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Viaje a Arzrum durante la campaña de 1827

[Cuento - Texto completo.]

Alexandr Puchkin

Durante la guerra entre Rusia y Turquía, el ejército ruso ocupó importantes territorios en el noreste de Turquía, en particular la antigua ciudad-fortaleza armenia Arzrum (Erzerum).

 

Introducción

Hace poco cayó en mis manos un libro publicado en París el pasado año de 1834 y titulado Voyages en Orient entrepris par ordre du Gouvernement Français. El autor, que describe a su manera la campaña de 1829, concluye sus reflexiones con las siguientes palabras:

Un poète distingué par son imagination a trouvé dans tant de hauts faits dont il a été témoin, non le sujet d’un poème, mais celui d’une satyre.

He sabido solamente de dos poetas que estuvieran en la campaña turca: A. S. Jomyakov y A. N. Muravyev. Ambos se encontraban en el ejército del conde Díbich. El primero escribió en aquella ocasión varios hermosos poemas líricos, el segundo estaba trabajando en su libro de viajes por los Santos Lugares, que tanto éxito tuvo. Pero no he leído ninguna sátira de la campaña de Arzrum.

Nunca se me habría ocurrido que se trataba de mí si no hubiera encontrado mi propio nombre entre los de los generales del Cuerpo Independientes del Cáucaso. Parmi les chefs qui la commandaient (l’armée du Prince Paskewitch) on distinguait le Général Mouravief… le Prince Géorgien Tsitsevaze… le Prince Arménien Beboutof… le Prince Potemkine, le Général Raiewsky, et enfin —Mr. Poushkine… qui avait quitté la capitale pour chanter les exploits de ses compatriotes.

He de confesar que estas líneas del viajero francés, a pesar de sus calificativos halagüeños, me resultaron mucho más molestas que los insultos de las revistas rusas. Buscar la inspiración siempre me ha parecido un antojo ridículo y absurdo: la inspiración no se busca, es ella la que ha de encontrar al poeta. Ir a la guerra para cantar las futuras hazañas me resultaría por una parte demasiado presuntuoso, y por otra, demasiado indigno. No tomo parte en los juicios militares. No es asunto mío. Es posible que el valeroso paso por Sagan-lu, la maniobra con la cual el conde Paskévich cortó al serasquier de Osman-pachá, la derrota de dos cuerpos enemigos en veinticuatro horas y el rápido avance hasta Arzrum, todo ello, coronado por un éxito indiscutible, sea muy digno de irrisión a los ojos de los hombres de guerra (como, por ejemplo, el señor Fontanier, cónsul comercial, autor del viaje a Oriente); pero me sentiría avergonzado de escribir sátiras de un ilustre general que me acogió amablemente al abrigo de su tienda de campaña y encontró tiempo entre sus elevados quehaceres para agasajarme con su atención. Un hombre que no necesita la protección de los poderosos valora la cordialidad y hospitalidad de éstos, puesto que no puede esperar de ellos otra cosa. Una acusación de ingratitud no debe quedar sin respuesta, al igual que una crítica inepta o un insulto literario. Este es el motivo que me ha decidido a publicar este prólogo y a presentar mis notas, que es todo lo que he escrito sobre la campaña de 1829.

A. Pushkin

 

I

Las estepas. La kibitka calmuca. Las agua caucásicas. El camino georgiano militar. Vladikavkaz. El entierro osetio. El Terek. El desfiladero de Darial. Travesía de las montañas nevadas. Primera imagen de Georgia. Los acueductos. Jozrev-Mirzá. El gobernador de Dushet.

 

… De Moscú me dirigí a Kaluga, Belev y Orel, haciendo con ello 200 verstas de más; en cambio, vi a Yermólov. Vive en Orel, junto al cual se encuentra su hacienda. Llegué a su casa a las ocho de la mañana y no lo encontré. Mi cochero me dijo que Yermólov no visitaba a nadie salvo a su padre, un viejo sencillo y piadoso, que solo se negaba a recibir a los funcionarios de la ciudad, pero que cualquiera era libre de ir a su casa. A la hora volví a su puerta. Yermólov me recibió con su amabilidad habitual. A primera vista no encontré en él el menor parecido con su retrato, donde suele aparecer de perfil. Tiene la cara redonda, unos ojos grises y ardientes, el pelo cano de punta. Una cabeza de tigre sobre un torso de Hércules. Una sonrisa desagradable porque no es natural. Sin embargo, cuando se queda pensativo, con el ceño fruncido, se vuelve imponente y sorprendentemente parecido al poético retrato pintado por Dawe. Vestía un caftán circasiano color verde. En las paredes de su despacho colgaban sables y puñales, recordatorios de su poder en el Cáucaso. Al parecer lleva su inactividad con gran impaciencia. Varias veces empezó a hablar de Paskévich, y siempre de manera cáustica; al referirse a la facilidad de sus victorias, lo comparaba con Navino, ante el cual caían las murallas por el sonido de la trompeta, y llamaba al conde de Eriván conde de Jericó. “Que tropiece con un pachá —decía Yermólov— que no sea inteligente ni hábil, sino simplemente terco, como el pachá que gobernaba en Shumla, entonces se acabó Paskévich”. Transmití a Yermólov las palabras del conde Tolstoy de que Paskévich actuó tan bien en la campaña persa que lo único que podía haber hecho un hombre inteligente para distinguirse de él era actuar peor. Yermólov se rió pero no estuvo de acuerdo. “Se podían haber ahorrado hombres y gastos”, dijo. Creo que está escribiendo o piensa escribir sus memorias. No está satisfecho con la Historia de Karamzín; hubiera preferido que una pluma ardiente describiera el paso del pueblo ruso de la nulidad a la gloria y al poderío. De los escritos del príncipe Kurbsky habló con amore. Despotricó contra los alemanes. “Dentro de unos 50 años —dijo— pensarán que en esta campaña hubo un ejército suplementario prusiano o austríaco, dirigido por unos generales alemanes”. Pasé con él unas dos horas. Yermólov estaba molesto porque no recordaba mi nombre completo. Se excusó con cumplidos. Varias veces la conversación trató de literatura. De los versos de Griboyédov dijo que su lectura daba dolor de mandíbulas. Del gobierno y de política no se dijo ni una palabra.

Me esperaba la ruta por Kursk y Járkov; pero torcí por el camino directo hacia Tiflis, sacrificando una buena comida en la posada de Kursk (cosa nada despreciable en nuestros viajes) y no sintiendo la menor curiosidad por visitar la Universidad de Járkov, que no vale gran cosa en comparación con el restaurante de Kursk.

Los caminos hasta Yelets son espantosos. Varias veces mi coche se atascó en el barro, que es digno del barro de Odessa. Ocurría que no conseguía hacer más de 50 verstas en veinticuatro horas. Al fin divisé las estepas de Vorónezh y rodamos tranquilamente por una llanura verde. En Novocherkassk me encontré al conde Pushkin, que también se dirigía a Tiflis, y acordamos viajar juntos.

El paso de Europa a Asia se hace cada vez más evidente: los bosques desaparecen, los montes se allanan, la hierba se vuelve más espesa y revela el mayor vigor de la vegetación; aparecen pájaros desconocidos por nuestros bosques; las águilas se posan en los promontorios que señalan la carretera principal como si hicieran guardia y miran orgullosas al viajero; por los ricos pastizales

 

Vagan arrogantes
manadas de yeguas indomables.

 

Los calmucos acampan junto a las casas de la estación de postas. Cerca de sus tiendas pacen los peludos y deformes caballos, que el lector conoce por los espléndidos dibujos de Orlovsky.

El otro día fui a ver una tienda calmuca (una empalizada a cuadros forrada de fieltro blanco). Toda la familia estaba reunida para el desayuno; la caldera hervía en el medio, y el humo salía por un agujero abierto en el techo de la tienda. Una joven calmuca, bastante agraciada, cosía fumando tabaco. Me senté a su lado. “¿Cómo te llamas?” “***”. “¿Cuántos años tienes?” “Dieciocho”. “¿Qué estás cosiendo?” “Calzón”. “¿Para quién?” “Yo”. Me dio su pipa y empezó a desayunar. En la caldera hervía el té con grasa de cordero y sal. Me ofreció su cazo. No quise rechazarlo y lo probé, procurando no respirar. No creo que ninguna cocina popular pudiera producir algo más repugnante. Pedí algo que me quitara el sabor. Me dieron un pedazo de carne de caballo seca; hasta eso me pareció un alivio. La coquetería calmuca me asustó; salí cuanto antes de la tienda y me marché huyendo de la Circe de las estepas.

En Stávropol vi al borde del cielo las nubes que asombraron mi vista nueve años atrás. Seguían siendo las mismas, seguían en el mismo lugar. Son las cumbres nevadas de la cadena del Cáucaso.

De Georguievsk fui a Aguas Calientes. Allí encontré grandes cambios. En mis tiempos los baños se encontraban en unas cabañas construidas deprisa y corriendo. Los manantiales, la mayor parte de ellos en su estado más primitivo, salían, humeaban y fluían por las montañas en todas las direcciones dejando un rastro blanco y rojizo. Sacábamos el agua chispeante con cazo de corteza o el fondo de una botella rota. Ahora han construido baños y casas suntuosas. Por el lado del Mashuk han hecho un bulevar bordeado de tilos. Por todas partes hay caminitos limpios, banquitos verdes, parterres geométricos, puentecillos y pabellones. Los manantiales están montados en piedra; en las paredes de los baños cuelgan recomendaciones de la policía; todo es ordenado, limpio y bonito…

Reconozco que las aguas del Cáucaso presentan ahora más comodidades; pero añoré su antiguo estado salvaje; añoré los caminos pendientes y pedregosos, los matorrales y los precipicios sin vallas sobre los cuales solía trepar. Abandoné entristecido las aguas y me dirigí de regreso a Georguievsk. Pronto llegó la noche. El despejado cielo se llenó de millares de estrellas. Avancé por la orilla del Podkumok. Aquí solía sentarse conmigo A. Rayevsky para escuchar la melodía de las aguas. El majestuoso Beshtu se dibujaba en la lejanía cada vez más negro, rodeado por las montañas, sus vasallos, y por fin desapareció en la oscuridad…

Al día siguiente seguimos camino y llegamos a Yekaterinograd, que fue en tiempos sede del gobernador general.

En Yekaterinograd empieza el camino militar georgiano; la carretera de postas se acaba. Se alquilan caballos hasta Vladikavkaz. Se asigna una patrulla de cosacos y de infantería y un cañón. El correo se envía dos veces por semana y los viajeros se suman a él; esto se llama una ocasión. No tuvimos que esperar mucho tiempo. El correo llegó al día siguiente, y al tercer día a las nueve de la mañana estábamos listos para ponernos en camino. En el lugar de reunión se congregó toda la caravana, compuesta por unas quinientas personas más o menos. Redoblaron los tambores. Nos pusimos en marcha. Delante iba el cañón rodeado por soldados de infantería. Detrás se arrastraron las carretelas, las tartanas y los carromatos de las mujeres de los soldados que se trasladaban de un fuerte a otro; detrás chirriaban los carricoches de dos ruedas. A los lados corrían manadas de caballos y rebaños de bueyes. Junto a ellos iban a caballo guías nogay con capas de fieltro y lazos en la mano. Al principio todo eso me gustó mucho, pero pronto me aburrí. El cañón avanzaba al paso, la mecha humeaba, y los soldados encendían con ella sus pipas. La lentitud de nuestra marcha (el primer día recorrimos nada más que quince verstas), el calor insoportable, la escasez de víveres, las noches intranquilas y, por último, el chirriar incesante de los carricoches nogay, me hacían perder la paciencia. Los tártaros se vanaglorian de este chirrido diciendo que viajan como gente honrada que no tiene por qué ocultarse. Aquella vez hubiera preferido viajar en una compañía menos honorable. El camino es bastante monótono: un valle bordeado de montes. En el horizonte se ven las cumbres del Cáucaso, que cada día parecen más altas. Los fuertes, bastante numerosos para estas tierras, tienen fosos que hace unos años habríamos podido saltar sin tomar carrerilla, cañones herrumbrosos, que no han disparado desde los tiempos del conde Gudóvich, con baluartes deshechos, poblados por una guarnición de gallinas y gansos. Dentro de los fuertes hay varias chozas donde apenas se puede conseguir una docena de huevos y un poco de leche agria.

