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Vespa

[Cuento - Texto completo.]

Cesare Pavese

Corradino conocía desde no hacía mucho a un tipo que, sin que tuvieran gran cosa que decirse, ocupaba alguna de sus tardes. Era Vespa, un mozo que habría regresado de África, herido y enfermo. Vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor, adonde había subido por primera vez con Fabio en junio. Una tarde que había llegado arriba hablando con Fabio, se había oído tocar la puerta antes de que llamasen y habían abierto enseguida, como si Vespa los esperase con impaciencia. Este Vespa era enjuto y moreno, se movía por el cuarto cojeando y hablaba poco. Fabio, que le había ayudado cuando era ciclista, le tocó el tobillo hinchado y le hizo hablar de África. Vespa tenía, de ciclista, un jersey amarillo de cuello alto y una cara alargada que cuando reía parecía otro.

Corradino había vuelto por allí él solo, deteniéndose en el último descansillo a mirar por un ventanuco que daba al vacío. Lo bueno que tenía el tal Vespa es que en parte por la convalecencia y en parte por mal humor no se movía de allí, encantado de que alguien fuese a verlo. No tenía ni madre ni hermanas; se sentaba en una cama siempre deshecha (una tarde Corradino pasó todo el tiempo observando la punta de la sábana que bajaba hasta el suelo y tocaba un charco de agua), tenía en revoltillo sobre la mesa pan seco, llaves inglesas y cáscaras de huevo, y abría de par en par la ventana a su llegada para renovar el aire. En el cuarto olía a tigre, pero Vespa era tan joven que parecían tufo y suciedad de otros tiempos, de cuando uno vive de estudiante en medio del desorden y no se fija.

Vespa y Fabio se tuteaban, porque esa es la costumbre entre los deportistas; pero Corradino, aunque subiera aún aquella escalera cuando Fabio ya no estaba en la ciudad, mantuvo siempre con Vespa cierta distancia, no por soberbia sino por propia tranquilidad. No quería que Vespa, demasiado habituado a gente como ellos, se convirtiera en un entrometido. Mantenían una relación como de oficial a suboficial, la misma relación que hubieran tenido naturalmente si a él le hubiera tocado la aventura de África. Le gustaba subir y hacerle compañía, escucharlo y responder, pero mañana, si quería, dejarlo y estar solo. Le envidiaba, en cambio, justamente aquella capacidad de vivir aislado y bastarse a sí mismo en lo alto de un descansillo, esperar algo —la curación, el futuro— sin excesiva pena. Comprendía que Vespa no se aislaba aposta, como él, entre los sauces: Vespa abría la puerta con un saludo breve y convencido, aceptaba las visitas sin asombrarse, y no tenía pinta de creerse más desgraciado que otro. Por otra parte, varios jóvenes de su edad iban a verlo a las horas más insólitas —gente que trabajaba y de noche se divertía—, e incluso a altas horas de la noche, de regreso de una fiesta, se acordaban de él y subían los cinco pisos para llevarle un recado o contarle una novedad.

Corradino empezó a conocer a alguno de esos chicos cuando Vespa le preguntó si, al pasar por delante del café, no había visto a tal o a cual. Luego encontró una vez a uno en bicicleta por la carretera del bosque, precisamente los días que descubrió el claro. Era un rubio larguirucho, que había pasado una vez por casa de Vespa antes de la noche —no de visita, aquella gente no se hacía visitas—, y había estado unos minutos sentado junto a la ventana sin hablar. Después se había levantado bruscamente, farfullando:

—Bueno, adiós.

No reconoció a Corradino, se habían visto con el cuarto ya a oscuras. Corradino lo recordaba porque había encendido el cigarrillo en las sombras y se había iluminado un rostro huesudo y serio, aunque quizá había sido la luz rasante y repentina la que le dio un relieve. En bicicleta, bajo el sol de julio, parecía un mecánico cualquiera, y al pedalear se balanceaba y silbaba. Corradino lo miró alejarse y se le pasó por la cabeza que ir en barca y vagar por los bosques había sido en sus tiempos la gran distracción de la juventud de los suburbios. Fabio y él habían conocido entonces a algunos jóvenes; el domingo se los veía en las barcas atestadas, con guitarras y chicas, todos los prados de la periferia resonaban con sus cantos y voces. Se prometió de nuevo no hablar con Vespa del claro entre los sauces, sabiendo muy bien que Vespa tenía necesidad de baños de sol para el tobillo, que al mínimo esfuerzo volvía a dolerle.

Por otra parte, Corradino dejaba de ir al Sangone de vez en cuando, y en las horas que lo avanzado de la estación le dejaba libres deambulaba por la ciudad, por callejas a trasmano. Si Vespa le hubiera preguntado por qué subía a su casa, Corradino le habría contestado que era para sentirse más solo, y no se habrían entendido, pero Vespa no era un tipo que hiciera esa clase de preguntas, y algunas tardes hablaban únicamente del tiempo, de un poco de viento que cortaba el bochorno, de la lluvia inminente.

