Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Viraje

[Cuento - Texto completo.]

William Faulkner

I

 

El americano, el de mayor edad, no llevaba los consabidos Bedford de pana, de tonalidad rosada, que llevaban todos los jóvenes oficiales del ejército del aire. Sus pantalones de montar eran de cordoncillo, como lo era la guerrera. Y la guerrera no era de las de faldón largo, el clásico corte londinense, de modo que bajo el cinturón y la correa diagonal los faldones de la guerrera caían rectos y cortos, como los de cualquier policía militar, bajo la cartuchera que colgaba del cinto. Y llevaba unas sencillas polainas y el calzado cómodo de un hombre de mediana edad, no las clásicas botas hechas a medida en Savile Row, si bien botas y polainas no eran del mismo tono, y el cinturón reglamentario no iba a juego con las unas ni las otras, y las alas del distintivo de piloto que se le veían en la pechera eran unas simples alas. En cambio, la cinta de la condecoración que ostentaba bajo las alas era una cinta de las buenas, y las insignias de las hombreras eran las barras gemelas de un capitán. No era muy alto. Tenía el rostro fino, un tanto aquilino, y unos ojos inteligentes y un tanto fatigados. Pasaba de los veinticinco años; viéndole, uno diría que no era un Phi Beta Kappa exactamente, sino tal vez de la Calavera y las Tibias, o un posible beneficiario de una beca Rhodes.

Uno de los hombres que se encontraban frente a él quizá no era capaz de verlo en modo alguno. Lo sostenían en pie dos policías militares del ejército americano. Estaba bastante borracho, y en contraste con el policía de recio mentón que lo sostenía erguido, de pie, pese a sus piernas largas, flacas, sin huesos, más parecía que fuese una chica en un baile de máscaras. Posiblemente rondaría los dieciocho, y tenía el rostro blanco y rosado, los ojos azules y una boca femenina. Vestía un chaquetón de marinero mal abotonado y con manchas de barro recientes; se cubría el cabello rubio, con esa inconfundible y jactanciosa inclinación que nadie es capaz de remedar ni de lejos, con la gorra de un oficial de la Royal Navy.

—¿Qué es esto, cabo? —dijo el capitán americano—. ¿Qué tripa se le ha roto? Ése es un inglés. Más le vale dejar que sea su policía militar la que se encargue del caso.

—Ya sé que es un inglés —dijo el policía. Hablaba con pesadez y respiraba con pesadez, con la voz de un hombre sometido a una considerable tensión física; a pesar de su femenil delicadeza de extremidades, el muchacho inglés era más pesado de lo que parecía, o acaso estaba más inanimado—. ¡En pie! —dijo el policía—. ¡Son oficiales!

El muchacho inglés hizo un esfuerzo. Se rehízo y enfocó la mirada. Se balanceó, se sujetó con un brazo al cuello del policía, y con la mano libre y temblorosa saludó con los dedos un tanto encogidos, llevándoselos a la oreja derecha cuando ya se bamboleaba de nuevo y por los pelos lograba mantener el equilibrio.

—Saludos, señor —dijo—. Espero que no sea usted Beatty.

—No —dijo el capitán.

—Ah —dijo el muchacho inglés—. Ya me lo suponía. El error es mío. No se lo tome a mal.

—No me lo tomo a mal —dijo el capitán en voz queda, aunque mirando al policía. El segundo de los americanos tomó la palabra. Era teniente y también piloto, pero no tenía veinticinco años, y llevaba unos pantalones de montar de tono rosado, las botas hechas en Londres, y una guerrera que podía haber sido de fabricación británica de no ser por el cuello.

—Es uno de esos mocosos de la marina —dijo—. Aquí los recogen de las cunetas durante toda la noche. Se ve que no viene usted a la ciudad con mucha frecuencia.

—Ah —dijo el capitán—, estoy al tanto. Ahora lo recuerdo —también comentó que aun cuando la calle estaba muy frecuentada, pues se encontraban frente a un café muy popular, y eran abundantes los transeúntes, soldados, civiles, mujeres, ninguno de ellos se había detenido a mirar, como si aquél fuese un espectáculo corriente. Estaba mirando al policía—. ¿No lo puede llevar usted a su barco?

—Eso ya lo había pensado antes que usted, capitán —dijo el policía—, pero dice que no puede subir a bordo de su barco después de anochecer porque es él quien ha de guardar el barco cuando se pone el sol.

—¿Que lo guarda?

—¡Soldado, téngase en pie! —dijo el policía con brusquedad, zarandeando su carga inerte—. A ver si el capitán logra entender qué quiere decir eso, porque a mí se me escapa del todo. Dice que guardan la embarcación debajo del muelle. De noche la meten bajo el muelle, y no es posible sacarla hasta que cambia la marea al amanecer.

—¿Bajo el muelle? ¿Una embarcación? ¿Se puede saber qué es esto? —estaba hablando con el teniente—. ¿O es que emplean alguna clase de motocicleta acuática?

—Algo así —dijo el teniente—. Las habrá visto usted, esas embarcaciones. Son unas lanchas camufladas y todo. Van y vienen por el puerto a toda velocidad. Las habrá visto usted. Eso es lo que hacen durante todo el día, y luego duermen la mona, de noche, en cualquier cuneta.

—Ah —dijo el capitán—. Tenía entendido que esas embarcaciones eran las lanchas de los oficiales de marina. ¿Pretende decirme que usan a los oficiales solo para…?

—No lo sé —dijo el teniente—. A lo mejor los usan tan solo para llevar agua caliente de un barco a otro. O unos panecillos. O a lo mejor van de uno a otro cuando se les han olvidado las servilletas, o lo que sea.

—Tonterías —dijo el capitán. Miró de nuevo al muchacho inglés.

—Eso es lo que hacen —dijo el teniente—. La ciudad está hecha un asco, estos mequetrefes la llenan durante toda la noche. Acaban tirados de cualquier manera por las cunetas, sus policías militares se los tienen que llevar en carros, como si fuesen niñeras en un parque. A lo mejor son los franceses los que les prestan las lanchas para no tener que sacarlos de las cunetas cuando es de día.

—Ah —dijo el capitán—, ya entiendo —pero estaba claro que no entendía nada, no estaba siquiera escuchando. Miró al muchacho inglés—. De todos modos, aquí no se le puede dejar estando como está —dijo.

El muchacho inglés trató de rehacerse.

—Muy bien, se lo digo yo —dijo con ojos vítreos, la voz animada, casi alegre, cortés—. Ya me he acostumbrado. Aunque es un pavés condenadamente duro, eso sí. A los franceses habría que obligarlos a que hicieran algo para remediarlo. Los del equipo visitante también nos merecemos un campo decente en el que jugar, ¿sí o no?

—Y bien que lo estaba usando, dicho sea de paso —dijo el policía malhumorado—. Éste debe de creerse que él solo es todo el equipo.

En ese momento llegó un quinto individuo. Era un policía militar del ejército británico.

—¿Qué hay, pues? —dijo—. ¡Hola! ¿Qué tenemos aquí? —vio entonces las insignias en el hombro del americano y se cuadró al saludar. Al oír su voz, el muchacho inglés se dio la vuelta y lo escudriñó.

—Ah, hola, Albert —dijo.

—¿Qué hay, pues?, señor Hope —dijo el policía británico. Y se dirigió al policía americano hablando por encima del hombro—. ¿Qué ha ocurrido esta vez?

—Seguramente poca cosa —dijo el americano—. Hay que ver cómo se lo montan ustedes en plena guerra. Pero yo de todos modos aquí no pinto nada. Tenga, lléveselo.

—¿Qué sucede, cabo? —dijo el capitán—. ¿Qué estaba haciendo?

—Él dirá que no ha sido nada —dijo el policía americano, que dedicó un gesto al policía británico—. Dirá que solo ha sido una payasada o cualquier cosa por el estilo. Hace un rato doblo la esquina y aparezco por esta calle, tres manzanas más allá, y me la encuentro bloqueada con una fila de camiones que vienen de los muelles. Todos los conductores gritaban a voz en cuello, sin saber qué carajo estaba pasando. Así que me adelanto y me encuentro que tienen además bloqueadas las bocacalles, y sigo caminando hasta llegar al lugar en que estaba el lío, y me encuentro a una docena de conductores allí reunidos en medio de la calle, con lo que me acerco a preguntar qué carajo estaba pasando allá, y me dejan pasar y me encuentro a este mequetrefe tumbado…

—Caballero, está usted hablando de un oficial del ejército de Su Majestad —dijo el policía británico.

—Ándese con cuidado, cabo —dijo el capitán—. Dice que encontró a este oficial…

—Le dio la ventolera de acostarse en mitad de la calle, con un cesto vacío a manera de almohada. Allí en medio estaba, con las manos cruzadas bajo la cabeza y las piernas cruzadas, discutiendo con los conductores y poniendo en duda que tuviera él que levantarse y despejar la vía pública. Decía que los camiones bien podían dar la vuelta y seguir camino por otra de las calles, pero que él no iba a usar ninguna otra, porque ésa era suya.

—¿La calle era suya?

El muchacho inglés había prestado atención, con interés, con simpatía.

—Alojamiento, ya ve usted —dijo—. Y va y dice que es preciso mantener el orden incluso en una emergencia militar. Alojamiento por sorteo. Dice que la calle es mía, nada de intrusos. Y que la calle siguiente es de Jamie Wutherspoon. Que los camiones pueden pasar por la calle siguiente, porque Jamie aún no la estaba utilizando. Aún no se había ido a la cama. Insomnio. Lo sabía de buena tinta. Se lo dijo a los conductores. Que los camiones fuesen por la otra calle. ¿Me explico?

—¿Eso ha sido todo, cabo? —dijo el capitán.