El primer lugar notable es el fuerte Minaret. En el camino hacia el fuerte nuestra caravana atravesó un precioso valle entre túmulos cubiertos de tilos y plátanos. Son las tumbas de varios miles de personas que murieron de la peste. Se veían flores multicolores nacidas de las cenizas infectadas. A la derecha brillaba el Cáucaso nevado; delante se alzaba una enorme montaña cubierta de bosques; detrás estaba el fuerte. Alrededor del fuerte se ven los rastros de un aúl destruido llamado Tatartub y que fue antaño el más importante en la Gran Kabardá. Un minarete delicado y solitario es el testimonio de la existencia del poblado desaparecido. Se alza airoso entre un montón de piedras, en la orilla de un torrente ya seco. La escalera interior todavía no está destruida. Subí por ella hasta una plataforma desde donde ya no suena la voz del mulá. Allí encontré varios nombres desconocidos, trazados en los ladrillos por viajeros sedientos de gloria.

Nuestro camino se volvió pintoresco. Por encima de nosotros se alzaban las montañas. En sus cumbres se arrastraban unos rebaños apenas visibles que parecían insectos. Llegamos a distinguir al pastor, tal vez un ruso que hicieron prisionero hacía años y que había envejecido en el cautiverio. Encontramos más túmulos y más ruinas. Junto al camino había dos o tres monumentos funerarios. Según la costumbre de los circasianos, allí están enterrados sus jinetes. Una inscripción tártara, la imagen de un sable y de un hierro de marcar cortados en la piedra han sido dejados por los nietos depredadores a la memoria del antepasado depredador.

Los circasianos nos odian. Los hemos echado de sus hermosos pastizales; sus aúles están destruidos, tribus enteras, exterminadas. Se adentran cada vez más en la montaña y desde allí inician sus incursiones. La amistad de los circasianos pacíficos no es digna de confianza: siempre están dispuestos a ayudar a sus violentos paisanos. El espíritu de sus salvajes guerreros ha decaído notablemente: no es frecuente que ataquen a un número igual de cosacos, nunca a la infantería, y huyen en cuanto ven un cañón. En cambio, jamás desperdician la ocasión de atacar un destacamento débil o a alguien indefenso. Por estas tierras no hacen más que hablar de sus maldades. Apenas hay manera alguna de pacificarlos si no se los priva de las armas, como se hizo con los tártaros de Crimea, cosa sumamente difícil a causa de las continuas rencillas entre las familias y las venganzas de sangre. La espada y el puñal son partes de su cuerpo, y los niños empiezan a manejarlos antes de aprender a balbucear las primeras palabras. El asesinato para ellos es un simple gesto. Conservan a los prisioneros en la esperanza de cobrar el rescate, pero los tratan de la manera más inhumana, los obligan a trabajar hasta la extenuación, les dan de comer masa cruda, les pegan a su antojo y para custodiarlos utilizan a sus muchachos que pueden matarlos con sus sables infantiles por una palabra que les desagrade. Hace poco pescaron a un circasiano que había disparado contra un soldado. Se justificó diciendo que su fusil llevaba cargado demasiado tiempo. ¿Qué se puede hacer con semejante pueblo? Sin embargo, cabe esperar que la adquisición de la parte oriental del mar Negro, al cercenar el comercio de los circasianos con Turquía, los obligue a acercarse a nosotros. La influencia del lujo podría contribuir a domarlos: el samovar sería una importante innovación. Hay un medio más fuerte y más moral, que está más acorde con la ilustración de nuestro siglo: la prédica del Evangelio. Los circasianos han adoptado la fe mahometana hace poco tiempo. Fueron atraídos por el fanatismo activo de los profetas del Corán, entre los cuales destacaba Mansur, hombre extraordinario que durante años sublevara el Cáucaso contra el dominio ruso; al fin lo hicimos preso y murió en el monasterio Solovtsy. El Cáucaso espera misioneros cristianos. Pero resulta más fácil para nuestra desidia fundir palabras muertas en lugar del verbo vivo y enviar libros mudos a un pueblo iletrado.

Llegamos a Vladikavkaz, antigua Kapkay, umbral de las montañas. Está rodeada de aúles osetios. Visité uno de ellos y me encontré en un entierro. Junto a la casa de barro había un gran gentío. En el patio se veía un carricoche enganchado a dos bueyes. Los familiares y amigos del difunto llegaban a caballo de todas partes y con ruidoso llanto entraban en la casa, golpeándose la frente con el puño. Las mujeres, de pie, estaban silenciosas. Sacaron al muerto sobre su burka …

 

“…como un guerrero reposando,
envuelto en su capa marcial”,

 

y lo posaron sobre el carricoche. Uno de los invitados cogió el fusil del difunto, sopló en el cerrojo para quitar la pólvora y lo colocó junto al cuerpo. Los bueyes echaron a andar. Los invitados los siguieron. El cuerpo debía ser enterrado en las montañas, a unas treinta verstas del aúl. Por desgracia, nadie supo explicarme esos ritos.

Los osetios son la tribu más pobre de los pueblos que habitan el Cáucaso; sus mujeres son hermosas y, según dicen, muy próvidas con los viajeros. Junto a la entrada del fuerte me crucé con la mujer y la hija del osetio encarcelado. Le llevaban el almuerzo. Ambas parecían serenas y decididas; sin embargo, en cuanto me aproximé, ambas bajaron la cabeza y se cubrieron con sus agujereados chadores. En el fuerte vi a rehenes circasianos, unos muchachos vivaces y bien parecidos. Se pasan la vida haciendo travesuras y huyendo del fuerte. Los mantienen en un estado lamentable. Van harapientos, medio desnudos y repugnantemente sucios. Vi que algunos llevaban grilletes de madera. Es de suponer que los rehenes puestos en libertad no echan de menos su estancia en Vladikavkaz.

El cañón nos abandonó. Seguimos camino con la infantería y los cosacos. El Cáucaso nos acogió en su santuario. Oímos un ruido sordo y vimos el Terek que fluía en varias direcciones. Avanzamos por su margen izquierda. Sus ruidosas olas ponen en movimiento las ruedas de los pequeños molinos osetios, parecidos a casetas de perro. Cuanto más nos adentrábamos en la montaña, más estrecho se hacía el desfiladero. El Terek, constreñido, lanza con un rugido sus aguas turbias por encima de las rocas que le cierran el paso. El desfiladero serpentea a lo largo de su curso. Los pies pétreos de las montañas están torneados por sus olas. Yo iba a pie y me detenía a cada instante, maravillado por el tenebroso encanto del paisaje. El cielo estaba cubierto; las nubes se arrastraban pesadamente junto a las negras cumbres. El conde Pushkin y Shernvall mirando al Terek recordaron Imatra y mostraron su preferencia por “el río que truena en el Norte”. Yo, sin embargo, con nada podía comparar el espectáculo que tenía ante mí.

Antes de llegar a Lars me quedé rezagado de la escolta, fascinado por las enormes rocas entre las cuales el Terek se bate con una furia indecible. De pronto veo que corre hacia mí un soldado gritando desde lejos: “No se detenga, señoría, que lo matan”. Esta advertencia, oída por primera vez, me pareció sumamente extraña. Lo que ocurre es que los bandidos osetios, al abrigo de este lugar estrecho, disparan contra los viajeros por encima del Terek. La víspera de nuestra travesía atacaron de este modo al general Bekovich, quien tuvo que pasar a galope entre sus tiros. En la roca se ven las ruinas de un castillo: pegadas a ellas, como nidos de golondrinas, se apiñan las casas de barro de los osetios que no están en guerra.

Nos paramos en Lars para pasar la noche. Allí encontramos a un viajero francés que nos asustó hablándonos del camino que nos esperaba. Nos aconsejó que dejáramos los carruajes en Kobi y que siguiéramos a caballo. Con él bebimos por primera vez vino de Kajetia de unos odres malolientes, recordando los festines de la Ilíada:

 

¡En los odres de cabra, el vino, nuestra dicha!

 

Encontré allí un ejemplar manoseado de El prisionero del Cáucaso y confieso que lo releí con mucho gusto. Es flojo, juvenil, incompleto, pero hay muchas intuiciones bien expresadas.

A la mañana siguiente continuamos adelante. Prisioneros turcos estaban haciendo la carretera. Se quejaban de la comida que se les daba. No lograban acostumbrarse al pan negro ruso. Eso me recordó las palabras de mi amigo Sheremétev a su vuelta de París: “En París se vive mal, querido: no hay nada que comer, por mucho que lo pidas, nunca te traen pan negro”.

A siete verstas de Lars está el puesto de Darial. El desfiladero lleva el mismo nombre. Las rocas se elevan a ambos lados como muros paralelos. Es un lugar tan sumamente estrecho, escribe un viajero, que la estrechez no solamente se ve, sino que parece sentirse. Un pedazo de cielo azulea como una cinta por encima de las cabezas. Los arroyos que caen desde lo alto de las montañas salpicando finos chorros me recordaban el rapto de Ganimedes, el extraño cuadro de Rembrandt. Además, la luz del desfiladero es totalmente en su estilo. En algunos lugares el Terek ha horadado el pie mismo de la roca, y en el camino, en forma de una presa, hay piedras amontonadas. Cerca del puesto un puentecillo cruza valientemente el río. Al pisarlo se siente uno como en un molino. El puente no hace más que temblar y el Terek resuena como las ruedas que hacen mover las muelas. Frente a Darial, en una roca escarpada se ven las ruinas de una fortaleza. Dice la leyenda que en ella se ocultó una reina llamada Daria, que dio su nombre al desfiladero: es un cuento. Darial significa “puerta” en persa antiguo. Según el testimonio de Plinio, aquí se encontraban las Puertas del Cáucaso, mal llamadas del Caspio. El desfiladero estaba cerrado con una auténtica puerta de madera guarnecida de hierro. Debajo de ella, escribe Plinio, fluye el río Diriodoris. Allí mismo se erigió una fortaleza para contener las incursiones de las tribus salvajes, etc. (véase el viaje del conde J. Potocki, cuyas investigaciones históricas son tan entretenidas como sus novelas españolas).

Desde Darial nos dirigimos hacia Kazbek. Vimos la Puerta de la Trinidad (un arco formado en la roca por una explosión de pólvora); por debajo en tiempos hubo un camino, pero ahora fluye el Terek que frecuentemente cambia su curso.

Cerca del poblado de Kazbek atravesamos el Despeñadero Furioso, un barranco que durante las intensas lluvias se convierte en un torrente enfurecido. En ese momento estaba totalmente seco, y de ruidoso solo tenía el nombre.

La aldea de Kazbek está al pie del monte Kazbek y pertenece al príncipe Kazbek. El príncipe, un hombre de unos cuarenta y cinco años, es más alto que un Flügelmann del regimiento Preobrazhensky. Le encontramos en el duján (así se llaman las tabernas georgianas, que son mucho más pobres que las rusas e igual de sucias). Junto a la puerta había un tripudo burdiuk (odre de buey), con sus cuatro patas espatarradas. El gigante chupaba vino del odre y me hizo varias preguntas, a las que contesté con el respeto que correspondía a su rango y estatura. Al despedirnos éramos grandes amigos.

Las impresiones tardan poco en perder fuerza. Apenas habían transcurrido veinticuatro horas, pero ya ni el rugido del Terek con sus horribles cataratas, ni los desfiladeros ni los abismos atraían mi atención. La impaciencia por llegar a Tiflis se apoderó de mí excluyendo todo lo demás. Pasé junto a Kazbek con la misma indiferencia que hacía años había navegado junto a Chatyrdag. También es cierto que la lluvia y la niebla impedían que viera su mole nevada, que, como dijo el poeta, apoya el firmamento.

Se esperaba la llegada del príncipe persa. A cierta distancia de Kazbek nos cruzamos con varias calesas que hicieron difícil el tránsito por el estrecho camino. Mientras los coches trataban de darse paso, el oficial de la escolta nos anunció que acompañaba al poeta de la corte persa y, respondiendo a mi deseo, me presentó a Fazil-Khan. Ayudado por un intérprete inicié un alambicado saludo oriental; pero ¡cuál fue mi vergüenza cuando Fazil-Khan contestó a mi inoportuna grandilocuencia con la cortesía inteligente y sencilla de un caballero! Esperaba verme en Petersburgo, lamentaba que nuestro trato fuera tan breve, etc. Sonrojado, no tuve más remedio que abandonar el tono solemne y jocoso y descender a unas expresiones europeas sencillas. He aquí una lección para nuestra socarronería rusa. De aquí en adelante no juzgaré a una persona por su papaja y sus uñas pintadas.

El puesto de Kobi se encuentra al pie mismo del monte Krestovy, que habíamos de cruzar. Nos quedamos allí a pasar la noche y nos pusimos a pensar de qué manera realizar esa terrible hazaña: abandonar los coches y montar caballos cosacos, o bien pedir que nos trajeran bueyes osetios. Por si acaso, escribí en nombre de toda nuestra caravana una solicitud al señor Chilyaev, jefe de esa zona, y nos acostamos en espera de los carros.

