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Victoria al atardecer

[Cuento - Texto completo.]

Hernando Téllez

Había llegado a ese tranquilo país, como uno de tantos náufragos de la tragedia bélica. Era un país de sol y de lluvias, helado y triste en las cumbres, ardiente, sofocante en las llanuras. No se parecía al suyo. Hablaban otro idioma. Las costumbres eran distintas. Pero se gozaba todavía de libertad, de paz. La civilización y la cultura no llegaban allí a esa envidiable forma de plenitud, alcanzada en su buena y dulce tierra martirizada. Halló una acogida cordial y tranquila. En la aduana le preguntaron:

—¿Es usted extranjero?

Respondió afirmativamente con la cabeza, mientras miraba distraídamente a las nuevas gentes y el insólito paisaje abierto ante sus ojos.

—¿De qué nacionalidad?

—Soy francés —dijo, tratando de eliminar de la letra r el acento nativo y buscando en la garganta y en el paladar un poco de énfasis a la manera española.

—Muy bien —le respondieron. Y se le señaló el sitio entre quienes hacían cola en espera de las últimas formalidades.

En aquella ciudad era difícil conseguir trabajo. Pero en todas partes encontraba una atmósfera de viva simpatía por su patria humillada e invadida. Empezaba a entender y hablar mejor la lengua extraña, sonora y teatralmente marcial, que escuchaba desde la mañana hasta la noche. Las gentes adivinaban, sin necesidad de oírlo, que era un hombre de fuera, de muy lejos. Muchas veces cogía al vuelo el comentario que suscitaba su presencia en los sitios públicos muy concurridos. “Debe ser un nazi”, “es un polaco”, “parece un inglés”. Pocas veces acertaban con su nacionalidad. Había razón, por lo demás, para el equívoco. Tenía los cabellos lacios, color de oro puro, y era alto, ligeramente desgarbado. Los ojos, de azul intenso. Las espaldas, anchas y bien formadas; el pecho, de atleta. Se explicaba, pues, sin esfuerzo, el error que suscitaba su persona, al paso por las calles y en los restaurantes y salones de cine. Y cuando recordaba que había nacido en una de las disputadas provincias de Alsacia, en la cual la sangre y el idioma alemanes corrieron con ímpetu soberbio para confundirse con la sangre y el idioma franceses, se daba cuenta de que el diagnóstico popular de aquellas gentes ofrecía una cierta base para justificar el desacierto que las llevaba a juzgarlo como lo que no era. Algunas veces se indignaba y resolvía encarar al desconocido para decirle con desapacible cortesía:

—Perdón, señor. Le he oído decir que soy alemán. Soy francés y he combatido en la guerra. Si usted quiere…

El desconocido quedaba sorprendido unos segundos. Pero luego sonreía y presentaba excusas.

—¿Francés? Magnífico. Aquí admiramos mucho a su patria.

Todavía le quedaba algún dinero del que recibiera, en un puerto del Perú, de manos de un comisionista con el cual la antigua casa de negocios de su padre mantuvo, hasta los primeros meses de la guerra, magníficas relaciones comerciales. Pero le parecía evidente que de no hallar oficio, su situación se tornaría desesperada. Había visitado ya aquellos lugares que inicialmente le fueron indicados como los más propicios a la satisfacción de su deseo de encontrar trabajo, de organizar su vida discretamente, con modestia, mientras llegaba el final de la bárbara contienda de la cual él mismo era un despojo humano, milagrosamente salvado.

Hacía mucho tiempo que no sabía nada de su familia ni de sus amigos. Su familia quedaba por ahí en un pueblecito del sur de Francia, en la zona administrada por funcionarios y soldados italianos, estos últimos llenos de vistosas plumas sobre el casco militar, paseándose con vanidosa actitud por las calles. Pensaba en su mujer, pero no con dolor. Resultaba curioso el sentimiento especial que en su espíritu desataba el recuerdo de su mujer. En ese sentimiento, nuevo para él, se mezclaba una especie de serena, casi de biológica conformidad con el destino que había separado sus cuerpos en el espacio y en el i tiempo, interponiendo entre los dos el océano, los países, las ciudades, los idiomas, el fragor de la guerra, la infinita angustia de los vencidos, la cruel satisfacción de los vencedores. A veces, de noche, en su lecho de inquilino del modesto hotelito en que se albergaba desde su llegada a la ciudad, le desazonaba, hasta hacérsele intolerable, la ausencia de ese cuerpo distante, lejano, cuyas pequeñas colinas y curvas exactas y graciosas habían remontado sus manos todas las noches en el gran viaje nocturno del amor. Pensaba, tratando de dominar la interna desesperación de su ánimo y de acallar la angustia de su sensualidad contrariada: “¿Cómo era, cómo es mi mujer?” Y buscaba en su imaginación el recuerdo preciso, que se le desvanecía en un brumoso horizonte de la conciencia, en el cual aparecía ella desdibujada, esfumada y vaga. “Los ojos son azules”, repetía una y otra vez, aferrándose a esta definición como si en el abismo del olvido en que se precipitaba, no le quedara otra luz de la antigua y esbelta verdad compendiada en ese cuerpo. “Y la sonrisa y los brazos y las manos, ¿cómo eran?”. “Qué infamia esta guerra”, exclamaba en voz alta, en su idioma, moviéndose entre las sábanas para buscar y encender la lámpara de la mesita. “¿Y mis hijos, qué será de mis hijos?”. Y se levantaba del lecho para buscar en su maleta la fotografía, la única que había podido traer consigo, en que aparecían dos niños a la orilla del mar, los torsos desnudos, goteando agua, los cabellos pegados a las sienes y en los rostros una expresión de bestezuelas felices. Al fondo, vagamente, se advertían otras siluetas imprecisas y la línea ondulada del agua.