—Ya se lo ha dicho él. No pensaba levantarse. Se quedó tumbado en donde estaba, discutiendo con los conductores. A uno de ellos le dijo que fuese a no sé dónde y que se trajese un ejemplar de sus ordenanzas de guerra…

—El Reglamento del Rey, sí —dijo el capitán.

—… y que viese si en el libro se indicaba quién tiene derecho de paso, si él o los camiones. Y entonces lo puse en pie y apareció el capitán. Eso es todo. Con el permiso del capitán, lo entregaré ahora al ama de cría de Su Maj…

—Es suficiente, cabo —dijo el capitán—. Puede marcharse. Yo me encargaré de esto —el policía se cuadró al saludar y se marchó. El policía británico era el que sostenía en pie al muchacho inglés—. ¿Se lo puede llevar? —dijo el capitán—. ¿Dónde está acuartelado?

—No lo sé exactamente, señor. No sé si tienen un cuartel o no. Nosotros… yo… se les suele ver por las tabernas hasta que amanece. No parece que tengan un cuartel.

—¿Quiere decir que realmente no salen de los barcos?

—Verá, señor: podrían ser la tripulación de los barcos, aunque solo sea una manera de hablar. Pero habría que tener un poco más de sueño del que tiene éste para dormir en uno de los barcos.

—Entiendo —dijo el capitán. Miró al policía—. ¿Qué clase de barcos son ésos?

Esta vez el policía habló con una voz inmediata, tajante, carente por completo de inflexiones. Fue como una puerta cerrada.

—No lo sé con exactitud, señor.

—Ah —dijo el capitán—. En fin. De todos modos, no está en condiciones de quedarse rondando por las tabernas hasta que amanezca. Esta vez no.

—Tal vez pueda encontrarle una taberna en la que haya una mesa al fondo, donde pueda dormir la mona —dijo el policía. Pero el capitán no le estaba escuchando. Miraba al otro lado de la calle, donde las luces de otro café se derramaban sobre la acera. El muchacho inglés bostezaba de una forma terrible, como bostezan los niños, la boca rosada y abierta del todo, como la de un niño.

El capitán se volvió hacia el policía.

—¿Le importaría acercarse allá y preguntar por el chófer del capitán Bogard? Yo me ocuparé del señor Hope.

El policía acudió al café. El capitán sujetaba al muchacho inglés pasándole la mano por debajo del brazo. El muchacho volvió a bostezar como un niño cansado.

—Téngase en pie —dijo el capitán—. El coche no tardará ni un minuto.

—Entendido —dijo el muchacho inglés en pleno bostezo.

 

II

 

Una vez en el coche, se durmió de inmediato con la pacífica y repentina brusquedad de los niños pequeños, sentado entre los dos americanos. Pero aunque el aeródromo se hallaba a tan solo media hora ya había despertado cuando llegaron, aparentemente como si tal cosa, y había pedido un whisky. Cuando entraron en el comedor de oficiales parecía estar bastante sobrio, y solo pestañeó un poco en la sala iluminada, con la gorra ladeada y el chaquetón de marino mal abotonado y un pañuelo de seda al cuello, algo sucio, con el distintivo de un club bordado en una esquina, en el que Bogard reconoció el emblema de uno de los famosos colegios preparatorios.

—Ah —dijo con voz fresca, despejada del todo, no empañada, y bastante alegre, sonora, tanto que el resto de los que estaban en el comedor se volvió a mirarle—. Estupendo. Whisky, ¿eh? —se dirigió derecho como un perro perdiguero a la barra que había en la esquina, el teniente siguiendo sus pasos. Bogard se dio la vuelta y se encaminó al otro extremo de la sala, en donde había cinco hombres sentados en torno a una mesa de cartas.

—¿Y ése de qué es almirante? —dijo uno.

—De toda la armada de Escocia, al menos cuando lo encontré —dijo Bogard.

Otro alzó la mirada.

—Me parece que a ése le he visto yo por la ciudad —miró al recién llegado—. Puede que no lo haya reconocido porque entró caminando por su propio pie. Cuando yo lo suelo ver anda tumbado por cualquier cuneta.

—Ah —dijo el primero, y también miró en derredor—. ¿Es uno de esos muchachos?

—Claro. Ya los has visto. Se pasan las horas sentados en el bordillo, con un par de policías militares británicos sujetándolos por los brazos.

—Sí, los he visto —dijo el otro. Todos miraban al muchacho inglés. Estaba de pie en la barra, charlando con su voz animada, sonora—. Son todos igualitos que ése —dijo el que hablaba—. Diecisiete, dieciocho a lo sumo. Son los que pilotan esas embarcaciones pequeñas que a todas horas entran y salen disparadas del puerto.

—¿Eso es todo lo que hacen? —dijo un tercero—. ¿Quieres decir que hay un cuerpo de marina que actúa de auxiliar del Cuerpo Auxiliar de Mujeres del Ejército? Dios mío, pues entonces sí que cometí un error, y de los gordos, cuando me alisté. Claro que a esta guerra nunca se le ha dado publicidad como es debido.

—No lo sé —dijo Bogard—. Supongo que harán algo más, no solo dar vueltas por ahí en sus barcas.

Pero no le estaban escuchando. Estaban mirando al visitante.

—Van como un reloj —dijo el primero—. Basta con ver la pinta que tenga uno de ellos después de ponerse el sol para saber casi al dedillo qué hora es. Lo que no termino de entender es cómo puede un hombre que está en esas condiciones a la una de la madrugada, todas las noches, ver siquiera un barco de guerra al día siguiente.

—A lo mejor, cuando tienen un mensaje que transmitir a un barco —dijo otro—, hacen duplicados y enfilan la lancha hacia el barco y dan a cada uno un duplicado del mensaje y los dejan partir. Y los que no aciertan a dar con el barco se pasan el rato navegando de paseo por la ensenada hasta que dan con un muelle en donde sea.

—Tiene que ser algo más —dijo Bogard.

A punto estaba de añadir algo, pero en ese momento el recién llegado se dio la vuelta y regresó de la barra con un vaso en la mano. Caminaba con buen paso, aunque tenía encendido el color del rostro y los ojos brillantes, y hablaba en voz alta, animado, alegre, cuando llegó a la mesa.

—Y digo yo… si no quieren ustedes acompañarme… —calló. Pareció que acabara de percatarse de algo; los miraba a todos a la pechera—. Vaya, vaya. Anda que… Todos ustedes son aviadores, todos ustedes. ¡Dios mío! Seguro que se lo pasan en grande, ¿eh?

—Sí —dijo uno—. En grande.

—Pero tiene su peligro, ¿eh?

—Solo es algo más veloz que el tenis —dijo otro. El visitante lo miró luminoso, afable, atento.

—Bogard —dijo otro enseguida— dice que usted está al mando de un barco.

—Hombre, un barco, lo que se dice un barco, no es. Gracias, de todos modos. Y no, no estoy al mando. Al mando está Ronnie. Tiene más rango que yo. Por la edad.

—¿Ronnie?

—Sí. Un buen tipo. Simpático de trato. Aunque un poco mayor. Y siempre con ganas de discutir. Muy puntilloso.

—¿Puntilloso?

—De los que dan miedo. Es de no creer. Cada vez que avistamos una columna de humo y tengo yo los prismáticos, vira de largo. En todo momento mantiene el casco lejos de la vista del otro. Y así no hay quien gane, claro. Ayer hizo quince días que me ganó por dos a cero.

Los americanos se miraron unos a los otros.

—¿Así no se gana?

—A eso jugamos. Con los mástiles de cesto. Uno ve un mástil de cesto y ¡punto! Te anotas uno. Pero los Ergenstrasse ya no cuentan, ya no.

Los hombres sentados a la mesa se miraban unos a otros.

—Ya entiendo —dijo Bogard—. Cuando Ronnie o usted avistan un barco con mástiles de cesto, se anotan un punto sobre el otro. Entiendo. ¿Y qué son los Ergenstrasse?

—En alemán, los internados. Vapores de carga sin puerto fijo. Llevan un aparejo en el trinquete que parece un mástil de cesto. Las jarcias, los botalones, digo yo. A mí nunca me ha parecido que recuerde mucho a los mástiles de cesto. Pero Ronnie dice que sí. El otro día avistó uno. Luego, lo obligaron a recalar en puerto y le dije a Ronnie que ese punto no era válido. Por eso hemos decidido que ya no cuentan. ¿Me explico?

—Ah —dijo el que había hecho el comentario sobre el tenis—. Entiendo, sí. Usted y Ronnie van en la lancha y juegan a avistar barcos enemigos. Mmm. No está mal. ¿Y no han jugado a eso de anotarse los puntos con ninguna…?

—Jerry —dijo Bogard. El recién llegado ni siquiera se movió. Miró a quien había hecho el comentario sin dejar de sonreír, con los ojos bien abiertos.

Éste seguía mirándole.

—Y esa lancha que pilotan Ronnie y usted… ¿tiene la proa de color gallina?

—¿La proa de color gallina? —dijo el muchacho inglés. Ya no sonreía, aunque seguía mirando con cara de placidez.

—Ah, pensé que las embarcaciones con dos capitanes a lo mejor llevan pintada la proa de color gallina o algo así.

—Oh —dijo el visitante—. Burt y Reeves no son oficiales.

—Burt y Reeves —dijo el otro en tono pensativo—. Así que ellos van a lo mismo. ¿También juegan a anotarse puntos uno con el otro, o…?

—Jerry —dijo Bogard. El otro lo miró. Bogard hizo un gesto con el mentón—. Ven para acá —el otro se puso en pie e hicieron un aparte—. Déjalo en paz —dijo Bogard—. Te lo digo en serio. No es más que un chaval. Cuando tú tenías su edad, ¿te enterabas de algo? A lo sumo te enterabas de lo justo para llegar a tiempo a la capilla.

