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Vidas de los poetas

[Novela corta - Texto completo.]

E. L. Doctorow

Mi pulgar izquierdo está rígido, no demasiado hinchado, aunque las venas de su base sobresalen y no puedo moverlo hacia atrás ni recoger nada con él sin sentir dolor. ¿Es ésta la primera vez que me pasa una cosa así? Algo me recuerda, si bien de manera vaga, y acabará quitándoseme, pero me da la sensación, con venas hinchadas y todo, de que a lo mejor no se me quita, tiene que ser gota o artritis, a menos, naturalmente, qué idea más espantosa, que se trate de esa monstruosidad que llaman Lou Gehrig, de la que dios nos libre.

También siento en el cuello una cierta tirantez nerviosa. ¿Tendrá algo que ver con el pulgar? ¿Qué es lo que me está pasando? Soy un verdadero Capricornio, mi sino es acabar molido.

Y luego, no lo olvidemos, ese sutil deterioro de mi oído. De vez en cuando oigo la voz, pero no las palabras. ¿Será que ese pellizco cervical me estará amortiguando el sonido, confinándome en el silencio? ¿Y cómo puedo remediar yo una cosa así? ¿Por qué no ir al médico? ¡Qué reptante y sutil decadencia! Como esa casa de vecindad destartalada que vi en la calle Sexta Este, por cuyo tejado se veía el cielo, con árboles enteros que crecían a través de los pisos, mala hierba brotando por doquier, enredaderas colgando de todas las ventanas, vamos, un Congo en pleno Manhattan, un interior silvestre y fluvial de oscuridad puntuada por tucanes. Chillidos de monos, ¡muuuuu, muerte! Y en la tiniebla lóbrega, lunar y oleaginosa, del sótano, un cocodrilo de cabeza plana con los ojos fijos en mí.

¿Dónde está esa agilidad que nunca tuve? ¿Dónde esa mente y cuerpo armoniosos, esa vida de ensueño en la que, reflexivamente, mastico mi comida y tomo a sorbitos agua clara de las fuentes, moviéndome con filosófica lucidez, respirando desde el diafragma, un ser totalmente realizado en la serenidad de la emoción pacífica, ajeno a toda autocensura, sin culpa alguna, sin nada de qué avergonzarme, lleno de plenitud en todo momento de mi vida y de mi memoria, siempre en amorosa expectación, a semejanza del más escuálido de los gurús? Lo cierto es, a pesar de todo, que ni ponerme en pie consigo sin dar un respingo.

Ya no fumo, y eso sí que es algo. He reducido mi consumo de cerveza y reconozco el aire puro cuando lo husmeo. Tengo el buen sentido de comer salvado y zarzarrosas, y de saber que el azúcar es malo, y que la sal es mala, y los huevos, y cualquier cosa en salmuera, ahumada o curada. Pero es demasiado: la ciudad está llena de gente que va y viene y compra y consulta y trata de escapar de esta vida cotidiana y elemental, corren con sus ropas de correr, llevan sus licuadoras de zumos bajo el brazo, yo tengo cosas más importantes que hacer. Lo que me hace falta es una guía maestra de la sabiduría, un servicio exclusivo en el lugar ideal del mundo, por ejemplo, donde da uno todo su dinero, y todo el que espera tener en la vida, a cambio de recibir generosamente luz vital benéfica, higiénicamente equilibrada, natural y no radiada, para poder vivir y escribir durante, por lo menos, ciento cincuenta años, década más década menos, y que no le falle a uno la polla en ningún momento.

Y esto nos trae a nuestra principal ocupación.

La otra noche Brad se citó en el restaurante de Elio con su amiga y allí estaba también su mujer, Moira, cenando con su Junta Política Femenina. ¿Y a que no sabes lo que me pasó?, me dijo Brad por teléfono al día siguiente. Pues que tu mujer te vio cenando con tu amiga, dije yo, y es que Angel, mi mujer, ya me había contado la historia porque Moira se la había contado a ella en confianza. Me sentí muy humillada, le dijo Moira a Angel. Después de todo, de sobra sé que la ciudad entera está enterada de los líos de faldas de Brad, él no hace ningún esfuerzo por ocultarlos. Pero esta vez estaba yo perorando ante mis amigas precisamente sobre la cuestión feminista y va mi marido y entra de pronto en el local con su fulana del bracete.

¿Y qué comisteis?, le dije a Brad. Pues los spaghetti de la casa y un zinfandel, respondió. Y me temía lo peor al volver a casa, pero lo único que me dijo Moira fue, mira Brad, no renuncio a nuestro matrimonio, ha sido demasiado bueno. Y Brad rompió a reír aviesamente. Brad viaja por el mundo entero por causa de sus artículos, y cuando está en casa se pasa el tiempo jugando al tenis. Y, por cierto, fue así como conoció a su amiga.

La amiga de Brad no es una fulana, cometí yo el error de decirle a Angel, es una aventurera. Vaya, dijo Angel. ¿Y qué aspecto tiene? Pues guapa de tira cómica. El tipo de la heroína con agallas. Y entonces Angel me miró con ojos de pedernal: da la impresión de que estás hablando de Moira, dijo. Eso es lo que pasa siempre, que acaban dando con una que se parece a su mujer.

Angel hace colección de historias sobre la perfidia masculina: allá en New Heaven, después de romper con su amiguita, Ralph tuvo la falta de delicadeza de llevarle a Rachel los calzoncillos de colores que se había comprado. Me niego a seguir lavando tu ropa interior, le dijo Rachel, que es húngara. El color rojo lo había elegido la chica para su profesor poeta, de cierta manera desafortunada e innecesariamente simbólica el color se había corrido por culpa de la máquina lavarropas y sábanas, toallas, y no sé cuántas cosas más de Rachel estaban ahora teñidas de rojo. Ralph llevó también a su casa unos discos que le había dado la chica y cuando se pone a escucharlos Rachel se sube corriendo al piso de arriba y cierra la puerta, porque la música le mancha el cerebro igual que el tinte de los calzoncillos le había manchado la ropa blanca.

¿Por qué serán así los hombres?, dijo Angel. Y estoy de acuerdo, porque, la verdad, Ralph es repulsivamente veraz, tiene la obsesión de confesar. Le habló a Rachel de su lío casi desde el comienzo mismo. Claro que lo que a ella le irritó no es que Ralph saliera y le echara un polvo a la primera chica que se le puso delante, sino que lo comentase con ella, como si, de alguna manera extraña y chiflada, necesitara su visto bueno.

Pero es que todos hablan demasiado: Rachel, por ejemplo, que contó todo esto a los cuatro vientos, y las mujeres, las esposas, que hablan constantemente y se cuentan unas a otras cosas que parecería más sensato pasar en silencio. Violan su propia intimidad y sacan a ventilar su propia ropa sucia como si estuviéramos todos viviendo en una gran casa proletaria de vecindad conyugal. ¿Qué habrá sido de la discreción? ¿Dónde se habrá metido el amor propio? ¿Cuál será la causa de esta decadencia del tacto y la duplicidad?

Y luego, claro, soy yo quien sufre las consecuencias. Una pareja conocida mía se separa y mi mujer me cuenta todo lo que el hombre, que tiene que ser un atrasado mental, le ha hecho a la estupenda mujer que hace años tuvo la insensatez de casarse con él. Fíjate en cualquiera de las parejas que conocemos, dice Angel. La mujer, en general, es siempre la mejor, ha leído más, es más inteligente y mucho más amable que el hombre. Vamos a una cena y si te fijas la conversación de la mujer es siempre mucho más interesante.

Veo que este bulto que me ha salido en el tobillo parece estar hinchándose. Vaya, qué lata. Y esta mañana la garganta me raspa. Se me acaba de pasar la laringitis y ahora vete a saber lo que será esto.

Por otra parte, la vida en Greenwich es así, aquí se hace todo lo posible para parar los desastres, de modo que estoy dispuesto a ponerme en acción. Un periódico gratis que encontré en el recibidor me lo explica: puedo empezar tomando lecciones sobre la técnica de Alexander, un método probado para conseguir conocimiento, percepción y reeducación física y equilibrio postural, y luego puedo comprar los Remedios Florales de Bach, echar una ojeada al Centro Judío de Meditación y Curación, inscribirme en un curso de ejercicios t’ai chi a base de movimiento fluido para vitalidad y salud, y si todo esto no basta me queda el recurso de someterme a manipulación de tejidos profundos a manos de algún especialista. También podría venirme bien el grupo de debate de Gurdjieff, y si me hace falta compañía tengo a mano a la Amante Hermandad, que quiere hacer del planeta «un lugar donde la gente pueda amarse sin peligro». Más no se puede pedir. En cuanto tenga en mis manos unos pocos pucheros y sartenes puedo dedicarme a hacer un poco de cocina vegetariana para gourmets y, una vez recuperado mi equilibrio energético, lanzarme a la calle a participar en algún curso de Integración Funcional según el método de Feldenkrais. La Sociedad Vedanta me organizará todas estas cosas, y si no siempre me queda el recurso de refugiarme en el Tanque de la Tranquilidad de mi barrio, donde puedo flotar en una solución a la temperatura del cuerpo y libre de gravedad. La verdad es que ya me siento mejor.

Pero, mientras exploro estos diversos caminos que conducen a la autorrealización, quizá debiera dedicarme también al entrenamiento en artes marciales, así, por lo menos, podré romperle el alma a quien trate de pararme los pies.

Otra pareja a la que todos observamos con interés es la de Llewellyn y Anne. Llewellyn se ha ido a unos ejercicios Zen en Vermont que durarán tres meses. Cuando vuelva a casa se dejará crecer otra vez el pelo, y luego, el año que viene, se volverá a afeitar la cabeza y se ausentará de nuevo durante cuatro o cinco meses, si es que toma la cosa en serio, y entonces cualquier cosa será ya posible, algunos llegan incluso a hacerse célibes, ¿o no? ¿Y qué será entonces de Anne? En este momento tiene que ir en coche hasta Vermont para ver a su marido. Llewellyn lleva años haciendo Zen y, por cierto, ha alcanzado el grado de monje. Es algo menos que sensei, pero ya es serio. La última vez que se fue Anne le dio una fiesta de despedida, y la verdad es que puso a mal tiempo buena cara, se mostró alegre y controlada, y todos bebimos y comimos y reimos y lo pasamos bien, pero el que estaba de pésimo humor era Llewellyn. Yo diría que lo que le irritaba era que ninguno de nosotros trataba de desanimarle por querer irse, porque entonces habría podido sentirse más heroico. Pero ¿para qué hacerlo? Después de todo ya se había afeitado la cabeza, el pobre, el espinoso Llewellyn. De asceta tiene muy buen aspecto, con más de metro setenta y cinco de altura y la tripa dura y redonda, cuando se quita las gafas aparecen llanuras faciales que podrían pasar por orientales, una tez azafranada; cuanto más estudia, más cambia de aspecto. Yo creo firmemente en su capacidad como monje Zen, y estoy dispuesto a perdonarle cualquier cosa porque es buen poeta. Además a mí me gusta que los monjes Zen sean egocéntricos, snobs, caprichosos, que echen la culpa a sus mujeres cuando las cosas van mal, que riñan a sus hijos y que se enfaden mucho cada vez que pierden en algún juego. Todo esto me tienta para probar a ser algún día un monje Zen.

Pero estoy hablando de parejas que ya no están completamente juntas, estoy hablando de la infinita tarea del corazón humano. Éste es un verso de Delmore Schwartz. En mi guerra con Angel hemos llegado a una fase en la que dejamos que otros matrimonios luchen por nosotros. Mi artillería pesada es Llewellyn, me hace pensar en cierta necesidad misteriosa no susceptible de análisis clínico, en cierta salvaje dignidad que le es dada al hombre a nuestra edad y que los behavioristas no consiguen explicarse. Llewellyn es capaz de sentarse en una alquería atravesada por corrientes de aire con las piernas cruzadas y estarse así veinte horas al día, quiero decir que en esos ejercicios Zen se medita de verdad, y que no se trata en absoluto de echar polvos o de hacer tonterías. Y lo único que se le ocurre decir a Angel, a manera de defensa, es que siempre ha notado una tendencia al egoísmo en las ideas del budismo Zen, pero lo más probable es que también haya contestación para esto, o yo no entiendo de Zen, y es cierto que no entiendo, lo que quiere decir que entiendo.

Ah, aquí aparece otra, no cejan en sus correrías, se ve que están dispuestas a todo, y no es culpa suya que se arrastren y sean repulsivas. He comprobado que si les echo encima ácido bórico son más fáciles de ver, siguen adelante contra viento y marea, justo como exploradores árticos. ¿Por qué se las denuesta tanto? Esta vive a nueve pisos de altura sobre el nivel de la calle, está colonizando un rascacielos que ganó un premio, quiere llevar la civilización cucarachil al yermo de las superficies duras y extrañas y muy iluminadas, un terreno mineral, como en la luna, donde no crece nada. El otro día di un golpe al tablero de la cocina justo detrás de una para ver lo que hacía, pero no se precipitó a la fuga tablero abajo, sino que saltó el abismo que media entre el tablero y la nevera, hacen lo que no les queda más remedio que hacer, como Butch Cassidy y el Chico del Baile Solar, le sorprenden a uno, se sorprenden a sí mismas, en momentos de apuro son de lo más sorprendente, como nosotros, a lo mejor es por eso por lo que las denostamos tanto.

La verdad es que pienso que son ellas lo que impide a Angel venirse aquí conmigo. Tiene miedo de que cuando venga a casa me las traiga conmigo en el equipaje. Cuando viene ella a la ciudad y se toma una copa conmigo mira a las paredes al techo al suelo antes de sentarse. A lo mejor cuanto más las vea más se acostumbrará a ellas. Pero no consigo creer tal cosa, Angel es Doña Remilgos, la persona más limpia del mundo, cuando no tiene otra cosa que hacer se pone a limpiar, a asear, a poner en orden, a tirar cosas, ni siquiera la naturaleza misma está a salvo de su impecable aseo, y le encanta arrancar las malas hierbas, podar, recortar, le gusta cortar cosas que sobresalen, y ya se lo he dicho muchas veces, pero en la casa, en su hogar, asea el cosmos que se le ponga por delante, antes incluso de que el caos tenga tiempo siquiera de intervenir. Tengo que arrebatarle tazas de café a medio beber antes de que salgan volando de la mesa, cogerme al plato de mi comida, pescar del cubo de la basura cartas sin abrir, aferrar contra mi pecho el periódico de la mañana, atarme al poste de la escalera para resistir el vendaval que levantan sus limpiezas. ¿Será a mí a quien está tratando de disolver en el aire? Un día, la semana pasada, me vino a ver: tenía la voz feliz, estaba verdaderamente de buen humor, el contratista acababa de instalar el nuevo foso séptico. Yo hice lo que pude por compartir su júbilo, propuse una gran fiesta en la que todos los invitados se congregasen en el cuarto de baño.

Se han pasado la mañana entera levantando un andamio delante del letrero del United Thread Mills. A esta distancia parecen pintores, con sus gorras blancas, pero están clavando cosas en los ladrillos de construcción.

Anoche Paul dio una cena por el cumpleaños de Brigitte, a quien ama, pero con quien tarda en casarse. Paul escribe guiones de cine y ama a Brigitte en parte porque no es actriz, ni se interesa por el teatro, ni tiene deseo alguno de escribir o dirigir películas. Contrató a Texarkana porque es de Nueva Orleans. Brigitte tiene los ojos verdes y es pelirroja y solía ir por allí con la gente del partido demócrata. No queda mucho que aprender después de una barbacoa como ésta. Brigitte nos contó un chiste: ¿Por qué tienen coños las mujeres? Aguardamos la solución. Pues para que los hombres les hablen. A Angel le cae muy bien Brigitte. Éramos tres parejas a la mesa, la tercera formada por Freddy y Pia. Freddy se pasa ahora el tiempo tratando de olvidar que ha ganado el Pulitzer para obras de imaginación. Adora a Pia, que es una belleza diminuta con inteligencia despierta y risa encantadora y tiene un buen empleo de publicidad, pero tarda tanto en casarse con ella como Paul en casarse con Brigitte. A pesar de todo las dos parejas parecen seguras, como me parece que suele ocurrir cuando la diferencia de edades entre el hombre y la mujer es de veinte años por lo menos. A veces Freddy y Pia salen juntos con Kimberly, que es hija de Freddy de un matrimonio anterior. Pia y Kimberly se llevan bien de verdad, y por qué no va a ser así, después de todo las dos pertenecen a la misma generación.

El baile más erótico que he visto en mi vida: un padre y su hija bailando juntos en un bar mitzvah en un hotel de la Quinta Avenida. Nunca había visto yo un éxtasis comparable a éste, la chica, pequeña y delgada, con su blusa de terciopelo negro y sus medias blancas, apoyando la espalda contra la mano de su apuesto padre, que le hacía girar por la sala, y ambos mirándose a los ojos.

A veces me miro a mí mismo, dijo Freddy una vez, y me digo que la tengo grande. Otras veces, no sé, la verdad, me parece pequeña.

Brad me dijo que no se bañaba porque no le gusta mirarse su propio cuerpo.

Por otra parte, mi amigo Sascha se pasa horas y horas en el baño, escribe sus cuentos contra una tabla de leer que apoya en los bordes de la bañera, y lee los de sus estudiantes, y, en realidad, se pasa toda su vida intelectual metido en el agua.

Sam me dijo que siempre se baña en el lago que hay detrás de su casa después de tomar una sauna, incluso en invierno. Así es como se forjan las estrellas de cine. Sam, el actor más guapo, más famoso del mundo, le dijo una vez a Freddy: Me siento solitario, ¿no conoces algunas chicas?

No me refiero a parejas divorciadas, ya me entiendes, sino a parejas que no están del todo juntas. Establezcamos aquí algunas distinciones útiles. Por un lado tenemos a los que están casados tradicionalmente, riñendo, gritando, invadiéndose mutuamente el cerebro como terribles tumores hasta que uno de ambos muere. Mis padres fueron el clásico matrimonio de este tipo… Por otro lado tenemos esos matrimonios a los que es preciso separar inmediatamente, al cabo de unos pocos meses, días, horas, matrimonios tan evidentemente desastrosos, inconsumables incluso, que hasta los abogados encargados de limpiar el campo de batalla prefieren prescindir de caras largas y se limitan a despachar el asunto con la mayor eficiencia posible.

Pendularmente oscilantes entre estos dos arquetipos, lindantes con ambos, pero sin querer confundirse con ellos, éstos son los matrimonios de mi generación.

Ya veo lo que hacen: sujetan el andamio a las costaneras de ladrillo, piso a piso, construyen sobre la marcha. Ayer estaban en Thread Mills, hoy se encuentran a seis pies más de altura, en la United. Son como alpinistas, de cara a la costanera, martillea que te martillea, cuatro pisos por encima de West Houston Street. Es curioso pero sigo oyendo el golpeteo de sus martillos, como un instrumento musical, a pesar del estruendo de los camiones, de las sirenas, de los claxones.

Y aquí, muy abajo, dando la vuelta a la esquina de Greene Street, los niños van en fila detrás de los brazos abiertos de su maestra, las manitas cogidas, aleteando y ondeando como banderolas de remiendos. Ella se esfuerza, se inclina hacia adelante, tira de ellos como un viejo monoplano que arrastra un anuncio por el cielo.