Encontró oficio en una grande industria de productos derivados de la leche. Él sabía algo de eso. Una parte de su niñez y de su primera juventud transcurrió en Normandía y en Bretaña, donde parientes de la familia de su madre labraban su prosperidad de pequeños burgueses, entregados a esta clase de trabajos, en los cuales, por lo demás, conservaban una tradición legada de padres a hijos, durante varios siglos. En su caso, esa tradición se había interrumpido circunstancialmente por la insistencia del padre en imponer otro rumbo a su vida. Lo enviaron a París a estudiar, primero en el Liceo y más tarde en la universidad. Querían que fuera médico. Su primer año de medicina resultó un completo fracaso, y, entonces se retiró de la facultad para ayudar a su padre en la casa de negocios que éste había fundado y sostenido con éxito en la capital de Francia. Casi todas las relaciones comerciales de su padre eran con gentes de América. Argentina, Chile, Perú, Bolivia, fueron, durante los últimos quince años que antecedieron a la guerra, nombres de países que pronunciaba a cada rato en la correspondencia dirigida a lejanos comisionistas. Y esos nombres se llenaron, poco a poco, en su imaginación, de un contenido especial, fruto de desordenadas lecturas de catálogos de precios y de folletos ilustrados para el turismo internacional. Soñaba con esos países y, al hacerlo, probaba una sensación de lejanía en tierras ardientes, y entre hombres sofocados por un bárbaro calor, sudorosos y jadeantes bajo copiosas palmeras. Ahora estaba en el trópico, y en la ciudad tropical en que se hallaba no había sino frío, lluvia tenaz y melancolía.

Le dijeron que se pensaba aprovechar su condición de francés que hablaba y escribía, además, en inglés y entendía el alemán, para trabajar en una sección de la empresa que hasta el momento había estado en manos extranjeras. No averiguó nada más y aceptó entusiasmado. Momentos después supo que debía desarrollar su trabajo con un ciudadano alemán, residente desde hacía varios años en el país y vinculado estrechamente a la casa. Disimuló su contrariedad y la tormenta interior de odio que le invadió el alma cuando le presentaron a quien iba a ser, en adelante, su compañero, su camarada. Dijo su nombre y extendió cortésmente la mano al enemigo. Sintió el apretón duro, enérgico, prusiano, de la mano adversaria entre su propia mano de combatiente derrotado. En un minuto, frente a esa cabeza ancha y cuadrada, meticulosamente rasurada, y frente a esos ojos cándidos, y a esa piel salpicada de diminutas manchas rubias, y a ese tórax de acero, blindado por una brillante camisa almidonada, lo abrumaron los recuerdos de la vida que había abandonado al venirse para América. La estampa física del alemán que le estaba hablando ya sobre los detalles de su trabajo, resucitaba el inmediato pasado, su pasado de soldado francés, de desesperado combatiente en la batalla de Flandes, con la cartuchera vacía, el fusil inútil al hombro, el casco despedazado, las botas destrozadas y llenas de fango, la chaqueta desgarrada, rendido de sueño y de hambre, fugitivo por los bosques y los caminos, mientras arriba en la límpida atmósfera del cielo cruzaban los aviones alemanes, dejando caer incansablemente una lluvia de fuego. Recordó a los compañeros caídos, a aquel muchacho enloquecido que levantaba los brazos entre la floresta, al paso de los bombarderos, gritando que se le matara para no ver la derrota de su patria, ya los soldados llegando, transidos de fatiga, a las grandes barcazas que los esperaban en Dunkerque.