—Pero mi país no llevaba casi cuatro años en guerra —dijo Jerry—. Y aquí nos tienes, gastándonos el dinero y dejándonos acribillar a todas horas, y resulta que esta guerra ni siquiera es la nuestra, y eso que estos británicos de medio pelo llevarían fácilmente doce meses marcando el paso de la oca de no haber sido porque…

—He dicho que ya basta —dijo Bogard—. Hablas como la propaganda de los Bonos de Libertad.

—… y encima se toman la guerra a la ligera, como si fuese una feria o quién sabe qué. «Estupendo», dice el chaval. No te fastidia… —lo dijo en tono de falsete, arrastrando las vocales—. Me pregunto yo qué peligro hay en eso.

—Chissst —dijo Bogard.

—Ya me gustaría cazarlo a ése, con su Ronnie, al menos una vez en la bocana del puerto. En cualquier puerto. En Londres, me da lo mismo. No iba a necesitar nada más que un Jenny. ¡Qué digo un Jenny! ¡Con una bicicleta y unas aletas de bucear le enseñaba yo a ese mequetrefe qué es la guerra!

—Bueno, pero ahora lo dejas en paz. Se marchará muy pronto.

—¿Qué es lo que piensas hacer con él?

—Esta mañana lo voy a llevar conmigo. Le voy a dejar que ocupe el puesto de Harper, en el morro. Dice que sabe manejar una Lewis. Dice que es la misma ametralladora que llevan en la embarcación. Me ha contado que una vez dio de lleno en una luz de boya, de las que indican la profundidad del agua, a varios cientos de metros de distancia.

—Pues haz lo que te plazca. A lo mejor te gana.

—¿Que me gana? ¿En qué?

—En eso de jugar a los puntos. Y entonces podrás llevarte a Ronnie.

—Ya le voy a enseñar yo cómo es la guerra —dijo Bogard. Miró al visitante—. Los suyos llevan tres años metidos en esto, y cualquiera diría que éste aún se lo toma como un estudiante de primer curso que llega a la ciudad a ver el gran partido de la temporada —de nuevo miró a Jerry—. Pero tú ahora déjalo en paz.

Al acercarse los dos a la mesa, la voz del visitante seguía siendo sonora y animada.

—… si él alcanza antes los prismáticos es él quien se asoma a mirar, pero cuando los tengo yo va y resulta que vira de largo, de modo que no alcanzo a ver más que la columna de humo. Un puntilloso. Y, para colmo, con ganas de discutir. Pero como los Ergenstrasse ahora ya no cuentan, ahora el que cometa un error y aviste uno pierde dos puntos del total que lleve acumulado. Si Ronnie se despistara un momento y avistase uno, estaríamos empatados.

 

III

 

A las dos en punto el muchacho inglés seguía hablando por los codos, con una voz luminosa, inocente, animada. Les estaba contando que Suiza se echó a perder en 1914, y que en vez de las vacaciones que su padre le había prometido pasar allí cuando cumpliese dieciséis años, cuando llegó ese día él y su tutor tuvieron que conformarse con ir a pasar unos días a Gales. Pese a todo, el tutor y él habían subido unas cuantas montañas de gran altura, por lo que se atrevió a decir, con todos los debidos respetos a cualquiera de los presentes, a cualquiera que hubiese conocido las cumbres de Suiza, que probablemente desde Gales se alcanza a ver tanto como desde Suiza.

—En todo caso, se suda lo mismo y se respira con la misma dificultad —añadió. Y a su alrededor seguían sentados los americanos, un tanto encallecidos, un tanto sobrios, algo mayores, escuchándole con una suerte de frío asombro. Llevaban un rato levantándose a cada tanto unos y otros para volver con la ropa de vuelo, con los cascos y las gafas. Entró un ordenanza con una bandeja llena de tazas de café, y el visitante cayó en la cuenta de que llevaba un buen rato escuchando los motores en la oscuridad, allá fuera.

Bogard por fin se puso en pie.

—Venga, vamos —dijo—. Seguro que alguien podrá prestarle unos arreos.

Cuando salieron del comedor, el ruido de los motores era estruendoso, aunque fuese un tronar al ralentí. Alineada sobre un trecho de asfalto invisible se encontraba formada una fila difusa de breves bancadas compuestas por un fuego de llamaradas entre azules y verdosas, suspendidas aparentemente en el aire. Cruzaron el aeródromo hasta el cuartel de Bogard, en donde el teniente, McGinnis, estaba sentado en una litera atándose las botas de piloto. Bogard alcanzó un traje Sidcott y se lo lanzó.

—Póngase esto —dijo.

—¿Todo esto me hará falta? —dijo el visitante—. ¿Tanto tiempo vamos a pasar fuera?

—Es probable —dijo Bogard—. Mejor será que se lo ponga. En el piso de arriba hace frío.

El visitante tomó el traje de una pieza.

—Digo yo… digo yo —dijo— que Ronnie y yo también tenemos faena maña… quiero decir hoy. ¿Le parece a usted que a Ronnie le importará si llego un poco tarde? Ése es capaz de no esperarme.

—Volveremos antes de la hora de la merienda —dijo McGinnis. Parecía muy ajetreado con las botas—. Se lo prometo —el muchacho inglés lo miró.

—¿A qué hora tiene que estar de vuelta? —dijo Bogard.

—En fin —dijo el muchacho inglés—. Vamos a pensar que sí, que todo estará en orden. De todos modos, a Ronnie le permiten decidir cuándo se zarpa. Y seguro que me espera aunque llegue un poco tarde.

—Claro que le esperará —dijo Bogard—. Vamos, póngase el traje.

—Entendido —dijo el otro. Le ayudaron a enfundarse el mono—. Nunca he volado —dijo en tono charlatán, placentero—. Pero seguro que allá arriba se alcanza a ver mucho más que en los montes más altos, ¿eh?

—Se ve más, desde luego —dijo McGinnis—. Seguro que le gusta.

—Desde luego. Con tal de que Ronnie me espere… Vaya tomadura de pelo. Pero tiene su peligro, ¿eh?

—Vamos —dijo McGinnis—, no me tome el pelo.

—Cállate la boca, Mac —dijo Bogard—. Vámonos. ¿Quiere más café? —miró al visitante, pero fue McGinnis quien respondió.

—No, tengo algo mejor que el café. El café deja unas manchas horrorosas en las alas.

—¿En las alas? —dijo el muchacho inglés—. ¿Por qué el café en las alas?

—Guárdatelo, Mac. Ya me has oído —dijo Bogard—. Vamos.

Atravesaron de nuevo el aeródromo y se acercaron a las bancadas en que farfullaban las llamas. Al aproximarse, el visitante comenzó a discernir la forma, los perfiles del Handley-Page. Parecía un vagón Pullman que se hubiese inclinado hacia tierra y hubiese encallado en el esqueleto de la primera planta de un rascacielos sin terminar. El visitante lo miró en silencio.

—Es más grande que un crucero —dijo con su voz luminosa, con interés—. Y digo yo, ya sabe usted… Esto no puede volar de una sola pieza. A mí no me la dan así como así. Los he visto antes, y son de dos piezas: el capitán Bogard y yo vamos en una, y Mac y el otro tío en la otra, ¿eh?

—No —dijo McGinnis. Bogard había desaparecido—. Vuela todo de una pieza. Aquí no hay tomadura de pelo. Es un pajarraco de cuidado, ¿eh?

—¿Un pajarraco? —murmuró el visitante—. Ah, ya veo. Un crucero, solo que vuela. Ya veo, ya.

—Y escuche una cosa —dijo McGinnis. Adelantó su mano en la oscuridad, y algo frío rozó la mano del muchacho inglés. Una botella—. Cuando tenga la sensación de que se va a marear, ¿lo ve?, le pega un buen lingotazo.

—Ah. ¿Es que me voy a marear?

—Seguro. Nos pasa a todos. Forma parte del vuelo. Pero esto le ayudará a contenerse. Si no funciona, ¿entiende?

—¿Ver? ¿El qué? Vaya. ¿El qué?

—No lo haga por fuera. No se le ocurra asomarse a vomitar por fuera.

—¿Por fuera?

—Nos vendrá volando a la cara a Bogy y a mí. No veremos nada. Bingo, se acabó lo que se daba. ¿Entiende?

—Ah, creo que sí. ¿Y qué hago entonces? —hablaban en voz baja, parcos en palabras, serios como los conspiradores.

—Agache la cabeza y afloje. Entre las piernas, mismamente.

—Ah, entiendo, sí.

Regresó Bogard.

—Enséñale cómo subir a la cabina del morro, ¿quieres? —dijo. McGinnis abrió la marcha por la trampilla. Más adelante, subiendo un poco con la inclinación del fuselaje, el pasadizo se estrechaba. Sería preciso entrar a gatas.

—Cuélese ahí, a gatas, y siga hasta el morro —dijo McGinnis.

—Parece una perrera —dijo el visitante.

—¿Eso parece? Pues sí —convino McGinnis con buen ánimo—, sí que lo parece. Vamos, dese prisa —agachado, oyó al otro reptar hacia el morro del avión—. Ahí dentro encontrará una Lewis, la tiene a mano —dijo en la boca del túnel.

—La tengo —se oyó decir al visitante.

—El sargento de artillería subirá en un minuto y le mostrará si está cargada.

—Está cargada —dijo el visitante, y sin terminar casi de decirlo se disparó el arma, una ráfaga breve, en staccato. Hubo una serie de gritos, el más violento de los cuales salió de debajo del morro del aparato—. No pasa nada —se oyó decir a la voz del muchacho inglés—. Apunté al oeste antes de apretar. Por allí no hay nada más que las oficinas de la Marina y el cuartel general de su brigada de ustedes. Ronnie y yo siempre lo hacemos antes de zarpar. Mis disculpas si ha sido demasiado pronto. Ah, por cierto —añadió—: me llamo Claude. Creo que aún no se lo había dicho.