Así pues, tenemos el fenómeno de los que no están ni casados ni divorciados, pero tampoco juntos del todo. Maridos que se mudan a sus propias madrigueras, a solas con sus días y sus noches. Los hogares cortan amarras, se desunen. ¿Y cómo empieza esto? Después de varios años de casado comienza uno a esperar, y ni siquiera se da uno cuenta, se siente uno al acecho de algo que asoma al borde del bosque, levanta uno la vista del pasto y allí no hay nada, la delicada sensación que aletea detrás de todos los acontecimientos, de todas las oportunidades de hacer tiempo, de jalonar tiempo, de matar tiempo. ¿No es así, compadre? Lo que quiero decir es que tengas paciencia conmigo, aunque pienses que son los números lo que me da fuerza: te fijas en hombres más jóvenes que tú que la palman de pronto por causa de una trombosis, de embolias, de aneurismas, de súbitas devastaciones cancerosas, cualquier manera rápida de segarles, y con lo más prometedor de sus vidas todavía por hacer. De un momento al siguiente, y todo ese carácter tan excitable y quisquilloso es pura queja, toda esa intención, todo ese alto designio se convierte en patetismo, y los trajes hechos a medida se vuelven fantasmas en sus armarios. Y lo que hicieron esos trepadores de voz ronca y frágil elegancia resulta vergonzosamente poco, carece casi de importancia, eran ellos mismos sus propios agentes de publicidad, y todos los gritos que sonaban en torno a ellos eran ellos mismos quienes los daban. Así, pues, lo que yo he descubierto a la edad de cincuenta años es que toda esta carrera mortal hacia la soledad es pandémica, ésta es la noticia que traigo. Y no es que toda la gente que conozco esté jodida, incompleta, frustrada. En general no estamos del todo mal. Es la vida misma la que no parece estar a la altura de las circunstancias.

Después de todo, como le dije a mi amigo Sascha, que vino a tomarse una copa conmigo y echar una ojeada, yo he realizado una cierta obra y se me ha reconocido, no me falta el dinero, tengo hijos, les quiero y espero que no tarden en llegar a niveles razonables de autosuficiencia. Mi mujer es despierta y atractiva. Poseemos en el bosque una casa con hipoteca, y otra casa con hipoteca junto al mar, tengo oportunidades razonables de viajar adonde me apetezca, y, en la medida en que resulte posible dar realidad a las peores sospechas de Angel, estoy casi seguro de que puedo convocar al estudio que me he instalado en un barrio bohemio a cualquiera de media docena de mujeres, que, en cualquier momento, sin apenas darles tiempo, estarán encantadas de pasar la noche conmigo. Y calculo por lo bajo. Se meterán corriendo en sus coches, o vendrán en avión de otras ciudades. Y, a pesar de todo, no llamo a ninguna de ellas, ni a nadie, me aíslo, soy un hombre cuyo solaz es la inconsolabilidad. Voy por las calles sintiéndome como un vagabundo. En mis ojos reluce una cortante desolación.

Y tengo ese punzante dolor en el riñón.

Santo cielo, al cabo de un tiempo ya nadie levanta la vista en Nueva York cuando suenan las sirenas. Acaba de tener lugar una detención por todo lo alto justo debajo de mi ventana, a nueve pisos de profundidad, en Houston, tres coches de la policía aparcados de soslayo, un par de motocicletas azules y blancas, una docena de policías de uniforme y de paisano dando vueltas por la gasolinera, y un hombre delgado, con las manos esposadas a la espalda, metido de cualquier manera en un coche sin ninguna identificación pero con una luz roja giratoria encima. Y yo, que estaba luchando con el último párrafo, me perdí el espectáculo.

Es indudable que todo el barrio hierve de aspiraciones. Borrachos vagabundos aparecen en la calle con sus harapos increíblemente sucios y grasientos y lavan los parabrisas de los coches, esperando junto a los semáforos, y luego alargan la mano, pidiendo una limosna. Nunca se muestran amenazadores, es fácil ahuyentarles, por más que los que vienen de fuera no saben esto. Pero ellos vuelven a la acera y se ponen a fumar y a contonearse y a reír hasta que sale otra vez la luz roja. Cuando hace frío encienden una hoguera en un bidón de gasolina vacío.

Abajo, Jake, el portero, siempre alerta, listo para cualquier oportunidad, pero, pegado como está a su puesto, ¿qué oportunidad puede presentársele? A pesar de todo se ha convertido en un verdadero empresario, la gente entra y sale todos los días junto a él en este rascacielos, deben vivir aquí por lo menos seiscientas personas. Jake sonríe, pasa recados, guarda paquetes, echa una mano a los que llevan maletas, vigila coches, niños, acepta propinas. Sirve también de agencia de interinas, lavaventanas, matadores de ratas, técnicos en arreglos de automóviles. Tu portero, Jake, es un buen elemento, dice, pero pobre. ¿Te lava el coche?, ¿te sirve de chófer? Si hace falta que te saquen brillo al suelo Jake va y te alquila una máquina y se encarga de ello después de sus horas de trabajo. Si estás de mudanza él te encuentra un camión que te lleve los muebles. Te arregla la tostadora. Te pinta las paredes. Es un verdadero factótum, departamento de portería.

Tu portero Jake es un buen hombre pero es pobre. Tengo un abrigo de alpaca. Un día de frío se me queda mirando. Cuando ya no lo quiera, dice, acuérdese de mí. Ése es el abrigo que a mí me va. Sonrisa picara, grandes dientes, le gusta la elegancia, apuesto negro con bigotes. También ha admirado mi sombrero.

Sería de lo más práctico que las cosas fueran bien entre mi mujer y yo. Cada cosa está en su sitio, después de todo. Ella me dice que lo peor ha pasado ya, los años que nos quedan deberían ser los buenos. Y tanto que deberían. Intento imaginar el estado de amor sereno y satisfecho, la coincidencia en el afecto, la generosidad inocente de labios suaves, la risa y el deseo, y el goce en el nuevo día. Tu sueño es una advertencia, la frau doctor me lo asegura. No está muy convencida de mi teoría del matrimonio poco firme. Llegas a una tesitura en la que cualquiera de ambas decisiones sería mejor que lo que estás haciéndote ahora a ti mismo.

Y que es precisamente lo que dijo mi amigo Sascha cuando echó una ojeada a este apartamento a medio amueblar. O te vienes aquí o te vas de aquí, es lo que dijo Sascha.

En fin, que la otra tarde me vi con Angel y fuimos los dos a la función de beneficencia de la Junta Política Femenina a propósito de la cual Moira se había reunido para cenar con sus colegas la noche en que Brad, su marido, apareció con su amiguita. La función tiene lugar en este lujoso apartamento de Beekman Place y consiste en que la gente está en pie derecho en la biblioteca tomándose un vinito y luego se reúnen todos en el cuarto de estar para oír un programa de canciones de espectáculos de Broadway por cuenta de un grupo de cantantes, y cada una toca un poco el piano a modo de acompañamiento y todas las cuentas son sobre la cuestión feminista, que si las mujeres son fuertes y firmes y estupendas y capaces de aguantarlo todo, pero que, al mismo tiempo, no deberían tener miedo de volar con alas propias o de atreverse a ser mariposas y dejar que vuelen sus almas. Justo antes de que empiecen las canciones veo a Brad que pone su vaso de vino con gran cuidado en una mesita de art-decó de madera nudosa y desaparece en dirección a la puerta principal. Y yo, por mi parte, estoy cogido en un barullo de gente junto a la pared trasera, entre filas de sillas de bridge, todas ocupadas, no hay manera de evitar oír todo el programa. La pianista sienta la pauta de los arpegios líricos, acordes ostentosos y tonos dramáticos y graves en octava de espectáculo musical, y aquí está el feminismo en la voz de la detestable cultura de Broadway, su boca abierta, sus brazos abarcando el aire, sus palmas lepidoptéricas abriéndose y cerrándose, y una fotógrafa salta sobre una silla para plasmar la acción en celuloide. Pero el último número es bueno, aparece una cantante muy fina y airosa y con verdadero estilo, está muy al día con uno de esos trajes sastre arrugados y blusa de seda de cuello abierto, y se planta ante nosotros con las manos en los bolsillos de la chaqueta y se pone a cantar en francés una canción popular norteamericana con la truculencia apasionada de Edith Piaf, y luego se saca las manos de los bolsillos y escupe su canción en inglés, esa canción que tanto les gusta a las mujeres, diciéndole a su hombre que ha vuelto, quién tiene necesidad de ti, quién te quiere, yo saldré adelante, yo sobreviviré, y la verdad es que esta pequeña cantante ha elevado la temperatura de la estancia, y hay gritos de emoción, pequeños murmullos por toda la estancia mientras en la canción ella le dice al hombre que se vaya y la deje en paz, que no le quiere, que ya no desea su vuelta, que ya se las arreglará sin él. Y todos se entusiasman mientras ella se sale de escena con un verso de despedida que no está en la canción: eh, tú, espera, ¿adónde vas?

¿Que adónde voy?, pues al buzón a ver si tengo noticias de la dama oscura de mis sonetos.

Bueno, pues siempre nos queda el mañana. Me consuelo con las peticiones de fin de año de beneficencias desgravables: salvad a las ballenas, salvad a los cachorros de foca, salvad la selva virgen brasileña. ¿La selva virgen brasileña? No hay más que enterarse, perdemos millones de kilómetros cuadrados al año: la selva virgen brasileña desaparece, y todo el ecosistema del planeta desaparece con ella, toda la base del clima se desequilibra, vamos a una nueva edad del hielo. Por dios bendito, no pensaba yo que iba a tener que preocuparme por la selva virgen brasileña. Salvad a los niños, salvad a vuestra universidad, llamad al padre que dirige ese refugio de Times Square para buscones fugitivos menores de edad, salvad la Ley Fundamental, abolid las pistolas, prohibid las oraciones en las escuelas, salvad a los indígenas norteamericanos, salvad a los negros, salvadnos de nosotros mismos, Dios mío, salvadnos del alcohol y de las herpes, salvadnos de hacer pis en el espacio exterior, y de nuestra propia y sonriente imagen electoral y del solemne Chernenko, y salvadnos, Dios querido, de sus misiles dirigidos.

Y además la mayor parte de todo este papelorio ni siquiera va dirigida a mí, sino al ocupante del 9E. En fin, es buena cosa tener buen nombre en el barrio. Miembros de una banda de jóvenes chinos, al parecer, son sospechosos del asesinato de Kai-fan Cheng, de catorce años; la otra noche entraron sin invitación en una fiesta para estudiantes orientales de escuela secundaria. La banda se llama «Los Demonios Danzantes», pero nunca se trata de una sola banda, porque sus archienemigos se llaman «Los Fantasmas del Viento». Los Fantasmas se dedican a la protección, a echar a indeseables de los garitos ilegales, quizá también al tráfico. Los Demonios hacen exactamente lo mismo, pero en la manzana siguiente. De vez en cuando hay guerra de clanes chinos, y entonces todos pierden dinero.

Yo soy de los pocos, por lo menos entre la gente que conozco, que sabe que cierto inmigrante chino, botánico de profesión y procedente de la provincia de Szechuan, cruzó en 1926 una naranja china con una naranja belga, inventando así la industria cítrica norteamericana.

Veo a niños chinos vendiendo tabloides maoístas en la estación del metro de Astor Place. Son sobre todo chicas. Y han organizado un pequeño partido. Por aquí ocurre toda clase de chinerías.

Ahora, cuando voy en metro, pienso que el verdadero viaje es el que se hace escaleras abajo, en algún punto a lo largo de la línea se bajaron todos mis conocidos y se pusieron todos a buscar taxi. Estoy de vuelta en el universo inmigrado, veo anuncios de la telefónica contándonos que hay ahora una nueva edición de las páginas amarillas en español, y esto es interesante. Y ahora que de una sola ojeada he conseguido resolver un misterio, iré dando poco a poco con la solución de todos los misterios, como las líneas de Nazca, las cabezas de piedra de la isla de Pascua, Stonehenge, barcos que navegan sin tripulación, y tantos otros, pero ahora lo que quiero es explicar inscripciones parietarias. Estas inscripciones parietarias son el anhelo del corazón urbano, asfixiado de hollín por la vida soleada de los trópicos. Hay que decirle al alcalde que si se le ocurre pintar los vagones del metro con profusión de colores tropicales ya nadie los agredirá con latas de spray. Y los auriculares, también resultan interesantes. Hago un muestreo en el vagón: uno dos tres cuatro juegos de auriculares enchufados a pequeños magnetófonos, y he aquí, de pronto, algo que sale del extraño pasado: un hombre leyendo un libro. Yo, cuando iba en el metro, de niño, leía libros de la biblioteca pública, me pasaba semanas enteras leyendo un novelón como Les Miserables yendo a ver al médico para que me pusiera la inyección antialérgica de los miércoles, tenía necesidad de saber que Jean Valjean vivía menos miserablemente que yo. Pero escuchar música en la garganta del dragón es otra cosa. ¿Quiénes son los que vuelven al analfabetismo a fuerza de música? Antes de que aprendiéramos a escribir, el mundo funcionaba a base de un sistema distinto de percepción, las voces eran incorpóreas, se contaban cuentos, los espíritus hablaban por intermedio de chamanes, éramos hermanos de los animales, ¿o es que no tengo razón? Dios dejó de hablar con los seres humanos en cuanto éstos empezaron a hablar de ello en la Biblia. Por otra parte, ¿cuál es la diferencia, después de todo?: se da a la gente pequeños auriculares, se los ponen; se les enseña una pantalla, la miran; se recita un hechizo, se dejan dominar por él; cantas, cantan ellos también. Bajan las faldas, los idiotas de los bares se ponen sombrero de cowboy durante una temporada, yo nunca he conseguido dar con un sombrero que me siente bien, nunca di con un estilo sombreril con el que me sienta a gusto, auténtico, ya sea fedora o homburg o tirolés suizo o de calderero remendón irlandés o de Sherlock Holmes o de piel de cordero ruso o de jugador de baseball o de cowboy o de marino o de pescador griego, o de soldado o de minero, todos, lo que se dice todos, me sientan como una coroza, me dan aire de pasmado. Y no solo los sombreros, también la ropa, nada me sienta lo que se dice bien, o por lo menos bastante bien, o se me abotona como es debido o me cae sin arrugas contra los omóplatos o queda entonado con o sin corbata, tengo el cuello demasiado grueso para jerseys de cuello alto ceñido, los ojos demasiado juntos para gafas de aviador, y si ocurre que me pongo la camisa apropiada resulta que los pantalones que mejor le van los tengo en el tinte, ni puedo tampoco ponerme chaleco pantalones cortos de sport cadenillas medallones relojes anillos plastrones frac. Me siento a gusto con jerséis y pantalones de pana viejos y botas viejas de esas que llegan a los tobillos; sin pretensiones, me parezco a Einstein: y con esto no amenazo a nadie, tengo aire mundano, amable, si bien algo distraído, pensando en otra cosa, sin la menor provocación sexual; pierdo la vuelta, no encuentro las llaves, sonrío como un muchacho, despierto el sentido de propiedad de las mujeres, soy afectuoso y suave, mi curiosa mente libre de toda tendencia a la ira.

Lo que se dice de Jeanie y Nick es que van bien, que están resolviendo sus problemas, y me alegro, pero Nick ha hecho una cosa rara, acaba de cumplir los cincuenta años y ha excavado un hoyo tremendo en su sótano. Viven en una casa en Filadelfia, cuatro pisos de lujo completamente planificado y muy bien diseñado, y el piso alto está dedicado enteramente al cuarto de trabajo de Nick, donde tiene hasta una procesadora de palabras y toda clase de complicados aparatos. Jeanie, que es productora local de noticias por televisión, está fuera de casa el día entero, su hijo sale por la mañana temprano para ir a Foxglove, o adonde sea, pero el otro día, enseñándome la casa, Nick me dijo que se siente como acechado, apretujado, Jeanie está demasiado encima, comprándole cosas constantemente, sorpresas, detalles para su oficina, o el diccionario de Oxford en diecisiete tomos, en fin, que se ahogaba. Y por eso, me dijo, llevándome al sótano, y, de allí, a otro piso más abajo todavía, se había puesto de acuerdo con un contratista de obras y media docena de obreros con azadas le habían excavado a mano toda la tierra que había debajo de su casa desde los tiempos de la colonia y allí mismo, en esta especie de subtúnel, le habían construido un cuarto de trabajo sin teléfono y completamente a prueba de ruidos, y allí no podía entrar nadie, ni su hijo, ni su esposa siquiera. Sacó una llave y abrió una puerta que estaba cerrada con candado, encendió una luz y me hizo seña de entrar: Nick, es estupendo, le dije, mientras él me miraba con una expresión de feroz triunfo, estupendo de verdad, dije, en aquella catacumba fría, admirando las gotas de sudor del zócalo de madera. Y de regalo le voy a mandar un barril de Amontillado.

El timbre.

Han llegado mis estanterías, ésta es una sagradísima alegría.

Demonios, no están ensambladas. Mando a los círculos más bajos, más llenos de mierda del infierno al misántropo que inventó la costumbre de ensamblarse uno mismo los muebles. Ojalá tenga que ensamblarse él los suyos sin parar hasta el fin de los tiempos. Tengo un dedo pulgar hecho polvo a golpes, astillas metálicas hincadas en la carne blanda de mis manos. Hecho en Yugoslavia… Mi amigo Tasich es de Dubrovnik, en cuanto le vea le voy a dar una patada en el culo.

Bueno, pues ésta es la cosa, la peor hora posible, a modo de trago para mis pocos días de libertad hago estúpidamente una llamada que no debí hacer. Y también ella tiene ganas de trago, no hay más que verlo. ¿Qué tal van las cosas en el harén?, dice. Hale, venga, Angel, no empieces. La otra noche, en casa de David y Nora, me sentí realmente ofendida cuando les dijiste a todos que tenía derecho de visita. ¡Vaya broma! Nadie rió. Yo trabajo aquí, Angel, éste es mi retiro, igual que el ashram de Llewellyn, o como lo llame. Parece bien cuando eres tú quien lo explica, Jonathan, pero cuando trato yo de explicárselo a la gente parece increíblemente estúpido. Las familias de los presidiarios también tienen derecho de visita, por si no lo sabías. Lo que quería sugerir es que el escribir es como cumplir una sentencia, es una imagen carcelaria. Es una imagen exclusionaria por lo que a mí se refiere. Me has echado. Angel, ya hemos hablado de esto. Yo interpreto el tener la única llave en el sentido de posesión exclusiva, en el sentido de que se trata de un territorio mío propio, un lugar donde yo puedo trabajar a solas de verdad. No es que quiera meterme en tus cosas, Jonathan, pero si mi propio marido deja de confiar en mí, la verdad, ya no sé lo que es verdad y lo que no lo es. Y ahora una pausa. Y también pienso que es malo que seas tú la única persona que tiene la llave, no es seguro. ¿Qué piensas que podría ocurrir?, dije. Pues no lo sé. ¿Y si te pones enfermo, por ejemplo? ¿O si te quedas inútil? ¿O si te rompes una pierna, o te da un ataque cardíaco, un infarto? Eres de lo más considerada, Angel.

