenidos diecinueve carbonarios que volvían de la vendita. Aunque los cogieron de improviso, escaparon nueve. Los carabineros lograron llevar diez a la prisión de la ciudadela. Al entrar, uno de ellos se arrojó a un pozo muy profundo y se mató. Vanina perdió el dominio de sí misma; afortunadamente, Pedro no lo notó: habría podido leer la infamia en sus ojos.
-En este momento -añadió el criado-, la guarnición de Forli forma una fila en todas las calles. Los soldados están tan cerca uno de otro, que pueden hablarse. Los habitantes sólo pueden atravesar la calle por el lugar en que está un oficial.
Cuando salió este hombre, sólo un instante permaneció Pedro pensativo.
-Por el momento, no hay nada que hacer -dijo por fin.
Vanina estaba moribunda; temblaba bajo la mirada de su amante.
-Pero ¿qué te pasa? -le preguntó él.
Enseguida pensó en otra cosa y dejó de mirarla. A la mitad del día, Vanina se arriesgó a decirle:
-Otra vendita descubierta; creo que ahora estarás tranquilo por algún tiempo.
-Muy tranquilo -contestó Missirilli, con una sonrisa que la hizo estremecerse.
Vanina fue a hacer una visita indispensable al cura del pueblo de San Nicolo, acaso espía de los jesuitas. Al volver a comer, a las siete, encontró desierta la pequeña habitación donde se escondía su amante. Fuera de sí, corrió a buscarle por toda la casa. No estaba. Desesperada, volvió a la pequeña habitación y sólo entonces pudo ver una esquela, en la que leyó:
Me voy a entregar preso al legado; desespero de nuestra causa; el cielo está contra nosotros. ¿Quién nos ha traicionado? Al parecer, el miserable que se arrojó al pozo. Puesto que mi vida es inútil a la pobre Italia, no quiero que mis compañeros, al ver que soy el único al que no han detenido, puedan figurarse que los he vendido. ¡Adiós! Si me amas, piensa en vengarme. Busca, aniquila al infame que nos ha traicionado, aunque fuera mi padre.
Vanina, medio desvanecida y sumida en el más espantoso dolor, se dejó caer en una silla. No podía decir palabra; tenía los ojos secos y le ardían.
Por fin cayó de rodillas exclamando:
-¡Santo Dios!, recibe mi promesa; sí, castigaré al infame que ha traicionado, pero antes hay que poner en libertad a Pedro.
Pasada una hora estaba en camino hacia Roma. Hacía tiempo que su padre la instaba a que volviera.
En su ausencia había arreglado su boda con el príncipe Livio Savelli. Nada más llegar, don Asdrúbal le habló, temblando, de esta boda. Con gran asombro suyo, Vanina consintió desde las primeras palabras. Aquella misma noche, en casa de la condesa Vitteleschi, su padre le presentó casi oficialmente a don Livio. Vanina habló mucho con él. Era el joven más elegante y el que tenía los mejores caballos; pero, si bien pasaba por ser muy inteligente, su carácter tenía tal fama de ligereza que no era en absoluto sospechoso para el gobierno. Vanina pensó que; empezando por enamorarle, podría hacer de él un agente cómodo. Como era sobrino de monseñor Savelli-Catanzara, gobernador de Roma y ministro de la policía, suponía que los espías no se atreverían a seguirle.
Después de tratar muy bien al gentil don Livio durante unos días, Vanina le dijo que no sería nunca su esposo: a su entender, tenía la cabeza demasiado ligera.
-Si no fuera usted un niño -le dijo-, los empleados de su tío no tendrían secretos para usted. Por ejemplo, ¿qué van a hacer con los carbonarios descubiertos hace poco en Forli?
A los dos días, don Livio fue a decirle que todos los carbonarios detenidos en Forli se habían escapado. Vanina clavó en él sus grandes ojos negros con la amarga sonrisa del más profundo desprecio y no se dignó hablarle en toda la noche. A los dos días, don Livio fue a confesarle, sonrojándose, que le habían engañado.
-Pero -le dijo- me hice con una llave del despacho de mi tío; por los papeles que encontré allí, me he enterado de que una congregación (o comisión), compuesta por los cardenales y los prelados más importantes, se reúne en el mayor secreto para deliberar sobre la cuestión de saber si conviene juzgar a esos carbonarios en Ravena o en Roma. Los nueve carbonarios cogidos en Forli, y su jefe, un tal Missirilli, que cometió la tontería de entregarse, están en este momento detenidos en el castillo de San Leo.