En tierra, Bogard departió con otros dos oficiales. Habían llegado a la carrera.

—Y encima dice que apuntó al oeste —dijo uno—. ¿Cómo demonios va a saber por dónde está el oeste?

—Es marino —dijo el otro—, no lo olvides.

—Pues también parece ser un buen artillero —dijo Bogard.

—Confiemos en que eso no se le olvide —dijo el primero.

 

IV

 

No obstante, Bogard mantuvo los ojos atentos a la cabeza silueteada que emergía en la cabina del ametrallador, en el morro del aparato, tres metros por delante de él.

—Supo accionar esa ametralladora —dijo a McGinnis, que iba a su lado—. Supo colocar el tambor él solo, ¿no?

—Sí —dijo McGinnis—. Con tal de que no se olvide, con tal de que no le dé por pensar que el arma es él cuando va con su tutor de paseo por los montes de Gales…

—Tal vez no debiésemos haberlo traído —dijo Bogard. McGinnis no contestó. Bogard accionó el volante. Delante de él, en la cabina del ametrallador, la cabeza del visitante se movía de continuo de un lado para otro, atento a todo—. En fin. Llegamos allá, descargamos y ganamos altura para volver aquí —dijo Bogard—. A lo mejor con la oscuridad… Maldita sea, sería una vergüenza para su país que llevase cuatro años metido en este follón y no supiera ver un arma que apunta hacia donde él se encuentra.

—Como no agache la cabeza, esta noche va a ver más de una —dijo McGinnis.

Pero el muchacho no hizo eso. Ni siquiera cuando alcanzaron el objetivo y McGinnis bajó a gatas a la panza del avión para accionar los controles de descarga de las bombas. Y cuando los reflectores los detectaron y Bogard hizo una señal al resto de los aparatos de la escuadrilla para descender en picado, con los dos motores rugiendo a toda velocidad y lanzándose de lleno hacia los proyectiles que estallaban en el cielo, atravesando las explosiones, ni siquiera entonces dejó de ver la cara del muchacho al resplandor de los reflectores, inclinado al máximo hacia un lado, destacándose como si fuera un rostro en el escenario, con una expresión de interés infantil, de deleite. «Pero está disparando con esa Lewis —pensó Bogard—. Está disparando derecho, además». Y aún picó más el descenso del aparato y lo vio apuntar con la mira de lleno al blanco, la mano derecha alzada, esperando a bajarla a la vista de McGinnis. Bajó la mano; por encima del estruendo de los motores creyó oír el clic, el silbido de las bombas escargadas en el aire en el momento en que el aparato, libre del peso, trazó un repentino arco ascendente y salió por un instante de la luz de los reflectores. Estuvo entonces muy ajetreado durante un buen rato, entrando y saliendo de los proyectiles que estallaban a un lado y al otro, atravesando un haz de luz y haciéndose a un lado, aunque esa vez el reflector los alcanzó y los acompañó durante tanto tiempo que vio al muchacho inglés inclinado al máximo por un lateral de la cabina, mirando más allá del ala derecha, hacia la panza del avión. «A lo mejor es que ha leído cómo se hace», pensó Bogard a la vez que se volvía atrás y localizaba el resto de los aparatos de la escuadrilla para reanudar el vuelo.

Al cabo todo terminó, la negrura volvió a ser fresca, desierta, apacible, casi reposada, con el único ruido constante de los motores. McGinnis regresó a la cabina del piloto y, de pie en su asiento, disparó la pistola de señales y permaneció unos instantes atento y mirando atrás, hacia donde los reflectores seguían sondeando y rasgando la noche. Se sentó de nuevo.

—Muy bien —dijo—. He localizado a los cuatro. Ganemos altura —miró hacia delante—. ¿Y qué ha sido de la joya de la corona? No lo habrás colgado de la escotilla de las bombas, ¿verdad? —Bogard miró y descubrió que la cabina del morro estaba vacía. Volvía a verse una tenue silueta, entre las estrellas, pero allí no había otra cosa además de la ametralladora—. No —dijo McGinnis—, no; ahí está. ¿Lo ves? Sigue asomado por el costado. Maldita sea, ¡le dije que no vomitara así! Ahí vuelve —la cabeza del visitante se vio otra vez de forma nítida. Pero de nuevo desapareció.

—Vuelve para acá —dijo Bogard—. Detenlo. Dile que en media hora vamos a tener a todas las escuadrillas del grupo del Canal de los hunos encima de nosotros.

McGinnis se volvió ágilmente para bajar a la panza del avión, a la entrada del pasadizo.

—¡A su puesto! —le gritó. El otro estaba casi fuera; los dos se habían acuclillado y estaban cara a cara, como dos perros, gritándose uno al otro por encima del ruido de los motores, aún a todo gas, a uno y otro lado de la tela de la carlinga. La voz del muchacho inglés era fina, aguda.

—¡La bomba! —exclamó.

—Sí —gritó McGinnis—, ¡eran bombas! ¡Una buena les hemos dado! Ahora vuelva a su puesto. ¡A su puesto, le digo! Dentro de diez minutos tendremos encima a todos los hunos de Francia. ¡Vuelva a ocuparse de su arma!

La voz del muchacho volvió a oírse, aguda y tenue, sobre el ruido de los motores.

—¡La bomba! —exclamó—. ¿Verdad?

—Sí, sí. ¡Todo en orden! ¡Vuelva a su puesto, maldita sea!

McGinnis regresó a gatas a la cabina del piloto.

—Ya ha vuelto —dijo—. ¿Quieres que lo lleve yo un rato?

—Bien —dijo Bogard. Pasó a McGinnis los mandos—. Afloja un poco. Preferiría que fuese de día cuando se nos echen encima.

—Entendido —dijo McGinnis. Movió de pronto el volante—. Eh, ¿qué le pasa a esa ala, la derecha? —dijo—. Mírala… ¿La ves? Voy volando sobre el alerón derecho y con poco timón. Compruébalo.

Bogard empuñó el volante un momento.

—No me había fijado. Algún desgarro en los cables, digo yo. No me pareció que ninguno de los proyectiles estallase tan cerca. No dejes de estar atento.

—Entendido —dijo McGinnis—. Así que mañana, quiero decir hoy, vas a salir con él en su barquito.

—Sí, se lo he prometido. Maldita sea, a un chaval tan joven no se le puede ofender así, de cualquier manera, ya lo sabes.

—¿Y si le dices a Collier que te acompañe con la mandolina? Así podrías dar una vuelta en su barquito y cantar a la vez.

—Se lo he prometido —dijo Bogard—. Endereza un poco esa ala.

—Entendido —dijo McGinnis.

Treinta minutos después empezaba a amanecer en un cielo gris.

—Bueno —dijo entonces McGinnis—, pues ahí los tenemos. ¡Mira tú…! Parecen mosquitos en septiembre. Espero que ahora no se arme un lío y, sobre todo, que no se vaya a creer que está jugando a los puntos. Como le dé por ahí, Ronnie le va a sacar uno de ventaja siempre y cuando atine… ¿Quieres los mandos?

 

V

 

A las ocho en punto se encontraban sobrevolando la playa, el Canal de la Mancha. A medio gas, el aparato fue en descenso a la vez que Bogard lo puso suavemente en la estela del viento del Canal. Tenía el rostro en tensión, se le notaba la fatiga.

También McGinnis parecía cansado y necesitado de un buen afeitado.

—¿A ti qué te parece que estará mirando ahora? —dijo. Y es que el inglés de nuevo se había asomado por el flanco derecho de la cabina, y miraba atrás y abajo, por debajo del ala derecha.

—No lo sé —dijo Bogard—. Tal vez sean algunos agujeros de bala —dio gas al motor de estribor—. Hay que decir a los mecánicos que lo revisen.

—Yo creo que algunas balas ya las ha visto más de cerca —dijo McGinnis—. Juraría que vi una trazadora pasar rozándole la espalda. Pero a lo mejor es que está contemplando el océano. Aunque eso ya lo tuvo que ver cuando vino de Inglaterra —Bogard enderezó entonces el aparato; se levantó bruscamente el morro, la arena, la ola que se rizaba a lo largo de la orilla. Pero el muchacho inglés seguía asomado al máximo y miraba atrás y abajo, algo tal vez situado bajo el ala derecha, que observaba con cara de embeleso, con un interés absolutamente pueril. Hasta que el aparato no se detuvo del todo no dejó de mirar embelesado. Entonces se agachó y con el brusco silencio de los motores los otros lo oyeron gatear por el pasadizo de acceso a la cabina. Salió en el momento en que los dos pilotos descendían envarados de la carlinga, con el rostro colorado, luminoso, ansioso, y la voz alta, excitada.

—¡Caray! ¡Dios mío! Qué dominio, qué manera de juzgar las distancias. ¡Si Ronnie lo hubiese visto…! ¡Dios mío! Claro que a lo mejor no son como las nuestras, a lo mejor éstas no se cargan solas en cuanto les da el aire.

Los americanos lo miraron atónitos.

—¿Que no qué? —dijo McGinnis.

—La bomba. Ha sido magnífico, digo yo, aunque digo yo… no, digo que no lo olvidaré jamás. ¡Caray! ¡Ha sido espléndido!

—¿La bomba? —dijo McGinnis pasados unos instantes, con voz apagada. Los dos pilotos se miraron el uno al otro y exclamaron al unísono—: ¡El ala derecha!

Los dos a la vez bajaron por la trampilla y, con el visitante pegado a los talones, dieron la vuelta al aparato a todo correr y miraron bajo el ala derecha. La bomba, suspendida por la cola, colgaba en vertical, como una plomada, junto a la rueda derecha del tren de aterrizaje, la punta rozando la arena. Y en paralelo a la huella de la rueda se veía la línea larga y delicada en la arena, por donde se había arrastrado la punta. A espaldas de ambos, la voz del muchacho inglés sonó alta, clara, infantil.

