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Wanda

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

A Maruca

Lo más molesto era el sudor en la nuca.

Mitad del verano que se extiende pesado e impávido, como si nunca fuera a terminarse.

Dentro del coche sólo se oía, de vez en cuando, la voz de Anita llamando su atención:

—Mira, Raúl, ni una nube.

Como si aquel cielo despejado y perplejo necesitara comentario alguno. Pero Anita era demasiado pequeña para callar las cosas obvias.

El padre y la madre, en el asiento delantero, se sumían en un silencio denso.

Por fin llegaron a “Las Flores”.

Al bajar del coche se sintió ya la suave brisa del mar, fresca en la mañana agobiante.

La madre corrió a ver la rotonda que formaba el rosedal, y Raúl se fue a su cueva.

Sin puerta, apenas protegido por un pequeño tejado, estaba su cubil, una construcción tal como él la había querido: igual a una ermita, sin más que un camastro de camarote empotrado a media altura, entre pared y pared, un librero, y el radio tocadiscos de alta potencia que luego bajaría del coche y que, lejos de la casona, podría poner al volumen que le diera la gana, pues le gustaba jugar con los pianos y fortísimos haciendo contrapuntos y competencias con el susurro o el bramido del mar.

Se desnudó, se puso el calzón de baño, y se fue al mar. La mochila quedó abierta y destripada en el suelo.

Corriendo, enceguecido por el sol, entorpecido por la arena, atravesó el jardín, sin mirarlo, y llegó a la playa. Tiró las alpargatas entre una zancada y otra y se zambulló en el agua. Al fin estuvo jugando a solas con el mar hasta que lo llamaron sus padres y Anita. Ella quiso que la ayudara a perfeccionar su brazada.

Él lo hacía todo de buena gana, dentro y fuera del mar, bajo un sol que quemaba. Hablar con sus padres. Reír y correr con Anita.

Demasiado pronto, a su parecer, fueron llamados a comer. La casa daba una sensación inmediata de paz. Era hermosa. Sus padres nunca se explicaron aquel capricho suyo del cubil.

Comieron mucho, mientras se hacían planes para una excursión al club, para esquiar, o ir al pueblo, al cine, cuando hubiera una película visible.

Volvieron a la playa por la tarde, y ahí se quedaron hasta ver anochecer. A la hora de cenar todos estaban cansados. El padre ordenó que sirvieran vino, para reconfortarse y dormir como piedras. Anita se quedó dormida en un sillón, y Raúl la llevó en brazos a su cuarto y le puso la piyama. Una gran ternura le llenó el pecho cuando la vio abandonada sobre la cama, sumida en el sueño, serena e indefensa: una niña. Luego intentaron, él y su padre, jugar un partido de ajedrez.

Ninguno sabía qué pieza mover. Decidieron dejarlo para el día siguiente.

Desde el camastro del cubil el jardín podía verse dormido y pacífico bajo la luna. Al frente estaba el rosedal y los caminos de guijarros entre los arriates brillaban con pequeñas chispas. En la hornacina no entraba ni una ráfaga de viento y el calor del día se había quedado pegado a las paredes.

Entonces apareció. No llegó. Nada más estuvo allí. Desnuda, tendida con su cuerpo núbil junto al cuerpo sudoroso de Raúl. Lo primero que él sintió fue la sorpresa de aquel cuerpo fresco en medio del calor. Frescura de mar bajo un sol esplendente que lo hace sentir como un delfín que jugara entre la mar y el aire con una inmensa alegría; luego, gozoso, se hunde, y navega por las aguas verdes. Va cada vez más al fondo, respira con deleite el agua salada que abraza a los mortales. Mira los peces inmóviles y siente el silencio absoluto de lo profundo. Todo es lento, apenas se mueve. La corriente, casi quieta, lo sostiene, y no hay que hacer ningún movimiento para deslizarse y mirar los paisajes maravillosos de flores y faunas desconocidas y calmas.