A esta palabra, «tontería», respondió Vanina pellizcando con todas sus fuerzas al príncipe.
-Quiero ver yo misma los papeles oficiales -le dijo- y entrar con usted en el gabinete de su tío; habrá leído mal.
Al oír estas palabras, don Livio se estremeció: Vanina le pedía una cosa casi imposible; pero el genio singularísimo de aquella muchacha encendía su amor. A los pocos días, Vanina, disfrazada de hombre y con un pequeño uniforme que llevaba la librea de la casa Savelli, pudo pasar media hora en medio de los papeles más secretos del ministro de la policía. Sintió una viva alegría cuando descubrió el informe diario del «detenido Pedro Missirlli». Le temblaban las manos sosteniendo este papel. Estuvo a punto de desmayarse al releer aquel nombre. Al salir del palacio del gobernador de Roma, Vanina permitió a don Livio que la besara.
-Se desempeña usted bien -le dijo- en las pruebas a que quiero someterle.
Después de palabras tales, el joven príncipe hubiera sido capaz de prender fuego al Vaticano por dar gusto a Vanina. Aquella noche había un baile en la embajada de Francia. Vanina bailó mucho y casi todo el tiempo con él. Don Livio estaba loco de alegría; había que impedirle reflexionar.
-A veces mi padre hace cosas raras -le dijo un día Vanina-. Esta mañana ha despedido a dos empleados suyos, que vinieron luego a llorarme. Uno de ellos me pidió que le colocara en casa de su tío de usted, el gobernador de Roma, y el otro, que ha sido soldado de artillería con los franceses, quisiera entrar de empleado en el castillo de Sant’Angelo.
-Los tomo a ambos a mi servicio -dijo vivamente el joven príncipe.
-¿Es eso lo que le pido? -replicó altanera Vanina-. Le repito textualmente el ruego de esos pobres hombres; tienen que conseguir lo que han pedido y no otra cosa.
Era dificilísimo. Monseñor Catanzara no tenía nada de ligero y sólo admitía en su casa a personas que él conociera bien. Vanina, reconcomida de remordimientos en medio de una vida colmada, en apariencia, de todos los placeres, era muy desgraciada. La lentitud de los acontecimientos la mataba. El administrador de su padre le había procurado dinero. ¿Debía escapar de la casa paterna e ir a la Romaña para procurar la evasión de su amante? Por muy disparatada que fuera esta idea, Vanina estaba a punto de ponerla en práctica, cuando el azar se apiadó de ella.
Don Livio le dijo:
-Los diez carbonarios de la vendita Missirilli van a ser trasladados a Roma, a no ser que los ejecuten en la Romaña después de la condena.- Esto es lo que mi tío acaba de conseguir del Papa esta misma noche. Es un secreto que sólo usted y yo conocemos en toda Roma. ¿Está contenta?
-Se está usted haciendo un hombre -contestó Vanina-; regáleme su retrato:
La víspera del día en que Missirilli tenía que llegar a Roma, Vanina inventó un pretexto para ir a Cittá-Castellana. En la cárcel de esta ciudad pasan la noche los carbonarios que trasladan de la Romaña a Roma. Vio a Missirilli cuando, por la mañana, salía de la cárcel: iba encadenado solo en un carro; le pareció muy pálido, pero nada desalentado. Una vieja le echó un ramillete de violetas, que Missirilli agradeció con una sonrisa.
Vanina había visto a su amante. Fue como si todos sus pensamientos se hubieran renovado; se sintió con un valor nuevo. Tiempo atrás había conseguido un ascenso para el señor cura Cari, capellán del castillo de Sant’Angelo, donde iban a encerrar a su amante; había tomado como confesor a este buen sacerdote. No es poca cosa, en Roma, ser confesor de una princesa y sobrina del gobernador.
El proceso de los carbonarios de Forli no fue largo. El partido «ultra», para vengarse de no haber podido impedir que llegaran a Roma, hizo que la comisión que tenía que juzgarlos estuviera formada por los prelados más ambiciosos. La presidió el ministro de la policía.