—Buen susto me he llevado, se lo aseguro. Intenté avisarles. Pero me di cuenta de que ustedes conocen su oficio mejor que yo. Qué pericia. Qué maravilla. Ya digo que no lo olvidaré jamás.

 

VI

 

Un infante de marina con la bayoneta calada pasó por delante de Bogard y lo acompañó al muelle, indicándole la embarcación. El muelle estaba desierto; no vio la embarcación hasta que se aproximó al borde del muelle y la vio debajo de sí, además de ver las espaldas de dos hombres encorvados, con pantalones de lona engrasada, que lo miraron un instante antes de encorvarse de nuevo.

Tendría unos nueve metros de eslora y algo menos de tres de manga. Estaba pintada de camuflaje, a manchas verdes y grises. Tenía un puente más elevado, sobre cubierta, a proa, con dos chimeneas de escape, achatadas e inclinadas hacia popa.

«Dios mío —pensó Bogard—. Si todo ese entrepuente es el motor…». Tras el puente se encontraba el asiento del piloto, donde vio una gran rueda de timón y un panel de instrumentos. Sin alcanzar medio metro sobre la obra muerta, y corrida desde la popa hasta el comienzo del puente, además de continuar sobre la parte posterior del puente y de ahí caer a la otra borda, hasta la regala de popa, una pantalla sólida, también pintada de camuflaje, rodeaba la lancha entera, salvo por la popa, que se encontraba abierta. Frente al asiento del timonel se había practicado un boquete en la pantalla, de unos veinte centímetros de diámetro. Y al mirar por ese boquete y el túnel alargado, estrecho, inmóvil, perverso, vio una ametralladora que pivotaba en popa, y miró entonces la pantalla baja —dentro de la cual toda la embarcación no levantaba más de un metro sobre el nivel del agua— y el ojo único que miraba a proa, y pensó en silencio: «Es acero. Está hecha de acero». Y se le ensombreció el rostro, pensativo el ademán, sobrio, y se echó la trinchera por encima y se la abotonó como si le estuviera entrando el frío.

Oyó pasos a su espalda y se volvió, pero solo era un ordenanza del aeródromo, acompañado por el infante de marina que portaba el fusil con la bayoneta calada. El ordenanza llevaba un bulto de cierto tamaño envuelto en un papel.

—Del teniente McGinnis para el capitán —dijo el ordenanza.

Bogard tomó el bulto. El ordenanza y el infante de marina se retiraron. Abrió el paquete. Contenía varios objetos y una nota manuscrita. Los objetos eran un cojín de seda color gallina, nuevecito, y un parasol de papel japonés, obviamente pedido en préstamo a alguien, además de un peine y un rollo de papel higiénico. La nota decía así:

 

No pude encontrar una cámara por ninguna parte, y Collier no me ha prestado su mandolina. Con suerte, Ronnie sabrá tocar el peine.

MAC

 

Bogard contempló los objetos, aunque sin que se le inmutase el semblante, pensativo y bastante serio. Volvió a envolverlos y se llevó el bulto al muelle, desde donde lo dejó caer al agua.

Al regresar hacia la embarcación invisible vio que dos hombres se acercaban. Al muchacho lo reconoció en el acto: alto, esbelto, charlando ya por los codos, voluble, con la cabeza un tanto ladeada hacia su compañero, de menor estatura, que caminaba a su lado con las manos en los bolsillos, fumando una pipa. El muchacho aún llevaba el chaquetón azul marino bajo un impermeable de hule que aleteaba, pero en vez de la gorra inclinada como si tal cosa llevaba un pasamontañas sucio, de infante de marina, por la trasera del cual flotaba, como si fuese el eco de su voz, una pieza de tela en forma de cortina que le cubría el cogote y media espalda.

—¡Hola! ¿Qué tal? —exclamó cuando aún estaba a un centenar de metros.

En cambio, era el segundo hombre el que había llamado la atención de Bogard, quien estaba pensando que nunca en la vida había visto una figura más curiosa que la suya. Tenía un aire flemático a más no poder en la forma misma de los hombros encorvados, en el rostro un tanto inclinado, imperturbable. El otro le sacaba una cabeza. También tenía el rostro colorado, aunque de un corte tan profundamente serio que resultaba casi agrio. Era el rostro de un hombre de veinte años que lleva uno intentando, incluso mientras duerme, dar la impresión de que tiene veintiuno. Vestía un jersey de cuello alto y unos pantalones de lona engrasada; por encima, una cazadora de cuero y, por encima, un abrigo de oficial de la marina, sucio y largo hasta los tobillos, del que le faltaba un trozo en una hombrera y todos los botones. Se había cubierto la cabeza con un gorro escocés, de cuadros, como los de los cazadores de ciervos, con visera por delante y por detrás, sujeto por una bufanda estrecha que la cruzaba y que bajaba cubriéndole las orejas, y enrollada una vez al cuello y atada con un nudo de lazo bajo la oreja izquierda. La bufanda estaba increíblemente sucia; con las manos hasta los codos en los bolsillos, con los hombros encorvados y la cabeza gacha, parecía la abuela de alguien a quien hubiesen ahorcado por prácticas de brujería. Sujeta del revés entre los dientes llevaba una corta pipa de brezo.

—¡Ahí está! —dijo el muchacho—. Capitán Bogard, le presento a Ronnie. Ronnie…

—¿Qué tal, cómo va? —dijo Bogard. Le tendió la mano. El otro no dijo ni palabra, aunque sí le tendió una mano sin fuerza. La tenía fría a la vez que dura, encallecida. Pero no dijo ni palabra, y se limitó a mirar brevemente a Bogard antes de apartar la vista. En ese instante, Bogard captó algo en su mirada, algo extraño, un mero atisbo, una suerte de respeto encubierto y curioso, algo semejante a un muchacho de quince años que mirase a un trapecista.

Pero no dijo ni palabra. Siguió cabizbajo su camino; Bogard lo vio desaparecer por el borde del muelle, como si hubiera saltado de pies al mar. Reparó entonces en que los motores de la embarcación invisible estaban en marcha.

—Ya podemos subir a bordo —dijo el muchacho. Se quedó mirando la embarcación y se detuvo. Tocó a Bogard en el brazo—. ¡Allá lejos! —chistó—. ¿Lo ve? —de nuevo hablaba con voz fina, casi aflautada por la emoción.

—¿El qué? —susurró Bogard; automáticamente alzó los ojos y miró a lo lejos. El otro lo sujetaba por el brazo y señalaba el extremo opuesto del puerto.

—Allí, allí mismo. El Ergenstrasse. Lo han vuelto a trasladar.

En la otra punta del puerto se veía un casco anticuado, herrumbroso, panzudo. Era pequeño y anodino, y, al acordarse, Bogard se fijó en que el trinquete era un extraño enredo de cables y botalones, algo semejante —aunque con una considerable licencia, o con una notable imprecisión en la imagen— a un mástil de cesto. A su lado, el muchacho casi reía de contento.

—¿Cree usted que Ronnie se habrá dado cuenta? —siseó—. ¿Le parece?

—Ah, pues no lo sé —dijo Bogard.

—¡Dios mío! Si le da por levantar la vista y lo señala antes de acordarse, habremos empatado. ¡Ay, Dios mío! En fin, vamos, venga —reanudó la marcha, y seguía riéndose—. Con cuidado —dijo—. Esta escalerilla es de las que dan miedo.

Bajó él primero, y los dos hombres de la embarcación se pusieron en pie y saludaron. Ronnie había desaparecido del todo, salvo la espalda, que llenaba una escotilla por la que se accedía al tambucho, bajo el puente de proa. Bogard descendió con cautela.

—Dios del amor —dijo—. ¿Tienen que subir y bajar a diario por esa escalerilla?

—Da miedo, ¿eh? —dijo el otro con su voz de contento habitual—. Pero eso ya lo sabe usted. Se empeñan en librar una guerra improvisándolo todo y luego se preguntan por qué se tarda tanto —el casco estrecho de la embarcación se deslizó y cabeceó con el peso añadido de Bogard—. Se asienta estupendamente, ya lo ve usted —dijo el muchacho—. Esto podría flotar incluso en el césped de un jardín, con un rocío intenso. Surca las olas, y lo que se tercie, como una hoja de papel.

—¿De veras?

—Pues claro, por descontado. Por eso es, ya lo ve —Bogard no vio nada de particular, aunque estaba demasiado afanoso por encontrar con toda la cautela posible un lugar donde sentarse. No había bancadas ni asientos en las bordas; no había más asiento que un largo y grueso saliente casi cilíndrico que recorría todo el fondo de la embarcación, desde el asiento del piloto hasta la popa. Ronnie de nuevo estaba a la vista. Se había acomodado ante la rueda del timón, encorvado sobre el panel de instrumentos. Pero cuando miró por encima del hombro no dijo nada; todo su rostro una mera interrogación. Tenía en el semblante una alargada mancha de grasa de motor. El rostro del muchacho también era de pronto inexpresivo.

—Bien —dijo. Miró adelante, a donde había ido uno de los marinos—. ¿Listos a proa?

—Sí, señor —dijo el marino.

El otro marino se encontraba a popa.

—¿Listos a popa?

—Sí, señor.

—Largad amarras.

La embarcación se separó del muelle con un ronroneo, con un hervor del agua bajo la popa. El muchacho miró a Bogard.

—Una tontería, mera formalidad. Pero hay que cumplir al pie de la letra. Nunca se sabe cuándo va a aparecer un gerifalte de la armada con sus tonterías… —cambió de inmediato su rostro, más cercano, solícito—. Y digo yo… ¿no irá usted a pasar frío? No se me ocurrió ir a buscar…

—No, seguro que estoy bien —dijo Bogard. Pero el otro ya se estaba despojando de su impermeable de hule—. No, no —dijo Bogard—. No puedo aceptarlo.