Dios santo, ya ha acotado este sitio con su ropa interior, que ha dejado a secar en la barra de la ducha, y su albornoz colgando en el armario, y su loción de lentes de contacto en el botiquín. ¡Pero qué querrá! Adonde yo vaya tiene que ir ella también. A veces salimos, y va ella y se viste con los mismos colores que yo. Asume un estilo masculino, chaquetas y pantalones de hilo para el verano, corbata de nudo suelto al cuello. Es difícil ver lo que está ocurriendo, este año todo el mundo se viste del sexo contrario. En ella, sin embargo, eso me irrita. A veces, cuando se pone a hablar en serio, se frota pensativamente la barbilla como suelo hacer yo con la mía.

Me doy cuenta de lo que están haciendo ahora, están taladrando el ladrillo, haciendo una ventana. Ya han echado abajo la mitad de la U, el borde izquierdo de la N, están destruyendo United Thread Mills, qué le parece, esta gente haciendo equilibrios en un andamio a cuatro pisos de altura, arriesgando la vida para que algún maricón tenga luz en su desván. No les va a ser posible bajar, como no sea echando abajo el ladrillo y entrando. Y además hace frío, el mástil del Centro de Comercio Mundial está congelado.

En fin, que tengo que ir de jurado. Me han llamado para hacer de jurado en un pleito puesto por una joven contra los dueños de una cadena de hoteles de veraneo especializados en organizar vacaciones para gente sola. Esta joven, Deirdre X, fue sola a uno de esos hoteles en el Caribe, llamado Isla del Capitán Beso o algo igual de espantoso, donde, como se anunciaba, la dirección del hotel tomó medidas para facilitarle al máximo oportunidades de contacto social. Un día, por ejemplo, ella y varios visitantes más fueron en autobús a una bella y lejana playa, donde les dieron ron y un cup de vino en abundancia y les organizaron varias diversiones y ejercicios. Finalmente se les aconsejó que la mejor manera de hacer esos juegos y ejercicios era desnudándose. Deirdre X declara que ella se deshizo de sus inhibiciones y prejuicios y se puso a saltar al sol en cueros vivos. Se sintió atraída por un joven que también estaba en cueros. Otros iban emparejándose y desapareciendo por detrás de las dunas, de modo que ellos, por su parte, hicieron lo mismo, retirándose a solas entre risitas a un claro tranquilo entre la hierba alta. El viento susurraba suavemente, las olas azules del Caribe bañaban la orilla. Deirdre X se dedicó a estimular con la boca el sexo del joven. Esto lo explicó con la mayor delicadeza posible y en latín altamente técnico su abogado, un sujeto que era igualito que Bob Kennedy y llevaba traje marrón con chaleco. Los posibles miembros del jurado estaban en éxtasis. Nunca había gozado abogado alguno de atención más atenta. Su clienta, como decíamos, estaba ocupada en esos menesteres cuando tres indígenas de la isla salieron de pronto de detrás de la hierba, dieron una paliza al objeto de las atenciones de Deirdre X y a ésta se la llevaron de allí a rastras y la violaron.

Los delincuentes no fueron detenidos. La acusación de Deirdre X consiste en que el Hotel de la Isla del Capitán Beso y sus dueños deberían haber tomado las medidas necesarias para garantizar la seguridad de actividades como las que fueron causa de lo que le pasó a ella.

El doble de Robert Redford, que se presentó a sí mismo como abogado defensor, llevaba también traje marrón con chaleco: Aduciremos, dijo, que este incidente no tuvo lugar en realidad, pero que, si realmente ocurrió, el Hotel de la Isla del Capitán Beso no tiene responsabilidad alguna de las consecuencias del estilo de vida de Deirdre X.

Los dos abogados argumentaron sin el menor pudor, cada uno defendiendo su caso ante los posibles jurados, so pretexto de dar la información de fondo que, a su modo de ver, necesitábamos para considerar la situación con cierta medida de objetividad. No había juez, solo un funcionario del juzgado con un pequeño tambor de bingo que seleccionaba los nombres de los miembros del jurado para que fueran sentándose en las sillas que les estaban destinadas. Yo estaba impacientísimo de que me llamaran. El desfile era constante. Una mujer soltera de la misma edad que Deirdre X no tenía la menor posibilidad de recibir el visto bueno del abogado del Hotel de la Isla del Capitán Beso. Y lo mismo cabía decir de cualquier mujer de la edad de la madre de Deirdre X. Una a una, dos a dos, las sillas iban siendo desocupadas y vueltas a ocupar. Si este caso llegaba a presentarse ante el juez iba a ser de lo más divertido. A mí me interesaba que los niveles morales de la comunidad hubiesen cambiado de tal manera que una mujer fuese capaz de presentarse ante el juez y dar testimonio de su vida íntima y de sus inclinaciones eróticas con el solo objeto de obtener justicia. Y también que una empresa multinacional dedicada a vender esparcimientos sexuales fuera capaz de defenderse poniendo en entredicho el nivel moral de cualquiera de sus clientes. Esto era sumamente interesante, y a mí me gustaba mucho.

Por desgracia no llamaron mi número. Me tomé la molestia de aprenderme de memoria los nombres de los abogados y pienso telefonear a uno de los dos para ver cómo terminaron las cosas. Deirdre X, entre tanto, sigue esperando en mi mente. Lleva traje sastre oscuro y una casta camisa blanca con cuello de volantes. Su rostro reluce de puro limpio, labios sin pintar, mirada firme y altiva. Lo triste de su historia es que estuviera lo bastante sola para ser seducida por toda una corporación. Se había rebajado a desnudarse al sol de turismo dirigido del Hotel de la Isla del Capitán Beso. Lo triunfante de su historia es que ha encontrado en sí misma el valor de desnudarse de nuevo ante un tribunal, si no hay otra forma de conseguir justicia o, si no justicia, por lo menos una compensación razonable en metálico de manos de este traidor marido de fantasía, de esta publicitaria superalma de máquina de hacer dinero transformada en violador.

Es posible que la próxima vez Deirdre se líe con un individuo solamente, como hace la mayor parte de la gente, y que entonces no tenga que testificar de nuevo sobre su naturaleza erótica hasta que, una vez casada, tenga que pedir el divorcio.

Una copa, anoche, con mi amigo Mattingly, el bronco pintor del desierto, que ha venido a la ciudad para una exposición. Sienta bien eso de volver a mi propia generación. Me dice que él y su tercera mujer, Mariko, se han separado. Y no, como cabría pensar, porque él haya encontrado, por fin, a la mujer de su vida, después de haberla buscado arduamente y con ominosa altura mitológica entre el chismorreo de los artistas vivos y muertos, de los conservadores de museos, de los coleccionistas, de los críticos, y de tantos otros jubilosos testigos de lo prodigioso; ni tampoco, como se podría sospechar, porque Mariko haya acabado mandándole a paseo, expulsándole de sí por ser un flagrante fornicador fáustico —más aún, diría yo, un enamoratum de estudiantes femeninas de arte en toda la extensión de Norteamérica, desde Big Sur hasta Boston, Mattingly tiene que haber puesto a prueba incluso a esta alma resignada, a esta leal mujercita de origen japonés, con su solemne mirada fija y sus maneras comedidamente elegantes—, sino porque es ella, Mariko, quien se ha liado con un hombre. ¡Mariko, nada menos!

No está en el carácter de Mattingly preguntarse lo impropio que resulta el que su mujer haya hecho una cosa así. Me dice que no es el lío per se lo que a él le perturba, sino que el hombre ante quien ha sucumbido Mariko sea un cretino, Mattingly le conoce y piensa que es un tonto como hay pocos, y esto es lo que él no puede perdonar. En fin, que mi amigo se ha ido de su casa del desierto y ahora vive en Santa Fe. Y la verdad es que ahora Mariko quiere volver a vivir con él, pero para Mattingly esto es impensable. Se siente irrevocable, imperdonablemente infamado por la bajísima calidad de amante que ha escogido su mujer. Qué se puede pensar de un hombre a quien ha puesto los cuernos un despreciable jayán.

Claro está que no es así como él lo dice. Mattingly es un monosilábico occidental, y éste es uno de los aspectos de su gran dignidad. Tiene el pecho enorme, consecuencia de un enfisema de larga duración que a estas alturas ya habría acabado con un hombre corriente. Las arrugas de sus dedos, semejantes a espátulas, son negras, sus uñas muestran la porquería de la paleta, y, como tantos otros pintores y escultores, es esencialmente analfabeto. No se puede menos de admirar todo esto. Y además su trabajo es increíblemente bueno y bello, es como si encontrase espíritus en el interior de la gente a la que pinta, como si las rocas y montañas que le gusta escoger como tema de sus cuadros se hubiesen abierto y transformado en una especie de luz interior elemental. Sus cuadros tienen consistencia. A mí Mattingly me cae bien, le admiro, y en otros tiempos he deseado ser como él, un valiente en pleno mundo, osado, sin pedir nada a los demás, aceptador de los tormentos que acechan al sedentario, viviendo en un desierto durante el invierno, escalando los rocosos acantilados de la propia independencia. Pero lo irónico es que él y su mujer se separarán por causa de algo que ha hecho ella. ¡Por dios bendito!, si cuando pasaron una temporada viviendo en SoHo recuerdo a Mariko bajando a todo correr las oscuras escaleras de madera, más allá de la luz de una fiesta que daban en el desván, gritando: ¡Mattingry! ¡Mattingry!, como si, con su espíritu monógamo, estuviese tratando de salvarle de lo más hondo de sus anarquías, gritando, no como una esposa celosa, sino como un espíritu vigilante y dirigente que lo que quería era salvarle de sus infernales zambullidas en la autodestrucción, y todo ello únicamente por el amor que le inspiraba este hombre.

En fin, que estamos sentados en este bar seudovictoriano de la Tercera Avenida, y cuando me oye hablar de mi nueva guarida da por supuesto lo mismo que todo el mundo. No esperes a cumplir los cincuenta y cinco años, dice, refiriéndose a los hombres casados que se separan, decídete ahora. Mírame a mí, tengo cincuenta, ¿es que acaso hay matices a esta edad? Tose, apaga el cigarrillo y habla con su voz grijosa del desánimo, de la desesperación, de sentirse renovado por el amor verdadero, de la dificultad de organizarse una nueva vida. Mariko era su tercera mujer, y ha tenido hijos con las tres, y trabaja como un percherón, pintando, vendiendo sus cuadros como un buhonero, y todo para pagar el mantenimiento de su hijo y el alquiler de su casa, lleva pantalones vaqueros y una camisa vieja, y parte de su bronca tosquedad se ha reblandecido, y entre el artista y el abandono puro y simple la línea divisoria es muy sutil, de sobra lo sé. El abandono, la dejación, es un estado de ánimo propio solamente de los hombres de edad mediana, no de las mujeres. A las mujeres de mediana edad lo que les pasa es que se vuelven suspicaces, irritables, y se llenan de ocupaciones y se vuelven personas dignas de admiración, y hacen cosas. Encuentran novios jóvenes. Están siempre limpias y aseadas, se cambian de peinado de vez en cuando.

¿Haría jamás Angel lo que hizo Mariko, enamorarse de un hombre que no es su marido? Me amenaza con ello. Anoche, que fue mi cumpleaños, vino con los niños, y mientras ellos merodeaban por el barrio me dijo que un par de noches antes se había sentido tan desesperada que llegó incluso a pensar en serio en irse sola a un bar. Claro, dijo al cabo de un momento, que no se me ocurriría ir a esos sitios deprimentes que hay donde vivimos. Yo, de ir, iría a una especie de bar como los de Greenwich, con nombres como Waffle’s o Titmouse’s o T.S. Eliot’s. Y mientras yo me reía de estas cosas que me estaba diciendo, ella fue y me dio un regalo, una pequeña basurera de plástico para mi cuarto de baño, un regalo propio de alguien a quien echas de casa, eso es lo que creo que me dijo. Oh, mi gran corazón turbado. Y por la noche, cuando ya se habían ido todos ellos para volver a Connecticut, soñé que me hallaba en un gran dormitorio con muchas camas ocupadas y en el otro extremo del cuarto estaba Angel mirándome. Y entonces cambiaba la imagen, y otra Angel, Angel S., la mujer del editor que estuvo enferma últimamente, aparecía sujeta, desnuda, en una especie de marco ortopédico, e iban a hacerle una operación en el corazón. Su marido era el cirujano y a continuación le vi haciendo la operación, examinando con una especie de microscopio grande con taladro automático el mecanismo prietísimo que le estaban poniendo en el corazón. Y luego la imagen volvía a cambiar y era yo en el cuarto de baño de un campamento de madereros con muchos orinales y llenísimo de gente, y allí, en el campo abierto, más allá, cuando traté de escapar, me vi amenazado por psicópatas que parecían ponérseme delante, amenazarme, atacarme. Por mucho que intentara zafarme caían sobre mí aquellos lunáticos grotescos y aterradores, a quienes ni entendía ni sabía cómo aplacar. Y luego, más tarde, seducía yo a una chica en mi propia cama, una escena de amor la mar de erótica, y sin sentir la menor culpabilidad.

Qué hice el día de mi cumpleaños: pues limpiar mi tugurio, me dedico a hacer de ama de casa, aspiradora de polvo en mano, a fregar bien fregado el suelo del cuarto de baño. Nadie creerá que eso es lo que hago.

Supe de la Oscura Dama, tan astutamente oportuna como siempre, que sale de Atenas dentro de uno o dos días y se va a Egipto. Estoy solo contra el mundo.

Recibí una llamada de mi madre, diciéndome que le gustaría ser tan joven como yo.

Recibí una llamada de la islandesa alta, que, con los ánimos que le da su estupenda y codiciosa amiga, ha estado negociando de una manera increíblemente aristocrática la posibilidad de adorarme a la manera esquimal, lenta, paciente, interminablemente al acecho del gigantesco oso blanco.

Invité a mi mujer y a mis hijos, les amé a todos, les llevé a un buen restaurante mexicano que hay en la misma manzana. Nadie dijo, pero todos lo sintieron, lo raro que resulta este marido y padre viviendo en un apartamento para él solo. Imaginaos, liarse la manta a la cabeza y hacer una cosa así sin avisar, sin anunciarlo. Yo quería que me hiciesen preguntas sobre esto. Lo que quería era decirles: si hago esto es para averiguar el porqué lo hago. Quería asegurarles: después de todo, vosotros, niños, podríais tener que ir a visitarme a la cárcel, o al hospital, ¿no es mejor esta guarida de trabajo que me he hecho para mí solo en la ciudad eléctrica? Me dirijo al viaje que todos tenemos que hacer, os doy una lección de valor en egoísmo, pido que no me falte salud, pido, en nombre de todos nosotros, que Dios nos conceda larga vida con excelente salud.

La oración está tomada de algo que hice una noche hace años sintiéndome incapaz de dormir por causa de mi buena suerte. Compuse este aplacamiento, esta ferviente invocación para no ser castigado por mi felicidad: Dios mío, haz que sigan las bendiciones, concédenos a todos grande y buena salud y larga vida, sin malestares ni achaques ni enfermedades ni cuitas de ninguna especie, físicas o mentales. Evítanos todos los desastres, humanos o naturales, y todos los accidentes, y evítanos la violencia, ya sea organizada y oficial o espontánea y casual. Haz que no suframos colapsos o deterioros en ninguno de nuestros sistemas u órganos internos, ni tampoco pérdida alguna de agudeza de nuestros sentidos, ni disminución alguna de nuestras habilidades y capacidades. Mantén alerta nuestros reflejos. Haz que vivamos en un mundo de paz y justicia social. Haz que respiremos aire puro y bebamos agua pura. Haz que vivamos en amor y en gozo y en creatividad, conociendo el valor y encontrando la sabiduría y tratando de dar con la cultura. Pienso que con esto está dicho todo, excepto que también te pido que extiendas esta gran merced a todos mis conocidos y a quienquiera yo pueda tener afecto, y así sucesivamente, amén.

Ya veo que saqué comida. Y es que con esa subvención os podíais morir de hambre.

Esta mañana estoy cansado de veras. ¿Iré por mi verdadero camino o éste será mi acto final de odio a mí mismo? ¿Cuándo estoy siendo fiel a mí mismo y cuándo limitándome a hacer contricción? Tengo aquí una felicitación de cumpleaños de la Corporación Financiera MGP. No debieran haberse molestado. Ya veo que algún grupo de los alrededores de Broadway está celebrando el centenario de Kafka. Kafka se sonreiría de oreja a oreja en su sepulcro si supiera que se celebra su centenario. Repetiré la pregunta: ¿Haría Angel lo que hizo Mariko? Yo creo que sí, siempre y cuando llegase a la conclusión, o adquiriese la convicción, de que yo estaba siéndole infiel. Ella, entonces, me sería infiel a mí. Sería un acto en interés de la simetría, como tantas otras cosas que hace Angel, un medio de restablecer el equilibrio, o de reparar una injusticia, lo que viene a ser lo mismo. Lo haría por imitarme, por hacerme a mí lo mismo que yo a ella.

Es posible que el instinto primario de Angel de siamizar, de hablar con mi voz, de servirse de mis ademanes, de mezclar nuestras almas como cualquier pintura chapucera de esas que se hacen con los dedos, no sea un instinto común a todas las mujeres. ¿Será solo de las mujeres católicas? Angel es una católica irlandesa, casada, por tenuemente que sea, con un judío neoyorquino. A lo mejor de lo que estamos hablando aquí es de asimilación. Mariko, japonesa católica, está casada con Mattingly, animista occidental. A Moira, protestante irlandesa de Chicago, Brad, columnista presbiteriano de Minneapolis, le pasa por alto. Jeanie, productora de televisión, metodista de Asheville, no sabe por qué razón sigue casada con Nick, griego ortodoxo de Philly. Rachel, refugiada húngara, se siente atormentada por la ropa interior roja de Ralph, judío ashkenazi de Brooklyn. Llewellyn, metodista galés, está retirado, huyendo de Anna, cuáquera de Swarthmore, Pennsylvania. Cuando entro en el restaurante Bluebird, en la parte inferior de Broadway, el que está al mostrador me dedica una sonrisa que deja ver todos sus dientes de oro. Hola, compadre, me dice. Me tira el menú laminado, que se tiene en la mano como una partitura de música coral. Los platos salen zumbando de una apertura, qué ají, qué sopa de pollo, qué manitas de cerdo, qué asado de cordero, qué lasagna (hecha allí mismo), qué bistec, qué souvlaki. La comida en este tipo de restaurantes populares es historia orgánica, como los anillos de los árboles, como los pecios que deja el mar de oleadas de migraciones, como el detritus de vastos movimientos marinos de poblaciones impávidas. Tiritando la noche entera junto a las puertas de bronce de la embajada, ahorrando sus dinares, sus rupias, sus cruzeiros, envolviendo sus tesoros en pañuelos pardos, sujetando bien con cuerdas el frágil envoltorio de la maleta, abarrotando los autobuses, subiéndose a los techos de los tranvías. Las criaturas mueren aplastadas en brazos de sus madres, las manos ateridas de los viejos tienen que soltar la borda y caen engullidos por el oleaje salobre, los jóvenes se arrastran bajo alambradas despellejantes, vadean ríos, todos tratamos de escapar sin perder la ropa que llevamos puesta, la ropa que ondea sobre nuestras espaldas vapuleadas.