La ley contra los carbonarios era clara: los de Forli no podían abrigar ninguna esperanza, pero no por eso dejaron de defender su vida con todos los subterfugios posibles. Sus jueces no sólo los condenaron a muerte, sino que varios de ellos propusieron suplicios atroces: la mano cortada, etc, El ministro de policía, que ya había hecho su carrera (pues del puesto que ocupaba se pasa al capelo), no tenía ninguna necesidad de la mano cortada: al llevar la sentencia al Papa, hizo conmutar por varios años de prisión la pena de todos los condenados. El único exceptuado fue Pedro Missirilli. El ministro veía en este joven un fanático peligroso, y además había sido también condenado a muerte como culpable de haber dado muerte a los dos carabineros de que hemos hablado. Vanina se enteró de la sentencia y de la condena a los pocos momentos de volver el ministro de ver al Papa.
Al día siguiente, monseñor Catanzara volvió a su palacio a medianoche y no encontró a su ayuda de cámara; el ministro, extrañado, llamó varias veces; por fin apareció un viejo criado imbécil; el ministro, furioso, decidió desnudarse él mismo. Cerró la puerta con llave; hacía mucho calor; cogió su hábito, lo enrolló y lo tiró hacia una silla. El hábito, lanzado con demasiada fuerza, pasó por encima de la silla, pegó contra la cortina de muselina de la ventana y dibujó la forma de un hombre. El ministro se precipitó hacia la cama y cogió una pistola. Al volver a la ventana, se acercó a él, pistola en mano, un hombre muy joven que vestía la librea de la casa. El ministro apuntó; iba a disparar. El joven le dijo riendo:
-¡Vamos!, ¿no reconoce monseñor a Vanina Vanini?
-¿Qué significa esta pesada broma? -replicó furibundo el ministro.
-Hablemos con calma -dijo Vanina-. En primer lugar, su pistola no está cargada.
El ministro, atónito, comprobó el hecho; después sacó un puñal del bolsillo de su chaleco.
Vanina le dijo, con un encantador airecillo de autoridad:
-Sentémonos, monseñor.
Y se sentó tranquilamente en un canapé.
-Al menos, ¿está usted sola? -preguntó el ministro.
-¡Completamente sola, se lo juro! -exclamó Vanina.
El ministro se cuidó de comprobarlo: recorrió la habitación y miró en todas partes, hecho lo cual se sentó en una silla a tres pasos de Vanina.
-¿Qué interés iba a tener yo -dijo Vanina en un tono dulce y tranquilo- en atentar contra los días de un hombre moderado y que probablemente sería sustituido por algún otro, débil y exaltado, capaz de labrar su propia perdición y la ajena?
-Bueno, ¿qué es lo que usted quiere, señorita? -dijo el ministro, con enfado-. Esta escena no me gusta nada y no se debe prolongar.
-Lo que voy a añadir -replicó Vanina, con altanería y olvidando de pronto su tono amable- importa a monseñor más que a mí. Se desea que se salve la vida del carbonario Missirilli: si es ejecutado, monseñor no le sobrevivirá una semana. Yo no tengo ningún interés en todo esto; la locura de que se queja monseñor la he hecho, en primer lugar, por divertirme, y, después, por, servir a una amiga mía. He querido -continuó Vanina, volviendo al tono amable-, he querido servir a un hombre inteligente que pronto será mi tío y que, según todas las apariencias, llevará muy lejos la fortuna de su casa.
El ministro se apeó de su enfado: seguramente la belleza de Vanina contribuyó a este cambio súbito. Era conocida en Roma la inclinación de monseñor Catanzara a las mujeres bonitas, y Vanina, con su disfraz de lacayo de la casa Savelli, sus medias de seda bien ceñidas, su casaca roja y su pequeño uniforme azul celeste con galones de plata, y con la pistola en la mano, estaba seductora.
-Mi futura sobrina -dijo el ministro, casi riendo- está cometiendo una gran locura, y no será la última.
-Espero que un personaje tan sensato -respondió Vanina- me guardará el secreto, sobre todo con don Livio; y para obligarle a ello, querido tío, si me concede la vida del protegido de mi amiga, le daré un beso.
En ese tono de la conversación, medio en broma, con el que las damas romanas saben tratar los más importantes asuntos, Vanina llegó a dar a una entrevista iniciada pistola en mano el cariz de una visita hecha por la joven princesa Savelli a su tío el gobernador de Roma.
Monseñor Catanzara, sin dejar de rechazar con altivez la idea de dejarse dominar por el miedo, no tardó en contar a su sobrina todas las dificultades que encontraría para salvar la vida de Missirilli. El ministro se paseaba por la estancia discutiendo con Vanina; cogió una botella de limonada que estaba sobre la chimenea y llenó un vaso de cristal. En el momento de llevárselo a los labios, Vanina se lo quitó y, después de tenerlo un momento en la mano, lo dejó caer al jardín como por descuido. Poco después el ministro cogió una pastilla de chocolate de una bombonera; Vanina se la quitó y le dijo riendo:
-Cuidado, en su casa está todo envenenado, pues querían su muerte. Soy yo quien ha obtenido gracia para mi futuro tío, por no entrar en la familia Savelli con las manos del todo vacías.