Al día siguiente, a eso de las doce, oímos ruidos, gritos y vimos un espectáculo extraordinario: dieciocho pares de bueyes escuálidos y menudos, azuzados por una multitud de osetios a medio vestir, arrastraban a duras penas la ligera calesa vienesa de mi amigo O. El espectáculo disipó inmediatamente todas mis dudas. Decidí enviar a Vladikavkaz mi pesada calesa de Petersburgo y seguir a caballo hasta Tiflis. El conde Pushkin no quiso seguir mi ejemplo. Prefirió enganchar un rebaño entero de bueyes a su carretela, cargada con toda clase de víveres, y cruzar victorioso la cordillera nevada. Nos despedimos, y me uní al coronel Ogarev, quien inspeccionaba los caminos de la región.

El camino pasaba por un alud que se había producido a finales de junio de 1827. Casos semejantes suelen ocurrir cada siete años. Un enorme terrón, al desprenderse, había tapado el desfiladero a lo largo de una versta formando una especie de represa en el Terek. Los centinelas, que se encontraban más abajo, oyeron un terrible estrépito y vieron que el río empezó a bajar rápidamente, hasta que un cuarto de hora más tarde se extinguió por completo. El Terek tardó por lo menos dos horas en horadar la tierra. ¡Entonces fue verdaderamente terrible!

Por una escarpada pendiente subíamos cada vez más. Nuestros caballos se hundían en la nieve esponjosa, bajo la cual sonaban riachuelos. Yo miraba el camino con asombro, sin comprender cómo se podía atravesar sobre ruedas.

En ese momento oí un estrépito sordo. “Es un alud”, me dijo el señor Ogarev. Miré hacia atrás y vi a un lado un montón de nieve que se deslizaba despacio por la pendiente. Los pequeños aludes son frecuentes por estos lugares. El año pasado un cochero ruso iba por el monte Krestovy; hubo un desprendimiento de tierra: un tremendo terrón cayó sobre su carro, se tragó al carro, al caballo y al hombre y rodó al abismo junto con su presa. Llegamos a la cumbre de la montaña. Está colocada aquí una cruz de granito, un viejo monumento renovado por Yermólov.

En este lugar los viajeros suelen salir de los coches y siguen a pie. Hace poco pasó por aquí un cónsul extranjero: estaba tan desfallecido que pidió que le vendaran los ojos; le llevaron del brazo, y cuando le quitaron la venda, se arrodilló, dio gracias a Dios, etc.; lo cual sorprendió sobremanera a los guías.

El paso instantáneo del Cáucaso amenazador a la dulce Georgia es maravilloso. De pronto un aire meridional alcanza al viajero. Desde lo alto del monte Gut se abre el valle de Kayshaur con sus rocas habitadas, sus jardines y el claro río Aragva que serpentea como una cinta de plata; y todo ello empequeñecido, al fondo de un abismo de tres verstas cruzado por un peligroso camino.

Empezamos a descender al valle. Una luna joven apareció en el cielo despejado. El aire del anochecer era suave y tibio. Pasé la noche a orillas del Aragva, en casa del señor Chilyaev. Al día siguiente me despedí del amable anfitrión y seguí mi camino.

Aquí empieza Georgia. Los claros valles regados por el alegre Aragva han venido a suceder los sombríos desfiladeros y el temible Terek. En lugar de desnudos peñascos veía en torno a mí verdes montañas y árboles frutales. Los acueductos denotaban la presencia de la civilización. Uno de ellos me sorprendió por la perfección del efecto óptico: parecía que el agua fluía por la montaña de abajo arriba.

Me detuve en Paysanaur para cambiar de caballos. Allí me encontré con el oficial ruso que acompañaba al príncipe persa. Pronto oí el sonido de campanillas, y apareció en el camino una larga fila de kataros (mulos), atados uno al otro y cargados a la manera asiática. Eché a andar sin esperar a los caballos; y a media versta de Ananur, en una vuelta que daba el camino, me encontré a Jozrev-Mirzá. Sus coches estaban parados. Él mismo se asomó de su calesa y me saludó con una inclinación de cabeza. Varias horas después de nuestro encuentro los montañeses atacaron al príncipe. Al oír el silbido de las balas, Jozrev saltó de su calesa, montó un caballo y salió galopando. Los rusos que formaban su séquito se quedaron sorprendidos de su valor. En realidad, el joven asiático, que no estaba acostumbrado a las calesas, las percibía más como una trampa que como un refugio.

Llegué hasta Ananur sin sentir cansancio alguno. Mis caballos no llegaban. Me dijeron que hasta la ciudad de Dushet no faltaban más que diez verstas, y de nuevo eché a andar. Sin embargo, no sabía que el camino era cuesta arriba. Esas diez verstas valían por veinte.

Anochecía; seguía por un camino que se elevaba cada vez más. Era imposible perderse, pero en algunos lugares el barro arcilloso, formado por los manantiales, me llegaba hasta la rodilla. Estaba muy fatigado. La oscuridad aumentaba por momentos. Oía aullidos y ladridos de perros y me alegraba, pensando que la ciudad no estaba lejos. Sin embargo, me equivocaba: ladraban los perros de los pastores georgianos y los aullidos eran de chacales, animales muy corrientes por esas tierras. Maldecía mi impaciencia, pero no había nada que hacer. Al fin vi luces, y a medianoche me encontré junto a unas casas rodeadas de árboles. El primer hombre que me encontré se ofreció a acompañarme a casa del gobernador y me exigió a cambio un abas.

Mi aparición en casa del gobernador, un viejo oficial georgiano, causó gran impresión. Pedí en primer lugar un cuarto para cambiarme, en segundo lugar, un vaso de vino, y en tercer lugar, un abas para mi acompañante. El gobernador no sabía cómo recibirme y me miraba desconcertado. Al ver que no tenía ninguna prisa en cumplir mis peticiones, empecé a desnudarme delante de él, pidiéndole excusas de la liberté grande. Por fortuna encontré en el bolsillo mi permiso de viaje, que probaba que era yo un pacífico viajero y no Rinaldo Rinaldini. El bendito oficio surtió efecto inmediato: me designaron una habitación, me trajeron un vaso de vino y entregaron un abas a mi acompañante junto con una reprimenda paternal por su codicia, ofensiva para la hospitalidad georgiana. Me derrumbé en el sofá confiando en que, después de mi hazaña, me dormiría como un bogatyr, pero ¡qué ilusiones!: me atacaron las pulgas, mucho más peligrosas que los chacales, y no me dejaron tranquilo en toda la noche. Por la mañana vino mi criado y me anunció que el conde Pushkin había cruzado felizmente las montañas nevadas con sus bueyes y había llegado a Dushet. ¡De qué me sirvieron mis prisas! El conde Pushkin y Shernvall me hicieron una visita y me propusieron continuar la marcha juntos otra vez. Abandoné Dushet con el grato pensamiento de que pasaría la noche en Tiflis.

El camino fue igualmente atractivo y pintoresco, aunque vimos pocas muestras de que la zona estuviera poblada. A unas pocas verstas de Gartsiskal cruzamos el río Kurá por un antiguo puente, monumento de las campañas romanas, y al trote, y a veces al galope, nos dirigimos hacia Tiflis, donde nos encontramos sin darnos cuenta pasadas las diez de la noche.

 

II

 

Tiflis. Los baños populares. El desnarigado Hassan. Costumbres georgianas. Canciones. El vino de Kajetia. La causa de los calores. La carestía. Descripción de la ciudad. Partida de Tiflis. La noche georgiana. Vista de Armenia. La doble travesía. Una aldea armenia. Guerguery. Griboyédov. Bezobdal. La fuente mineral. Tormenta en la montaña. Noche en Gumry. Ararat. La frontera. La hospitalidad turca. Kars. Una familia armenia. La salida de Kars. El campamento del conde Paskévich.

 

Me hospedé en una posada, y al día siguiente me dirigí a los famosos baños de Tiflis. La ciudad me pareció populosa. La construcción asiática y el bazar me recordaron Kishinev. Por unas callejuelas estrechas y torcidas corrían burros cargados con cestos; las arbás, tiradas por bueyes, cerraban el paso. Armenios, georgianos, circasianos y persas se arremolinaban en una plaza de forma irregular: entre ellos, jóvenes funcionarios rusos se paseaban en caballos de Karabaj. A la entrada de los baños estaba sentado el dueño, un viejo persa. Me abrió la puerta y entré en una amplia estancia y ¿qué vieron mis ojos? Más de cincuenta mujeres, jóvenes y viejas, a medio vestir y totalmente sin vestir, sentadas y de pie, se desnudaban o se vestían en unos bancos colocados junto a la pared. Me detuve. “Vamos, vamos —me dijo el dueño— hoy es martes, es el día de las mujeres. No pasa nada, no tiene nada de malo”. “Claro que no —contesté—, todo lo contrario”. La aparición de hombres no causó impresión alguna. Siguieron riendo y hablando entre ellas. No hubo una que se apresurara a taparse con su chador, ni una que dejara de desnudarse. Parecía que al entrar yo me hubiera vuelto invisible. Muchas de ellas eran verdaderamente hermosas y hacían justicia a la imaginación de T. Moore:

 

“una hermosa joven georgiana
con todo el resplandor y frescura
de las doncellas de su país
cuando salen acaloradas de las aguas de Tiflis.

 

Sin embargo, no conozco nada más repulsivo que las viejas georgianas: son brujas.

El persa me hizo entrar en los baños: un manantial caliente ferreosulfuroso caía en una profunda bañera cortada en la roca. En mi vida había visto, ni en Rusia ni en Turquía, nada tan lujoso como los baños de Tiflis. Los describiré con detalle.

El dueño me dejó al cuidado de un bañero tártaro. He de confesar que no tenía nariz; esta circunstancia no impedía que fuera un maestro de su oficio. Hassan (así se llamaba el desnarigado tártaro) empezó por acostarme en el templado suelo de piedra; después de lo cual comenzó a retorcerme los miembros, estirar las articulaciones, golpearme fuertemente con el puño; yo no sentía el menor dolor sino un sorprendente alivio. (A veces los bañeros asiáticos entran en éxtasis, le saltan a uno sobre los hombros, se le deslizan con los pies por las caderas y le bailan, dando saltitos, sobre la espalda, e sempre bene). A continuación estuvo largo rato frotándome con un guante de lana y, tras echarme abundante agua templada, empezó a lavarme con una bolsa de paño enjabonada. La sensación es indescriptible: ¡el jabón caliente le baña a uno como el aire! NB: el guante de lana y la bolsa de paño deben adoptarse sin falta en los baños rusos: los entendidos agradecerán tal innovación.

Después de la bolsa Hassan me mandó a la bañera: así concluyó la ceremonia.

En Tiflis esperaba encontrar a Rayevsky, pero al enterarme de que su regimiento ya había partido para la campaña, me decidí a pedirle permiso al conde Paskévich para reunirme con el ejército.

En Tiflis pasé cerca de dos semanas y conocí a la sociedad del lugar. Sankovsky, el editor de Las noticias de Tiflis, me contó muchas cosas curiosas sobre esas tierras, sobre el príncipe Tsitsianov, sobre A. E. Yermólov y otros. Sankovsky siente verdadero afecto por Georgia y prevé un brillante futuro para la región.

Georgia recurrió a la protección de Rusia en 1783, lo cual no fue óbice para que el glorioso Aga-Mohammed habitantes (1795). En 1802 Georgia se colocó bajo el cetro del emperador Alejandro. Los georgianos son un pueblo guerrero. Han demostrado su valor bajo nuestras banderas. Su inteligencia necesita cultivarse más. Por lo general tienen un carácter alegre y sociable. Los días de fiesta los hombres beben y se pasean por las calles. Los niños de ojos negros cantan, saltan y dan volteretas; las mujeres bailan la lezguinka.

La voz de las canciones georgianas es agradable. Me tradujeron una de ellas palabra por palabra; creo que está compuesta en la época moderna; encierra cierto despropósito oriental que tiene sus cualidades poéticas. Hela aquí:

 

¡Alma recién nacida en el paraíso! ¡Alma creada para mi
dicha! Espero de ti, inmortal, la vida.

De ti, primavera frondosa, luna de dos semanas, de ti,
mi ángel de la guarda, espero la vida.

Resplandece tu rostro y tu sonrisa deleita. No deseo
poseer el mundo, deseo tu mirada. De ti espero la vida.
¡Rosa de montaña refrescada por el rocío! ¡Favorita elegida
de la naturaleza! ¡Tesoro silencioso y recóndito! De ti espero la vida.

 

Los georgianos beben de una forma distinta a la nuestra y son sorprendentemente resistentes. Sus vinos no viajan y se echan a perder en seguida, pero en el lugar son excelentes. Los vinos de Kajetia y de Karabaj no tienen nada que envidiar a algunos Borgoña. Mantienen el vino en maranes, enormes vasijas enterradas. Cuando las abren celebran solemnes ritos. Hace poco un dragón ruso, tras abrir en secreto una de esas vasijas, se cayó dentro y se ahogó en el vino de Kajetia, igual que el desdichado Clarence en el barril de vino de Málaga.