A lo mejor tengo razón, a lo mejor no la tengo, a lo mejor estoy débil, a lo mejor estoy fuerte como un penco…

Dios mío, me acabo de ver un bulto en el escroto. No, no es posible, es evidente que no sería yo capaz de hacerme a mí mismo una cosa así.

No es nada. Este saco correoso, esta escarcela, estos pulmones del sexo que sufren toda clase de emociones bien pueden mostrar signos de desgaste, ¿no? No es nada, el arco de una vena. Le echaré una ojeada de vez en cuando. Fíjate bien, amigo, como dicen los buhoneros señalando los guantes bufandas calculadoras que tienen expuestas sobre la acera. Fíjate bien.

En fin, que la otra noche estábamos en casa de los Gordon, la mesa puesta para doce, y Ginny nos llama a todos e improvisa sobre la marcha el orden en que hemos de sentarnos. Por qué la querré tanto: ésta es la gente que compra modelos de Garland para sus cocinas, quiero decir, que te hacen mousse de salmón como yo caliento agua para el café, que invitan a famosos jefes de cocina a pasar fines de semana con ellos en Hampton. Esta noche la cena consiste en un agua parduzca con pedazos flotantes de algo irreconocible. Ginny lo distribuye con una expresión de aterrorizada esperanza, sus bellos ojos pestañean rápidamente.

Mmmmm, dice alguien, Oh Ginny, dice otro, y los tenedores se posan silenciosamente sobre la mesa y la conversación se anima. Lloyd, el cardiólogo, se lanza, inducido por el pánico, a criticar su profesión: las operaciones de válvula auxiliar son una verdadera plaga, como las amigdalotomías en los años treinta, dice, señalando, no se sabe bien por qué, a su propio plato, a lo mejor es que le ha parecido ver en él una amígdala. Luego, Raoul, el pequeño Raoul, se coge a la mesa con un gesto que está popularizando en Las Vegas. Raoul se esfuerza al máximo por ser valiente. Recurre al vino, no tiene otro consuelo: Jack Gordon, uno de los directores del Times, escancia tinto chileno. Miro el rostro de Raoul y recuerdo una cena en su ático de la calle Cincuenta y siete, todo él decorado en matices de blanco, el suelo en tonos metálicos, los muebles. Pero en las paredes, grandes campos de color bellamente iluminados. Las habitaciones abarrotadas de cantantes de ópera, directores, pintores de las pinturas que decoran las paredes, todo y todos una verdadera maravilla del alma perfeccionista de Raoul, e incluso el pequeño anfitrión corriendo lleno de contento a la cocina y gritando ¡Jean-Pierre! ¡Jean-Pierre! ¡Creo que ha llegado el momento de servir la choucroute!

Raoul se derrumba sobre su asiento. Aquí sentado, a la izquierda de Ginny, le beso a Ginny la mejilla y me sacrifico por el bien de la comunidad. Pido más y recibo, como un relámpago, una mirada de gratitud de Angel. Trato de empapar un pedazo de pan rancio en este líquido comistrajo. ¡Jean-Pierre! ¡Jean-Pierre! ¡Creo que ha llegado el momento de servir el maíz con crema!

En este momento, mientras todo el mundo pone gran cuidado en no mirar a su plato, una desesperación se cierne sobre los invitados. Antes de darme cuenta de lo que ocurre todos se ponen a hablar de atracos.

Andrea Dintenfass estaba llamando a un taxi en la esquina oeste de Central Park y la calle Setenta y cuatro, en pleno día, y, cuando el taxi se paró junto a ella, un negro joven y alto corrió a la portezuela y se la abrió. Andrea se sintió algo asustada, pero pensó que aquel chico la habría reconocido; es, al fin y al cabo, bailarina del Cuerpo de Ballet de la ciudad de Nueva York. Su marido, Moshe, es el arquitecto. Sonrió y dio las gracias al joven; al inclinarse para subir al taxi él le puso la mano en la espalda y la tiró de un empujón, abierta de brazos y piernas, contra el asiento. Cerró de golpe la portezuela del taxi con el revés de la mano y gritó: ¡Venga, hijo de puta, arranca de una vez! Y solo entonces se dio cuenta Andrea, al esforzarse por sentarse en el asiento con ayuda de la súbita aceleración del taxi, de que le había desaparecido el bolso que llevaba en bandolera. Tuvo que cortar la correa, dijo. Pero todo fue rapidísimo, descaradísimo, elegantísimo, dijo, sonriendo casi con nostalgia, no perdió un solo movimiento.

George, el abogado laboralista de pelo ondulado, cuenta un atraco mejor incluso que éste: su Mercedes 300 D turbo diesel recibe un golpe por detrás una noche de jueves en julio en la supercarretera de Long Island. George se desvía a un lado. El coche que va detrás de él se desvía también; es un Chevrolet que da pena verlo, y varios hispánicos salen de él y se ponen a examinar el estropicio en compañía de George. George y los hispánicos están todos agachados entre los dos coches, el tráfico es muy denso, un túnel de luz entrecortada y humos azules, y solo el coche de George está estropeado, una mella, uno de los faros se ha roto, y George expresa su irritación y los otros asienten llenos de comprensión, y él entonces se da cuenta de que uno de ellos tiene en la palma de la mano una pequeña pistola chata. George termina de hablar. Cortésmente le quitan la cartera, el reloj, el pasador de corbata, y mientras sigue allí agachado, como le han dicho que haga, uno de los hispánicos se ha situado al volante del Mercedes y otro junto a la ventanilla donde está sentada Judy, su mujer, y entre los dos la persuaden a renunciar a sus alhajas a su portamonedas a su bolso de aseo. Cogen las cintas estereofónicas, se llevan las maletas del maletero del coche, se guardan las llaves del turbo diesel, se meten de nuevo en su Chevrolet, cuya matrícula está cubierta de barro, y, mientras uno de ellos se sitúa en el carril de poca velocidad para parar el tráfico, los demás, con toda pachorra, se meten de nuevo carretera adentro y unos momentos más tarde no se ve de ellos otra cosa que un par de luces rojas en el espectáculo ligero de la supercarretera.

Hoy, en el metro: ¡Efecto seguro! ¡No más suciedad; no más fastidio; no más cucarachas! Johnson’s No Roach efecto rápido, un tratamiento dura varios meses. Y el buen Don, a lomos de su jamelgo, baja la lanza en el anuncio de Johnson’s No Roach, lanzándose a la lucha. Las cabezas impasibles, en fila, moviéndose al unísono mientras el express pasa oscilante por el túnel. La impasible inundación de la calle Catorce. Estamos todos llenos de altivez en nuestros propios seres, nuestras pestañas culebreantes, alerta a todos cuantos están más cerca de nosotros, porque, sin advertírnoslo, pueden hacernos daño. Mi piel es mi frontera. Puedo leer un periódico, pero no puedo pensar, me doy cuenta de su cercanía, fluyen a través de mí, la presencia de extraños impasibles fluye a través de mí, y hombro contra hombro las mitades inferiores están cuidadosamente separadas para que no se toquen, en los treinta segundos que transcurren de una estación a la siguiente formamos una comunidad momentánea y reacia, todos disueltos y vueltos a formar al abrirse las portezuelas, algunos de nosotros salimos como podemos y nuevas impasibilidades entran como pueden.

Yo crecí bajo tierra, de modo que no sé por qué me siento tan fuera de lugar. Fíjate bien, hombre, fíjate bien so lechuguino blanco, gafas, demasiado blando el rostro, en estos años bajo tu camino de fuga sedentaria grandes migraciones hendieron el mar, perforaron las montañas, cabalgaron las placas tectónicas. Y tú que pensabas que refugiado era sinónimo de judío, pero es que nunca paraba, las puertas se abrían de golpe, nuevas generaciones de impasibilidades entraban a trompicones, y me siento tan estrangulado por la historia como esta vieja señora con su sombrero de piel y su peluca rubia y su delicada piel blanca, esta abuela judía con estirada aversión abriéndose camino entre la gente que tiene delante para poder llegar hasta la puerta.

El vagón se vacía. Ahora somos desocupados en un café en un atardecer perezoso. Encuentro asiento un momento más tarde, un joven negro, levanto la vista de lo que estoy leyendo, él se ha cogido con una mano al agarradero mientras con la otra me pone delante de la cara un sombrero de fieltro lleno de monedas y billetes. ¿Qué es lo que me está diciendo? Tiene la pernera derecha arremangada hasta encima de la rodilla, la pierna es profética, ostenta, para mi complacencia, su pierna de muñeco, venga, dale dinero enseguida, una medalla pegada con alfileres al reborde del sombrero, pagaré, pagaré, se revuelve sin soltar el agarradero, va cayéndose al otro lado del vagón, coge allí el agarradero, es un verdadero equilibrista, ni una moneda se le ha caído, la parte trasera de la pernera está abierta, veo la vara de acero y el encaje, aquí no hay trampa, es limosna legítima. Trabaja el vagón número uno, llega la parada, se vuelve a llenar de nuevo, y va él y se baja.

Y qué es lo que pasa ahora: en pie ante la portezuela abierta al andén, incapaz de decidirse a tomar el expreso, un gringo con chaqueta negra de automovilista, pantalones gris cárcel, zapatos espaciales. Qué diablos, dice, son demasiados, no conseguiré entrar, me caeré a los raíles, ¿pensáis que me importa?, pues me da lo que se dice igual. A nadie le importa nada en este mundo, ¿a que tengo razón? Pero no se lo pregunta a nadie, no tiene necesidad de nadie, Dios mío, ahora es cuando empiezo a encontrarme a gusto en el metro, un cerebro audible, una mente enchufada como la radio, me sitúo detrás de él, tiene el cuello flaco y correoso moteado de puntos negros, mechones de pelo negro le salen de las orejas. El expreso llega rugiente, la muchedumbre impasible se arracima en el andén lista para el salto. Y él va y dice a la entrada del vagón: ¡Hay que estar loco de atar para luchar con esta avalancha! Pero, por qué no, qué más da después de todo, yo valgo tanto como ellos… Sale, despacio. ¡Seguid a ese hombre! ¿No sabéis lo mucho que vale? Es tan viejo como la libélula, ya estaba aquí antes de que existieran las cuevas de Lascaux. Este artista antediluviano es mi antepasado, fue él quien me inventó a mí.

Una lluvia salvaje cae a rachas y de lado, como semillas tiradas al surco. Esto te da una idea del viento que hace. Golpea el rascacielos contiguo y cae como una catarata. Los columpios se agitan en el campo de juego. El cielo sobre Houston es blanco parduzco, y hay algo que falta, sí, el Centro de Comercio Mundial, que ha desaparecido, borrado de la faz de la tierra. Ahora la línea de los edificios no sube más que en los años treinta, la era de mi nacimiento, si esto se sobrecarga más nos veremos de nuevo en el siglo pasado, con los seguidores de Melville. Guijarros. Depósitos mayas. He abierto una miajita la ventana para oírla. Apenas se oye la campana de la iglesia con tanto estruendo. Pero, espera, helo aquí, salpicando calle adelante, inclinado, pero, tal como se lee sobre los portales de la oficina central de correos en la Octava Avenida, impasible bajo la lluvia, la cellisca, o cualquier otra porquería que le caiga encima, con el bolso en bandolera, con aspecto de jorobado envuelto en su poncho.

Bueno, vamos a ver qué es lo que le trae: ¿Me importaría firmar una carta de protesta contra los procesos políticos de que van a ser víctimas los activistas de Solidaridad? ¡Y tanto que la firmo! ¿Me importaría dar mi nombre como patrono de la próxima lectura de poesía en pro de la congelación nuclear? ¡Qué va a importarme! Y, santo cielo, qué es esto, la cueva de Hubbard, en el condado de Warren, Tennessee, la cueva de murciélagos más importante de toda Norteamérica según el doctor Merlin Tuttle, autoridad internacional en estos mamíferos volantes: si la Junta de Conservación no reúne veinte mil dólares para garantizar la protección de la cueva, una colonia de ciento cincuenta mil raros murciélagos pardos que hiberna allí podría verse extinguida.

Animalitos chillones. Dientes como puntas de glaciar. Ojos engomados. Tripa blanca. Patas membranosas. Mucha mierda. Doctor, déjeme pensarlo, ¿vale?

Y mira, una gota del aguacero como una lágrima desviada me está corriendo la tinta color lavanda, una tarjeta postal que me mandan de Egipto. Un enorme templo escalonado junto al Nilo. Éste es el tamaño de mi sentimiento, me dice con su propia letra, y ésta es la ubicación específica del corazón.

Sollozo entrecortado.

Nos comunicamos íntimamente a través de grandes distancias. Nos aseguramos. Yo siento una serena resolución de existir, me siento como si la tuviera apretada entre mis brazos.

Pero, naturalmente, la felicidad resulta intolerable si dura más de dos segundos. ¿Y si yo fuese demasiado viejo para ella? En cuanto nos pongamos a vivir juntos me dará a mí la enfermedad de Alzheimer. ¿Te parece divertido? El otro día me acordé de aquellas tiras cómicas de Willie y Joe de la segunda guerra mundial, aquellos preciosos cuadros de la vida del soldado norteamericano. No conseguí acordarme del nombre del dibujante. Sabía incluso que después de la guerra se dedicó a dibujar chistes políticos para el Post-Dispatch de Saint Louis. Bill algo. Y entonces me vino a la memoria, tan lentamente como una pelota de futbolín que se dirige a su agujero, o como un byte de computadora antigua pestañea a través de miles de tubos que brillan con luz vacilante. Mauldin. Y no tiene ninguna gracia. El otro día me serví una copa, puse el vaso en el bar y me senté en el sofá con la botella. La ducha a mí me confunde siempre: apenas me sitúo debajo de ella suena el teléfono. Veo la luna entre los árboles y resulta ser una farola. Me estoy descascarando, Dios mío. Si no sabes nombrar es que no eres humano. Lo más sencillo de todo, por ejemplo saber qué esquina hay que doblar a dos manzanas de aquí, te puede dejar tan inquieto como ciento cincuenta mil murciélagos grises que salen aleteando de la cueva de Hubbard.

Tengo que discurrir de duro, tengo que ponerme en forma, fijarme un régimen, cuestiones cardiovasculares. Las arterias tienen que mantenerse ágiles, flexibles, lo demás se arregla solo, ¿o es que no tengo razón? Envejeceré más despacio hasta que ella me alcance, hasta que podamos ir los dos al mismo ritmo. Yo tendré su edad en lugar de ella, así le demostraré mi amor. A partir de mañana mismo.

Y ahora tengo que ponerme a pensar en lo que le pasó a Riordan cuando fue él quien se enamoró. Di una lectura en su universidad y me hospedé en su casa. A primera hora de la mañana, después de la fiesta, tomamos una copa juntos y me lo contó. Riordan ha publicado media docena de novelas. Ninguna de ellas le ha dado dinero, pero él tiene sus subvenciones y se las arregla bien. Hace unos pocos años estuvo a punto de conseguir una buena escuela en el sur. Estaba casado, feliz y serenamente casado, ni lo esperaba ni lo buscaba, pero hete aquí, de pronto, que se enamoró de una mujer a la que había visto unas pocas veces en reuniones, la mujer de un decano o director de admisiones. Y también ella se enamoró de él. De manera que la cosa se puso bonita: con cinco hijos pequeños entre los dos, tres de él y dos de ella, y no se cansaban el uno del otro. Me la retrató como una mujer temblorosamente sensual, una especie de ser con mucho carácter y nada apropiada para aceptar las convenciones de la clase media. Era escultora y hacía piezas que mostraban cabezas de pájaro en cuerpos humanos. O al revés. Nunca me la describió, pero yo me la imaginaba de caderas más bien anchas, tetas grandes, de las de verdad. La veía por las tardes, y la cosa duró, cuanto más se veían tanto más intenso se volvía el asunto. Riordan alquiló una habitación pequeña a varias millas de la universidad y le leía en la cama la obra que ella le estaba inspirando, y que es lo mejor que había escrito hasta entonces, o incluso desde entonces, como él mismo insistía, una prosa rítmica, enérgica, la voz de su valor, así es como se lo explicó. Y ella, a su vez, se dio cuenta, por causa del amor que sentía por él, de que había estado dormida casi toda su vida. Sus sentimientos eran fervientes. El amor de Riordan era, para ella, su redención.

Finalmente los dos se dieron cuenta de que no les quedaba otra solución que anunciar honorablemente sus relaciones, confesárselo todo a sus respectivos cónyuges, renunciar a sus hijos e irse de la ciudad. Él renunciaría a su trabajo y los dos empezarían una nueva vida juntos en alguna otra parte del país. Si él conseguía que su editor le diera un adelanto podrían incluso irse a vivir al extranjero. Nada les parecía imposible.

Y así, al final del curso, llegó el gran día. Él envió su carta de dimisión y se sentó con su pobre mujer en el cuarto de estar de su hogar conyugal. Se lo contó todo, excepto el nombre de su amante. Ella quedó horrorizada, aturdida, deshecha, no había tenido la menor sospecha. Era una chica buena y sencilla, me dijo Riordan, bastante bonita a su manera frágil, una esposa leal y amante, ésa es la verdad, me dijo, excepto que, cuando él se disponía a irse de la casa, se volvió loca y le golpeó en la nuca con un tiesto pesado que no la hubiera creído capaz de levantar, y mucho menos de tirárselo.

Algo aturdido, probablemente sufriendo de contusión leve, Riordan cogió el coche y se dirigió al lugar de la cita. Los dos amantes habían preparado subrepticiamente sus maletas algunos días antes, y todo lo que querían llevarse lo tenían ya guardado en el maletero del coche, incluso algunos de los libros de él, incluso algunas de las esculturas de menor tamaño de ella. Riordan esperó en el lugar convenido, el aparcamiento de un supermercado.

Esperó y esperó. Llegaba con retraso, pero eso era típico de ella y a Riordan no le inquietó, por más que le doliera la cabeza. Un camión entró en el aparcamiento y se situó junto a él. Un estudiante se bajó del camión y le preguntó si era él el profesor Riordan; Riordan asintió y entonces el estudiante le entregó una carta, le dijo: Bueno, profesor, que lo pase usted bien. Riordan abrió la puerta. Había reconocido inmediatamente su letra, un gran garabato romántico, con la misma tinta verde y en el mismo papel de vitela grisácea que le habían dado a él la revelación de las violentas plenitudes de la vida: No tengo el valor de decírselo a mi marido, decía la carta, no puedo decidirme a abandonar a mis hijos. Te querré siempre. Espero que algún día llegues a perdonarme.

Riordan me contó todo esto con gran calma. Fumaba cigarrillos y los aplastaba contra el cenicero. Se había vuelto a casar, pero con ninguna de las dos mujeres de esta historia, esta vez había sido con una persona bastante agradable, o eso me pareció a mí, que me dijo, cuando nos presentamos, lo mucho que le gustaban mis libros. Se parece mucho a Riordan: esbelta, clara de tez, el pelo de un rubio también claro, los ojos bordeados de rosa. Pecas. No tienen hijos.

Por otra parte, qué cosa hay más peligrosa que veinte años de matrimonio, cuando ella tiene el mismo pensamiento justo a los pocos segundos de tenerlo uno, o antes incluso; o un día le explicas lo frágil que es tu ego, le dices que no haces otra cosa que derivar hacia dentro y hacia fuera de ti mismo, sin recordar quién diablos pasas por ser, y ella entonces te dice que tiene exactamente la misma sensación de desaparecer dentro de sí misma, de modo que los dos lleváis todos estos años viviendo juntos sin estar seguros de quiénes sois ni de lo que pasáis por sentir, pero todos piensan que sois la misma pareja clara y sin trampa que siempre han conocido y reconocido, la verdad que mejor sería que os dieseis con un tiesto en la nuca.