Monseñor Catanzara, muy impresionado, dio a su sobrina las gracias y manifestó grandes esperanzas por la vida de Missirilli.
-¡Trato hecho! -exclamó Vanina-; y la prueba está en esta recompensa -añadió besándole.
El ministro tomó la recompensa.
-Ha de saber, mi querida Vanina, que a mí no me gusta la sangre. Además, todavía soy joven, aunque quizá a usted le parezca muy viejo, y puedo vivir en una época en que la sangre derramada hoy será una mancha.
Daban las dos cuando monseñor Catanzara acompañó a Vanina hasta la puerta pequeña de su jardín.
Un par de días después, cuando el ministro se presentó ante el Papa, bastante preocupado por la gestión . que tenía que hacer, Su Santidad le dijo:
-Ante todo, tengo que pediros una gracia. Sigue condenado a muerte uno de los carbonarios de Forli; esta idea no me deja dormir: hay que salvar a ese hombre.
El ministro, viendo que el Papa había tomado su propio partido, hizo muchas objeciones y acabó por escribir un decreto o motu proprio; el Papa, contra la costumbre, lo firmó.
Vanina había pensado que quizá consiguiera el indulto de su amante, pero que intentarían envenenarle.
Ya la víspera, Missirilli había recibido del señor cura Cari, su confesor, unos paquetes de galletas, con el aviso de no tocar los alimentos procedentes del Estado.
Vanina supo después que iban a trasladar al castillo de San Leo a los carbonarios de Forli, y decidió que intentaría ver a Missirilli cuando pasara por Cittá-Castellana; llegó a esta ciudad veinticuatro horas antes que los presos y en ella encontró al clérigo Cari, que la había precedido en varios días.
Había conseguido del carcelero que Missirilli pudiera oír misa a medianoche en la capilla de la prisión.
Hicieron más: si Missirilli accedía a que le atasen los brazos y las piernas con una cadena, el carcelero se retiraría hacia la puerta de la capilla, de manera que pudiese seguir viendo al prisionero, del que era responsable, pero no oír lo que dijera.
Llegó por fin el día en que iba a decidirse la suerte de Vanina. Muy de mañana se encerró en la capilla de la prisión. ¿Quién podría decir los pensamientos que la agitaron durante todo aquel largo día? ¿La amaba Missirilli lo suficiente para perdonarla? Había denunciado a su vendita, pero le había salvado a él la vida. Vanina esperaba que, cuando la razón se impusiera en aquella alma atormentada, Missirilli accedería a marcharse de Italia con ella: si había pecado, era por exceso de amor. A eso de las cuatro oyó lejos los pasos de los caballos de los carabineros sobre el pavimento. Cada uno de aquellos pasos parecía repercutirle en el corazón. No tardó en distinguir el rodar de los carros en que trasladaban a los presos. Se detuvieron en la explanada que daba acceso a la prisión. Vanina vio cómo dos carabineros levantaban a Missirilli, que iba solo en un carro y tan cargado de cadenas que no podía moverse. «Por lo menos -se dijo, con lágrimas en los ojos-, todavía no le han envenenado.» La noche fue terrible; sólo la lámpara del altar, muy alta y en la que el carcelero economizaba el aceite, alumbraba aquella oscura capilla. Las miradas de Vanina erraban sobre las tumbas de los grandes señores de la Edad Media muertos en la prisión contigua. Sus estatuas tenían una traza feroz.
Hacía tiempo que había cesado todo ruido. Vanina estaba absorta en sus negros pensamientos. Poco después de dar las doce creyó oír un ligero rumor, algo así como el vuelo de un murciélago. Echó a andar y cayó medio desvanecida sobre la balaustrada del altar. Instantáneamente surgieron a su lado dos fantasmas, sin que ella los hubiera oído llegar. Eran el carcelero y Missirilli, cargado de cadenas, hasta el punto de que parecía como fajado. El carcelero abrió un farol y lo puso sobre la balaustrada del altar, junto a Vanina, para que pudiera ver bien a su preso. Luego se retiró al fondo, junto a la puerta. Apenas se hubo alejado el carcelero, Vanina se precipitó al cuello de Missirilli. Al estrecharle entre sus brazos no sintió más que sus cadenas fías y lacerantes. «¿Quién le ha puesto estas cadenas?», pensó. No sintió ningún placer besando a su amante. A este dolor siguió otro más terrible: hubo un momento en que creyó que Missirilli sabía su traición, tan fríamente la recibía.