Tiflis se encuentra a orillas del río Kurá, en un valle rodeado de montañas rocosas. Éstas protegen a la ciudad de todos los vientos y, caldeadas por el sol, no es que calienten, sino que hacen hervir el aire inmóvil. Ésta es la razón de los insoportables calores que reinan en Tiflis, a pesar de que la ciudad se encuentra únicamente a 41.º de latitud. Su propio nombre (Tbilis-kalar) significa ciudad calurosa.

La mayor parte de la ciudad está construida a la manera asiática: casas bajas, tejados planos. En la parte norte se elevan casas de arquitectura europea, y junto a ellas empiezan a formarse plazas regulares. El bazar está dividido en varias galerías; los puestos están llenos de mercancías turcas y persas, bastante baratas si se tiene en cuenta la carestía general. Las armas de Tiflis son muy valoradas en todo Oriente. El conde Samoylov y V., que gozaban aquí de una fama de hércules, solían probar los sables nuevos partiendo de un golpe en dos a un cordero o cortándole la cabeza a un toro.

La mayor parte de la población de Tiflis está compuesta por armenios: en 1825 había en la ciudad unas 2500 familias. Las guerras actuales han hecho que su número aumentara todavía más. Se cuentan unas 1500 familias georgianas. Los rusos se consideran a sí mismos forasteros. Los militares, cumpliendo con su deber, viven en Georgia porque se les ha ordenado. Los consejeros titulares jóvenes vienen aquí para conseguir el tan codiciado grado de asesor. Tanto para unos como para los otros Georgia es un lugar de exilio.

Cuentan que el clima de Tiflis es malsano. Las fiebres de aquí son espantosas: las tratan con mercurio, cuyo uso es inocuo a causa de los calores. Los médicos atiborran a los enfermos con mercurio sin miramiento alguno. Dicen que el general Sipyaguin murió porque su médico de cabecera, que vino con él desde Petersburgo, se asustó del tratamiento que ofrecían los médicos del lugar y no se lo dio al enfermo. Las fiebres de estas tierras se parecen a las de Crimea y Moldavia y se curan del mismo modo.

Los habitantes beben el agua del Kurá, que es turbia pero sabrosa. En todos los manantiales y pozos el agua tiene un fuerte sabor a azufre. Por otra parte el vino tiene un uso tan general que no se sentiría la escasez de agua.

Me sorprendió en Tiflis lo barato que era el dinero. Después de cruzar dos calles en un coche alquilado y despedirlo al cabo de media hora tuve que pagar dos rublos de plata. Al principio pensé que el cochero había querido aprovecharse del desconcierto de un recién llegado; pero me dijeron que ése era el precio. Todo lo demás es proporcionalmente caro.

Fuimos a la colonia alemana y cenamos allí. Bebimos cerveza hecha allí mismo, de sabor muy desagradable, y pagamos muy caro por una comida muy mala. En mi posada la comida era igualmente mala y cara. El general Strekalov, conocido gastrónomo, me invitó un día a cenar; por desgracia, en su casa servían de acuerdo con el rango, y había sentados a la mesa oficiales ingleses con charreteras de general. Los criados me pasaban de largo con tal empeño que me levanté de la mesa con hambre. ¡Vaya con el gastrónomo de Tiflis!

Esperaba impaciente la solución de mi destino. Por fin recibí una nota de Rayevsky. Me decía que saliera lo antes posible para Kars, ya que unos días más tarde el ejército tenía que ponerse en marcha. Salí al día siguiente.

Fui a caballo; cambiaba los caballos en los puestos de los cosacos. La tierra a mi alrededor estaba calcinada por el calor. De lejos las aldeas georgianas me parecían hermosos jardines, pero, al aproximarme, veía varias viejas casas de barro bordeadas de álamos polvorientos. Ya se había puesto el sol, pero el aire seguía irrespirable.

 

¡Tórridas noches!
¡Estrellas extrañas…!

 

Brillaba la luna; todo estaba en silencio; lo único que se oía en la calma total de la noche eran los pasos del caballo. Cabalgué largo rato sin encontrar una sola vivienda. Por fin vi una casa solitaria. Llamé a la puerta. Salió el amo, le pedí agua, primero en ruso y luego en tártaro. No me comprendió. ¡Qué despreocupación tan asombrosa! A treinta verstas de Tiflis y en el camino a Persia y Turquía no sabía una palabra de ruso ni de tártaro.

Tras hacer noche en un puesto de cosacos, al amanecer seguí adelante. El camino pasaba entre montañas y bosques. Me crucé con unos tártaros que viajaban; entre ellos había varias mujeres. Iban a caballo, envueltas en sus chadores; solo dejaban ver los ojos y los tacones.

Empecé el ascenso a Bezobdal, la montaña que separa Georgia de la antigua Armenia. Un ancho camino bordeado de árboles serpentea junto a la montaña. En la cumbre de Bezobdal atravesé un pequeño desfiladero que, según creo, se llama Puerta de Lobo, y me encontré en la frontera natural de Georgia. Vi ante mis ojos nuevas montañas, un nuevo horizonte: a mis pies se extendían campos verdes y feraces. Me volví para mirar a la requemada Georgia y comencé a bajar por la suave pendiente rumbo a los frescos valles de Armenia. Advertí con placer indecible que el calor había disminuido súbitamente: el clima era distinto.

Mi criado con los caballos de carga estaba rezagado. Cabalgué solo en un desierto floreciente, rodeado a lo lejos de montañas. Distraído, pasé de largo el puesto donde tenía que haber cambiado los caballos. Habían pasado más de tres horas y lo largo del trayecto empezó a sorprenderme. Vi a un lado un montón de piedras que parecían casas de barro y me dirigí hacia ellas. Efectivamente, había llegado a una aldea armenia. Varias mujeres vestidas con harapos multicolores se sentaban en el tejado plano de una casa de barro hundida en la tierra. Intenté hacerme entender. Una de ellas bajó a la casa y me sacó queso y leche. Tras descansar unos minutos, seguí mi camino y en la margen alta del río vi frente a mí la fortaleza de Guerguery. Tres torrentes, con estrépito y espuma, caían desde lo alto de la orilla. Crucé el río. Dos bueyes, enganchados a una arbá, subían por el escarpado camino. Varios georgianos acompañaban el carro. “¿De dónde venís?”, les pregunté. “De Teherán”. “¿Qué lleváis?” “A Griboyed”. Era el cuerpo del asesinado Griboyédov, que transportaban a Tiflis.

¡Nunca pensé que volvería a encontrarme con nuestro Griboyédov! Me despedí de él el año pasado en Petersburgo, antes de su partida a Persia. Estaba melancólico y tenía presentimientos extraños. Traté de tranquilizarlo; él me contestó: “Vous ne connaissez pas ces gens-là: vous verrez qu’il faudra jouer des couteaux”. Suponía que el motivo del baño de sangre sería la muerte del sha y las luchas intestinas de sus setenta hijos. Pero el vetusto sha sigue vivo, y se han cumplido las palabras proféticas de Griboyédov. Murió bajo los puñales de los persas, víctima de la ignorancia y la perfidia. Su cadáver mutilado, que durante tres días fue juguete del populacho de Teherán, fue reconocido solo gracias a su mano que hacía años había atravesado una bala.

Conocí a Griboyédov en el año 1817. Su carácter melancólico, su incisiva inteligencia, su buen talante, hasta las debilidades y los defectos —acompañantes inevitables de la humanidad— todo en él tenía un atractivo extraordinario. Nacido con ambiciones comparables a su talento, durante mucho tiempo fue presa de sórdidas necesidades y del anonimato. La capacidad de un hombre de Estado estaba sin aprovechar; el talento de poeta no era reconocido; incluso su valentía, fría y brillante, durante cierto tiempo fue motivo de sospecha. Unos cuantos amigos conocían su valor y se topaban con una sonrisa incrédula —esa sonrisa necia e insoportable— cuando tenían ocasión de hablar de él como de un hombre extraordinario. Los hombres solo creen en la fama y no comprenden que puede estar entre ellos un Napoleón que no haya acaudillado ni una compañía de cazadores, o un Descartes que no haya publicado ni una sola línea en El telégrafo de Moscú. Por otra parte, tal vez nuestro respeto por la fama proceda del amor propio: nuestra opinión también es un componente de la fama.

La vida de Griboyédov estuvo ensombrecida por algunas nubes: consecuencia de ardientes pasiones y poderosas circunstancias. Sintió la necesidad de saldar cuentas con su juventud de una vez por todas y de que su vida cambiara de rumbo bruscamente. Se despidió de Petersburgo y de la disipación ociosa, se marchó a Georgia, donde pasó ocho años de desvelos y estudios solitarios. Su regreso a Moscú en 1824 fue un cambio total de su destino y el comienzo de éxitos ininterrumpidos. Su comedia manuscrita La desgracia de tener ingenio causó un efecto indecible y lo colocó de pronto entre nuestros poetas más insignes. Poco tiempo después el conocimiento perfecto de la región donde empezaba la guerra abrió para él una nueva carrera: fue nombrado embajador. Al llegar a Georgia se casó con la mujer que amaba… No conozco nada más envidiable que los últimos años de su turbulenta vida. La misma muerte, que lo alcanzó en medio de un combate denodado y desigual, no tuvo para Griboyédov nada de terrible ni de angustioso. Fue instantánea y hermosa.

¡Qué lástima que Griboyédov no haya dejado sus memorias! A sus amigos correspondería escribir su biografía: pero en nuestro país los hombres extraordinarios desaparecen sin dejar rastro. Somos indolentes y nada curiosos…

En Guerguery encontré a Buturlin quien, igual que yo, se dirigía hacia el ejército. Buturlin viajaba con toda suerte de lujos. Almorcé con él como en Petersburgo. Decidimos viajar juntos; pero el demonio de la impaciencia volvió a adueñarse de mí. Mi criado me pidió permiso para descansar. Me puse en camino sin procurarme siquiera la compañía de un guía. Había un solo camino y no encerraba peligro alguno.

Tras cruzar una montaña y bajar a un valle vi un manantial de aguas minerales que atravesaba el camino. Allí me crucé con un pope armenio que viajaba a Arjaltsyk desde Eriván. “¿Qué hay de nuevo en Eriván?”, le pregunté. “En Eriván hay peste —me contestó—. ¿Y qué se oye en Arjaltsyk?” “En Arjaltsyk hay peste”, le contesté. Habiendo intercambiado tan gratas noticias, nos separamos.

Viajé entre campos feraces y prados florecientes. Las mieses hondeaban esperando la hoz. Me recreaba viendo la maravillosa tierra, cuya riqueza es legendaria en todo Oriente. Al anochecer llegué a Pernike, donde había un puesto de cosacos. El suboficial cosaco auguraba tormenta y me aconsejó que pasara allí la noche, pero yo quería llegar aquel mismo día, pasara lo que pasara, a Gumry.

Tenía que cruzar unas montañas no muy altas, la frontera natural del territorio gobernado por el bajá de Kars. El cielo estaba cubierto de nubes; tenía la esperanza de que el viento, más fuerte a cada momento, las disipara. Sin embargo, empezó a chispear, y la lluvia fue haciéndose cada vez más intensa. Se dice que de Pernike a Gumry hay veintisiete verstas. Abroché las correas de mi capa, me eché una capucha sobre la gorra y me encomendé a la Providencia.

Pasaron más de dos horas. La lluvia no cesaba. El agua corría a chorros de mi capa, que se había vuelto muy pesada, y de mi capucha empapada. Finalmente un reguero frío empezó a deslizarse debajo de mi corbata, y al poco tiempo la lluvia me había calado hasta los huesos. La noche era oscura; delante de mí iba un cosaco señalando el camino. Empezamos a subir a las montañas. Entretanto había dejado de llover y el cielo se había despejado. Faltaban unas diez verstas para llegar a Gumry. El viento, que soplaba sin encontrar barrera alguna, era tan fuerte que me secó por completo en un cuarto de hora. Estaba convencido de que la fiebre sería inevitable. Al fin llegué a Gumry cerca de medianoche. El cosaco me condujo directamente al puesto. Nos detuvimos junto a una tienda de campaña, donde me apresuré a entrar. Allí encontré a doce cosacos que dormían uno junto al otro. Me asignaron un lugar, y caí sobre mi capa insensible por el cansancio. Aquel día había recorrido setenta y cinco verstas. Me dormí como un muerto.

