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¡Viva la introyección!

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

«Lo que nos hace falta, españoles, es la introyección, el más preciado, el más fecundo, el más santo de los derechos humanos. ¿Cómo podemos vivir sin él? Sin la libertad de introyección, todas las demás libertades nos resultarán baldías y hasta dañosas. Dañosas, sí, porque hay libertades que, faltando otras que las complementen, antes perjudican que benefician al hombre. ¿De qué nos sirven, en efecto, la libertad de asociación, la de imprenta, la de cultos, la de trabajo, la de vagancia y tantas otras libertades de que dicen gozamos, si la libertad de introyección nos falta? Sin esta imprescindible prerrogativa, el sufragio universal y el Jurado se convierten en armas de la vergonzante tiranía que nos domina. Y no me digan, no, que tenemos la libertad de introspección, porque la introspección no es la introyección, como la autonomía no es la autarquía. Pongámonos, ante todo, de acuerdo en las palabras; llamemos a cada cosa por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino; arquitrabe, al arquitrabe, introyección a la introyección y tiranía a este abigarrado conjunto de hueras e incompletas libertades en que se nos ahoga. La palabra, ¡oh, la palabra, señores, la palabra!…».

Al llegar a este punto de su elocuentísimo discurso, la palabra de Lucas Gómez fue ahogada en los nutridos aplausos del numeroso público que asistía a la reunión. El hervor de los ánimos subió de punto, y los ¡viva don Lucas Gómez! se confundieron con los vivas a la libertad de introyección.

Salió la gente convencida de cuán necesario es introyeccionarse y de cómo los Gobiernos que padecemos nos lo impiden. Empezaron los españoles a sentir hambre y sed de introyeccción.

Hay que tener en cuenta que esto ocurría hacia 1981, pues hoy, a fines de este tristísimo siglo XXI, una vez gastada la introyección en puro uso, no nos damos clara cuenta de los entusiasmos que entonces provocara.

El caso es que la agitación creció como la marea; formose una liga introyeccionista, con su Directorio y sus delegaciones provinciales, poniendo así en aprieto al Gobierno. En tal grave aprieto, que se vio forzado a dimitir, exigiendo la ola popular a los radicales, con el tácito pacto de implantar desde luego la libertad de introyección.

Mas sabido es lo que son y han sido siempre nuestros Gobiernos: cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. Es hoy cosa averiguada como cierta, y que he podido comprobar revisando papeles de aquel tiempo, que alquilaron a un famoso sofista, cuyo nombre está en la memoria de todos mis lectores, para que desnaturalizara el popular movimiento. Como dato curioso podemos dar el de que los gastos, no pequeños, que el sofista costó al Gobierno los justificó éste en la consignación del material como gastos para le refrigeración de las oficinas en aquel calurosísimo estío de 1982.

Nuestro sofista comenzó su campaña fingiéndose introyeccionista o introyectivo, como él se llamaba, para empezar así confundiendo a la gente sencilla. Y luego, después de establecer entre la introyección, la introspección, la introquisición y la introversión tales y tantas diferencias que nadie sabía lo que fuera cada una de estas tan importantes funciones, se preguntaba: «Esta introyección, ¿ha de ser psíquica o anímica; espontánea, reflexiva o refleja; primaria o secundaria?». Y consiguió su maquiavélico proyecto, logrando que al poco tiempo se dividieran los introyeccionistas en psíquicos, anímicos, espontáneos, reflexivos, reflejos, primarios y secundarios, con multitud de matices, términos medios y términos combinados. Y allí nadie se entendía.

Mas no faltaron hombres animosos, avisados y entusiastas que denunciaran la vergonzosa labor del sofista introyectivo, pusieran al descubierto sus mezquinas mañas y tretas, y trataran de reparar en lo hacedero el desmedido daño que a la causa introyeccionista había hecho. Redactaron unas bases, creo que orgánicas -aunque de esto no estamos bien seguros-, para llevar a cabo la gran concentración introyeccionista, reduciendo a común fórmula a las distintas fracciones. Los menos reductibles entre sí fueron los reflexivos jefes don Martín Fernández y don Fernando Martínez; los primarios y los secundarios hacía tiempo ya que estaban fusionados bajo la común denominación de primosecundarios, habiéndose adoptado ésta y no la de segundoprimarios, a cambio de que el jefe de los secundarios lo fuese de la fracción compuesta, porque en política todo es transacción.

Todos sabemos lo que ocurrió después; las empeñadísimas campañas de concentración, los brillantísimos discursos de Lucas Gómez y el ansia loca de introyección que se encendió en los corazones españoles todos. Llegó a ser inútil la libertad de pensamiento, pues nadie pensaba más que en la introyección; inútil la libertad de enseñanza, ya que no pudiese hacerse introyectiva la enseñanza; inútil la de cultos si no cabía cultivar la introyección; inútil la de asociación desde el momento en que no era dado asociarse para introyeccionarse mutuamente; inútil la de trabajo sí no se podía trabajar introyectivamente.

Y sucedió lo que no podía menos de suceder, y es que llegó la revolución de 1989, y después de aquellas tres breves, aunque sangrientas jornadas del 5, 6 y 7 de febrero, triunfó el introyectismo, empuñando Lucas Gómez las riendas del Estado.

Lo primero que el Gobierno revolucionario hizo fue proclamar a los cuatro vientos la libertad de introyección. Y sucedió entonces lo que era de esperar, y fue que mientras se renovaban las empeñadas peleas entre psíquicos, anímicos, espontáneos, reflejos, reflexivos, primarios y secundarios, lo que entonces se llamaba masa neutra, y la sociología moderna llama plasma sociogerminativo, sintió una extraña sensación colectiva, se miraron unos a otros en los ojos sus miembros componentes, y se preguntaron luego con curiosidad y asombro: «Y ahora bien, ¿qué es eso de introyección y con qué se come?».

Hoy no necesitamos hacernos tal pregunta; la dolorosa experiencia del último tercio del siglo XX hasta que ocurrió la salvadora conjugación hispanomarroquí -de que hablaremos otro día- nos enseñó, bien a nuestro pesar, lo que la introyección sea y signifique.

*FIN*


El espejo de la muerte, 1913


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