-Querida amiga -le dijo por fin-, lamento el amor que me tomó; en vano busco el mérito que pudo inspirárselo. Volvamos, créame, a sentimientos más cristianos; olvidemos las ilusiones que nos extraviaron: yo no puedo ser suyo. Quizás la mala suerte que ha acompañado siempre a mis acciones se debe a que siempre estuve en pecado mortal. Aun sin atender más que a los consejos de la prudencia humana, ¿por qué no fui detenido con mis amigos la fatal noche de Forli? ¿Por qué no estaba en mi puesto en el momento de peligro? ¿Por qué mi ausencia pudo justificar las sospechas más terribles? Tenía otra pasión que no era la de la libertad de Italia.
Vanina no volvía de la sorpresa que le causaba el cambio de Missirilli. Sin haber enflaquecido mucho, parecía un hombre de treinta años. Vanina atribuyó este cambio a los malos tratos que había sufrido en la prisión y se echó a llorar.
-¡Ah! -le dijo-, los carceleros habían prometido tanto que te tratarían bien…
El hecho es que, al acercarse la muerte, hablan resurgido en el corazón del carbonario todos los principios religiosos que podían ser compatibles con la pasión por la libertad. Vanina se fue dando cuenta poco a poco de que el impresionante cambio que observaba en su amante era enteramente moral, y en modo alguno consecuencia de malos tratos físicos. Su dolor, que ella creyera insuperable, aumentó más aún.
Missirilli callaba. Vanina seguía llorando amargamente. El preso añadió, también un poco emocionado:
-Si yo amara algo en el mundo, sería a usted, Vanina; pero, gracias a Dios, ya no tengo más que una finalidad en la vida: moriré encarcelado o intentando dar la libertad a Italia.
Otro silencio; evidentemente, Vanina no podía hablar: en vano lo intentaba. Missirilli añadió:
-El deber es cruel, amiga mía; pero, si no costara un poco-cumplirlo, ¿dónde estaría el heroísmo? Prométame que nunca más intentará verme.
Hasta donde se lo permitía la cadena, bastante apretada, hizo un pequeño movimiento de muñeca y tendió los dedos a Vanina.
-Si permite que le dé un consejo un hombre al que quiso, cásese juiciosamente con el hombre de mérito que su padre le destina. No le haga ninguna confidencia enojosa; pero, por otra parte, no intente nunca más volver a vermes en lo sucesivo debemos ser extraños el uno para el otro. Adelantó usted una cantidad importante para el servicio de la patria; si algún día la patria se ve libre dé sus tiranos, esa cantidad le será fielmente devuelta en bienes nacionales.
Vanina estaba aterrada. Mientras Pedro le hablaba, sólo una vez le habían brillado los ojos: en el momento de nombrar la patria.
Por fin vino el orgullo en ayuda de la joven princesa. Se había provisto de diamantes y unas pequeñas limas. Sin contestar a Missirilli, se lo ofreció.
-Acepto por deber -dijo él-, pues debo intentar escaparme; pero nunca volveré a verla, lo juro ante sus nuevos beneficios. ¡Adiós, Vanina! Prométame no escribirme jamás, no intentar nunca verme; déjeme todo entero para la patria; he muerto para usted. ¡Adiós!
-¡No! -replicó Vanina, furiosa-, quiero que sepas lo que he hecho llevada por el amor que te tenía.
Y le contó todos sus pasos desde el momento en que salió del palacio de San Nicolo para ir al del legado. Terminado este relato, añadió:
-Y esto no es nada: por amor a ti, hice más.
Le contó su traición.
-¡Ah, monstruo! -exclamó entonces Pedro, furibundo, arrojándose sobre ella e intentando matarla con sus cadenas.
Lo habría conseguido a no ser porque, a los primeros gritos, acudió el carcelero. Sujetó a Missirilli.
¡Toma, monstruo, no quiero deberte nada! -clamó Missirilli a Vanina, tirándole, hasta donde se lo permitían sus cadenas, las limas y los diamantes. Y se alejó rápidamente.
Vanina quedó aniquilada. Volvió a Roma. El periódico publica que acaba de casarse con el príncipe don Livio Savelli.