Los cosacos me despertaron al amanecer. Mi primer pensamiento fue si no estaría con fiebre. Pero sentí que, gracias a Dios, estaba sano y despejado; no quedaban rastros no solo de la enfermedad, sino del cansancio. Salí de la tienda de campaña al aire fresco de la mañana. Estaba saliendo el sol. En el cielo despejado se dibujaba un monte nevado y bicéfalo. “¿Qué monte es?”, pregunté, estirándome, y como respuesta oí: “Ararat”. ¡Qué poderoso es el efecto de las palabras! Miraba ávidamente al monte bíblico, veía el arca que había atracado en la cima con la esperanza de renovación y vida, y al cuervo y a la paloma volando, símbolos de muerte y de reconciliación…

Mi caballo estaba listo. Me puse en marcha acompañado de un guía. Era una mañana hermosa. Brillaba el sol. Íbamos por un amplio prado, cubierto de hierba verde y tupida, mojada por el rocío y la lluvia de la víspera. Ante nosotros relucía un río que teníamos que cruzar. “Ya estamos junto al Arapchay”, me dijo el cosaco. ¡Arapchay! ¡Nuestra frontera! Me impresionó tanto como el Ararat. Me dirigí hacia el río al galope, sintiendo algo inefable. Nunca había visto tierra extranjera. La frontera tenía para mí algo misterioso; desde la infancia los viajes fueron mi sueño predilecto. Más tarde, durante muchos años hice vida de nómada, vagando por el sur o por el norte, pero nunca había escapado de los confines de la inabarcable Rusia. Entré alegremente en el mágico río, y mi buen caballo me transportó a la orilla turca. Pero esa orilla ya había sido conquistada: seguía encontrándome en Rusia.

Para llegar a Kars tenía que recorrer otras 75 verstas. Esperaba ver nuestro campamento hacia la noche. No me detuve en lugar alguno. A medio camino, en una aldea armenia construida en la montaña junto a un río, en lugar de almuerzo comí un maldito churek, pan armenio cocido en forma de torta y mezclado con ceniza, que tanto añoraban los prisioneros turcos en el desfiladero de Darial. Mucho daría yo por un pedazo de paz negro ruso, que tanto les repugnaba. Me acompañaba un joven turco tremendamente parlanchín. Durante todo el camino estuvo parloteando en turco sin preocuparse por si le entendía. Forcé mi atención procurando imaginar lo que decía. Parecía que se quejaba de los rusos y, acostumbrado a verlos a todos de uniforme, me tomaba por extranjero. Nos cruzamos con un oficial ruso. Venía de nuestro campamento y me anunció que nuestro ejército ya había salido de Kars. No puedo describir mi desesperación: me sentía totalmente desalentado por la idea de que debería regresar a Tiflis agotado inúltimente por la travesía de la desértica Armenia. El oficial siguió su camino, el turco reanudó su monólogo; pero ya no le prestaba atención. Cambié el paso por trote y al amanecer llegamos a una aldea turca que se encontraba a veinte verstas de Kars.

Salté del caballo y quise entrar en la primera saklia, pero apareció el dueño en la puerta, quien me empujó profiriendo insultos. Respondí a su saludo con mi látigo. El turco empezó a desgañitarse; se arremolinó la gente. Mi guía, al parecer, intercedió por mí. Me señalaron el caravasar; entré en una gran saklia que parecía una pocilga; no había sitio para extender mi capa. Pedí insistentemente un caballo. Apareció un brigada turco. Yo no hacía más que repetir en respuesta a su incomprensible discurso: verbana at (dame un caballo). Los turcos no accedían. Por fin se me ocurrió mostrarles dinero (por ahí tenía que haber empezado). Trajeron inmediatamente un caballo y me asignaron un guía.

Nos pusimos en marcha por un espacioso valle rodeado de montañas. Pronto vi Kars, una mancha blanca en una de ellas. Mi turco señalaba hacia la ciudad repitiendo: “¡Kars, Kars!” y ponía a su caballo al galope; yo lo seguía atormentado por la inquietud: mi suerte debía decidirse en Kars. Allí tenía que averiguar dónde se encontraba nuestro campamento y si existía la posibilidad de alcanzar al ejército. Entretanto el cielo se cubrió de nubes y de nuevo empezó a llover; pero ello ya no me preocupaba.

Entramos en Kars. Al aproximarse a la puerta de la muralla oí un tambor ruso: tocaban diana. El centinela tomó mi salvoconducto y se marchó a ver al comandante. Esperé bajo la lluvia cerca de media hora. Al fin me dejaron pasar. Ordené al guía que me llevara directamente a los baños. Avanzamos por calles torcidas y empinadas; los caballos resbalaban sobre el mal pavimento turco. Nos detuvimos delante de una casa de un aspecto bastante deplorable. Eran los baños. El turco se apeó del caballo y llamó a la puerta. Nadie contestó. Seguía lloviendo a cántaros. Por fin de la casa vecina salió un joven armenio y, tras parlamentar con mi turco, me invitó a su casa, expresándose en bastante buen ruso. Por una estrecha escalera me condujo a la segunda estancia de su casa. En una habitación amueblada con bajos divanes y vetustas alfombras se sentaba una vieja, su madre. Se acercó a mí y me besó la mano. El hijo le mandó que encendiera la lumbre y que me preparara la cena. Me quité la capa y me senté junto al fuego. Entró el hermano pequeño del dueño, un muchacho de unos diecisiete años. Ambos hermanos frecuentaban Tiflis y solían pasar allí varios meses seguidos. Me dijeron que nuestras tropas habían salido el día anterior y que nuestro campamento se encontraba a veinticinco verstas de Kars. Me tranquilicé totalmente. Al poco tiempo la vieja me preparó cordero con cebolla, que me pareció la cumbre de las artes culinarias. Nos acostamos todos en la misma habitación; me desnudé junto a los rescoldos de la chimenea y me dormí con la grata esperanza de ver al día siguiente el campamento del conde Paskévich.

A la mañana siguiente me dirigí a ver la ciudad. El más joven de mis anfitriones se ofreció a hacer de cicerone. Viendo las fortificaciones y la ciudadela, construida en una roca inaccesible, no llegaba a comprender cómo habíamos podido apoderarnos de Kars. Mi armenio interpretaba como podía las acciones militares, de las cuales él mismo había sido testigo. Al observar en él interés por la guerra, le propuse que me acompañara hasta el ejército. Aceptó inmediatamente. Lo mandé por caballos. Volvió con un oficial quien exigió que le presentara una orden escrita.

Al fijarme en los rasgos asiáticos de su rostro, no consideré necesario revolver todos mis papeles y saqué del bolsillo la primera hoja que encontré. El oficial, habiéndola examinado con aire importante, ordenó que trajeran inmediatamente unos caballos a su señoría de acuerdo con la disposición escrita y me devolvió el papel: era una misiva a una calmuca que había garabateado en una de las estaciones del Cáucaso. Al cabo de media hora salí de Kars, y Artemy (así se llamaba mi armenio) cabalgaba a mi lado en un potro turco con una jabalina curda flexible en la mano, un puñal en el cinturón y delirando sobre turcos y batallas.

Atravesamos tierras totalmente sembradas de trigo; se veían aldeas, pero estaban vacías: los habitantes habían huido. El camino era excelente y estaba pavimentado en los lugares fangosos; además, había puentes tendidos sobre los arroyos. El terreno se elevaba perceptiblemente: empezaron a vislumbrarse los primeros montes de la cadena Sagan-lu (antigua Taulis). Transcurrieron unas dos horas; ascendí a una suave elevación y de pronto vi nuestro campamento situado a orillas del Karschay: a los pocos minutos ya estaba en la tienda de campaña de Rayevsky.

 

III

 

La travesía de Sagan-lu. El tiroteo. La vida de campamento. Los yasides. La batalla con el serasquier de Arzrum. La voladura de una saklia.

 

Llegué a tiempo. Aquel mismo día (13 de junio) las tropas habían recibido la orden de avanzar. Almorzando en casa de Rayevsky escuché a los generales jóvenes que deliberaban sobre las acciones que, según lo dispuesto, debían emprender. El general Burtsov fue destacado hacia el flanco izquierdo, por la carretera de Arzrum, directamente hacia el campamento turco, mientras que el resto de las tropas debía emprender una maniobra envolvente del enemigo por la derecha.

El ejército se puso en marcha después de las cuatro. Yo acompañaba al regimiento de dragones de Nizhny Nóvgorod, conversando con Rayevsky a quien llevaba varios años sin ver. Anocheció; nos detuvimos en un valle, donde las tropas hicieron un alto. En aquella ocasión tuve el honor de ser presentado al conde Paskévich.

Encontré al conde en casa, junto al fuego del vivac y rodeado de su estado mayor. Estaba contento y me recibió con afabilidad. Ajeno a las artes bélicas, yo no sospechaba que la suerte de la campaña se estaba decidiendo en aquel momento. Vi allí a nuestro Voljovsky, cubierto de polvo de pies a cabeza y extenuado por las preocupaciones. Sin embargo, encontró tiempo para conversar conmigo como un viejo camarada. Vi también a Mijaíl Puschin, herido el año anterior. Se lo quiere y se lo respeta como a un buen compañero y un valiente soldado. Me rodearon muchos de mis viejos amigos. ¡Cuánto habían cambiado! ¡Qué rápido es el paso del tiempo!

 

Heu! fugaces, Posthume, Posthume,
Labuntur anni

 

Volví a reunirme con Rayevsky y pasé la noche en su tienda de campaña. A media noche me despertaron unos gritos espantosos: se diría que el enemigo había atacado inadvertidamente. Rayevsky mandó que averiguaran la razón de tal alarma; se habían soltado varios caballos tártaros, que corrían por el campamento, y los musulmanes (así llaman a los tártaros que sirven en nuestro ejército) estaban intentando cazarlos.

Al amanecer el ejército inició el avance. Nos aproximamos a unas montañas cubiertas de bosques. Entramos en un desfiladero. Los dragones hablaban entre ellos: “Cuidado, hermano, nos llueven con metralla en cuanto nos descuidemos”. Efectivamente, el lugar era propicio para las emboscadas; pero los turcos, distraídos en otro lado por los movimientos del general Burtsov, no aprovecharon su ventaja. Atravesamos el peligroso desfiladero sin incidentes y nos colocamos en los altos de Sagan-lu a diez verstas del campamento enemigo.

El paisaje que nos rodeaba era lóbrego. El aire era frío, las montañas estaban cubiertas por unos tristes pinos. En los barrancos había nieve.

 

…nec Armeniis in oria,
Amice Valgi, slat glacies iners0
Mensis per omnis…

 

No bien hubimos descansado y comido cuando se oyeron disparos de fusil. Rayevsky mandó averiguar qué ocurría. Lo informaron de que los turcos habían iniciado un tiroteo con nuestra avanzada. Fui con Semichev a ver un espectáculo nuevo para mí. Nos cruzamos con un cosaco herido: montado a caballo, se tambaleaba en la silla, pálido y cubierto de sangre. Se apoyaba en dos cosacos. “¿Hay muchos turcos?”, preguntó Semichev. “Un montón, señoría”, contestó uno de ellos. Una vez atravesado el desfiladero, vimos de pronto en la ladera de la montaña que había en frente a unos 200 cosacos, formados “en lava”, y más arriba de ellos, a unos 500 turcos. Los cosacos se retiraban lentamente; los turcos se les acercaban con más osadía, apuntaban a unos veinte pasos y, después de disparar, volvían galopando a sus posiciones. Sus altos turbantes, bonitos dolomanes y el brillante jaez de sus caballos contrastaban vivamente con el uniforme azul y los sencillos arneses que tenían los cosacos. Entre nuestros hombres ya había unos quince heridos. El teniente coronel Basov mandó por refuerzos. En ese mismo momento fue herido en una pierna. Los cosacos parecieron aturdirse. Pero Basov volvió a montarse a caballo y siguió al mando. Llegaron los refuerzos. Al darse cuenta de ello los turcos desaparecieron inmediatamente, dejando en la montaña el cadáver desnudo de un cosaco, decapitado y mutilado. Los turcos mandan las cabezas cortadas a Constantinopla, y con las manos, mojadas en sangre, estampan huellas en las banderas. Cesó el tiroteo. Las águilas, compañeras de viaje de las tropas, se elevaron sobre la montaña para elegir desde lo alto a su presa. En ese momento divisamos a un grupo de generales y oficiales: llegó el conde Paskévich y se dirigió a la montaña tras la cual se habían ocultado los turcos. Traían un refuerzo de 4000 jinetes, escondidos en una cañada y en los barrancos. Desde lo alto de la montaña se abrió ante nosotros el campamento de los turcos, separado de nosotros por altos y barrancos. Regresamos tarde. Al pasar por nuestro campamento vi a nuestros heridos, cinco de los cuales murieron aquella noche o al día siguiente. Por la noche fui a visitar al joven Osten-Saken, herido ese día en otra batalla.