Está visto que los años cincuenta tienen que ponerse al día.

Ralph, el de la ropa interior roja, sigue sin dormir con su mujer, aunque su lío amoroso ya ha terminado. El sabe, por su psiquiatra, a cuyo análisis se somete cinco días a la semana, que Rachel se parece muchísimo a su madre muerta. Vamos paseándonos por la calle y él me cuenta todo esto, mirando al suelo, con las manos cogidas a la espalda, somos dos buenos y pacíficos burgueses que vamos de Spaziergang mientras pasan junto a nosotros mozalbetes retadores y mujeres que inflan chicle con la boca y se contonean sobre patines blancos. Rachel no tiene la culpa, dice Ralph. ¿Cómo explicarle a mi mujer, una superviviente del holocausto, que ella misma es un símbolo de la muerte?

Y el severo Sascha, el que me dijo que me fuera o me quedara de una vez, ha dejado a su mujer, Mary. A mí no me sorprende. El invierno pasado Angel y yo fuimos con ellos a Barbados. A mí no es que me vuelvan loco las islas del Caribe, pero las dos mujeres habían conspirado: Mary quería estar a solas con Sascha durante unos días, pero no tenía la menor esperanza de llevárselo al Caribe ella sola. En fin, que nos dedicamos a la holganza organizada, leyendo en la playa, bañándonos, jugando al tenis al atardecer, cenando bien por la noche. Pero a los pocos días de vivir así Mary comenzó a ponerse nerviosa. Si mi marido no se decide de una vez a hacer el amor conmigo me voy a tirar al mar, le dijo a Angel. De modo que una noche, después de retirarse las señoras, yo me fui con Sascha a tomar un coñac al bar del hotel. Habíamos empezado con ron a eso de las cinco, y con la cena nos pasamos por las armas un par de botellas de buen vino, de modo que ya estábamos bastante colocados. Sosh, le dije, en esto de las vacaciones en el Caribe hay un acuerdo implícito, y es que no se puede traer a una mujer a estos sitios y no follártela. Aunque sea tu esposa. Él se levantó con tan ebria resolución que volcó la silla en que había estado sentado. Claro que sí, Jonathan, tienes más razón que un santo, dijo, y, remangándose los pantalones, se fue dando tumbos.

Pero la noticia verdaderamente escandalosa es la que concierne a Brad: la primera noche que pasa en Nueva York después de su viaje al Oriente Medio, se ve a Brad, en compañía de su mujer, Moira, en Elio’s. Es como si me quitaran el suelo de debajo de los pies.

El tema constante de Angel es que nunca descanso, que nunca me destenso, que nunca me dejo llevar, que todo es para mí cuestión de principio, siempre estoy con grandes asuntos urgentes, nada se olvida o se perdona, nada es insignificante o pequeño. Y así es. Pero ella, por su parte, no tiene el menor orgullo, es incapaz de rechazar una invitación por muy antipáticos que le caigan los que la invitan. Y lleva años haciéndome esto a mí. Yo nunca acepto. A ella le intimidan las exigencias sociales más triviales, es como si Dios fuese a matarla de un rayo si osase decir que no. Con tal de sentirse aceptada es capaz de ir a gatas sobre las rocas bajo el sol entre polvo de excrementos resecos de armadillos.

Mi padre iba siempre en metro. Recuerdo que una vez fui con él dando un paseo hasta la estación del metro. Él iba a trabajar a las diez o las once de la mañana, y tomaba el tren D para ir al centro de la ciudad a sus contabilidades: Sé amable con tu madre, trata de cooperar, no hagas nada que la moleste. Cuánto le quería. El hombre que decepcionó a millones. Hacer promesas, no cumplirlas. Dar tus seguridades, luego olvidarlas. Te deja a su mujer enfurecida. Yo tengo cosa de trece años. Acaban de tener una pelea y me deja a mí en casa para que la calme. Todo el día lo pasaré temiendo que llegue la noche. Ella hará la cena en silencio, servirá tres platos, y yo y ella cenaremos juntos. La cena de mi padre seguirá allí. Ella no la tocará. Yo hago mis deberes, me acuesto. Por la mañana temprano me despierto con otro compromiso: ¿Dónde ha estado él, qué es lo que ha hecho? Las maldiciones, las acusaciones, la agresión física. Él se defenderá y le hará daño, y ella llorará y yo estaré allí, en pijama, y trataré de que hagan las paces, gritándoles a los dos a las tres de la madrugada.

Solía despertarme con estos terribles ruidos de lucha, golpes, gritos, sin saber a cuál de los dos creer, a cuál amar, a cuál defender, a cuál agredir, sentía ese placer enfermizo de no saber a punto fijo lo que sentía, en medio de esos ruidos.

Hoy mi madre tiene ochenta y seis años, está torcida, artrítica, con las huellas palpables de tres ataques cardíacos que fue demasiado fuerte para sentir cuando los tuvo. Ha tenido una operación de cáncer. Tiene piel manchada de vieja, le cuesta andar, tiene arteriosclerosis, el esófago herniado, y glaucoma. Y los pechos enteros. No entiendo a tu padre, dice ahora. Era un hombre maravilloso, con buena cabeza. No pensaba como los demás. Eso no lo entiendo, yo intenté hacerle como los demás.

Mi padre lleva treinta años muerto. De haber vivido más tiempo quizás hubiese visto la aurora de ese juicio caritativo.

Le conocí teniendo yo dieciséis años, me suele contar mi madre. Fuimos a esquiar al parque de Crotona. Era muy animoso, muy apuesto. No me dejaba salir con otros chicos. Por primavera me traía flores. Jugábamos al tenis. Era un estupendo jugador de tenis. Mi madre no me dejaba casarme con él.

Así era el tío. Mi padre era de esos que dan impulso a las cosas. Sabía meterse entre los cordones de la policía, con solo darle a la lengua convencía de dejarle pasar al vigilante de cualquier puerta de actores de Broadway. Encontraba entradas para un concierto del Carnegie Hall cuando ya se habían vendido todas. Nos hacía partícipes de todo. Convertía los incidentes más banales en verdaderos acontecimientos, como, por ejemplo, una merienda en el campo, un paseo por el parque. Tenía ideas, nos daba libros para leer, nos traía a casa cámaras cinematográficas, trenes eléctricos, se sacaba cosas del sombrero. ¡Nos sacó sanos y salvos de la depresión! Y, a pesar de todo, se dice que su vida fue un fracaso. Hay toda una mitología en torno a su fracaso. Sus decisiones equivocadas en el terreno de los negocios, sus errores de juicio seguían obsesionándonos más de veinticinco años después de su muerte. Ésa es la razón de que a mi hermano le cueste tanto desprenderse de dinero y de que mi madre no tenga a nadie en su casa y de que yo esté siempre apresurándome a pagar las cuentas, mi parte, más que mi parte, la penitencia, la impertinencia de mi éxito.

De joven, siendo empleado de banco, se dice que mi padre era muy apuesto y bien parecido; un buen día llamó la atención de un hombre que se acercó al mostrador de mármol reluciente con boina y quevedos. Al parecer era director de cine, un europeo que estaba entonces preparando una serie de películas sobre cierta osada belleza que todas las semanas, en el cine de cinco centavos, acababa empantanada en alguna situación aterradora y expuesta de la que solo la entrega siguiente la salvaría. La actriz se llamaba Pearl White y siempre estaba pendiente de un joven debidamente heroico y guapo y dispuesto a hacer el papel de salvador y casto compañero. Mi padre lo pensó bien y dijo que no. La banca le ofrecía una buena carrera. Mi padre judío. Como aspirante a subteniente se preparó para recibir el grado en la Academia Naval de Webb, junto al río Harlem, pero la gran guerra terminó antes que sus preparaciones. Tengo colgada de la pared de mi casa su fotografía envejecida: está inclinado sobre el mango de un lampazo, es uno más en una hilera de limpiacubiertas, todos ellos con lampazo y cubo. Poco a poco fue acumulando decisiones erróneas, intenciones frustradas. Se metió en el negocio de los discos a comienzos de los años treinta, en los días de los discos de shellac de setenta y ocho revoluciones por minuto, y la verdad es que entendía de música, y esto se veía fijándose en los discos que había en su tienda, y muchos de los principales artistas de entonces le encargaban a él sus discos; pero su socio le hizo una o dos jugarretas y el negocio fue bajando y mi padre acabó perdiendo su tienda. Estaba en el edificio viejo del hipódromo, en la Sexta Avenida entre las calles Cuarenta y tres y Cuarenta y cuatro. Ganó unos pocos dólares durante la guerra importando cosas dispares, con pequeñas ideas para negocios, con inventos de locos chapuceros suizos, con un nuevo tipo de jabonera que conservaba el jabón y le impedía ponerse pegajoso, alargando su vida. El jabón escaseaba durante la segunda guerra mundial, pero para cuando mi padre puso en el mercado estos pequeños inventos ya había terminado la guerra y abundaba el jabón y todo lo demás y la gente lo que quería era desperdiciarlo, resarcirse de los años de austeridad y consumirlo todo con la mayor rapidez posible. Un sujeto quiso asociarse con mi padre en otro negocio de discos, anticipándose al disco microsurco. Esta vez mi padre vio las posibilidades de la idea, tomó la decisión adecuada, pero no consiguió levantar los diez mil dólares más o menos que necesitaba para entrar en el negocio. ¿Os hacéis cargo? Perdió dinero a las cartas porque se creía un buen jugador, lo que no era. Siempre llegaba tarde a todo, tarde para trabajar como vendedor por cuenta de un almacenista de electrodomésticos, tarde volviendo a casa. Era un don Juan impenitente, me dijo un día mi hermano. Tenía una amiga. ¿Solo una? La que decía mi hermano era cantante, una soprano ligera que tenía un disco y había escrito en la cubierta: Para Jack, Siempre. Pero ¿por qué traerlo a casa si siempre quería decir siempre que quieras? Quizá porque no tenía otro sitio donde dejarlo. No tenía nada. Hacia el final de su vida se dedicó a lavar la vajilla, limpiar la cocina, hacer la compra de los comestibles de la semana. Ya no quería trabajar. Cuando murió era rey de un apartamento de tres habitaciones en el Bronx, donde se encerraba en el cuarto de baño para escapar del juicio adverso de la vida sumiéndose en la lectura de los periódicos. Tenía unos cuantos trajes, un reloj o dos que no funcionaban, un anillo de granate, una póliza de seguros cuyo valor total había ido pidiendo prestado. Dejó algunas camisas blancas, unas pocas corbatas Sulka, de las que estaba orgulloso, una vieja raqueta de tenis de madera.

Me aparto de la ventana. Abajo, sobre el tejado del centro de deportes de la universidad, corredores al trote corto, con sus pantalones de correr puestos encima de taparrabos, cada uno a su ritmo en torno a la pista. Se les ve correr por toda la ciudad, con pequeños auriculares pegados a las orejas. En una ocasión pensé que estarían entrenándose para cuando ya no les quedase otra cosa que hacer que correr, pero esta idea es demasiado lógica. Y no solo corren, sino que se paran en el parque, dejan las carteras de negocios y se ponen a agitar los brazos y dar patadas al aire. Van en uniciclos, siempre con sus auriculares pegados a las orejas, danzan en patines por la autopista abandonada, y en estudios esparcidos por toda la ciudad se sujetan, con grandes gastos, a máquinas que les mueven los miembros. Podíamos recoger tubérculos por el campo, dedicarnos a pisar uvas, podíamos tirar de rickshaws, llevar cargas de leña del bosque.

Me llama mi madre: ¿Pero qué es lo que te pasa?, ¿es que se te ha olvidado que existo?

Así es la señora. Misteriosa, ¿verdad? Justo en este momento estaba pensando en ti, le digo. Me cuenta la historia de su triunfo más reciente en el centro de ciudadanos de edad. Cómo puso en su sitio a una mujer. Cuenta bien las cosas. Piensa en términos narrativos y forma sus opiniones basándose en relatos. Cuando habla de Angel, a quien admira y quiere, yo veo a Angel con más comprensión. Mi madre conoce bien el carácter femenino. El universo, en su mente, se compone de mujeres. Ahora su relación más intensa es con la joven que la cuida en casa seis días a la semana. Me dice con periodicidad que despida a esa mujer. Se llama Toinette y es una brasileña que tendrá alrededor de veinte años. Pero cuando voy y le digo que bueno, que de acuerdo, me responde que no lo haga. Qué más da, me explica, todas son iguales. Tiene a Toinette para que cuide de la casa, le haga la comida como a ella le gusta, le lave la ropa, le arregle el pelo. Y todos los días que hace bueno salen juntas a comer a algún sitio de bocadillos de las cercanías. Es la parte del Upper West Side. Mi madre tiene un aspecto muy imponente, con su pelo blanco, sus ojos medio cegatos, y bromea con el que vende los bocadillos, y éste le pide una cita, ese tipo de cosas. Toinette aguanta todo esto con cara de palo, lo aguanta todo, pero, a veces, su rostro traiciona lo que se siente estando junto a mi madre durante treinta y cinco horas a la semana. ¿Sabes lo que hizo Toinette el otro día?, me pregunta mi madre, riendo llena de contento: pues se puso a bailar en torno a mí haciendo gestos obscenos. Le dije que lo hacía bien, pero bien de verdad, y que podía ir a Las Vegas y presentar un espectáculo así. Una vez, al parecer, Toinette se sacó del bolso un picahielo, le quitó la funda de madera y se lo enseñó a mi madre. Lo lleva siempre encima por si le atacan, o eso es al menos lo que dijo. Pero yo no mostré lo asustada que estaba, le dije: Toinette, ésa es un arma mortal, si la policía te la encuentra encima te detendrán. Toinette le cuenta a mi madre historias de amigas suyas que se dedican a cuidar a gente vieja y enferma y que tanto llegan a exasperarse con los inquilinos de quienes tienen que estar pendientes en los asilos de ancianos que a veces les pisan los dedos de los pies hasta rompérselos. Pero mi madre asegura que Toinette nunca le dice los nombres de esos asilos. La conozco a usted, dice, y sé que va y lo cuenta, y luego les despiden.

Esto ha puesto a mi madre de mejor salud y más contenta que en muchos años. Desde que esta mujer fue a trabajar a su casa ha dejado de ir a ver al médico.

Es su madre la que tenía rachas, nunca dimos con otra palabra para llamarlo, mi abuela tenía sus rachas, y encima era una vieja pequeña y frágil, nada recia como mi madre, un día abrazaba al niñito bueno, le daba una perra y le bendecía y le besaba, y al siguiente le maldecía, le llenaba de terribles maldiciones en yiddish. Mi abuela solía bajar los escalones de la entrada de casa con sus botinas negras precisamente cuando yo estaba jugando allí delante con mis amigos, y entonces me amenazaba con el puño cerrado. Luego se iba por la acera y se volvía para amenazarme de nuevo, y así, hasta que daba la vuelta a la esquina y desaparecía, refunfuñando aún. Estaba escapándose continuamente, y la policía tenía que buscarla y devolvérnosla.

Y fíjense ustedes en lo que baja ahora por la calle Octava: con el gorro negro sin visera a la manera de los antiguos SS, la chaqueta negra de cuero con botones metálicos en relieve, pantalones vaqueros negros y botas también negras. A saltos, para no quedarse atrás, va un escuálido andrógino con un pendiente de oro en la oreja y un chandal verde lima. Teatro ambulante, la gente sale para chocar, es su manera de hacer arte. Armando ruido, haciendo posturas, bailoteando, cimbreándose, luciéndose, en una palabra. Voy a un restaurante mexicano la otra noche, allí nadie tendría más de veinticinco años, un chico y una chica, sentados a una mesa, llevan el pelo cortado exactamente igual, como de chiquilicuatros, con las manos sobre la mesa y con los pelos enfrentados. A lo mejor es que no me doy cuenta, a lo mejor es que no me doy cuenta de nada. Y en el metro el otro día un joven coreano va y entra en el vagón y lleva una silla a cuestas, una especie de silla de comedor bien tapizada, envuelta en una funda de poliuretano, está visto que usa el metro para sus mudanzas, una solución muy oriental y algo reminiscente a cestos colgando de pértigas sostenidas en los hombros, a diez mil personas con palas, a refugios contra bombardeos excavados a mano, pero el colmo es el vagón del metro, atestado de gente, el coreano mira a su alrededor y pone la silla en el suelo y se sienta en ella tan fresco. Este aprovecharse de todo, esta lógica inevitable de la fecunda lucha por la vida, este simple repantingarse en cualquier sitio.

Y jóvenes hispánicas con sus hijos en sus cochecillos en pleno vagón del metro, familias enteras que los llenan con sus maletas y sus bultos y con todo cuanto poseen en este mundo, y, claro, las portezuelas no se cierran, el vagón está atestado de compañeros.

Si se va Broadway abajo por la noche la sensación es muy distinta: pandillas de prepubescentes que llevan sus peines como si fueran crucifijos, o se encienden mutuamente los cigarrillos con aire importante esperando bajo los toldos a que empiece la nueva película de sadismo. Grupos de turistas nórdicos, grandes familias de buen aspecto, que van por la calle tan asombrados que ni hablar pueden. Muchachitas lustrosas a la moda de los años veinte dispuestas todavía a bailar el charlestón, los vapores calientes del horno de las pizzas se mezclan con la basura de las aceras, un guardia con su casco de plástico color azul pálido rebota sobre su silla de montar mientras su caballo trota de esa manera ladeada propia de los caballos de la policía, ésta es la ciudad histórica de los taxis amarillos, mi padre conocía estos barrios, sus escaparates rutilantes de porno, los puestos esquineros de perros calientes donde putas y buscavidas toman café entre dos asuntos, los anuncios de películas superporno, con pezones y coños tachados de negro, tiendas de aparatos fotográficos, zapaterías, paraguas de papel, Estatuillas de la Libertad, soportales animados ahora con efectos sonoros, aquí estamos en guerra, pero todavía es posible comprar una primera página con el nombre de uno en los titulares. Broadway siempre ha sido un sumidero, no hay nada nuevo aquí, las sirenas estridentes, el cacheo rápido contra la pared, el policía peor vestido que el hombre cuyo brazo acaba de retorcer por la espalda hasta casi descoyuntárselo. Los anuncios móviles de computadora gráfica, la gigantesca chica luciendo el panty en pleno cielo, el joven atleta como un dios griego en calzoncillos, los arquetipos de la Gran Civilización Blanca. No es eso lo que quiero decir.