—De acuerdo, pero si tiene frío, dígamelo.

—Sí, desde luego —estaba mirando el cilindro sobre el que había tomado asiento. Era en realidad medio cilindro, es decir, como si fuese el tanque de agua caliente de una calefacción gargantuesca, partido por la mitad y atornillado, con la sección abierta para abajo, a las planchas del fondo de la embarcación. La circunferencia llegaba a la altura de las tapas de regala, y entre ella y el casco, por un lado y por el otro, había sitio suficiente para que un hombre se pusiera de pie y pasara caminando.

—Ésa es Muriel —dijo el muchacho.

—¿Muriel?

—Sí. La anterior se llamaba Agatha. Por mi tía. La primera que tuvimos Ronnie y yo fue Alicia en el país de las maravillas. Ronnie y yo fuimos su Conejo Blanco. Fantástico, ¿que no?

—Ah. Es decir, que Ronnie y usted ya van por la tercera.

—Así es —dijo el muchacho. Se acuclilló—. No se ha dado cuenta, ¿eh? —susurró. De nuevo tenía el rostro animado, rebosante de contento—. Cuando volvamos, ya lo verá —añadió.

—Ah —dijo Bogard—. El Ergenstrasse —miró a popa y pensó: «¡Dios santo! Debemos de estar… esto debe de ser un viaje». Miró por la borda, de costado, y vio retroceder a gran velocidad la línea del puerto, y pensó que la lancha se movía casi a la misma velocidad a la que volaba el Handley-Page en el momento del despegue. Empezaban a dar botes contra la superficie del mar, incluso en la zona del mar más protegida por el puerto, rebotando de la cresta de una ola a la siguiente, con un choque nítido en cada impacto. Su mano descansaba aún en el cilindro en que se había acomodado. Lo miró una vez más, siguiéndolo por donde parecía emerger debajo del asiento que ocupaba Ronnie y hasta el bisel que formaba por la proa—. Debe de ser por el aire que lleva dentro, digo yo —comentó.

—¿El qué? —dijo el muchacho.

—El aire. El aire que lleva almacenado dentro. Eso es lo que hace que la embarcación rebote tanto.

—Ah, sí, tiene que ser eso. Es muy probable. La verdad es que no me había parado a pensarlo —se adelantó hacia proa, la protección posterior del impermeable aleteando contra la espalda con el batir del viento, y se sentó junto a Bogard. Llevaban los dos la cabeza justo por debajo de la pantalla de protección.

A popa huía el puerto a toda velocidad, desapareciendo, hundiéndose en el mar. La embarcación había comenzado a levantarse y cabeceaba en un constante subibaja, permaneciendo casi estática un momento antes de levantarse, cabecear, hundirse de nuevo; una ráfaga de espuma pulverizada entraba de vez en cuando por las amuras, como si fuese una palada de perdigones.

—Ojalá se pusiera el impermeable —dijo el muchacho.

Bogard no respondió. Se volvió a mirar su rostro iluminado.

—Ya estamos en alta mar, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—Sí… Haga el favor de aceptarlo.

—No, gracias. De veras que estoy bien. De todos modos, no creo que tardemos en volver a puerto, ¿verdad?

—No. Ya no falta mucho. Un viraje y la cosa no se pondrá tan fea.

—Pues entonces perfecto. En cuanto demos ese viraje estaré mucho mejor —trazaron entonces el viraje anunciado. El movimiento de la embarcación dejó de ser tan brusco. Dicho de otro modo, la embarcación no golpeaba de proa contra las olas, retemblando ante cada nueva hinchazón del mar. Las olas entraban ahora por debajo de la proa, y la embarcación volaba a mayor velocidad, con un movimiento prolongado, una desviación que mareaba, primero de una borda y luego de la otra. Pero siguió su rumbo a buena marcha, y Bogard miraba a popa con la misma sobriedad con que miró por vez primera la embarcación desde el muelle—. Ahora vamos con rumbo este —dijo.

—Con un punto de nor-noreste —dijo el muchacho—. Así avanza mejor, ¿no cree?

—Sí —dijo Bogard. Por popa ya no se veía más que la anchura del mar desierto y el sesgo delicado como una aguja de la ametralladora contra la estela que hervía y se deshacía en espuma, y los dos marineros agazapados en silencio, a popa—. Sí, va mucho mejor —y dijo al rato—: ¿Hasta dónde iremos?

El muchacho se acercó un poco más y se inclinó hacia él. Habló con voz de contento, confiado, orgulloso, aunque algo más bajo que de costumbre.

—Es Ronnie el que monta el número. Lo ha pensado a fondo. No es que no lo hubiera pensado yo de haber tenido tiempo suficiente. Más que nada por gratitud y todo eso. Pero él es el mayor de los dos, dese cuenta. Es más rápido que yo cuando se trata de pensar. Cortesía, noblesse oblige y todo eso. Se le ocurrió esta misma mañana, en cuanto se lo dije. Le dije: «¿Sabes qué te digo? He estado allí, lo he visto todo», y él me dijo: «Pero no habrás ido volando», a lo que le dije yo que se lo juraba por lo más querido, y él me preguntó hasta dónde, y que no le fuese con mentiras, y le dije que no lo sabía a ciencia cierta, pero que fui lejos, muy lejos, tremendamente lejos, toda la noche, y él dijo… «Toda la noche volando… Tienes que haber llegado como poco a Berlín», a lo que le dije yo que no lo sabía, pero que tampoco me extrañaría nada, y él se paró a pensar. Se le veía pensar. Porque es mayor, claro. Tiene más experiencia en esto de la cortesía, que es lo que siempre conviene hacer. Y dijo entonces: «Berlín. A ese tío no le va a divertir nada salir al mar a toda velocidad y volver con nosotros». Y siguió pensando mientras yo esperaba que dijera algo, y le dije que no podíamos llevarlo a usted a Berlín, que está demasiado lejos, y que tampoco sabemos el camino, y él, veloz, como un tiro, va y me dice: «Pero está Kiel». Por eso supe…

—¿Cómo? —dijo Bogard. Sin haberse movido, todo el cuerpo se le disparó como un muelle—. ¿A Kiel? ¿En esto?

—Por supuesto. Se le ocurrió a Ronnie. Es un tío muy listo, por más discutidor que se ponga a veces. Dijo de pronto: «Zeebrugge no tendrá el menor encanto para ese tío. Y por él tendremos que hacer todo lo que podamos hacer. Berlín». Así lo dijo Ronnie. «¡Dios mío! ¡Berlín!»

—Escuche una cosa —dijo Bogard. Se había vuelto y daba la cara al otro, un rostro severo—. ¿Para qué se usa esta embarcación?

—¿Para qué?

—¿Para qué sirve? —y entonces, sabiendo de golpe la respuesta a su propia pregunta, puso la mano en la curva del cilindro—. ¿Qué es esto que llevan aquí? ¿Es un torpedo?

—Pensé que ya lo sabía —dijo el muchacho.

—No —dijo Bogard—, no lo sabía —pareció que su voz le llegase de lejos, seca, como el canto de un grillo—. ¿Cómo se dispara?

—¿Que cómo se dispara?

—¿Cómo sale de la embarcación? Cuando se abrió la escotilla al cabo de un rato de navegar vi que ahí están los motores. Están justo delante de la salida del tubo.

—Ah, bueno —dijo el muchacho—. Hay que accionar un mecanismo y el torpedo cae por popa. En cuanto la hélice toca el agua se pone a girar, y entonces el torpedo está listo, cargado. Entonces hay que virar de golpe y el torpedo sigue su ruta.

—¿Quiere decir…? —empezó a decir Bogard, y solo tras unos instantes su voz le obedeció otra vez con un nuevo temblor—. ¿Quiere decir que se apunta el torpedo en la dirección deseada con la embarcación, que se suelta y comienza a girar la hélice, y que entonces hay que dar un viraje y el torpedo pasa por el agua que la lancha acaba de dejar libre?

—Ya sabía yo que lo iba a pescar a la primera —dijo el muchacho—. Ya se lo dije a Ronnie. Es usted un aviador. Son más dóciles que las suyas, eso sí. Pero eso no se puede evitar. Lo haremos lo mejor que podamos, pero en el agua solo. Ya sabía yo que lo iba a pescar a la primera.

—Escuche un momento —dijo Bogard. Su propia voz le sonó bastante sosegada. La lancha seguía volando sobre las olas, saltándolas de una en una. Iba sentado, inmóvil. Le pareció que casi podría escucharse hablar consigo mismo: «Adelante, pregúntaselo. ¿Preguntarle el qué? Pregúntale cuánto es preciso acercarse al barco antes de disparar…»—. Escuche —dijo con esa voz sosegada—. Dígale a Ronnie, comprenda. Dígale tan solo… solo dígale… —notó cómo le fallaba de nuevo la voz, así que calló. Permaneció inmóvil, sentado, a la espera de que le volviese. El muchacho se había ladeado y le miraba a la cara. De nuevo habló con voz solícita.

—Y digo yo… yo diría que no se encuentra usted nada bien. Estas malditas embarcaciones, sin quilla apenas…

—No es eso —dijo Bogard—. Yo solo… ¿Sus órdenes indican Kiel?

—Oh, no. Las órdenes dejan que sea Ronnie quien decida. Se trata solo de volver con la lancha intacta. Esto lo hace por usted. Por gratitud. Es la idea que tiene Ronnie. Poca cosa. Bastante dócil, comparado con un vuelo. Pero siempre y cuando quiera, claro.

—Sí, un sitio más cercano estaría mejor. Comprenda, es que yo…

—Entiendo, entiendo. No hay vacaciones cuando estamos en guerra. Se lo diré a Ronnie —se adelantó hacia proa. Bogard no se movió. La lancha avanzaba en largos cabeceos, al sesgo de las olas. Bogard miró tranquilamente a popa, el mar picado, el cielo.