La vida de campamento me agradaba. Al alba nos levantaba el cañón. El sueño en una tienda de campaña es sorprendentemente sano. En la comida rociábamos el shashlyk asiático con cerveza inglesa y champaña, heladas en las nieves de Táuride. Nuestra sociedad era variada. En la tienda de campaña del general Rayevsky se reunían los bey de los regimientos musulmanes; y nuestra conversación se desarrollaba a través de un intérprete. En el ejército había también pueblos de nuestras regiones transcaucásicas, así como habitantes de tierras de reciente conquista. Entre ellos despertaban mi curiosidad los yasides, que en Oriente tienen fama de adorar al diablo. Cerca de 300 familias viven al pie del Ararat. Han reconocido el dominio del soberano ruso. El jefe de los yasides, un hombre alto y horrendo, con capa roja y gorro negro, iba a veces a saludar al general Rayevsky, comandante de toda la caballería. Hablando con él intenté enterarme de la verdad de su religión. Contestó a mis preguntas diciendo que la fama que tenían los yasides de adorar a Satanás era una fábula sin sentido; que creían en un solo Dios; que, no obstante, de acuerdo con sus leyes maldecir al diablo se consideraba indecente y poco noble, pues ahora estaba en desgracia, pero con el tiempo podía ser perdonado, ya que no había límites a la misericordia de Alá. Esta explicación me tranquilizó. Me alegré por los yasides al ver que no adoraban a Satanás; y su error me pareció mucho más perdonable.

Mi criado apareció en el campamento tres días después que yo. Llegó junto con el convoy militar, que a la vista del enemigo se reunió sin incidentes con el ejército. NB: Durante toda la campaña ni una sola arbá de nuestro enorme convoy fue tomada por el enemigo. El orden con que el convoy seguía al ejército era verdaderamente asombroso.

El 17 de junio por la mañana volvimos a oír un tiroteo, y al cabo de dos horas vimos al regimiento de Karabaj que regresaba con ocho banderas turcas: el coronel Frideriks hizo frente al enemigo que estaba apostado detrás de unos montones de piedras, obligó a que saliera y lo ahuyentó; Osman-pachá, al mando de la caballería, apenas tuvo tiempo de salvarse.

El 18 de junio el campamento se trasladó a otro lugar. El día 19, inmediatamente después de que nos despertara el cañón, todo se puso en movimiento. Los generales se dirigieron a sus puestos. Los regimientos se estaban formando; los oficiales se colocaban junto a sus pelotones. Me quedé solo, sin saber adónde ir, y me encomendé al antojo de mi caballo. Me encontré al general Burtsov, quien me invitó a que lo acompañara en el flanco izquierdo. ¿Qué será el flanco izquierdo?, pensé, y seguí adelante. Vi al general Muraviev que estaba colocando los cañones. Pronto divisé a los jinetes turcos dando vueltas por el valle y disparando contra nuestros cosacos. Entretanto, la tupida muchedumbre de su infantería avanzaba por la cañada. El general Muraviev dio la orden de fuego. La metralla cayó en el centro mismo de la multitud. Los turcos se echaron a un lado y se ocultaron detrás de un alto. Vi al conde Paskévich rodeado de su estado mayor. Los turcos empezaron a rodear a nuestro ejército, separado de ellos por un profundo barranco. El conde mandó a Puschin a que reconociera el barranco. Puschin salió al galope. Los turcos lo tomaron por un jinete y dispararon. Todos se echaron a reír. El conde dio la orden de sacar los cañones y disparar. El enemigo se dispersó por la montaña y la cañada. En el flanco izquierdo, donde me había invitado Burtsov, se batían encarnizadamente. Delante de nosotros (justo en el centro) cabalgaba la caballería turca. El conde mandó contra ella al general Rayevsky, quien lanzó al ataque a su regimiento de Nizhny Nóvgorod. Los turcos desaparecieron. Nuestros tártaros rodeaban a los heridos turcos y los desvestían con gran destreza, dejándolos desnudos en medio del campo. El general Rayevsky se detuvo al borde del barranco. Dos escuadrones, separándose del regimiento, se habían ido demasiado lejos en su persecución; fueron socorridos por el coronel Simonich.

Se calmó la batalla; los turcos, ante nuestros ojos, se pusieron a cavar y a acarrear piedras, haciendo fortificaciones según su costumbre. Los dejaron en paz. Nos apeamos de los caballos y almorzamos lo que había. En ese momento condujeron hasta el conde a varios prisioneros. Uno de ellos estaba gravemente herido. Los interrogaron. Hacia las seis las tropas volvieron a recibir la orden de atacar. Los turcos se removieron detrás de sus barricadas, nos recibieron con disparos de cañón y al poco tiempo empezaron la retirada. Nuestra caballería iba a la cabeza; comenzamos a descender al barranco; la tierra se desprendía y caía bajo las patas de los caballos. El mío podía caerse en cualquier momento, y entonces el regimiento compuesto de los ulanos pasaría por encima de mí. Sin embargo, Dios me libró de ello. Cuando nos encontramos en un camino ancho entre montañas, toda nuestra caballería se lanzó al galope. Los turcos corrían; los cosacos daban latigazos a los cañones abandonados y seguían adelante. Los turcos se tiraban a los barrancos que bordeaban el camino a ambos lados; ya no disparaban; al menos no oí que las balas pasaran silbando junto a mi cabeza. Los primeros en la persecución eran nuestros regimientos tártaros, cuyos caballos se distinguen por su fuerza y rapidez. Mi caballo, mordiendo las bridas, no se quedaba a la zaga; conseguía contenerlo a duras penas. Se paró delante del cadáver de un joven turco tirado en medio del camino. Parecía tener unos dieciocho años; su cara, pálida y femenina, no estaba mutilada. Su turbante yacía tirado en el polvo; una bala le había atravesado la nuca afeitada. Seguí al paso; pronto me alcanzó Rayevsky. Escribió a lápiz en un pedazo de papel un informe a Paskévich sobre la derrota total del enemigo y siguió adelante. Yo lo acompañé de lejos. Llegó la noche. Mi caballo, cansado, se quedaba rezagado y tropezaba a cada paso. El conde Paskévich ordenó que no cesara la persecución y la dirigió en persona. Me adelantaban nuestros destacamentos de caballería; vi al coronel Poliakov, comandante de la caballería cosaca que aquel día había desempeñado un importante papel, y junto con él llegué a una población abandonada donde había acampado el conde Paskévich tras dejar la persecución a causa de la noche.

Encontramos al conde sentado ante el fuego, sobre el tejado de una saklia subterránea. Le iban trayendo a los prisioneros. El conde los interrogaba. Allí mismo estaban casi todos los jefes. Los cosacos sujetaban las riendas de sus caballos. El fuego iluminaba un cuadro digno de Salvatore Rosa; en la oscuridad se oía el rumor del río. En ese momento informaron al conde de que en la aldea había almacenes de pólvora ocultos y de que existía el peligro de una explosión. El conde abandonó la saklia con todo su séquito. Nos dirigimos hacia nuestro campamento, que ya se encontraba a treinta verstas del lugar donde habíamos hecho noche. El camino estaba lleno de destacamentos de caballería. No bien hubimos llegado al lugar cuando, de pronto, el cielo se iluminó como por un meteoro y oímos una explosión sorda. La saklia que habíamos dejado un cuarto de hora antes voló por los aires: dentro había un almacén de pólvora. Las piedras disparadas por la explosión aplastaron a varios cosacos.

Eso es todo lo que alcancé a ver en aquella ocasión. Por la noche me enteré de que en la batalla fue derrotado el serasquier de Arzrum, que iba a reunirse con Gakí-pachá con su ejército de 30 000 hombres. El serasquier huyó hacia Arzrum; su ejército, lanzado al otro lado de la cadena Sagan-lu, se dispersó, la artillería fue tomada y solo nos faltaba Gakí-pachá. El conde Paskévich no le dio tiempo de tomar disposiciones.

 

IV

 

La batalla con el Gakí-pachá. La muerte del bey tártaro. El pachá prisionero. Araks. El puente del pastor. Hassan-Kale. El manantial caliente. Marcha hacia Arzrum. Las negociaciones. La toma de Arzrum. Los prisioneros turcos. El derviche.

 

Al día siguiente, pasadas las cuatro, el campamento despertó y recibió la orden de iniciar la marcha. Al salir de la tienda de campaña me encontré con el conde Paskévich, que fue el primero en levantarse. Me vio. “Êtes-vous fatigué de la journée d’hier?”. “Mais un peu, m. le Comte”. “Je suis fâché pour vous, car nous allons faire encore une marche pour joindre le Pacha, et puis il faudra poursuivre l’ennemi encore une trentaine de verstes”.

Nos pusimos en marcha y hacia las ocho llegamos a un alto desde el cual el campamento de Gakí-pachá se veía como en la palma de una mano. Los turcos abrieron un fuego inocuo desde todas sus baterías. Al mismo tiempo en su campamento se percibía una gran agitación. El cansancio y el calor de la mañana obligó a muchos de nosotros a apearnos y tumbarnos sobre la hierba fresca. Enrollé las bridas en torno a mi muñeca y me dormí dulcemente, en espera de la orden de avanzar. Me despertaron al cabo de un cuarto de hora. Todo estaba en movimiento. Por un lado avanzaban columnas hacia el campamento turco; por otro, la caballería se preparaba para perseguir al enemigo. Intenté seguir al regimiento de Nizhny Nóvgorod, pero mi caballo estaba cojo. Me quedé atrás. Pasó a mi lado como una exhalación el regimiento de ulanos. Luego vi cabalgar a Voljovsky con tres cañones. Me encontré solo en la montaña cubierta de bosque. Me crucé con un dragón que me comunicó que el bosque estaba lleno de turcos. Regresé. Me encontré con el conde Muraviev acompañado por el regimiento de infantería. Envió una compañía al bosque con el fin de limpiarlo. Al acercarme a una cañada vi un espectáculo extraordinario. Debajo de un árbol yacía uno de nuestros beys tártaros, mortalmente herido. Junto a él sollozaba su favorito. Un mulá, arrodillado, rezaba. El bey moribundo estaba totalmente tranquilo y miraba inmóvil a su joven amigo. En la cañada habían reunido a unos 500 prisioneros. Varios turcos heridos me hacían señas para que me acercara, creyendo probablemente que era médico y exigiendo ayuda que yo no podía prestarles. Salió del bosque un turco, apretando contra la herida un trapo ensangrentado. Se le acercaron unos soldados con ánimo de rematarlo, tal vez por razones humanitarias. Pero yo me indigné sobremanera; intercedí por el desdichado turco y conseguí a duras penas, tan agotado y exangüe se encontraba, conducirlo hasta el grupo de sus compañeros. El coronel Anrep estaba con ellos. Fumaba amigablemente de sus pipas, a pesar de los rumores de que en el campamento turco se había declarado la peste. Los prisioneros, sentados, hablaban tranquilamente entre ellos. Casi todos eran hombres jóvenes. Tras un descanso, seguimos adelante. Todo el camino estaba sembrado de cuerpos. A unas quince verstas encontré al regimiento de Nizhny Nóvgorod que se había detenido junto a un riachuelo entre rocas. La persecución duró varias horas más. Hacia la noche llegamos a un valle rodeado de un tupido bosque, y por fin pude dormir todo lo que quise, habiendo recorrido en estos dos días más de ochenta verstas.

Al día siguiente las tropas dedicadas a la persecución del enemigo recibieron la orden de volver al campamento. Nos enteramos entonces de que entre los prisioneros había un hermafrodita. A petición mía Rayevsky mandó que lo trajeran. Vi a un hombre alto y bastante grueso con cara de vieja finesa chata. Lo examinamos en presencia del médico. Erat vir, mammosus ut femina, habebat t. non evolutos, p. que parvum et puerilem. Quaerebamus, sit ne exsectus? Deus, respondit, castravit me. Esta enfermedad, según el testimonio de los viajeros, es frecuente entre los tártaros nómadas y los turcos. El nombre turco que se da a estos aparentes hermafroditas es joss.

Nuestras tropas se detuvieron en el campamento turco tomado la víspera. La tienda de campaña del conde Paskévich se encontraba cerca de la tienda verde de Gakí-pachá, hecho prisionero por nuestros cosacos. Fui a verlo y lo encontré rodeado de nuestros oficiales. Estaba sentado con las piernas dobladas y fumaba en pipa. Parecía tener unos cuarenta años. Su hermoso rostro era grave y sereno. Al entregarse pidió que le llevaran una taza de café y que no lo importunaran con preguntas.