Yendo a Connecticut siempre hay, irremediablemente, problemas de vuelta. Vuelvo con amnesia y una resolución esperanzada, husmeo las hojas húmedas, veo el racimo de abedules blancos en los bosquecillos que hay detrás de la casa, respiro hondo, así me autopurifico, y caigo víctima de una emboscada. Angel sabe ejercer la cortesía con la más inglesa implacabilidad. Pero ésta no es más que una de las maneras. No consigo llevarle nada, flores, pan de una verdadera panadería neoyorquina, porque simboliza la situación desde su punto de vista. Esta última vez Angel me dijo, después de irse los niños y ponernos los dos a beber nuestro café descafeinado por el proceso acuático suizo, que la noche anterior había ido a cenar a casa de los Millay. Todos los maridos estaban allí menos el mío. Me sentí como un caso digno de caridad. Todo el mundo en estos bosques escribe, pero tú eres el único que es incapaz de escribir aquí. Justo, eso es, le dije. ¿Cómo se las arreglan esos tipos para trabajar aquí como es debido? ¿Qué es lo que hacen cuando quieren salir a dar un paseo? Angel me miró. No tengo a nadie con quien hablar. Me siento sola. Incluso cuando estás tú aquí me siento sola, incluso cuando estás tú aquí. Tú vives tu neurosis. Estoy cansada de no ser importante para nadie. ¡Nadie se pregunta jamás lo que me pasa a mí!

Y entonces sus bellos ojos se desbordaron y se fue de la habitación.

Pienso en ciudades junto al mar, la musgosa Venecia con sus lóbregos y fríos canales, la primera Disneylandia. Pienso en Londres, con su ancho río, su paisaje plano y anárquico, su ominoso y descollante cielo blanco e industrial; o en Hamburgo, con su estuario que llega hasta la plaza enlosada y su parque limpio, sus lanchas turísticas, mi buen hotel con sus ventanas abombadas, los alemanes, como siempre en grandes grupos; o pienso en Estocolmo, cada metro de su archipiélago acanalado en piedra, su palacio cubierto y cercado de andamios, sus grúas de construcción oscilando en torno como criados reales; o en París, sucio y exagerado, el agua del Sena exhausta de peces, demasiado orinada, es ya algo más que agua, y también el aire, demasiado respirado, algo más que aire ya, la última palabra en metros, transmutada su propia densidad en otra cosa, en algo inmóvil y monumental.

Le diré a Angel, ni más ni menos, que a lo mejor lo que ocurre es que a mí el matrimonio no me va, y ella entonces me mirará, mi esposa de dos décadas, mirará al padre de sus hijos, y yo le diré aquí tienes a un ser que ha evolucionado y acaba declarándose a sí mismo. Y no solo para mí, para ti también, lo que digo es que tenemos que rematar el viaje, es la única justificación que nos cabe a los dos, después de los imperativos a los que hemos hecho frente: lanzarnos, aceptar el riesgo, es el único honor, la única redención de estos tres últimos años libres. Y es verdad que tengo en la mente una esperanza especial, pero sé lo absurda y desaforada que es esa esperanza, no puedo competir con ella para siempre. Y eso lo sé. Veo al desconcertado Mattingly dando vueltas por ahí, tratando de encontrar a una mujer con quien le sea posible hablar, veo a mi amigo Leonard, cuya esposa de quince años le abandonó por otra mujer —y ahora invita a sus colegas a tomar copas en su pequeño y oscuro apartamento nuevo— y veo a hombres con poco sitio poner fin a sus vidas, y hay terror, y luego está el asqueado reproche de los niños, y la caída en el mayor abandono de los hombres reducidos a sus hogares, y sé de sobra que es a todo eso a lo que me arriesgo. Me arriesgo al gris y deprimente destino común. Pero, mira, le diré a Angel, si hacemos esto como es debido podremos salvar de nosotros mismos y de nuestra relación cuanto hay en ello de bueno, podemos ser colegas, somos todavía socios en la empresa de la paternidad, podemos ayudarnos el uno al otro, relacionarnos como auténticos seres humanos, compartir nuestros pensamientos, conservar el respeto mutuo que nos tenemos, a lo mejor podemos incluso acostarnos juntos de vez en cuando.

Me llama un nuevo grupo benéfico salvadoreño: ¿Podría ir a escuchar a un médico norteamericano que lucha con los rebeldes? Esto me interesa: es un doctor que voló en misiones de bombardeo en Vietnam.

Hola, me dice justo en este momento mi vecino, qué tal que nos veamos en el incinerador. Oí tu máquina de escribir, dale que te pego, la mañana entera, estabas haciendo algo la mar de serio, ¿no?

Cuando llega la oscuridad en esta parte del año las luces ya están encendidas en todos los apartamentos, y veo varios pisos simultáneamente en acción. Él toca el piano mientras un piso más abajo, en el mismísimo sitio, ella riega un tiesto con flores. La gente, cuando se pone a hablar por teléfono, gesticula como si la persona del otro extremo del hilo estuviera a su lado, a lo mejor lo que ocurre es que hace falta mover el cuerpo para dar la entonación. Una muchacha se acaba de levantar la falda y está mirándose las bragas. Los niños, por lo que veo, tienen sus habitaciones llenas de colores primarios, se dice que necesitan juguetes esmaltados con colores vivos, ese niñito está en pie sobre el alféizar, con todo el cuerpo apoyado contra el cristal, los brazos por encima de la cabeza, mira a ver si ve a su padre volver del trabajo. Hale, niño, bájate de ahí. Y por todo el bloque los televisores exhalan sincrónicamente sus colores, es un programa popular, la luz cambia, los colores pestañean por doquier en todos los pisos, un programa de noticias, mira cómo cambian las escenas, se matiza la luz, reluciendo, oscureciéndose, una guerra en colinas verdes, gente corriendo, los colores sucediéndose.

Hoy fue uno de esos días veraniegos incómodamente cálidos, un cosquilleo de primavera, todo el mundo había salido, las calles estaban abarrotadas, la gente con las chaquetas en la mano, todo el mundo por la calle como crocos. Toda una banda de jazz por la Sexta Avenida, un ventrílocuo negro con un muñeco también negro reúne en torno a sí a mucha gente en la Plaza de Colón, vendedores ambulantes de pistacho y frutos secos surgen por todas partes mano a mano con los carritos de castañas asadas en carbón. Buenos negocios para los jugadores callejeros de ajedrez y de monte a tres cartas. En la Plaza de la Universidad veo mucha gente, me acerco al borde mismo de la muchedumbre, alargo el cuello, y es un sujeto que está aserrando un pedazo de madera para un trabajo que realiza en la fachada de una tienda, y, oh, grande y maravillosa ciudad mía, he aquí toda una muchedumbre congregada para ver a este hombre aserrar su madero.

En el buzón, una carta de Seattle: mi amigo, el poeta Rosen. ¿Escribiría yo algunas cartas de recomendación para su hijo, que ha solicitado entrada en la universidad? A propósito, dice, ¿qué pasó, por fin, con las Vidas de los Poetas? Llevo ya bastante tiempo prometiendo el libro. Rosen no ha publicado recientemente nada nuevo, se siente olvidado, piensa que alguien debería hacer algo por festejarle. Oh, qué impasiblemente irrefutable sentido de sí mismo tiene este buen Rosen, hasta respira como un rey, cada hálito suyo es un suspiro de trágica resignación, una larga y entristecida expiración de esperanza, si la respiración fuera poesía él sería muy importante, el Shakespeare de nuestra época. Es bajo, pero muy recio y fornido, muy agresivo en los juegos, orgulloso de lo bien que juega al tenis y al ajedrez. Y es cierto que sus problemas son monumentales. Durante años ha sufrido de un caso de psoriasis que le atenaza desde el cuello hasta los dedos de los pies, y que le fuerza, como a Marat, a vivir en la bañera. Era incapaz de soportar la consciencia sin bañarse durante varias horas al día en una poción. Rojo y costroso y rudo, agrietándose como roca puesta al fuego, parecía del planeta Marte. Entre los poetas era tan famoso por su piel como por su obra. Luego se enteró de que en el Centro Médico de la Universidad, que es un hospital de investigación muy avanzado, habían encontrado una nueva cura. Ni corto ni perezoso se ofreció como conejillo de Indias. Le hicieron tragar una especie de producto químico y le pusieron bajo luz ultravioleta y le dejaron limpio. Comenzó a cobrar esperanza de vivir. Fue a otro departamento donde estaban estudiando la manera de recomponer tímpanos rotos, pues estaba sordo de una oreja desde los años sesenta, cuando perdió uno de sus tímpanos en un motín. Siempre había sido un poeta activista, apasionado y polemista, constantemente metiéndose en líos con las autoridades, arruinándose en los tribunales, apaleado en la calle. Aquéllos eran los días en que la gente salía envuelta en abigarradas túnicas africanas y con medallas de la paz y con el pelo negro y revuelto. Los médicos le inyectaron en el oído interno una especie de espuma que le pegó las piezas rotas del tímpano y se lo volvió a juntar todo. De esta manera recuperó Rosen el oído. Poco a poco iba recomponiéndose entero.

Rosen estaba casado con Remini, herbolaria y mística, lo cual tenía gracia en los años sesenta, pero para cuando recuperaba él su salud ella ya se había hecho discípula de un hombre que era Delegado Terrestre del Consejo del Cosmos, organización de deidades dedicadas a mostrar a los hombres lo errados que están. Rosen no se sentía atraído por esas deidades. Su epidermis y su tímpano funcionaban de nuevo, pero su matrimonio se desintegraba en todas las direcciones, como el mismo cosmos. A mí me caía bien Remini. Era una mujer sumamente alta, pelo rubio liso, ojos azul pálido, grupa de perro hambriento y sin raza; su sonrisa era la más dulce del mundo. Se trasladó a una habitación del piso bajo de la casa conyugal y allí dormía en un colchón en el suelo. Tenía una linterna japonesa y colgaduras de Nepal e incensarios. También vivía en la casa un preso en libertad condicional de la cárcel estatal local. Rosen había dado clases de creación poética en la cárcel y, en vista de las dotes literarias de este preso, le consiguió libertad anticipada y le facilitó la entrada en la universidad. Mientras Rosen daba sus clases, Remini y este sujeto se encerraban en la habitación de ella para encender incienso juntos y meditar. Le vi una vez, un tipo de aire ladino, muy delgado y nervudo, como ella, y evidentemente orgulloso de haber dado con un truco barato, la metáfora, para salir de la cárcel.

Hoy el pelo de Rosen casi ha desaparecido, y lo poco que le queda está cortado al rape. Lleva chaquetas de franela azul y corbatas también azules. Comparte su vida con una encantadora mujer de su misma altura. Sus hijos se las arreglan. Él se dedica a entrenar al equipo de la Pequeña Liga en el que juega su hijo menor, quiere triunfar, quiere hacer las cosas como es debido y triunfar, pero, aunque ha hecho algunas traducciones, hace ya muchos años que no escribe nada satisfactorio; tiene la piel tersa, juega bien al tenis, gana al ajedrez a su computadora, pero apenas ha escrito nada que valga la pena.

Y qué es lo que tenemos aquí, pues una comunicación urgente de mi compañía telefónica: Estimado Cliente, si no paga la cantidad completa, y nos es necesario interrumpir su servicio, no tendremos otra alternativa que cancelar su cuenta. ¡Pero qué bestia es esta computadora, si ya pagué la cuenta!

Lo que yo quiero ahora es que mi vida sea sencilla, que no tenga secretos, quiero ser quien realmente soy con todo el mundo, todo el tiempo. Quiero que la persona a quien amo sea la persona con quien hago el amor. Siento el amor, o el amor por ella, como un estado de claridad, de realización de mi ser. Hay coincidencia entre quien soy y quien debería ser. Y esto ya se lo dije a ella en una ocasión, le dije que pienso en ella como en mi esposa natural porque hasta ahora nunca había sentido con nadie esta sensación de haber llegado finalmente en mi propia vida. Y, naturalmente, uno encuentra tontos signos románticos, pero lo cierto es que yo dibujo mucho, siempre he dibujado: de ordinario dibujo rostros, animales, coches, aviones, a veces mi propia mano, pero siempre a lo largo de los años, un rostro, de perfil, desde muchacho he dibujado ese rostro, y era ella. Y se lo demostré un día dibujándolo sin mirarla, y era ella, la misma frente, la misma nariz, el mismo semblante sereno, el mismo exquisito relieve de labios, la misma barbilla enérgica, los mismos ojos grandes y claros. Y es seguro que no fue cosa mía, no fui yo quien se lo hizo, pero en la matrícula de su coche se lee mi número de teléfono. Eso sí que no lo inventé yo. Es la disposición a encontrar esas cosas lo que se llama amor.

Tengo el valor de renunciar a todo por ella. No pienso poner como condición de nuestra relación que tú abandones a tu mujer, me dijo ella una vez llena de pánico. Es posible que le falte audacia. Es posible que no le guste el peligro. Pero, así y todo, ¿por qué no contar las cosas como pasaron? El verso es de Lowell. Bueno, de acuerdo, ya sé que estoy metido en un lío. En este asunto no he tenido fuerza, y ella no se acostumbra de forma natural. En una ocasión, para justificar sus dudas, me dijo: Durante muchísimo tiempo no tuve la impresión de ser algo concreto para ti. Yo protesté. No, dijo ella, pensé que lo que querías era enamorarte.

No es celosa, ni acaparadora de afecto, y, sin embargo, intuyo en esta observación una alusión al desdichado comienzo de nuestra relación. Me sentí instantánea y enormemente abrumado por ella, deslumbrado de manera increíble y, a pesar de todo, me lié con su amiga: un impulso del momento, como yo mismo le dije más tarde a modo de explicación, cuando, meses después, acabé por llamarla. Las había conocido a las dos juntas, un fin de semana de verano. A quien quería es a ti, dije, y pensé que no podías estar libre. Lancé la flecha con la mejor puntería que me fue posible.

Y la intensidad de la sensación nos desvía, esto sé que es verdad, Rilke se enamoró de dos mujeres que eran amigas. Se casó con una y siguió amando a la otra. Se dice de nuestra propia Moira, apasionada y sufridoramente casada con Brad, que justo antes de fugarse con éste le dijo a su antiguo amante que se casaría con él si seguía queriéndola. Hay en nosotros un esplendor así cuando amamos: nuestro globo de bandazos vacila, amenaza con echarnos del universo. A mí no me parece insólito que, en el fragor de la estática y absoluta convicción de amar a una mujer, en nuestro entusiasmo, nos resulte igual de fácil alargar la mano y asir a la mujer que está al lado de ella.

Y, a pesar de todo, ella vaga por el mundo, se da tiempo para pensar en nosotros, y también para pensar en lo que quiere hacer. Grecia, Egipto, la India… Dios santo, cuánto tiempo necesita, pero yo tengo que darme prisa. Ya me ha dicho que me quiere y que está asustadísima. Esta generación teme ser reclamada. Qué cosa más ridícula. Tiene su propia carrera, ha leído a Dickens, a Hardy, a James, da clases sobre escritores muertos, profesión tan espantosa que yo no sabría qué hacer si fuese la mía. Lo que me aterra es que va a querer que seamos amigos. Éste ha sido siempre su instinto. Y es bastante fácil y está muy dentro de la tradición, yo he leído a Ruskin, después de todo, y le comprendo, y comprendo todas esas castas pasiones decimonónicas de cuarto de estar, esos triunfos del amor incesante de solteronas por pastores protestantes, de eruditos por sus primas, y es verdad que pueden sostenerse sin introducir un rechoncho pólipo propio en agujero ajeno. El amor en manos de los platónicos está más seguro y tiene menos problemas, nunca hace falta corregirlo, se ve uno fijo en el firmamento y nada puede quitarle de allí, existe uno en el orbe del respeto moral recíproco y lo que haga cada uno con su cuerpo y con quien lo haga es cosa que a nadie concierne. Y puede ser natural en ella amar de esa manera, nunca se casó, tendrá, cuántos años, pues eso, treinta o treinta y uno, desde los quince ha tenido a los hombres que le han apetecido de la manera que sea, fue uno de los últimos «chicos de las flores», anduvo en sus motocicletas, tomó con ellos mescalina en la playa, vivió en una ocasión con un marchante, otra vez incluso con otro escritor, y sus ligues siempre se disolvieron en cosa de meses: seis meses, me parece que fue ella misma quien me lo dijo, es lo más que ha estado liada con alguien.

Y yo, lo más que he estado con alguien ha sido dieciocho años.

Reconozco que no tengo sentimientos dominantes, lo independiente de su vida me ha hecho sofisticado. Quiero conseguir que te corras, le dije una noche. Pero eso, me dijo ella, es asunto mío. Es realmente preciosa, estupenda. Tiene el cuerpo que yo les he dado a las heroínas de mis libros: pechos menudos, cintura fina, pompis grande. No es una de esas mujeres que lloran por todo. Es serena, tiene bella voz, sin ecos quejumbrosos, sin nota alguna de degradación. Yo le doy una serenidad, un equilibrio en el mundo del que, según confesión propia, carece. Pero ¿qué sabe ella? Toda su vida ha sido promiscua de una manera natural, y, a pesar de esto, se considera a sí misma una solterona solitaria y desaliñada, que se pasa el día dando lecciones y revisando ejercicios, se sienta sin compañía por las noches a beberse ante la televisión su martini de rigor.

¿Qué es lo que pasa en Houston Street? Llueve, y la farola ambarina que hay delante de la gasolinera de Mobil ilumina a cuatro ocho doce taxis aparcados, uno de ellos medio subido a la acera. Tienen los faros apagados, pero los taxistas están dentro, de vez en cuando se ve una cerilla encendida. Se paran más taxis amarillos detrás, o a un lado, y ahora los faros delanteros de dos de ellos se encienden de pronto y los motores resucitan y arrancan y se alejan, las llantas chillan y los taxis que hay detrás se adelantan un poco y siguen esperando a que les llegue el turno de arrancar. Cojo mis gemelos. Las gotas ambarinas de lluvia caen ante mis ojos. Las portezuelas de los taxis llevan todas el mismo emblema, de una empresa. ¿Taxis aparcados bajo la lluvia, con los faros apagados, en plena noche de mucho dinero como ésta? Son los guardias. Tres arrancan ahora y salen a toda marcha Houston abajo. Ya sé que se sirven de estos taxis falsos para localizar pandillas de ladrones de coches. Los ladrones de coches están organizados de manera que pueden llevarse un coche a su taller y desensamblarlo en cinco minutos, o bien al puerto y meterlo en la bodega de un barco y a la mañana siguiente ya ha cruzado la mitad del océano. Los guardias no consiguen acercarse siquiera a ellos con sus coches oficiales, ni aún con coches desprovistos de marcas delatoras, por eso se sirven de taxis. De modo que es esto lo que pasa. Pero esta operación en plena lluvia tiene más aspecto de vigilancia intensiva, de algo grande, de una buena redada de dinero en SoHo. Parecen ir hacia Broadway.

No sé. La duplicidad en la gente es, naturalmente, base de toda civilización, pero la doble vida de los organismos estatales, policías disfrazados de taxistas, policías disfrazados de putas y atracadores, policías disfrazados de turistas, todo esto a mí me parece enloquecido, verdadero teatro tribal, absorbe energías existenciales, libera fuerzas cálidas y misteriosas. A mí los policías me gustan de uniforme, con su número bien claro y que se pueda leer, me gustan los departamentos de policía con sus presupuestos debatidos en público. Agentes, detectives, todos bien vestidos y fáciles de identificar. No me gustan disfrazados, con sus coartadas y archivos secretos. ¿Quién sabe lo que les pasa por las mientes mientras se infiltran entre nosotros?

Sidney, el agente, que es cinturón negro y se dice de él que hizo contrabando de armas por cuenta del Irgun hace muchos años, me lo dijo una vez: Son los judíos como yo quienes vigilamos a los judíos como tú.

