Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Verdaderamente, con una madre así, tan buena, no se puede ser Lucifer, ni se puede ser demonio, ni se puede ser nada...

[Cuento - Texto completo.]

Miguel Mihura

Cuando Dios y Lucifer tuvieron aquel gran disgusto, la primera en lamentarlo fue la mamá de Lucifer, que era una señora muy bondadosa y muy formal y tan decente como la primera.

Le dijo al niño, zarandeándole por un ala:

-Eso que tú has hecho no lo hace un angelito. No tienes ni pizca de sentido. Tan a gusto como estábamos aquí, y ahora, por ser tan descarado, nos tenemos que ir Dios sabe adónde, antipático. No sé en qué sitio vas a encontrar una cosa como esta, con lo malo que está ahora todo…

Realmente doña Rosa se encontraba allí muy bien y muy tranquila. Casi todo el día se lo pasaba reunida con las madres de los otros ángeles, haciendo labor o merendando, mientras sus hijos volaban por allí cerca y tocaban sus trompetitas y ensayaban sus dulces cantos.

Ellas lo pasaban tan bien como lo pasan las madres de las cupletistas y de las segundas tiples, y como a estas, se les caía la baba viendo hacer esas monerías a sus hijitos, que eran tan buenos y tan guapos.

Por eso, cuando echaron de allí a Luciferito, doña Rosa lo sintió muchísimo, y se pasó llorando toda aquella noche y ni cenó siquiera.

Ella pensaba, y con muchísima razón, que si su hijo hubiese seguido allí podría haber llegado a ser ingeniero de caminos, canales y puertos, o médico, y no demonio, que era tan feo.

Las madres de los otros angelitos le decían para consolarla:

-No se preocupe usted, señora. Quién sabe si su porvenir estará ahí. Las madres no debemos torcer las inclinaciones de nuestros hijos. Después de todo, demonios hay pocos, y si su niño de usted es listo, quizás, con el tiempo, llegue a ser director de los demonios, y eso ya es un destino muy bonito. No pasa como con los oficiales de correos, que hay tantos y cuesta tantísimo ascender…

Y así pasó. Lucifer fue director de los demonios, y la mamá, poco a poco se fue conformando con el cargo del hijo, a quien adoraba. Nunca se separaba de él, y le seguía tratando como a un niño, pues, para las madres, sus hijos son siempre unos niños, aunque lleguen a ser jefes de estación, o pareja de la guardia civil o algo más.

Doña Rosa aún le seguía dando buenos consejos, como cuando tenía cinco años. Cuando Lucifer se metía toda la mano en la nariz, doña Rosa le decía que no se metiese más que un dedo, y cuando algún desgraciado le quería vender el alma a su hijo, ella, que tenía muy buen corazón, intervenía:

-No se la debes comprar, hijo. Piensa que es un muchacho joven y que no sabe lo que se hace… piensa en el disgusto que se llevará la madre si se entera que te ha vendido a ti el alma. Sé bueno, hijo mío…

Lucifer entonces se enfadaba mucho y la decía así:

-Debes comprender que el demonio no puede ser bueno, mamaíta. Yo ya no soy un chiquillo, y no me gusta que me aconsejes en estas cosas. Yo sé lo que tengo que hacer…

Pero la madre insistía, y entonces Lucifer, que, a pesar de todo, era muy respetuoso, le decía al joven que no se la podía comprar, porque ya tenía muchas iguales en la tienda y que por ahora, no le interesaba comprar más. Que volviese otro día.

Doña Rosa tenía todo el infierno muy arregladito, y tan limpio, que daba gusto estar allí. Ella misma, con sus manos, hacía la comida de los condenados, y mucha gente iba al infierno, a pasar temporadas, solamente por comer el bacalao a la vizcaína, que nadie guisaba como doña Rosa, y eso lo decía hasta gente de Bilbao, que ya saben ustedes que están acostumbrados a comerlo tan bueno…

Todos los jueves doña Rosa, además de poner ropa limpia en las camas, les daba a los condenados refrescos de naranja o de limón; y si algún señor caía enfermo, ella le cuidaba y le llevaba a la cama tazas de caldo y de manzanilla. Era buenísima.

Lucifer, con todas estas cosas, estaba muy contrariado.

Con una madre así, tan buena, no se puede ser Lucifer, ni se puede ser demonio, ni se puede ser nada. Yo comprendo que ella lo hace por mi bien y que una madre siempre es una madre. Pero con todo esto, yo voy perdiendo categoría y nadie me respeta como me debía de respetar. No me deja que tiente a nadie, y ya nadie hace casi pecados. Ahora está empeñada en que tomemos un hotelito en el campo y que compremos gallinas. Tampoco me quiere dejar salir por las noches. Esto ya es intolerable.

Un día doña Rosa le dijo:

-Ya no tienes edad para salir por ahí con ese rabo y esos cuernos como si estuviésemos en carnaval. Vas haciendo el ridículo, hijo mío. Mañana mismo, si Dios quiere, te voy a comprar unos pantalones y una camiseta de «sport» para que te los pongas y andes así por casa. También te voy a comprar un pijama y, cuando pueda, te haré un bonito traje azul marino para la calle.

Y así lo hizo. Ya Lucifer no parecía Lucifer ni parecía nada. Era una risa aquel Lucifer. Los hombres estaban furiosos con él, porque no les hacía ir al «cabaret», ni les hacía engañar a inocentes modistillas, ni les hacía embriagarse, ni les hacía robar bancos. Y los niños también, porque no les animaba para que matasen perros, ni les animaba para que incendiasen fincas.

Pero a los que más les molestaba esta estúpida bondad del Diablo no se las querían vender su alma. Como el Diablo no se las quería comprar, porque si se las compraba luego le reñía su mamá, ellos no sabían qué hacer y se desesperaban. Era como si de pronto les hubiesen cerrado «Veguillas» a todas las señoras viudas.

Pero Lucifer, de pronto, cambió. Terminó por pasar lo que pasa con todos los niños a quienes las madres miman tanto y les tienen tan sujetos. Que el niño, a lo callado, se hizo un golfillo y lo fue abandonando todo y no quiso trabajar. Y hasta llegó un día a levantar la mano a su madre.

Entonces fue cuando la madre se enfadó mucho y le dijo:

-Siempre has tenido muy malos instintos, hijo mío. No lo puedes remediar. A ti hay que castigarte de alguna manera para que escarmientes.

Y le metió en Santa Rita, que es un correccional que hay para los niños que son malos.

Y así fue como se terminó el infierno, con lo bien que estaba. Ahora parece ser que van a hacer otro infierno y van a poner de director a otro demonio. Pero hasta que hagan esto, con lo que tardan en hacer las cosas en este país, no sé lo que va a ser de nosotros. Y todo por las tontas de las madres, que en todo se tienen que meter…

FIN



Más Cuentos de Miguel Mihura