Estábamos estacionados en un valle. Habíamos dejado atrás las montañas nevadas y cubiertas de bosques de Sagan-lu. Cuando emprendimos la marcha, ya no encontrábamos enemigos en nuestro camino. Las aldeas estaban desiertas. El paisaje era triste. Vimos el río Araks, que corría con rapidez entre sus orillas pedregosas. A quince verstas de Hassan-Kale hay un puente de bella y osada construcción que se apoya en siete bóvedas desiguales. La leyenda atribuye esta obra a un pastor enriquecido que murió como un anacoreta en lo alto de un monte, en un lugar donde hoy día siguen enseñando su tumba bordeada por dos solitarios pinos. Los aldeanos de los alrededores acuden en peregrinación a su tumba. El puente se llama Chaban-Kepri (puente del pastor). El camino a Tabriz pasa por él.

A unos pocos pasos del puente visité las oscuras ruinas de un caravasar. No encontré allí a nadie, salvo a un burro enfermo, abandonado seguramente por los habitantes en su huida.

El 24 de junio por la mañana nos dirigimos a Hassan-Kale, antigua fortaleza tomada la víspera por el príncipe Bekovich. Se encontraba a quince verstas del lugar en que acampamos. Las largas travesías me habían fatigado. Tenía la esperanza de descansar, pero no fue así.

Antes de la salida de la caballería se presentaron en nuestro campamento unos armenios, habitantes de la montaña, pidiendo protección de los turcos que hacía tres días se habían llevado su ganado. El coronel Anrep, sin enterarse bien de qué querían, se imaginó que en la montaña había un destacamento de turcos y salió inmediatamente con un escuadrón del regimiento de ulanos, mandando recado a Rayevsky de que en el monte había 3000 turcos. Rayevsky siguió tras él para hacer de refuerzo en caso de peligro. Yo me consideraba adscrito al regimiento de Nizhny-Nóvgorod y, muy contrariado, salí galopando a salvar a los armenios. Después de unas veinte verstas de marcha entramos en una aldea y vimos a varios ulanos rezagados que perseguían a pie, con los sables desenvainados, a unas gallinas. En ese momento uno de los aldeanos explicó a Rayevsky que se trataba de 3000 bueyes que los turcos se habían llevado hacía unos tres días y que sería muy fácil de alcanzarlos en un par de días. Rayevsky ordenó a los ulanos que pusieran fin a la persecución de las gallinas y envió la orden de regresar al coronel Anrep. Volvimos hacia atrás, dejando las montañas, y llegamos a Hassan-Kale. De este modo nos desviamos unas cuarenta verstas a fin de salvar la vida a varias gallinas armenias, lo cual no me pareció nada gracioso.

Hassan-Kale es considerada como la llave de Arzrum. La ciudad está construida al pie de una roca coronada por una fortaleza. Había en la ciudad hasta cien familias armenias. Nuestro campamento estaba situado en una amplia llanura que se extendía ante la fortaleza. Allí visité una edificación circular de piedra que albergaba un manantial de aguas ferrosulfurosas.

La piscina redonda tiene unas tres sazhen de diámetro. La crucé dos veces a nado y de pronto sentí mareo y náuseas y apenas tuve fuerzas de encaramarme al borde de piedra del manantial. Estas aguas tienen fama en Oriente, pero, a falta de buenos médicos, los habitantes las usan al buen tuntún y, es de suponer, sin mucho provecho.

Bajo las murallas de Hassan-Kale fluye el río Murts; sus orillas están llenas de manantiales ferrosos que brotan por debajo de las piedras y caen en el río. El sabor no es tan agradable como el del nazrán del Cáucaso, y las aguas tienen un regusto a cobre.

El 25 de junio, cumpleaños del soberano, en el campamento bajo las murallas los regimientos escucharon misa. Durante el almuerzo que ofreció el conde Paskévich, cuando brindamos a la salud del soberano, el conde anunció la marcha hacia Arzrum. A las cinco de la tarde las tropas ya habían salido.

El 26 de junio paramos en la montaña a cinco verstas de Arzrum. Estas montañas se llaman Ak-Dag (montañas blancas); son de tiza. Un polvo blanco e hiriente nos irritaba los ojos; el aspecto triste de las montañas producía abatimiento. Nos consolaban la cercanía de Arzrum y la convicción de que pronto terminaría la campaña.

Al anochecer el conde Paskévich fue a reconocer el lugar. Los jinetes turcos, que llevaban todo el día dando vueltas delante de nuestros piquetes, abrieron fuego contra él. El conde los amenazó varias veces con el látigo, sin interrumpir la conversación con el general Muraviev. Los disparos de los turcos no tuvieron respuesta.

Entre tanto en Arzrum había gran agitación. El serasquier, que había llegado precipitadamente a la ciudad después de su derrota, difundió el rumor de que los rusos habían capitulado. A continuación, unos prisioneros que habían soltado hicieron llegar a la población un llamamiento del conde Paskévich. Los fugitivos acusaron al serasquier de mentiroso. Al poco tiempo se tuvieron noticias del rápido avance de los rusos. El pueblo empezó a hablar de rendición. El serasquier y el ejército pensaban en defenderse. Se produjo un motín. El enfurecido populacho dio muerte a varios francos.

El 26 de junio se presentaron en nuestro campamento por la mañana diputados enviados por el pueblo y el serasquier; todo el día se dedicó a las negociaciones; a las cinco de la tarde los diputados se dirigieron a Arzrum, acompañados por el general príncipe Bekovich, buen conocedor de las lenguas y costumbres asiáticas.

A la mañana siguiente nuestro ejército se puso en marcha. En el lado oriental de Arzrum, en lo alto de Top-Dag había una batería turca. Los regimientos se dirigieron hacia ella, respondiendo al fuego turco con redobles de tambor y música. Los turcos huyeron, y fue ocupado Top-Dag. Llegué allí con el poeta Yusefovich. Encontramos en la batería abandonada al conde Paskévich con todo su séquito. Desde lo alto de la montaña, en el valle, se descubría ante los ojos Arzrum, con su ciudadela, los minaretes, los tejados verdes pegados unos a los otros. El conde estaba a caballo. Delante de él se sentaban en el suelo los diputados turcos que habían venido con las llaves de la ciudad. Sin embargo, en Arzrum se veía movimiento. De pronto, en el baluarte de la ciudad hubo un destello de fuego, salió humo y volaron balas hacia Top-Dag. Varias pasaron sobre la cabeza del conde Paskévich. “Voyez les Turcs —me dijo—, on ne peut jamais se fier à eux”. En ese instante llegó galopando a Top-Dag el príncipe Bekovich, quien desde el día anterior había estado en Arzrum dedicado a las negociaciones. Anunció que el serasquier y el pueblo hacía tiempo que estaban dispuestos a rendirse, pero que varios arnaútes insubordinados, capitaneados por Topcha-pachá, se habían apoderado de las baterías de la ciudad y se habían sublevado. Los generales se acercaron al conde pidiéndole permiso para acallar las baterías turcas. Los dignatarios de Arzrum, sentados bajo el fuego de sus propios cañones, repitieron la misma petición. El conde estaba indeciso; por fin dio la orden diciendo: “Bueno, ya han hecho bastante el tonto”. Inmediatamente trajeron los cañones, abrieron fuego y el tiroteo enemigo fue cesando poco a poco. Nuestros regimientos entraron en Arzrum, y el 27 de junio, aniversario de la batalla de Poltava, a las seis de la tarde la bandera rusa ondeó sobre la ciudadela de Arzrum.

Rayevsky se dirigió a la ciudad; yo lo acompañé; entramos en una ciudad que presentaba un cuadro sorprendente. Los turcos nos miraban con aire sombrío desde sus tejados planos. Los armenios se arremolinaban ruidosos en las estrechas calles. Sus chiquillos corrían delante de nuestros caballos persignándose y repitiendo: “¡Cristianos! ¡Cristianos!”. Nos acercamos a la fortaleza donde estaba penetrando nuestra artillería; para mi gran asombro encontré allí a mi Artemy, que ya estaba recorriendo la ciudad pese a la orden terminante de que nadie saliera del campamento sin permiso especial.

Las calles de la ciudad son estrechas y sinuosas. Las casas son bastante altas. Hay multitud de gente; los comercios estaban cerrados. Después de pasar unas dos horas en la ciudad regresé al campamento: el serasquier y cuatro pachás prisioneros ya estaban allí. Uno de los pachás, un viejecito enjuto y terriblemente inquieto, hablaba animadamente con nuestros generales. Al verme vestido de frac, preguntó quién era. Puschin me dio el título de poeta. El pachá cruzó los brazos en el pecho, me hizo una reverencia y dijo a través de un intérprete: “Bendita sea la hora en que encontramos a un poeta. El poeta es hermano del derviche. No tiene patria ni bienes terrenales; y mientras nosotros, desdichados, nos afanamos por conseguir la gloria, el poder y la riqueza, es un semejante de los amos de la tierra y es objeto de veneración”.

El saludo oriental del pachá nos agradó mucho a todos. Fui a ver al serasquier. Al entrar en su tienda me crucé con su paje favorito, un muchacho de ojos negros que tendría unos catorce años, vestido con ricas ropas arnaútes. El serasquier, un viejo de aspecto de lo más corriente, estaba sentado con aire de profundo abatimiento. Junto a él había un nutrido grupo de oficiales rusos. Al salir de la tienda vi a un joven medio desnudo, con gorro de piel de cordero, una maza en la mano y un pellejo (outre) a la espalda. Gritaba a todo pulmón. Me dijeron que era mi hermano el derviche, que había venido a saludar a los vencedores. A duras penas lograron echarlo.

 

V

 

Arzrum. El lujo asiático. El clima. El cementerio. Versos satíricos. El harén del pachá turco. La peste. La muerte de Burtsov. Salida de Arzrum. El viaje de regreso. La revista rusa.

 

Arzrum (mal llamada Arzerum, Erzrum, Erzron) fue fundada cerca del año 415, en tiempos de Teodosio II y llamada Teodosiópolis. No hay recuerdo histórico alguno relacionado con ese nombre. Lo único que sabía de la ciudad, según el testimonio de Hadji-Baba, es que en ella, una vez, para satisfacer no sé qué agravio, sirvieron al embajador persa orejas de ternera en vez de orejas humanas. Arzrum es considerada la ciudad más importante de la Turquía asiática. Se decía que el número de habitantes era de 100 000, aunque creo que esta cifra está algo exagerada. Las casas son de piedra y los tejados están cubiertos de césped, lo cual confiere a la ciudad, vista desde lo alto, un aspecto sumamente extraño.

El comercio principal entre Europa y Oriente pasa por Arzrum. Sin embargo, en la ciudad se venden pocas mercancías; no las descargan, cosa que observó ya Tournefort, quien escribe que en Arzrum un enfermo puede morir por la imposibilidad de conseguir una cucharada de ruibarbo, mientras que sacos enteros de ese producto se almacenan en la ciudad.

No conozco expresión que tenga menos sentido que las palabras “lujo asiático”. Tal vez este dicho surgiera en tiempos de las cruzadas, cuando los pobres caballeros, dejando las desnudas paredes y las sillas de roble de sus castillos, vieron por primera vez divanes rojos, alfombras multicolores y puñales con piedrecitas de colorines en las empuñaduras. Ahora se podría decir: pobreza asiática, porquería asiática, etc., pero el lujo, sin duda alguna, es atributo de Europa. En Arzrum no se puede comprar por ningún dinero del mundo lo que se encuentra en una tienducha de venta al por menor de cualquier ciudad de la provincia de Pskov.

El clima de Arzrum es duro. La ciudad está construida en un valle que se eleva sobre el mar unos 7000 pies. Las montañas que la rodean están cubiertas de nieve la mayor parte del año. La tierra no tiene bosques, pero es fértil. Está regada por una multitud de manantiales y cruzada en todas las direcciones por acueductos. Arzrum es famosa por su agua. El Éufrates pasa a tres verstas de la ciudad. Hay gran cantidad de fuentes. Junto a cada fuente hay un cazo de hojalata colgado de una cadena, y los buenos musulmanes beben el agua y no se cansan de alabarla. La madera se trae de Sagan-lu.

En la armería de Arzrum encontraron una multitud de armas antiguas, yelmos, armaduras, sables, que, seguramente, llevaban allí cubriéndose de herrumbre desde los tiempos de Godofredo. Las mezquitas son bajas y oscuras. Detrás de la ciudad se encuentra el cementerio. Los monumentos por lo general consisten en un poste adornado con un turbante de piedra. Las sepulturas de dos o tres pachás se distinguen por un mayor rebuscamiento, pero no tienen nada de bello: les falta gusto e inspiración… Un viajero escribe que de todas las ciudades asiáticas solo en Arzrum encontró un reloj en una torre, pero estaba estropeado.