Pero lo que yo digo es que vosotros tenéis aquí los medios de ponerle alambres a la realidad: un calambre de alto voltaje y todas las neuronas salen volando. Mi amigo Gary, que tiene cincuenta años, dirige su propia empresa de relaciones públicas y aporta buen dinero a las campañas del partido demócrata. Cuando yo le trataba mucho estaba casado con Abigail, y era el segundo matrimonio de ambos. Esto viene a cuento. Cada uno de ellos tenía un hijo del matrimonio anterior, y entre los dos habían producido tres más. Después del tercero Abigail le pidió a Gary que se sometiese a una vasectomía. A él no le hacía gracia, porque estaba orgulloso de su testosterona, como todos nosotros, pero, en interés de sus relaciones, fue al hospital y allí se la hicieron. Eso hizo bajar la tensión entre los dos y todo fue bien, excepto que unos meses más tarde Gary encontró en el bolso de Abigail una caja de plástico moldeada en forma de concha marina y ya se sabe lo que pasa con esas cosas. Todo aquello no habría tenido más consecuencias que cualquier otra triste canción de amor de no ser por las ideas de Gary sobre el asunto, que me susurró confidencialmente en la barra de Wally’s a los pocos meses de su divorcio. Fue entonces, al ver el diafragma, me dijo, cuando me di cuenta de que Abigail era de la CIA.

A mí me pareció descabellado. Recuerdo que le traté con cierta dureza. Vamos, hombre, Gary, le dije, ¿qué es lo que te hace pensar que la CIA te iba a elegir a ti para marido? Pero ahora pienso que la observación de Gary es una de las más proféticas que he tenido jamás el privilegio de escuchar. Descubrir que tu mujer está follando con otro es una cosa, pero ser traicionado por el gobierno norteamericano es algo muy distinto. Consideradlo como una metáfora y veréis que comienza a actuar en vosotros como ha actuado en mí. Pensad en Gary como poeta. En un breve momento de torturada inspiración se llenó del Zeitgeist de la misma manera que una vela se llena de viento. Sé de hombres que se pasan la vida entera escribiendo y jamás han conseguido acercarse a él.

La noche anterior, cenando en casa de Josie, nos cuenta que su hijo menor volvió a casa con una carta fotocopiada del director del colegio, una especie de aviso psicológico en el que se advertía a los padres del Colegio de Mulberry que aquella mañana, en la acera de delante de la entrada principal, algunos de los niños podrían haber tenido la experiencia de ver a un hombre muerto que yacía allí. Todos reímos alegremente. Paul, que en su juventud ha sido reportero en la ciudad, explica que ahora se ven cadáveres por las calles porque los policías prefieren no ocuparse de ellos. No es lo mismo si el cadáver está en el interior de un edificio, porque entonces se vuelven detectives. Entonces, el gracioso del oficial de turno, sus parientes y amigos, lo que hacen es cogerle la cartera, cortarle todas las etiquetas de la ropa que lleva puesta, y sacarle de allí por la noche y dejarle tirado entre los cubos de la basura. Y aquí paz y después gloria.

En cosa de segundos comienzan a dar la vuelta a la mesa anécdotas de hombres muertos, y esto no tendría nada de particular si no fuera porque uno de los invitados, Marvin, rico y soltero heredero de un negocio editorial, está desahuciado y tiene, probablemente, seis meses de vida. Y posiblemente sea ésta la razón de que haya surgido el tema: es sabido que siempre acaba saliendo a la superficie, de una manera o de otra. Marvin escucha resueltamente, con una sonrisa inmutable en el rostro. Tiene a su lado su bastón, el cuello le sale de la camisa como una zanahoria seca, pero lleva chaqueta de franela roja y chaleco de tartán, animoso como la Navidad misma. Nos damos cuenta de pronto, es una reacción colectiva, todo el mundo se pone a hablar en privado con su compañero de mesa.

Éste es el dernier cri, gente enferma de cáncer que sale de noche. ¡Qué espantosa tendencia, no tener miedo! ¿Será que la muerte no es otra cosa que una salida nocturna para pasarlo bien?

Subiendo las escaleras del metro en Astor Place me vi en un mercado improvisado en la acera: cintas de vídeo de contrabando, ropa con las etiquetas cortadas, bolsos, carteras, libros recién publicados, todo ello sobre hojas de plástico extendidas por la acera. Jóvenes sonrientes con gorros de lana de esos que se ponen los soldados cuando hace frío y guerreras militares de faena sonreían al otro lado de estas mercancías. El año pasado, sin ir más allá, les vi también en Lima. Y después les volví a ver en Ciudad de México. La ola está empezando a lamer nuestra orilla. Hay ahora muchos iraníes viviendo en Los Angeles. Vietnamitas distribuidos por toda la costa Occidental. Laosianos que sufren el síndrome de la muerte repentina en sus casas de las Montañas Rocosas, haitianos que llegan a Florida vadeando el estrecho, salvadoreños, guatemaltecos, cruzando en manadas el río que les separa de Texas. Dios mío, que se les deje emigrar, que mi patria sea su última esperanza. Pero aquí hay que establecer algunas diferencias: los irlandeses, los italianos, los judíos de Europa Oriental, vinieron aquí porque querían comenzar una vida nueva. Trabajaron para ganar dinero y traerse a sus familias. Se despidieron para siempre de la vieja patria y se alegraron de abandonarla. No vinieron aquí huyendo de algo que les hubiéramos hecho nosotros. Los nuevos inmigrantes están aquí porque somos nosotros quienes hemos hecho inhabitables sus tierras. A lo que han venido aquí es a salvarse de nosotros. Han traído consigo sus políticas candentes. Han organizado campamentos paramilitares. Se están asesinando mutuamente. La policía secreta de sus propios países llega en avión para asesinarles. Explotan bombas de las repúblicas en plena Avenida de Connecticut. Mi presidente abraza a sociópatas de cuyo lecho cuelgan condecoraciones por asesinato. Los mendigos escarban entre la basura. Los ojos del barrio están fijos en mí.

En octubre del año pasado, yendo en Ciudad de México a una fiesta de Todos los Santos que daba en su casa un agregado cultural norteamericano, una casa, por cierto, que estaba protegida con puertas de hierro, como todas, tuve que abrirme camino entre un racimo de mestizos, gente con piel de cuero y edad indefinida, algunos llevaban niños pequeños colgados de los hombros y envueltos en telas de colores, y tenían sus sombreros de fieltro en la mano, y decían algo con sus voces desdentadas, y yo acabé interpretándolo: o nos das algo o te pegamos, era un murmullo, pero sin ira, o nos das algo o te pegamos, como el sonido que hace una bandada suave de pájaros de tierra.

Es posible que me haya ocurrido algo verdaderamente serio. Es posible que me haya apartado de mi propia vocación. Pero ¿cómo es eso posible? La he seguido fielmente, paso a paso. Le he seguido la pista dentro de su propia lógica, nunca he vacilado, he sido constante, y me ha conducido a este desierto, a este horizonte plano. Doy una vuelta, y otra, y estoy solo. ¿Hay un final específico que resulta del compromiso? Se cruza una frontera invisible, con lógica y buena fe, y un universo sin nombre pasa, como el viento, ante tus ojos. Es posible que yo la haya cruzado. En una ocasión quise escribir una novela sobre el obispo Pike, y ahora me doy cuenta del porqué, veo la relación, sin duda lo que ocurrió es que reconocí la veneración extática, los ojos en blanco, la fe que tensa la piel de los nudillos y que te empuja a través de cualquier territorio, que te lleva a trompicones a través del magma. El buen obispo, todavía con su alzacuello, fue en pos de su amor a Dios por dondequiera le llevó, hasta el campo del ocultismo. Su hijo había muerto por un exceso de somníferos, y un medium podía ponerle en contacto con su hijo muerto. Oh, qué dolor, qué dolor. El ritual de la Iglesia Anglicana se cae de las manos. Si se cree verdaderamente en Dios, ¿cómo es posible no desear lo sobrenatural? Si a Dios es posible rezarle, ¿por qué no va a saltar de una tabla de escritura espiritista en una salita oscura al oír la voz sofocada de un estafador? El obispo, pobre memo enloquecido, nunca pensó haber dejado su sede al desaparecer en el Negev con una botella de Coca-Cola.

En una ocasión, hace años, mi amigo Arlington vino a nuestra casa de Connecticut y se quedó a dormir. Le oímos gemir en sueños. Por la mañana le encontré sentado con mis hijos a la mesa del desayuno. Era un hombrón, hecho como a golpetazos, y estaba sentado allí con su camiseta a rayas, un cigarrillo en una mano, un vaso lleno de bourbon en la otra. Arlington tenía una memoria fotográfica, y su idea de la conversación consistía en recitar poemas. Era capaz de improvisar antologías enteras de cosas que ha leído y que le gustan. Bueno, pues allí le vi, con mis hijos, que entonces eran bastante pequeños y estaban sentados ante sus Rice Krispies, las cucharas bien apretadas en las manos, mirándole y olvidándose de comer. Y Angel, envuelta en su bata de baño, ante el tablero de la cocina, haciendo sandwiches de pasta de cacahuetes tostados para la comida del colegio y moviendo incrédulamente la cabeza. Y también yo estaba allí, con mi taza de café en la mano, tratando de enfocar bien la mirada. Y James Arlington, terminando de recitar Green Groweth the Holly entre chupadas a su cigarrillo y sorbos a su vaso de bourbon, se lanzó al poema de Trakl sobre la decadencia fascista de Norteamérica. Y aún no eran las ocho de la mañana.

La verdad es que este poeta… y todo por lucir su gran memoria: fuimos condiscípulos en Kenyon. Había muchos poetas en la universidad, poesía era lo que hacíamos en Kenyon, igual que en la del estado de Ohio se jugaba al fútbol. Y tres o cuatro de los poetas que estudiaban allí eran buenos y prometían, como Arlington, pero también los había malos, y poetastros y estetas preciosistas, y nos gustaba tomarles el pelo, nos divertíamos con su sensibilidad enrarecida. Un día de otoño, dando un paseo con Jim, me tiré de un salto contra un montón de hojas y me puse a dispersarlas por el aire a patadas, y, mientras iban cayendo en torno a mí, revoloteando y girando al viento, alargué una muñeca lacia y alcé la barbilla y me puse a gritar, tembloroso de sensibilidad, ¡caen las hojas!, ¡caen las hojas! A Arlington eso le entusiasmó, rompió a reír con su risa descarada e incontenible, este auténtico poeta al que encantaban los discos de lieder de Elisabeth Schwarzkopf, pero también se pirraba por cantar «Sam, Sam, the Shithouse Man» bajando por el camino del medio, este campesino de Ohio, entre los chicos de la confraternidad universitaria, con sus pantalones de franela gris y sus zapatos blancos.

Y así, durante varias semanas, iba a seguir festejándome. ¡Las hojas que caen, mira mira, las hojas que caen! Esto llegó a formar parte de su repertorio de totales recuerdos automáticos y nos recordaba lo que teníamos que decir —nosotros éramos unos inadaptados, unos proscritos, unos parias de esa universidad, y si nos congregábamos en torno a él era para levantarnos la moral, era nuestro asidero—, pues eso, que nos recordaba lo que teníamos que decir y hacer para conseguir su aprecio. Bueno, pues pasan treinta años, y él llega a ser poeta famoso, vive con la intensidad impotente, con la rabiosa sumisión a la poesía de los condenados. Y es un bebedor prodigioso, un bebedor monstruoso, y, finalmente, a los cincuenta años de edad, decide optar por la sequía, y se vuelve para él una verdadera lucha, un tormento, mantenerse sobrio. Y no ceja, y sigue apartado del alcohol, y ahora parece más delgado, esa palidez de eremita que les sale, y en ese estado le viene una carraspera, y resulta que es cáncer. Y yo voy un día al hospital a verle, y ya no puede hablar, le han acolchado la boca con una especie de guata especial, y le han cosido una anilla al cuello para que no se le cierre una traqueotomía y pueda seguir respirando, y él hace una seña a su mujer, Molly, para que le traiga la tablilla de notas, y escribe en ella, y me la tiende, y veo que ha escrito con los mismos garabatos de campesino de hace treinta años: Las Hojas Caen.

Naturalmente, ella vive en los Berkshires. Y digo que naturalmente. De niño pasaba yo allí los veranos, y no ha cambiado. Es, para mí, un hogar del espíritu. Lo único que necesité fue un paseo en el silencioso bosque umbrío. Mis pisadas contra el suelo de pinochas. La libélula se cierne lentamente en una columna de luz clara. Encuentro una quebrada con su pequeña cascada que rebota, sonora, sobre las peñas blancas. Aquí vivió Melville, y también Hawthorne, que me enseñó la aventura, y hasta William Cullen Bryant vivió aquí. Y ella también vive aquí. En una ocasión, en invierno, fuimos a una posada, a cincuenta kilómetros de su ciudad. Aunque está soltera es más discreta que yo, ha sufrido por causa del chismorreo, ha pagado su licenciatura en Filosofía y Letras enseñando en la escuela primaria, pero, fueran cuales fueran sus éxitos, siempre hubo alguien que le decía que fue gracias a su belleza, y esto a ella le irrita. En fin, sería mejor que no se nos viese juntos. A mí, la verdad, me da lo mismo. Llevaba un abrigo oscuro, ajustado, y debajo un encantador vestido blanco con flores de lis azules y la cintura alta. Tomamos una copa en el bar y subimos a nuestra habitación. En la cama de dosel había una colcha de felpilla. Corrí los visillos detrás de las cortinas blancas. Había dos silloncitos de respaldo alado, tapizados, en los que no era posible sentarse cómodamente. En el baño, una bañera para enanos. Nos desnudamos e hicimos el amor.

Sea cual sea la idea que te hagas sobre cómo va a ser, sobre la violencia de hinchazón que aportarás, cuando ella se quita la ropa se vuelve muy humanamente específica, un cuerpo con una línea aquí, una redondez allá, un grosor en los muslos o una conmovedora estrechez en los hombros, pechos más pequeños de lo que a uno le gustaría, alguna desproporción, la larga cabellera demasiado espesa y larga para su cuerpo, hay cierto triunfo o tiranía de la vida cotidiana, una protesta femenina contra la forma ideal, y uno, naturalmente, en su propio destino específico, la toma en sus brazos, y toda su lujuria se vuelve curiosamente serena y se ríe uno de encontrarse haciendo el amor sencilla e inocentemente con otra persona.

Más tarde, de noche, llegó la hora de llevarla a casa. Hicimos en coche los cincuenta kilómetros que distaba. Era tarde y hacía mucho frío. La carretera serpenteaba entre orillas de nieve, bosques oscuros se levantaban sobre las colinas a ambos lados de nosotros. Ella señalaba las pocas estrellas que se veían en aquella negra noche. Apagué los faros. Ella reía, aterrada. Fui costeando, sin faros, colinas curvas abajo. Ella, con ambas manos, se cogía a mi brazo, sus dedos me apretaban el brazo, y reía y tiritaba y el coche iba violento y feroz, una forma oscura en la carretera oscura bajo las estrellas.

Ella rehusaba siempre, escrupulosamente, los regalos, a menos que fueran de valor insignificante. Pero a mí me regalaba constantemente cosas: flores, cucharas de adorno, tarjetas postales antiguas, un jarroncito para pimpollos, pequeños ofrecimientos de instantes de su pensamiento, siempre bellos y bien escogidos.

La dejé al borde de su ciudad montaraz, donde tenía aparcado el coche. El río era hielo. El viento levantaba nieve por las calles. Al borde del río, un molino de ladrillo rojo protegido por tableros.

Y, sin embargo, he aquí su bonita tarjeta postal de montañas extranjeras, de desfiladeros lejanos. El Himalaya. He conocido a alguna gente y voy a seguir con ellos. Perdóname. Ha conocido a alguna gente y va a seguir con ellos. Ella misma se ha convertido en una bonita tarjeta postal de montañas extranjeras, de cielos lejanos. Delineo su tinta con el dedo. En una ocasión me dijo: El lenguaje es algo que casi no existe.

Y también en las ciencias, no solo la religión: Linus Pauling, premio Nobel de Química, insistiendo en los poderes curativos de la vitamina C en megadosis, insistiendo con lógica, con fe, hasta que le quitan el dinero de la investigación y encuentran fallos en sus datos. Pauling, un hombre genial entrado en su séptima década, absolutamente imperturbable, soltando sus desánimos como una letanía, de la forma más natural, sin la menor queja, diciendo lo que sabe en cenas de gala. La ciencia es ahora una ciudad amurallada de la que le han excluido, y él está allí, ante el portón, con los demás buhoneros, ha seguido su vocación adonde ha querido llevarle.

Y por supuesto, el caso clásico es el de Wilhelm Reich. Momento hubo en el que Freud pensó que Reich era el mejor de todos. Aportó grandes cosas a la literatura psicoanalítica. Siguió adelante, con lógica, con fe, hasta la idea de curar a la sociedad entera. Siguió adelante, condenado por su propio compromiso, hasta entrar de lleno en la caja del olvido. Se salió de ella dios sabe dónde, en Nueva Hampshire, y acabó su vida disparando contra platillos volantes con un diminuto fusil de rayos que él mismo diseñara.

Me llama mi madre: Vi el nombre de tu amigo Norman en el periódico, le veo constantemente por la televisión, ¿por qué no te veo nunca a ti por la televisión? Pues, la verdad, mamá, no lo sé, me gusta vivir mi vida en privado. ¿Y por qué?, me dice ella, ¿qué es lo que tienes que ocultar?

Me dice él que hay muchos que están enfermos de desnutrición, no comen más que tortillas y alubias, y él les enseña a alimentarse con hojas del árbol de la mandioca o con papayas. Dice que los clavos corrientes son una gran ayuda médica porque, si se les deja en agua varios días, les dan todo el hierro que necesitan para curarse la anemia. Dice que no hay aspirina y por eso les enseña a hacerse té con corteza de sauce, que es un analgésico. Un brebaje de hojas de eucalipto acaba con la tos. Dice que si la guardia nacional coge a alguien con medicinas, con unas pocas pastillas de jabón, con unas ampolletas de antitoxina de tétanos, le detienen por subversivo.

Trato de recordar todo lo que dijo. Nosotros le escuchábamos en una buhardilla en Spring Street, hombres y mujeres ya crecidos, sentados en el suelo como niños, mientras este doctor, joven y pálido, en pie junto a las columnas, nos hablaba. No es jungla donde se pueda esconder uno. Es tierra de labranza, colinas y valles, y cada pulgada de esa tierra está habitada, de modo que los guerrilleros tienen que vivir del pueblo. Cada zona de control está dirigida por una asamblea general elegida entre la gente de la comunidad. Cada zona planta sus propias cosechas, pero las almacenan colectivamente. Algunas zonas están especializadas en aves de corral, o en cría de cerdos o cabras. Tienen unos pocos hospitales primitivos. Entrenan a gente en medicina elemental, les llaman brigadistas, para que ayuden a los pocos médicos y estudiantes de medicina. Celebran clases de lectura y escritura bajo los árboles.