—Decía usted…

—Sí, el trabajo le parecerá un poco complicado al principio, pero después se acostumbrará…

Fueron dos meses de tortura callada, sistemática, recóndita. El alemán era serio, áspero y cortés al mismo tiempo, con esa cortesía desesperante de quien se considera y se siente cómplice lejano pero condueño indudable de una gran victoria colectiva. La guerra pasaba a la sazón por la faz más sombría para los aliados. En los periódicos locales se hablaba todos los días de la humillación de Francia, de las monstruosas debilidades del gobierno instalado en Vichy y de los crecientes éxitos de los ejércitos alemanes. Las noticias sobre el sabotaje y la resistencia civil de los franceses ante las autoridades de ocupación, eran comentadas por el alemán en un tono de intolerable conciliación:

—Qué error el de sus compatriotas hacerse matar sin necesidad, después de firmado el armisticio. ¿Tiene algún objeto esa actitud, cuando ya no es posible dudar del éxito completo de Alemania? La grande Alemania es dueña del continente.

El francés respondía con vaguedad, esquivando hasta donde le era posible ese diálogo torturante. De vez en cuando se permitía glosar las vanidosas profecías del nazi. Pero era indudable que aquello no podría prolongarse por más tiempo. Su situación se hacía intolerable. El alemán le había tomado confianza, lo trataba como si realmente fuese prisionero suyo. Durante las primeras semanas habló con cautela de la conducta política de Francia y de sus errores militares. Después fue la crítica desnuda, despiadada, inexorablemente objetiva y tremenda. “Su país no sirve para la guerra moderna”. “Esta derrota le conviene”. “Había mucha podredumbre”. “Nuestra quinta columna trabajaba en favor de una Francia cuyo destino podría unirse al destino del pueblo alemán”. El francés se esforzaba por conservar la serenidad. A veces se sentía literalmente vencido en esa nueva y diaria lucha que le promovía en tierra extraña, a muchos miles de kilómetros de los campos de batalla, el enemigo, el grande y poderoso enemigo, para huir del cual había atravesado el océano y los países, esperando encontraren América un poco de paz. Pero el enemigo estaba también ahí, lo tenía en frente, obstinado, parsimonioso, eficaz, influyente, un poco dueño —aquí también— de su destino humano, de su residencia en la tierra.

“Es igual, pensaba, a estar allá. De nada me ha servido abandonara mi país, para venir a dar, al cabo del mundo, con el enemigo”. En medio de su desesperación, de la angustia interior que lo poseía, pensaba muchas veces en no regresar jamás al trabajo y volverá vagar por las calles de la extraña ciudad. “Pero ¿y por qué? ¿Por qué va a derrotarme también en esta batalla por el pan y por el techo, como sus compatriotas han derrotado a los míos en mi propia tierra? ¡Ah!, eso no, eso no debe ser así. No me dejaré vencer. Pero qué difícil será esa victoria. Él es antiguo empleado, goza de simpatías y está arraigado por una tradición de muchos años de buenos servicios. Yo soy, en cambio, un recién llegado, un aparecido. Si resolviera callar su vanidad, la vanidad que lo lleva a decir esas cosas que no puedo oír sin que me obsesione el deseo de saltarle al cuello… Pero de ninguna manera callará. Ama a su patria, como yo amo a la mía, y se considera, además, victorioso, responsable entre ochenta millones de nazis, de una gloria formidable y abrumadora… No hay duda de que, transformado en soldado, al encontrarme en Europa, me habría asesinado sin vacilación, con soberbio júbilo. Bajo su traje de hombre civil y apacible está el nazi orgulloso, el soldado dispuesto a matar, a torturar, a invadir, a flagelar. La victoria de los suyos no se detiene en las fronteras de los países conquistados sino que llega a todos los rincones del mundo. Ahora mismo yo soy prisionero, en un país libre, de su vanidad, de su influencia, de su posición. No puedo, pues, considerarme más afortunado que mis compatriotas, sino tan infortunado como ellos… ¿Qué podría hacer? Ofrecerle la fácil victoria —¡una victoria más!— de abandonar mi sitio al lado suyo y encontrarme con la miseria en la calle. Ese sería su triunfo, su victoria personal sobre Francia, conseguida sin esfuerzo, sin sangre, sin violencia física, sin necesidad de arriesgar nada suyo en la batalla cotidiana trabada entre los dos desde el primer día, al estrecharnos las manos. Quiere, busca, desea verme derrotado por sus palabras, por su actitud, por su gesto de intolerable superioridad…

La sucesión de los días fue acumulando lenta y persistentemente en el alma del francés un sentimiento total de derrota. La seguridad con que el alemán se movía en esa atmósfera de los negocios, su pasmosa habilidad para tornarse allí mismo indispensable, y el dominio absoluto que poseía, desde tiempo atrás, de todo cuanto se refería a la psicología de los nativos del país en que se encontraban, ponían a contraluz, mostrándola en toda su inseguridad, la inadaptación del francés a ese cúmulo de circunstancias, todavía y, por mucho tiempo, hostiles a él. “Es lo mismo que estar en territorio ocupado”, pensaba.