Para llegar a la casa de Vespa se cruzaba una gran arteria que el fresco de la tarde volvía animada y clamorosa. Pero, una vez arriba, había que aguzar el oído para captar las voces y el barullo. En la esquina había un gran café de suburbio que congregaba a los transeúntes en torno al bramido de su radio. Entre los rostros ya conocidos de los hombres y las chicas que se buscaban, Corradino pasaba de incógnito, y le gustaba tanto esta condición que habría querido acercarse a alguno de los corrillos y escuchar las conversaciones desde la puerta del café. Podía ocurrir que alguna de las chicas se traicionase como conocida de Vespa, y entonces le habría gustado sacarle un recuerdo, una palabra, una broma, para llevársela allá arriba. Los amigos ciclistas o mecánicos de Vespa dejaban siempre detrás un eco de aventura, de historias salaces, de obscenidades consumadas. Eran jóvenes, pero no tanto. Vespa no hablaba de eso con él, pero le reían los ojos.

Una tarde Corradino —había estado más de lo normal a orillas del Sangone— le pidió un helado a la chica de la barra. Mientras la chica se secaba la frente con el brazo desnudo, Corradino le preguntó si tenía algo fresco que darle que se pudiera llevar al quinto. La chica dijo:

—Un helado.

Y ya se inclinaba sobre el mostrador cuando de una mesa detrás de la puerta llegó una voz, una voz casual:

—Vespa escupe en el helado.

La chica se detuvo. El que había hablado era Amelio, el rubio. Corradino preguntó entonces qué podría comprar. La voz de Amelio —que jugaba a las cartas y no se había vuelto— dijo:

—Nina; llévele a Nina. Es bastante fresca.

Los jugadores reían; la chica hizo un gesto impaciente, como diciendo que se decidiese; Corradino farfulló:

—Si quiere venir…

Nueva carcajada de los presentes. Amelio dijo aún algo que se perdió en el estrépito, y la chica, sin inmutarse, miraba ambigua a Corradino.

—Deme una cerveza, veremos.

Vespa cogió la cerveza sin asombrarse. Puso a refrescar las botellas y mientras tanto buscó unos vasos. Cojeaba como de costumbre y Corradino le preguntó si uno de esos días no bajaría las escaleras.

—Bajar no es nada, lo difícil es subirlas —respondió Vespa.

Corradino sabía que una vecina, una vieja coinquilina, le preparaba la comida y a veces limpiaba el cuarto. Vespa, que se había roto definitivamente el tobillo después de la licencia al saltar de la bicicleta, no tenía un céntimo del gobierno, y no se sabía de qué podía vivir. También es cierto que medicinas no compraba. Sin embargo, desde hacía varias tardes hablaba de bajar y ver a alguien.

—Haría falta una planta baja —le decía Corradino—. De la planta baja podría moverse.

Decía esto, pero sabía que un Vespa mezclado con la gente, ya no solo y desdeñoso bajo los tejados, le habría interesado mucho menos, y él tampoco contaría ya para Vespa. La ventaja que les sacaba a los otros, a los de la edad de Vespa, de haberle hecho compañía estaba ligada a aquel quinto piso.

Ahora bien, la misma tarde de la cerveza, Corradino, entumecido por el mucho sol del Sangone, había subido junto a Vespa para hacer tiempo pasivamente, abandonándose a las escasas palabras y al consabido recuerdo que la ventana sobre el vacío, el rumor de las calles y la presencia amiga provocaban. Vespa comprendía este modo de pasar el rato, se había hecho a él hacía tiempo. Una de las primeras tardes, cuando aún estaba Fabio, había hablado de jornadas enteras pasadas con sus colegas sobre el talud del mar los días de salida, cuando esperaban para embarcarse y todavía no sabían si habría guerra. Decía que un hombre, metido a llevar esa vida, piensa en su casa más que en el futuro, y le parece ser viejo mientras que el año antes aún iba a la escuela nocturna.

—¿Y usted por qué no se larga del asfalto, como su amigo? —dijo Vespa bruscamente, cuando estuvo sentado en la cama.

Corradino sonrió en la penumbra:

—No estaría aquí bebiendo cerveza.

—Apuesto a que está usted enfermo.

Corradino, a horcajadas en la silla, con la barbilla apoyada en el respaldo, miraba fijamente el recuadro de la ventana. Nunca se había sentido tan bien, tan endurecido por el sol y el agua. Pero estas cosas no podía decírselas a un tullido, a Vespa.

—Puede ser —respondió—. Soy más viejo que ustedes.

—¿Ustedes, quiénes?

—Amelio…, ustedes…

—Ese pelma —dijo Vespa.

Callaron un rato, y Corradino temía que Vespa quisiera encender la lámpara de petróleo. Lo había oído moverse sobre la cama y esperó que continuase la conversación. De la ventana llegó un soplo fresco que olía a plantas.

—Esta tarde querían mandarle una mujer —dijo Corradino—. La chica de los helados. Nina.

Vespa no dijo nada ni se movió. Corradino advirtió que sus palabras pesaban en el cuarto. Por casualidad la radio de abajo había enmudecido, y así durante un instante se habían apagado las voces y los fragores de la ciudad.

—Silencio —farfulló riendo.

Pero Vespa no debió de oírlo. Había dicho ya con voz distinta:

—¿Quién estaba con Amelio?

—No sé —respondió Corradino—. Jugaban a las cartas. La chica me puso una cara…

—¿Nina?

—La chica de la barra.

—Esa es una estúpida —dijo Vespa—. Nina es otra.

*FIN*


“Vespa” (fragmento), 1942


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