Yo estoy sentado, escuchando al joven doctor. He preferido apoyar la espalda contra la pared. Tengo las rodillas encogidas. Abro los ojos y veo la grande y polvorienta ventana del desván de mi propia casa, unas manzanas más al norte. Cuento nueve pisos hacia arriba y veo mis propias luces. Me pongo a imaginarme a mí mismo en pie junto a la ventana, mirándome donde estoy ahora. Se me ocurre preguntarme por qué tomé este apartamento. Pues lo tomé por ella. Lo tomé para que fuera nuestro refugio neoyorquino.

Cuando el gobierno ataca una zona determinada, los guerrilleros evacúan a los civiles al tiempo que contraatacan. Se llevan a sus propios heridos. Esconden el ganado. Se van de noche. Todo está muy bien organizado, dice. Cuando termina la incursión, vuelven a traer a los civiles. La mayor parte de los guerrilleros tienen menos de dieciocho años. Tienen sus clases de lectura y escritura bajo los árboles.

¿Ha conocido ella a alguna gente? ¡A qué gente! ¡Quiénes son esos amigos suyos! ¿Cómo se las arregla para ir a todos esos países, sin medios visibles de sustento?

Sí si la CIA.

Quién será, alguien tiene que pagar. El corazón, al romperse, da sabor a sangre. ¿Quién será? Pensábamos que ibas a ser chica, me dijo mi madre teniendo yo cinco años, yo lo que quería era una hija para mi vejez. Me daba algo de su tiempo, les dijo a sus amigas un día en algún portal de la montaña al anochecer, en mil novecientos treinta y no sé cuántos, y yo jugando en los escalones de madera, con los ojos a la altura de las pantorrillas y las rodillas femeninas, los muslos abiertos sobre las sillas de mimbre, las faldas levantadas para encontrar la brisa de este cálido crepúsculo de la montaña un nacimiento de brecha, pensé que él me iría a matar. Rilke lo pasó peor, todo le fue peor, su madre le llamaba Renée y le vestía de niña y no quería cortarle el pelo. Y él se lo cambió por Rainer cuando fue mayor. Rainer Maria Rilke. ¿Y por qué, puestos a ello, no se cambió también el Maria? Aquí no hay ningún lugar que no te vea. Tienes que cambiar de vida. Sí, Renée/Rainer. Busca la transfiguración. Entrega el alma húmeda y reluciente. Porque la muerte te convertirá en un cuento. Dirá de ti que hiciste lo que debías. Que añadiste algo a la reserva de cosas benditas e hiciste un modesto esfuerzo. Oh amor, no me gusta que me apliquen la palabra, este paso por la sangre de mi obsolescencia. Que mi tiempo biológico ha llegado a su fin. Que he agotado el mundo. Que ya no soy increíblemente guapo.

Theodora S. anda por aquí, la encontré el otro día en el Grand Union. Me dijo que su marido la ha abandonado por otra mujer: y por él renuncié yo a un amante importante, dijo. No, no Theodora.

¿La islandesa alta? La última vez que hablamos ella había encontrado un maravilloso régimen nuevo y perdido varios kilos. Me dijo que estaba buscando algún ejercicio que les impidiera volver. ¿El sexo?, sugerí. Quemas doscientas calorías cada vez. Cómo va a ser eso, si está una echada. No, no es la islandesa alta.

Y el cerebro de él yacía allí; su ojo abierto e inyectado en sangre comprendía que estaba percibiendo, inquieto en el suelo, mientras hablaba el iluminado doctor, tan inquieta ella que no conseguía doblar cómodamente las piernas para sentarse, le quedaba mucha pierna al descubierto, se le subían demasiado las faldas, santo cielo, su amiga, mi vieja amiga Brenda, la actriz. Brenda, hace unos años, fue durante unos minutos mi favorita. Nos salió bien porque ella sabía mucho más que yo sobre enfermedades y dolencias. Y no solo era vivaz y cachonda, y quién no lo es en los tiempos que corren, sino, encima, una gran autoridad en cuestiones de desgracia física. Ahí está. Nos miramos de un extremo al otro del cuarto, sonriéndonos, oyendo como esos otros dan clases de lectura y escritura a la sombra de los árboles.

Brenda salió bien, fue un verdadero milagro, de una operación del cerebro hace unos pocos años, y me dijo cuando nos vimos que cabía esperar una seria parálisis en su vejez a modo de efecto secundario aplazado. Si es que vivía tanto tiempo. Seguía tomando atabrina contra la malaria que había cogido en Bangladesh, y cuando la conocí sufría de inflamación de la pelvis, aunque yo creía que era yo quien se la estaba causando. Pensaba que era yo. Muy bien, fantasmal actriz, y encima besa muy bien. Con ese don poético que tienen en el teatro para sentir más dura y más desesperadamente que nadie. Nos iremos a cualquier sitio, viviremos pobremente, me dijo en lo más denso de nuestra relación, ¡te sabré hacer muy feliz! Tiene en la pierna la cicatriz de una vez que un veterinario vietnamita enloquecido le dio una patada en una manifestación, rompiéndole la tibia, y luego el médico no se la supo reparar debidamente. O a lo mejor fue un accidente de automóvil, la verdad es que no me acuerdo. Se ha roto muchos huesos, no me extraña. Una noche, en una lectura benéfica que unos cuantos de nosotros dimos en Southampton, se vio atacada a la salida por unos cuantos hinchas, y para liberarse de ellos hizo la cosa más sorprendente que os podáis imaginar, retrocedió hasta la barandilla del portal y, la pura verdad, no había más que ocho o diez escalones hasta el suelo, pero se tiró de espaldas sobre la barandilla y desapareció entre un volar de enaguas, un pataleo de zapatos, y todos nos quedamos allí, mirándonos, demasiado perplejos para hacer otra cosa que escuchar a Brenda debatiéndose en un seto de alheña.

Me volví muy cauto cuando comencé a juntar todas las historias que me ha contado de directores que le pegaron, estrellas que trataron de violarla, enfermedades mortales a las que ha sobrevivido, intrigas políticas que pusieron en peligro su vida. Habría sido impensable de ser Brenda una especie de mitómana, pero lo que contaba era la pura verdad. Increíble. En esa lid lo que se coge no es un resfriado, sino una pulmonía. Se va uno de vacaciones a algún sitio y estalla una revolución. Es uno una especie de pararrayos vitalicio, se pone uno al rojo vivo, se quema uno. Yo quiero vivir mucho tiempo, no quiero vivir pobremente, no quiero que se me disputen siete enfermedades distintas, pero simultáneas.

Bueno, pues aquí estábamos, hablando otra vez después de la charla del iluminado doctor norteamericano en el desván de los fieles de Spring Street, y yo recordaba lo grato y cálido que era tenerla en brazos, mujer de larga cintura, en una ocasión consiguió realmente hacerme bailar, más aún, llegué a prometerle que escribiría una obra de teatro para ella, y aquí la tenemos de nuevo, charlando, riendo, los ojos abiertos de admiración, como ventanas, como los de un niño, y yo me dije, oportunísima, oportunísima, unas pocas copas y a lo mejor puedo empezar a esperar que no he sido devastado, puedo esperar que soy un comediante y que mi destino carece de importancia.

En fin, que firmamos cheques para comprarles medicamentos, y yo le doy las manos al orador, y Brenda y yo nos vamos a un café, y charlamos, y luego a un bar que hay en Prince Street, y seguimos charlando, y ella me dice lo que está haciendo estos días, a qué se dedica. Oh Jonathan, me dice, tengo tanto miedo de tener que volver allí, pero ¿cómo evitarlo? Oh Dios, ¿no sabes lo que les hacen allí a las mujeres rebeldes? Se estremece y bebe. Estamos sentados muy juntos, yo le pongo el brazo en torno, cálida y suave. Bebemos. Oh Jonathan, hay tanto que hacer, dice. No está pasando en Nueva York más que un par de días, en casa de una amiga. Le digo que no tiene necesidad de ir allí, puede pasar la noche conmigo. Habría debido ser más cauto. Me mira a los ojos. Me coge la mano y, poco a poco, no sé cómo ni de qué manera, nos vemos en la sacristía de una iglesia del Upper West Side, y yo estoy dándole la mano a un párroco con alzacuello, que me dice con la forma que tiene esa gente de usar ese verbo que quiere compartir algo conmigo, y, generosamente sin duda alguna, me hace víctima de su extraño saber cabalístico, me explica cuánta gente de esa vive refugiada ilegalmente en diversos edificios eclesiásticos, o cruzan el país camino de Canadá como el antiguo ferrocarril subterráneo, y resulta que son bastantes, echamos una ojeada a su despacho, echamos una ojeada a la biblioteca de su iglesia, echamos una ojeada a la sala de reunión del sótano, y por todas partes sumidos en las sombras nocturnas vemos hileras de camas y las formas oscuras de gente que duerme en pequeños catres de hierro como en mis tiempos de los campamentos de verano. Volvemos a la luz y Brenda se le cuelga del brazo y está pendiente de su boca cuando habla, mirando fijamente su rostro joven y claro y apuesto.

En algún momento de estos últimos cinco años, las cosas se pusieron serias. No me había dado cuenta. No es de extrañar que todos se salgan con la suya a costa mía.

¿Qué hacer con estas postales de amor, con esta cuchara de adorno, con este jarrón, con este cuenco de cristal tallado? Sus vasijas uterinas. Veré a ver si las puedo tirar limpiamente por el incinerador desde nueve pisos de altura sin tocar los lados.

Bueno, pues, anoche, como me sentía muy fastidiado, me decidí a ir a la fiesta de presentación del libro de Crenshaw en el Dakota. Lo que yo quería era sentirme bien y recordar lo que hacemos. Mi estimado colega se ha dado cuenta de que para conservar fama de leyenda literaria le basta con escribir cada tres o cuatro años una novela floja pero llena de circunlocuciones y conseguir que den fiestas en su honor en salones famosos. Es increíble, se cree con derecho a los honores y los consigue. En la fiesta están todos los escritores que se encuentran en la ciudad, Norman y Kurt, Joyce, Angel ha llegado desde Connecticut con Bill y Rose, Angel, por cierto, estupenda de aspecto, ¿de dónde habrá sacado ese vestido? Jonathan, dice riendo, cuánto me alegro de verte. Saludo a Phil, veo a Bernie, a John, a John A., y a Peter y a María, que llegan de la isla… Estamos todos aquí, excepto unos pocos enemigos de Crenshaw, y todos nos mostramos deferentes, cada uno a su manera, y yo tanto como el que más, con esta imagen que nos hacemos de nosotros mismos: el escritor de gran éxito, a quien nos gustaría venerar y quemar vivo al mismo tiempo.

¡Noche estrellada! Es difícil hablar, hay tanta gente que no cabemos. Me presentan a una joven. Qué tal está usted, digo. Pensé que sería usted más ingenioso, me dice. El apartamento tiene cosa de una docena de habitaciones, techos altos, un Balthus aquí, una mujer de De Kooning allá, elegantes alfombras antiguas con el refuerzo gastado por el uso, mucho entarimado lustroso y mucha ventana desnuda. Está abarrotado. Estallan los flashes, una muchedumbre en torno al chico George, ¿qué estará él/ella haciendo aquí? Esta temporada los hombres llevan el pelo corto, con patillas finas como flechas. Traje negro sobre camisa blanca. Las chicas lo llevan cortado a lo Detroit, o a lo puercoespín, grandes labios rojos, abrigos largos y sueltos, pantalones cogidos a los tobillos.

Me pongo a beber. Mi querido colega Leo lleva la voz cantante. Se ha situado junto a una de las mesas del bar, un poco hacia el lado de atrás, porque así es más fácil que le vuelvan a llenar el vaso sin necesidad de hacer cola con tres o cuatro personas delante. Es un bebedor muy serio y concienzudo, y el barman se da cuenta de esto y lo respeta. Leo es persona grande y desaliñada, la corbata suelta, la camisa medio fuera de los pantalones, una mata de pelo despeinado le cae sobre un ojo, suda mucho, da la impresión de estar descongelándose, siempre ha tenido este aspecto. Para Leo escribir es una tortura absoluta e irremediable, una enfermedad crónica y degenerativa, no le sale un libro en menos de diez años, es muy brillante y nunca ha ganado un ochavo, y ha llegado a una edad en la que las subvenciones y las becas se convierten en verdaderos dogales. Cuéntame, me dice, mirándome a los ojos, ¿crees que hay un solo escritor que tenga fe en lo que escribe?, ¿está alguno de nosotros verdaderamente convencido de lo que escribe? ¿Lo estoy acaso yo? ¿Lo estás tú?

Justo lo que me hacía falta. Sus ojos, lacrimosos y resentidos, aguardan mi respuesta. Oh Leo, pienso, cuando les saques un poco de dinero a tus escritos ya verás lo que es bueno. Su mujer, con una especie de vestido artísticamente plegado que le sienta bien, le quita de la corbata con los dedos una miga de taco. Él se fija en su mano, la ve levantarse, rozarle casi la nariz: le peina la mata de pelo, dejándole despejada la frente. Mujer, me pones nervioso, y se mete entre la gente.

Oh Leo, quise decir, cada libro me ha llevado más y más lejos, de modo que la ocasión misma se agota, llega a no ser más que una señal distante y débil de la emisora central, y hasta ésta puede que se esté disipando.

Me llama Ron, mi abogado. Pone en la línea a uno de sus socios que es especialista en casos de inmigración y naturalización. El acto es indudablemente ilegal. La ley federal estipula una multa de hasta dos mil dólares y/o una sentencia de cárcel de hasta cinco años. ¿Tienes la seguridad de que están indocumentados?, pregunta Ron. Hay muchos que están aquí legalmente, solo que sin dinero, desahuciados. No, no, es lo que te digo, le repito. Puede que sea solo por unos pocos días. Hasta que encuentren un lugar que les parezca seguro. Me siento heroico. Audaz. Bueno, dice el socio, y hasta ahora el INS no ha hecho nada por lo que a esos programas se refiere. Ni han registrado las iglesias ni nada por el estilo. Pero a medida que las cosas vayan agravándose no tendrán más remedio que hacer algo, llevar a los tribunales a uno o dos, a modo de prueba, sentar un precedente. De cualquier manera nuestro deber es aconsejarte que no te metas en actividades que la ley considera delictivas.

Voy a la iglesia. El buen cura de rostro sereno me dice: Yo pensaba que estábamos juntos en esto. Santo cielo, dales un dedo a estos tíos… Verá, mire, le digo, yo querría echarles una mano pero tengo que confesar que mi idea era participar de forma menos fervorosa, más bien algo así como una buena acción sin alharacas. Qué es lo que quiere que haga, dice el cura, que es más joven que yo, estamos muy apurados, por encima de nuestros recursos, sus camas ya están ocupadas. Esto es lo que significa prestar testimonio.

A mí con estas memeces teológicas.

¿Que qué tal me siento? Pues la verdad es que ya me da igual. A lo mejor es como ese poeta de Yeats que se tumba a morir a la puerta del rey porque le han echado del grupo dirigente. Sí, justo como este sitio, esto es lo que estoy haciendo yo aquí, y si me muero pues que caiga la culpa sobre sus cabezas. ¿Qué otra cosa puede querer decir esto, sino que se me ha privado de mi antiguo derecho a tener importancia? Sí, vosotros, madres, yo, el de los fárragos sin título, un simple literato, me sentaré una vez más en los consejos estatales, porque si no reventará en el cielo una nefasta desolación, cubrirá como niebla encendida el Centro de Comercio Mundial, empapará las calles del SoHo con su fulgor sulfúrico, chillará a través de todas las ventanas agrietadas, hará enmudecer la canción en cada ser vivo, inutilizará vuestra cartera de inversiones diversificadas.

Voy a ver a Angel. Le cuesta comprender. ¿Otra de mis sorpresas con recámara, alguna otra cosa que se me ha ocurrido hacerle? Me hace dudar de mí mismo. No me preguntes eso, le digo. Yo sé menos que nadie de lo que soy capaz. Piensa en ti misma, le digo en la jerga psicoanalítica de la frau doctora, somos seres distintos, tú decides por ti misma lo que te apetece hacer. Consúltalo con la almohada. No, Jonathan, me dice ella, lo que estoy tratando de decirte es que me gusta que me lo pidas.

Pues eso, mis amigos, que una mañana temprano apareció en el IRT. Cómo se viaja ahora. El vagón de las pintadas vacío, excepto una familia sentada frente a él, padre madre tres hijos mirándome con ojos grandes y oscuros como cerezas, cochecito plegable varias maletas embutidas en cuerdas de colgar la ropa para que no revienten, un niño pequeño que se retuerce en el regazo. No puede respirar bien, se le forman como burbujitas de moco y cada exhalación le cuesta un esfuerzo. Son gente primorosa, acicalados, vestidos con prendas limpias de las que se reparten en la iglesia. El anuncio que campea sobre ellos. Lo leo, practicando de paso el español, y ahora caigo: El estar sentado todo el día es malo para mis hemorroides. Quiero una medicina que ayude a reducir la hinchazón. Sí, desde luego, me hace falta en grandes cantidades, una caja entera para mi caso.

Y esta mañana escribo, aquí es un nuevo día de finales de invierno, la parienta está preparando alguna especie de mejunje en la cocina, han traído su propia pasta de tortilla y frijoles secos, los niños están bien educados, pero ya empiezan a explorar el apartamento, se acaba de romper algo en el cuarto de baño, se oye una protesta, asoma una cabeza, excusas, los pañales no huelen precisamente a perfume de Arabia, me está bien empleado, espera a que se enteren de eso los muchachos, tengo que encontrar aquí muchas cosas que nunca necesité hasta ahora, pucheros, cacerolas, sartenes, muchos platos, jabón para el lavarropas del sótano, sitio, tengo que asegurarme de que se acuerdan de entrar y salir por el sótano. Mi amigo el Señor está de pena, delgadísimo, pómulos salientes, bigote negro, el pelo negro y liso del mestizo que tienen todos ellos, está erguido junto al ventanal en la mejor posada que ha visto en su vida y no hace más que mirar al cielo pensando en lo que ha sido de mi vida.

¡Lo que ha sido de mi vida!

Me van a hacer falta sábanas para catres, no tengo mucho tiempo hoy, estoy esperando a Angel en el 245DL, ¿querrá decir esto que voy a tener que vivir en Connecticut? Bueno, tampoco hay que exagerar. A lo mejor luego no se quedan más que un día o dos, a lo mejor les detienen a todos ellos. Hazte cargo, patria mía, de lo que has hecho conmigo, de lo que tengo que hacer para poder vivir conmigo mismo.

Y por las noticias de la radio veo que piensan que han descubierto un nuevo sistema planetario en órbita en torno a la estrella Vega, no están seguros todavía, una gran nube de polvo, un sistema en su infancia, el primero que se ve girando en torno a lo que sea, excepción hecha de nuestro sol, sí, y justo a tiempo, por cierto, por los mismísimos pelos.

Este niño quiere escribir a máquina. Bueno, le llevaré el dedo, ya estamos escribiendo a máquina, le aprieto suavemente el diminuto dedo índice, la llave, golpea, está encantado, cada letra de pronto se vuelve todo uves, es que le gusta la uve, eh, diablos, ¿quién es el que está escribiendo esto?, a todos los chicos buenos les gustan los barcos de juguete, a lo mejor llegamos al final de la página, hacemos mi ración diaria, hale, chico, te dejo hacer tres condenadas líneas más.

*FIN*


“Lives of the Poets”,
Lives of the Poets: Six Stories and a Novella, 1984


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