El recuerdo de su mujer, de sus hijos, de sus amigos, de su país, lo obsesionaba con dramática tenacidad, precisamente porque la presencia del alemán desataba en su imaginación el pasado, el pasado que no había podido borrar con la distancia, ni poniendo entre él y su miserable vida actual tantos y tantos paisajes, y sonidos, y nombres, y cosas nuevas, desconcertantes, raras y extrañas como le rodeaban ahora. La idea de que el adversario que se le había señalado como camarada en su oficio habría sido, bajo otros cielos, su propio verdugo y el verdugo de sus gentes, no lo abandonaba. “He aquí a dos pasos de distancia a un enemigo de mi país. No nos separa sino el espacio de una mesa. Si en cambio de encontrarnos aquí nos halláramos en otra parte, seguramente yo lo habría matado, sin pensar en quién era, ni cómo se llamaba, ni qué clase de raíces sentimentales lo ataban al amor, a la vida, a la tierra. Me bastaría con saber que era un enemigo, un invasor, capaz de torturar a mis hijos y de escoger como rehén, para una carnicería posterior, a mi propia mujer. Y sin embargo, aquí estoy, sonriendo, conversando con el enemigo, dependiendo de él. Podría irme y dejarle, como trofeo de su victoria, mi propia ausencia, el recuerdo de un francés más, derrotado y humillado…”

Estaban solos en el vasto salón. Por los amplios ventanales que daban a la calle, llegaban las primeras sombras de la tarde. El día había sido luminoso y puro. El imponente edificio se quedaba solo, deshabitado. El portero había ido apagando las luces eléctricas de los demás pisos. Una absoluta paz empezaba a adueñarse de las bulliciosas oficinas en donde, hasta momentos antes, se escuchaban voces, pasos, ruido de maquinillas de escribir, sonidos de timbres eléctricos, y esa marea de fondo, continua, isócrona, de los ascensores que ascienden y descienden con su carga humana de mecanógrafas y directores y visitantes y gentes del servicio.

Sobre el escritorio del francés relucían, como nuevecitas, todas las cosas: el cristal del tintero, con su doble depósito rojo y negro, el cenicero de cobre, el fino y agudo cortapapel, la lámpara. En frente trabajaba el alemán, y se veía su ancha cabeza rubia inclinada sobre los papeles. “Aquí estoy con el enemigo a dos pasos”, pensaba el francés. “Y qué infinita paz, qué completo bienestar nos rodea. Si alguien nos viera en este momento no dejaría de pensar en la fraternidad de las naciones, en la paz de la tierra, en los hombres de buena voluntad”.

Tomó entre las manos el cortapapel para entretenerse jugando. “Pero es mi enemigo. Yo bien sé que me habría matado y que ahora está a punto de derrotarme en esta batalla civil en tierra extraña. Me iré, no hay duda. Es dueño de este nuevo territorio al cual llegué suponiendo que el enemigo no se me había adelantado. Una victoria más sobre un francés…” El alemán seguía impasible, hojeando un grueso catálogo. El francés se levantó de su asiento, conservando el fino y hermoso cortapapel entre las manos. “Claro que me habría matado y habría torturado a mis hijos…” Oyó vagamente que el alemán lo llamaba, señalando algo en el libro. Avanzó maquinalmente. Ahora se hallaba al lado del enemigo, rozándolo, sintiendo en su nariz el suave y discreto olor a la loción de buena marca que emanaba sutilmente de la fuerte cabeza. Se encontraba de pie, dominando con sus ojos esa cabeza y esa nuca ancha, blanca, en donde crecía una liliputiense vegetación de pelusillas de oro. “¡Es mi enemigo! ¡Es mi enemigo!”, repetía interiormente, mientras el otro explicaba algo sobre el precio de los artículos en venta. De la calle entraba por las ventanas, amortiguado y lejano, el vago rumor que desataban sobre el asfalto de la vía los neumáticos de los automóviles. “Sin duda me habría matado, y habría torturado a mis hijos…” Se acercó un poco más, y, en un segundo, perdió la conciencia de sus actos. Era como si la vida hubiera acumulado en su mano toda la fuerza vital, todo el proceloso ritmo de sus arterias.

El horrible grito del alemán se perdió en los salones del inmenso edificio.

—¿Alguien ha llamado? —preguntó la mujer del portero.

— No; creo que no.

El cortapapel rodó sobre el escritorio, dejando una huella de sangre en las frágiles hojas blancas allí acumuladas.

*FIN*


Cenizas para el viento y otras historias, 1950


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