Las innovaciones emprendidas por el sultán todavía no han penetrado en Arzrum. El ejército sigue llevando su pintoresco traje asiático. Entre Arzrum y Constantinopla existe la misma rivalidad que entre Kazán y Moscú. He aquí el comienzo de un poema satírico compuesto por el jenízaro Amin-Oglu.

 

Hoy los giaúres cantan a Estambul,
pero mañana, con su planta herrada,
la aplastarán, tal serpiente adormecida,
y dejándola así se marcharán.
Ante el desastre duerme Estambul.
Estambul ha renegado del Profeta.
el pícaro Occidente ha oscurecido en ella
la verdad del antiguo Oriente.
Estambul traiciona la oración y el sable
por las delicias del vicio.
Olvida el sudor de la batalla
y se embriaga a la hora de rezar.

Se ha extinguido el fervor puro de la fe,
las mujeres deambulan por los cementerios,
mandan las viejas a las encrucijadas
para llevar los hombres al harén,
donde duerme el eunuco sobornado.

Mas no es así la montañosa Arzrum,
nuestra Arzrum de los mil caminos,
no nos abandonamos al lujo vergonzoso
ni sorbemos el vicio, el escándalo y el fuego
de la rebelde copa de vino.
Ayunamos: saciamos nuestra sed
en el claro chorro de las aguas benditas;
nuestros jinetes se lanzan a la batalla
en valientes y veloces multitudes.
Nuestros harenes son inaccesibles,
insobornables y severos los eunucos,
y las mujeres, dóciles, no salen de allí.

 

Yo vivía en el palacio del serasquier, en las habitaciones donde había estado el harén. Durante un día entero estuve recorriendo los innumerables pasadizos, pasando de una habitación a otra, de un tejado a otro, de una escalera a otra. El palacio parecía saqueado; el serasquier, previendo que tendría que huir, se llevó de allí todo lo que pudo. Habían arrancado las tapicerías y quitado las alfombras. Cuando paseaba por la ciudad los turcos me llamaban y me enseñaban la lengua (toman a todos los francos por médicos). Acabé tan harto que estuve tentado de responderles con lo mismo. Las tardes las pasaba con el inteligente y amable Sujorúkov; nos unía la semejanza de nuestras ocupaciones. Me hablaba de sus proyectos literarios y de sus investigaciones históricas, iniciadas hacía tiempo con gran empeño y éxito. La modestia de sus deseos y necesidades es verdaderamente conmovedora. Sería una lástima que no pudieran colmarse.

El palacio del serasquier era un lugar constantemente animado: allí donde el taciturno pachá fumara en silencio rodeado de sus mujeres y adolescentes deshonestos, su vencedor recibía informes sobre las victorias de sus generales, distribuía territorios, antes gobernados por bajás, y hablaba de las novelas más recientes. El pachá de Mush llegó para pedirle al conde Paskévich las tierras de su sobrino. Al recorrer el palacio, el arrogante turco se detuvo en una de las habitaciones, pronunció unas palabras animadamente y luego quedó sumido en la meditación: en esa misma estancia, por orden del serasquier, había sido decapitado su padre. ¡He aquí impresiones verdaderamente orientales! El glorioso Bey-Bulat, terror del Cáucaso, llegó a Arzrum con dos brigadas de los poblados circasianos que se habían sublevado durante las últimas guerras. Almorzaron con el conde Paskévich. Bey-Bulat es un hombre de unos treinta y cinco años, de baja estatura y ancho de hombros. No habla ruso o finge no hablarlo. Su llegada a Arzrum me dio una gran alegría: había sido la garantía de mi viaje seguro por la montaña y Kabardá.

Osman-pachá, hecho prisionero cerca de Arzrum y mandado a Tiflis junto con el serasquier, pidió al conde Paskévich que velara por la seguridad del harén que dejaba en Arzrum. Los primeros días se olvidaron del asunto. Un día durante el almuerzo, mientras hablábamos de la tranquilidad de la ciudad musulmana ocupada por una tropa de 10 000 hombres y en que habitante alguno se había quejado de abusos por parte de los soldados, el conde se acordó del harén de Osman-pachá y ordenó al señor Abramovich que fuera a la casa del pachá y que preguntara a sus mujeres si estaban contentas y si habían sufrido algún agravio. Pedí permiso para acompañar al señor Abramovich. Nos dirigimos hacia el harén. El señor A. se llevó de intérprete a un oficial ruso, cuya historia es curiosa. A los 18 años lo hicieron prisionero los persas. Lo castraron y estuvo más de 20 años de eunuco en el harén de uno de los hijos del sha. Hablaba de su desgracia y de su estancia en Persia con una conmovedora simpleza. Desde el punto de vista fisiológico su testimonio era muy valioso.

Nos acercamos a la casa de Osman-pachá; nos hicieron pasar a una habitación abierta, decorada muy decentemente, incluso con gusto; en las ventanas de colores estaban pintadas inscripciones del Corán. Una de ellas me pareció muy intrincada para un harén musulmán: tu deber es atar y desatar. Nos sirvieron café en tacitas con incrustaciones de plata. Un viejo de venerable barba blanca, padre de Osman-pachá, vino a dar las gracias en nombre de las mujeres al conde Paskévich, pero el señor A. dijo rotundamente que lo habían mandado a ver a las mujeres de Osman-pachá y que quería verlas para que le aseguraran personalmente que, en la ausencia de su marido, estaban contentas. No bien hubo traducido todo esto el prisionero persa, cuando el viejo, para mostrar su indignación, emitió unos chasquidos con la lengua y declaró que de modo alguno podía satisfacer nuestras exigencias, pues si el pachá a su regreso se enteraba de que hombres extraños habían visto a sus mujeres, mandaría cortarle la cabeza a él, el propio viejo, y a todos los sirvientes del harén. Los criados, entre los cuales no había ni un solo eunuco, corroboraron las palabras del anciano, pero el señor A. era inconmovible. “Teméis a vuestro pachá —les dijo—, pero yo a mi serasquier, y no me atrevo a desobedecer sus órdenes”. No había nada que hacer. Nos llevaron por un jardín en que había dos fuentes que soltaban escuálidos chorros de agua. Nos acercamos a una pequeña edificación de piedra. El viejo se colocó entre nosotros y la puerta, abrió el cerrojo cuidadosamente, sin soltar el pestillo, y vimos a una mujer, cubierta de la cabeza a los zapatos amarillos con un chador blanco. Nuestro intérprete repitió la pregunta: oímos el barboteo de una vieja septuagenaria; el señor A. la interrumpió: “Ésta es la madre del pachá —dijo—, a mí me han mandado a ver a sus mujeres, traigan a una de ellas”; todos se quedaron asombrados por la perspicacia de los giaúres: la vieja se marchó y al minuto volvió con una mujer tan cubierta como ella; a través del velo se oyó una vocecita joven y dulce. Agradeció las atenciones del conde y alabó el trato de los rusos. El señor A. tuvo el arte de entablar una conversación con ella. Entretanto, yo miré alrededor y de repente vi, encima de la puerta, una ventanilla redonda, y en esa ventanilla redonda cinco o seis cabezas redondas de ojos negros y curiosos. Quise comunicar mi descubrimiento al señor A., pero las cabezas empezaron a moverse, los ojos a hacer guiños, y varios dedos me amenazaron dándome a entender que me callara. Obedecí y no compartí mi descubrimiento. Todas tenían rostros agradables, pero ninguna de ellas era una belleza; la que hablaba con el señor A. era seguramente la soberana del harén, el tesoro de los corazones, la rosa del amor… Al menos, yo lo imaginé así.

Por fin el señor A. terminó sus averiguaciones. Las caras de la ventanilla desaparecieron. Recorrimos el jardín y la casa y regresamos muy satisfechos de nuestra embajada.

De este modo vi un harén, algo que han conseguido pocos europeos. He aquí un tema para una novela oriental.

La guerra parecía haber terminado. Me disponía a emprender el viaje de vuelta. El catorce de julio fui a un baño público, de lo cual me arrepentí inmediatamente. Maldije la suciedad de las sábanas, lo pésimos que eran los criados, etc. ¡Cómo se pueden comparar los baños de Arzrum con los de Tiflis!

Al volver al palacio me enteré por Konovitsyn, que estaba de guardia, de que en Arzrum se había declarado la peste. Inmediatamente me imaginé los horrores de una cuarentena, y aquel mismo día decidí abandonar el ejército. La idea de la peste es muy desagradable si no se tiene costumbre. Con el propósito de quitarme la mala impresión me fui a pasear por el bazar. Me detuve ante el puesto de un armero y me puse a examinar un puñal cuando de pronto alguien me golpeó en el hombro. Me volví: detrás de mí había un espantoso mendigo. Estaba pálido como la muerte, sus ojos infectados y enrojecidos lagrimeaban sin cesar. La idea de la peste volvió a mi pensamiento. Empujé al mendigo con una sensación de indecible repugnancia y volví a casa muy disgustado por mi paseo.

Sin embargo, la curiosidad fue más fuerte; al día siguiente fui con el médico al campamento donde estaban los apestados. No bajé del caballo y tuve la precaución de colocarme de espaldas al viento. Sacaron a un enfermo de la tienda de campaña: estaba sumamente pálido y se tambaleaba como si estuviera borracho. Otro enfermo yacía inconsciente. Después de examinar al enfermo y prometer al desdichado una pronta recuperación, me fijé en dos turcos que lo llevaban del brazo, lo desnudaban y lo tocaban como si la peste no fuera más que un catarro. Confieso que me sentí avergonzado de mi amedrantamiento europeo ante tanta indiferencia y volví a la ciudad lo antes posible. El 19 de julio, al ir a despedirme del conde Paskévich, lo encontré muy disgustado. Había llegado la triste noticia de que habían matado al general Burtsov cerca de Bayburt. Daba pena del valiente Burtsov, pero además ese acontecimiento podía ser catastrófico para todo nuestro ejército, poco numeroso, que se había adentrado profundamente en tierras extrañas y estaba rodeado de pueblos hostiles, dispuestos a sublevarse en cuanto corriera el rumor del primer revés. ¡Por lo tanto, la guerra se reanudaba! El conde me propuso ser testigo de las nuevas acciones. Pero yo tenía prisa por volver a Rusia… El conde me regaló como recuerdo un sable turco. Lo conservo como recordatorio de mi peregrinación por los desiertos conquistados de Armenia en pos del brillante héroe. Aquel mismo día abandoné Arzrum.

Regresé a Tiflis por un camino que ya conocía. Los parajes, hacía poco animados por la presencia de un ejército de 15 000 hombres, estaban silenciosos y tristes. Atravesé Sagan-lu y apenas pude reconocer el lugar donde acampamos. En Gumry tuve que soportar una cuarentena de tres días. Una vez más vi Bezobdal y dejé los altos valles de la fría Armenia para entrar en la tórrida Georgia. Llegué a Tiflis el 1.º de agosto. Allí me quedé varios días en compañía de personas amables y alegres. Pasé varias noches en los jardines, al son de músicas y canciones georgianas. Seguí mi camino. La travesía de las montañas fue verdaderamente notable, ya que de noche, junto a Kobi, me alcanzó una tormenta. Por la mañana, al pasar junto al Kazbek, vi un espectáculo extraordinario. Unas nubes blancas y desgarradas se ceñían a la cumbre y parecía que el monasterio solitario, iluminado por los rayos del sol, flotaba en el aire llevado por las nubes. El Despeñadero Furioso también apareció ante mí en toda su grandeza: el barranco, lleno de agua de lluvia, superaba en su furor al propio Terek, que rugía amenazador allí mismo. Las orillas estaban destrozadas; enormes piedras se habían movido de su sitio y cerraban el paso al torrente. Una multitud de osetios abría un camino. Conseguí cruzar sin incidentes. Por fin salí del estrecho desfiladero a las amplias llanuras de la Gran Kabardá. En Vladikavkaz encontré a Dórojov y Puschin. Ambos se dirigían a un balneario para curarse las heridas recibidas en la campaña. En casa de Puschin encontré en una mesa revistas rusas. El primer artículo que vi era un análisis de mis composiciones. De mil maneras denostaban tanto a mi persona como mis versos. Me puse a leerlo en voz alta. Puschin me interrumpió exigiendo que leyera con más arte mímica. Debo decir que el análisis estaba embellecido con los inventos habituales de nuestros críticos: era una conversación entre un diácono, una mujer que hace el pan para el servicio religioso y un corrector de imprenta, el Sensato de esta pequeña comedia. La petición de Puschin me pareció tan graciosa que el enfado que me produjo la lectura del artículo desapareció por completo y nos echamos a reír de todo corazón.

Esta fue la primera bienvenida que recibí en la amable patria.

*FIN*


“Путешествие в Арзрум во время похода 1829 года”,
Литературной газете
, 1830


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