«¡Dios mío! —pensó—. ¡Con esto no hay quien pueda! ¡No hay quien pueda!».

Regresó el muchacho; Bogard se volvió a mirarlo con una cara del color del papel sucio.

—Muy bien, todo en orden —dijo el muchacho—. Nada de Kiel. Un punto más cercano, la caza probablemente sea igual de buena. Ronnie dice que sabe bien que usted lo entenderá —se daba tirones del bolsillo y sacó una botella—. Tenga. No he olvidado lo de anoche. Haga lo propio. Le asentará el estómago, ¿eh?

Bogard dio un trago largo, generoso. Hizo el gesto de devolverle la botella, pero el muchacho la rehusó.

—Nunca bebo cuando estoy de servicio —dijo—. No es como lo suyo. Esto es mucho más dócil, ¿eh?

La embarcación siguió su rumbo. El sol ya estaba bajo por el oeste, pero Bogard había perdido todo el sentido del tiempo y de la distancia. Allá delante veía la blancura del mar por el ojo redondo, junto al rostro de Ronnie, y la mano de Ronnie en la rueda del timón y el mentón granítico, de perfil, y la pipa apagada y sujeta del revés entre los labios. La embarcación seguía veloz.

El muchacho se acercó entonces a tocarle en el hombro. A medias se levantó. El muchacho señalaba algo. El sol estaba rojizo. Cerca del globo solar, más allá de donde estaban ellos, a unas dos millas de distancia, un navío: parecía un pesquero, parecía anclado, tenía un mástil alto.

—¡Buque faro! —gritó el muchacho—. De los suyos —más adelante Bogard acertó a vislumbrar una masa de escasa altura, la bocana de un puerto, un malecón—. ¡El canal de entrada! —gritó el muchacho. Barrió con la mano todo el espectro, en ambas direcciones—. ¡Minas! —su voz se la llevaba el viento—. Esto está tan plagado de minas que da asco. Las hay por todas partes. También debajo de nosotros. No es poca broma, ¿eh?

 

VII

 

Por encima de la masa de tierra batía un buen oleaje. Ahora la embarcación discurría a favor de la ola, con lo que parecía que saltase de una a la siguiente; en los intervalos en los que la hélice quedaba al aire, el motor parecía que se arrancase de cuajo de la obra muerta. Pero no por eso redujo la marcha; cuando pasó ante el saliente de tierra pareció que la lancha estuviera casi del todo erguida sobre el timón, como los peces vela. El malecón se encontraba a una milla de distancia. En el extremo de más afuera empezaban a titilar unas luces tenues como las luciérnagas.

—Agáchese —dijo el muchacho acercándose a él—. Ametralladoras. A lo mejor nos cae una ráfaga perdida.

—¿Qué he de hacer? —gritó Bogard—. ¿Qué puedo hacer?

—¡Así se habla! ¡Sí, señor! Vamos a darles una buena, ¿eh? ¡Ya sabía yo que esto le iba a gustar!

Agachado, Bogard miró al muchacho, que seguía en pie con el rostro desencajado.

—Puedo ocuparme de manejar la ametralladora.

—No será necesario —le gritó el muchacho a su vez—. Vamos a dejarles a ellos el saque. Seamos deportivos. Somos los visitantes, ¿eh? —miraba a proa con gran concentración—. Ahí lo tenemos. ¿Lo ve? —estaban en la bocana misma del puerto. Anclado en el canal de entrada se encontraba un gran carguero. Pintada en mitad del casco se destacaba una gran bandera de Argentina—. ¡He de volver a mi puesto! —le gritó el muchacho. En ese momento habló Ronnie por primera vez en toda la travesía. La lancha discurría veloz por un trecho de mar menos picado. No aminoró la velocidad, y Ronnie no volvió la cabeza cuando habló. Se limitó a ladear el mentón prominente y bailó un poco la pipa fría entre los labios; por la comisura de la boca farfulló una sola palabra.

—Punto.

El muchacho, encorvado sobre lo que había llamado su puesto, se irguió de un respingo, con una expresión de asombro y de hallarse ofendido. Bogard también miró a proa y vio el brazo con el que Ronnie señalaba por estribor. Era un destructor ligero, anclado a una milla de distancia. Tenía mástiles de cesto; cuando estaba mirando, uno de los cañones destelló en la torreta de popa.

—¡Maldita sea! —exclamó el muchacho—. ¡Eres un hacha! ¡Maldito seas, Ronnie! ¡Ahora me llevas tres de ventaja, caray!

Pero antes de que terminara de hablar ya se había encorvado en su puesto, con el rostro luminoso, vacío de toda emoción, de nuevo alerta, no del todo sobrio, pero sí tranquilo, a la espera de lo que pudiera ocurrir. Bogard de nuevo miró al frente y sintió que la lancha pivotaba sobre el timón y ponía proa directamente hacia el carguero, a una velocidad pavorosa. Ronnie iba con una mano en la rueda del timón y la otra extendida a la altura de la cabeza.

Pero a Bogard le dio la impresión de que nunca fuese a bajarla. Se acuclilló sin sentarse, viendo con una especie de espanto reposado cómo aumentaba de tamaño la bandera pintada en el casco del buque como si fuese una película en la que una locomotora avanza hacia la cámara, situada entre las dos vías. De nuevo disparó el arma desde el destructor, a espaldas de ellos; desde la popa del carguero también se abrió fuego a quemarropa contra la lancha. Bogard no oyó ninguno de los dos disparos.

—¡Vamos, hombre! —gritó—. ¡Vamos, por Dios!

Ronnie había bajado la mano. La embarcación volvió a virar en redondo sobre el timón. Bogard vio levantarse la amura, pivotar; contó con que el casco se estampara de costado contra el barco, pero no fue así. La lancha salió disparada por una tangente. Estaba esperando que trazase un amplio viraje, que pusiera proa a mar abierto, que dejara a popa al carguero, y volvió a pensar en el destructor. «Esta vez sí que nos va a alcanzar una ráfaga en cuanto hayamos salvado al destructor», pensó. Recordó entonces el carguero, el torpedo, y se volvió a mirar al carguero con la idea de ver cómo daba el torpedo en el blanco, pero vio con espanto que la embarcación volvía derecha hacia el destructor, trazando un viraje en redondo. Como si fuera un sueño, se vio precipitarse contra el navío y pasar a toda velocidad bajo el saliente de popa, todavía en pleno viraje, tan cerca que distinguiría las caras de los hombres en cubierta. «Han fallado el tiro y van a seguir la trazada del torpedo para capturarlo y dispararlo de nuevo», pensó como si estuviera idiotizado.

Por eso, el muchacho tuvo que tocarle en el hombro sin que él se diera cuenta de que estaba a su espalda. El muchacho habló con voz sosegada.

—Ahí, bajo el asiento de Ronnie. Hay una manivela. Si me la pudiera alcanzar…

Encontró la manivela. Se la pasó. Estaba pensando como si aún siguiera en un sueño: «Mac hubiera dicho que tienen un teléfono a bordo». Pero no miró de inmediato a ver qué era lo que estaba haciendo el muchacho con la manivela, pues presa de ese horror aquietado y apacible en que estaba apresado se hallaba mirando a Ronnie, la pipa fría en el mentón rígido, tripulando la lancha a toda velocidad alrededor del carguero, tan cerca que llegó a ver los remaches de las planchas en el casco. Miró entonces a popa con el rostro desencajado, inoportuno, y vio lo que estaba haciendo el muchacho con la manivela. La había encajado en lo que a todas luces era un pequeño torno, en la parte baja, en uno de los flancos del tubo, cerca de la cabeza. Levantó los ojos y vio la cara de Bogard.

—¡No ha salido esta vez! —gritó con buen ánimo.

—¿Que no ha salido? —gritó Bogard—. ¿No? ¿El torpedo no…?

El muchacho y uno de los marineros trajinaban agachados sobre el torno y el tubo.

—No. Qué engorro. En fin, pasa una y otra vez. Esos listillos, los ingenieros, deberían afinar… Y afinan, pero son cosas que pasan. Hay que volver a meterlo y lanzarlo de nuevo.

—¡Pero el morro, la espoleta…! —gritó Bogard—. Sigue estando en el tubo, ¿no es así? Está entero, ¿no es así?

—Por descontado, tranquilícese. Pero ahora funciona. Está cargado. La hélice ya está en marcha. Hay que volver a meterlo y lanzarlo de nuevo. Primero, meterlo en el tubo. ¡Bingo! ¿Ya está?

Bogard se había puesto en pie, sujeto al terrible tiovivo de la lancha. Muy por encima de donde estaba, el carguero parecía virar sobre sí mismo como una imagen con truco en una película.

—¡Páseme el cabrestante! —gritó.

—¡Tranquilo, despacio! —dijo el muchacho—. No conviene meterlo demasiado deprisa. Ya lo encajamos nosotros en la cabeza del tubo. ¡Bingo otra vez! Mejor será que nos deje. Zapatero, cada cual a sus zapatos, ¿eh?

—Desde luego —dijo Bogard—. Completamente de acuerdo.

Era como si fuese otro el que estuviera sirviéndose de su boca al hablar. Se inclinó, sujeto con las manos sobre el frío metal del tubo, junto a los otros. Por dentro tenía calor, pero por fuera estaba helado. Notaba que todas sus carnes se sacudían de frío mientras miraba la mano roma y venosa del marinero que accionaba el torno trazando arcos breves, minúsculos, con facilidad, mientras en la cabeza del tubo el muchacho golpeaba el cilindro levemente con una llave inglesa, la cabeza vuelta, con una expresión tan delicada y concentrada como la de un relojero. La lancha se desplazaba trazando lentos, furiosos virajes al sesgo de las olas. Bogard vio un hilo largo, lento, flojo, que caía de la boca de alguien, entre sus manos, y descubrió que el hilo de saliva caía de su propia boca.

No oyó decir nada al muchacho, ni tampoco notó en qué momento se incorporó. Solo reparó en que la lancha se enderezaba, por lo que cayó de rodillas junto al tubo. El marinero había vuelto a popa y el muchacho de nuevo estaba encorvado sobre su puesto. Bogard se arrodilló del todo, francamente mareado. No percibió el nuevo viraje que trazó la embarcación, ni oyó disparar de nuevo el cañón del destructor, que no se habían atrevido a disparar por miedo a dar al carguero, y el del carguero, que no pudo disparar antes por estar ellos demasiado cerca. No sintió nada en absoluto cuando vio la bandera enorme, pintada, justo encima de su cabeza, aumentando de tamaño a una velocidad de locomotora, ni vio siquiera a Ronnie bajar la mano. Pero esta vez sí supo que el torpedo había salido; al pivotar y virar en redondo esta vez toda la embarcación pareció que saliera del agua; vio la amura de proa dispararse hacia el cielo como el morro de una lancha motora al iniciar una curva. Luego, su estómago hecho trizas renegó de él. Ni vio el géiser ni oyó la detonación al caer tendido en paralelo al tubo. Solo notó que una mano lo sujetaba por el cogote de la trinchera y oyó la voz de uno de los marineros:

—Tranquilos todos, capitán. Ya lo tengo bien sujeto.

 

VIII

 

Una voz le ayudó a volver en sí, una mano. Estaba a medias sentado en el estrecho pasillo de babor, a medias tendido sobre el tubo. Llevaba allí un buen rato; bastante antes había notado que alguien le echaba una prenda de abrigo por encima. Pero no había levantado la cabeza.

—Estoy bien —dijo entonces—. No me hace falta.

—Que no le hace falta… —dijo el muchacho—. Bueno, ya vamos de regreso.

—Siento mucho haber… —dijo Bogard.

—Claro. Estas malditas embarcaciones, sin quilla apenas… A cualquiera le ponen el estómago del revés, a cualquiera, mientras no se acostumbre uno. Ronnie y yo, los dos, al principio, era igual. Todas las veces. Era de no creérselo. Tenga —era la botella—. Esto le sentará bien. Péguese un buen lingotazo, y si es enorme pues mejor. Le asentará el estómago.

Bogard bebió. Poco después se fue sintiendo mejor, entró en calor. Cuando la mano lo tocó más tarde, descubrió que se había dormido.

Fue de nuevo el muchacho. El chaquetón azul marino le quedaba demasiado pequeño; encogido, seguramente. Por debajo de los puños sus muñecas largas y esbeltas, de muchacha, estaban azuladas por el frío. Bogard descubrió entonces cuál era la prenda con la que lo habían abrigado. Pero antes de que pudiera decir nada, el muchacho se inclinó hacia él y le habló en un susurro, con el rostro contento.

—¡No se ha dado cuenta!

—¿De qué?

—¡El Ergenstrasse! No se ha dado cuenta de que lo han trasladado. Dios, si lo viese solo me sacaría un punto de ventaja —miró a Bogard con los ojos luminosos, con ansia—. Un punto, ya lo sabe usted. Y… digo yo… yo diría que parece que ya se encuentra algo mejor, ¿eh?

—Sí —dijo Bogard—, estoy mejor.

—No se ha dado cuenta en absoluto. ¡Ay, Dios! ¡Ay de mí!

Bogard se incorporó, se puso en pie, se sentó en la curvatura del tubo. La bocana del puerto estaba a la vista, la embarcación redujo la velocidad. Empezaba a oscurecer.

—¿Y esto sucede a menudo? —dijo en voz baja. El muchacho lo miró. Bogard dio una palmada en el tubo—. Me refiero a esto, a que falle cuando se ha de disparar.

—Ah, pues sí. Por eso les han puesto los tornos y los cabrestantes. Pero eso fue más adelante. Primero se empezó a fabricar la lancha. Una vez estalló entera por los aires. Por eso le han puesto los tornos.

—Pero… ¿sigue ocurriendo a menudo, incluso ahora? Es decir, ¿siguen estallando por los aires, a pesar del torno?

—Bueno, pues no sabría decirle, claro. Las embarcaciones salen a mar abierto. A veces no regresan, claro. Es posible que… No siempre se sabe lo que sucede, claro que no. No tengo yo noticia de que ninguna haya sido capturada. Es posible, claro. A nosotros no nos ha pasado, al menos de momento.

—Sí —dijo Bogard—. Sí.

Entraron en puerto, la lancha aún a velocidad considerable, pero ya sin gas, surcando la lisa superficie del mar, la dársena en la que se amontonaban las sombras. El muchacho volvió a inclinarse con una voz que rebosaba contento.

—¡Ahora, ni una palabra! —chistó—. ¡Todos atentos! —se puso en pie y alzó la voz—. Oye, Ronnie… —Ronnie no se volvió, aunque Bogard se dio cuenta de que lo escuchaba con atención—. Qué curioso ese buque de bandera argentina, ¿eh? ¿Cómo supones que se nos ha pasado hasta allá? Igualmente podría haber recalado aquí, digo yo. Los franceses le hubiesen comprado el trigo que transporte en la bodega —hizo una pausa diabólica, un Maquiavelo con el rostro de un ángel extraviado—. Digo yo… ¿Cuánto hace que tuvimos aquí un barco extranjero? Meses han pasado, ¿eh? —se volvió a inclinar un momento y habló con voz queda—. Atento, atento ahora a la jugada —pero Bogard no vio que Ronnie moviese la cabeza siquiera un centímetro—. ¡Ya está mirando! —susurró el muchacho. Y Ronnie estaba mirando, aunque no hubiera movido un ápice la cabeza. Apareció entonces a la vista, silueteada contra el cielo ya en sombra, la forma difusa de un cesto en el trinquete del barco internado. Ronnie alzó el brazo en el acto, señalando; habló de nuevo sin volver la cabeza, por la comisura de la boca farfulló una sola palabra.

—Punto.

El muchacho se movió como un muelle, como un perro atado al que de pronto se deja en libertad.

—¡Maldito seas! —exclamó—. ¡Serás un hacha, pero ése es el Ergenstrasse! ¡Ja! Ahora ya solo me llevas un punto de ventaja —de una zancada pasó por encima de Bogard y se acercó a Ronnie—. ¿Eh? —la lancha había reducido mucho la velocidad al enfilar el muelle; avanzaba en punto muerto—. Ya solo es uno, ¿eh, Ronnie? No me llevas más que uno de ventaja.

La lancha siguió su curso; el marinero volvió a gatas al entrepuente de proa. Ronnie tomó la palabra por tercera y última vez.

—Cierto —dijo.

 

IX

 

—Quiero —dijo Bogard— una caja de whisky escocés. El mejor que tengamos. Y que la embalen bien. Es para mandarla a la ciudad. Y quiero que un hombre se haga responsable de la entrega —llegó el responsable—. Esto es para un niño —dijo Bogard, y le señaló el embalaje—. Lo encontrará usted en la calle de las Doce Horas, en las inmediaciones del café Doce Horas. Estará tirado de cualquier manera en la cuneta. No tiene pérdida. Es un niño de un metro ochenta de estatura. Cualquier policía militar británico se lo sabrá encontrar. Si está dormido, no me lo despierte. Espere a su lado hasta que se espabile. Y entonces le hace entrega de esto y le dice que es de parte del capitán Bogard.

 

X

 

Más o menos al cabo de un mes apareció perdido por el aeródromo de los americanos un ejemplar de la English Gazette en el que se había publicado este breve entre la lista de caídos:

 

DESAPARECIDOS: Lancha torpedera XOO1. Guardiamarinas R. Boyce Smith y L. C. W. Hope, de la Reserva de la Royal Navy; contramaestre, Burt; marino, Reeves. Flota del Canal, División de Torpederos Ligeros. No regresaron tras un servicio de patrulla por la costa.

 

Poco después, en el cuartel general de Aviación Norteamericana se difundió un boletín:

 

Por su valor extraordinario, por encima de las obligaciones rutinarias del servicio, se distingue al capitán H. S. Bogard y a su tripulación, compuesta por el teniente Darrel McGinnis y los artilleros de aviación Watts y Harper, por haber realizado una incursión diurna y sin protección de escolta alguna, en la que destruyeron por medio de sus bombas un depósito de municiones situado varias millas por detrás de las líneas enemigas. Desde ese punto, y acosados por aparatos de la aviación enemiga que los superaban en número, estos hombres acudieron con las bombas que les quedaban a bordo al cuartel general enemigo, situado en ——, y demolieron parcialmente el château en que se hallaba, antes de volver sanos y salvos y sin pérdida de ningún hombre.

 

Y en relación con esta hazaña, podría haberse añadido que, caso de que fracasara y caso de que el capitán Bogard hubiera salido indemne de la misma, hubiera sido sometido de inmediato y sin remisión a un consejo de guerra.

Con las dos bombas que les quedaban a bordo, voló en picado al mando del Handley-Page sobre el château en donde se encontraban los generales enemigos almorzando, hasta que McGinnis, a los controles de descarga de las bombas, justo debajo de él, comenzó a darle gritos antes de que diera la señal. No dio la señal de descarga hasta que pudo distinguir con toda claridad las tejas de pizarra que cubrían el edificio. Entonces bajó la mano y ascendió disparado, y así mantuvo el avión, con un grito despavorido, con los labios entreabiertos, conteniendo la respiración con un gruñido, pensando… «¡Dios! ¡Dios! ¡Si estuvieran todos ahí, todos los generales y los almirantes, los presidentes y los reyes, los suyos y los nuestros, si estuvieran todos…!»

*FIN*


“Turnabout”,
Saturday Evening Post, 1932


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