Sin ruido, en el oído, aguas profundas circulan dentro del caracol, como espesos moluscos adheridos que estuvieran ahí desde edades antiguas comunicándote secretos que no escucharás porque no hay palabras para confiarlos ni nadie que los entienda. Vibrar en el silencio que desconoce lo que no es silencio, sentir el latido de las sienes, la sangre caliente en el helado camino sin término del agua que te desconoce pero que te lame pacientemente mientras te deslizas sin esfuerzo, sin hacer nada, solamente siendo.

Era tarde. Hacía un sol abrasador. El cubil era un horno. Pesadamente se levantó y en calzoncillos y con las alpargatas a medio meter, el traje de baño colgando de una mano, se dirigió a la casa. La casa estaba fresca, entraban la brisa y el murmullo del mar por todos los ventanales abiertos, el piso de mosaico claro relucía. Su padre, su madre y Anita estaban bañados, impecablemente vestidos, peinados y contentos; parecían representar una comedia.

—¿Sabes qué horas son?

—No.

—El agua estaba rica temprano. No sabes qué gusto… qué gusto…

—Dile a Marta que te prepare algo de desayunar… Tienes una facha…

Ducharse, desayunar, sentir las plantas de los pies sobre los limpios mosaicos le fue quitando el cansancio del cuerpo, el sueño y, ya contento, se fue con Anita a la playa. Se sentía completamente cambiado, aunque no sabía por qué estaba como sin alma.

Ella chutaba y él paraba, sobre la raya que era la portería, los posibles goles de Anita. La raya era motivo de interminables discusiones: que si la atravesó el balón, que la borraste al barrerte, que así no juego, que eres un tramposo… y él se reía, se reía mucho dentro de sí al ver la cara de Anita arrebolada por la furia y la impotencia. A veces la dejaba meter algún gol, sólo para verla contenta.

Ana… Si fuera un poco mayor la podría llamar así. Le hubiera gustado. Ana, y rodaba la palabra en la boca. Ana. Ana.

Se tiró en la arena para saborear el placer de la palabra. Si fuera mayor… si fuera mayor ¿qué? De un salto se puso en pie y cumplió su misión de portero hasta que la niña dijo que ya estaba cansada.

No, no se aburría de jugar con Anita a esto y a aquello, en realidad nunca le había sucedido, pero tampoco lo había pensado: que no se aburría. Ahora persistía en aparecer de pronto, con una gran fuerza, el deseo de que ella fuera mayor, que fuera Ana. Ana. Y se quedaba embobado pensando en cómo sería, en cómo será Anita dentro de unos años. ¿Cómo vivir un verano con Ana?

Y el verano de Ana iba pasando sin sentirlo.

La marejada nocturna. El grito asfixiado. El beso: Wanda. En cuanto está junto a ella va respirando el agua inmóvil como se respira el mezclado aroma de los jardines inmensos, de los jardines que no existen en la tierra.

Los dedos se deslizaban con sus delicadas puntas sobre su pecho. El largo pelo mojado se fue enredando por sus orejas y su nariz, por sus ingles, sus piernas y una boca hambrienta, con calor de rosa se apoderó de la suya. La mujer murmura como el mar, sube y baja, hace serpentear las olas sobre la playa, una onda destruye a la otra; le acaricia con su mano larga y sedosa. Luego cayó en un abandono sin peso, pero una fuerza muy poderosa emanaba de aquella distensión completa. La superficie olorosa a algas se le untó como si quisiera adherirlo a ella. Él la penetra, y cuando ella grita su nombre, el placer llena el mundo. La espina dorsal de él está a punto de romperse hasta que los cuerpos se estremecen de pies a cabeza y se distienden en un espasmo.

Wanda cantó luego bellísimas canciones en un idioma que se sentía tan antiguo como el mar, y en ellas, ¿cómo?, le dijo que seguiría viniendo y cantando para él todas las noches.

Luego, de entre sus dedos esbeltos, como antes apareció aquel instrumento entre arpa, erizo que no era erizo y caracol, hizo volar por el aire, iridiscente, grande como una manzana perfecta en su redondez, una perla, riendo volvió a tomarla y la depositó sobre el librero. Luego, ya no estuvo más ahí.

Casi todos los días eran invitados grupos de vecinos para salir en la lancha a pescar o a esquiar, bien provistos de cervezas y antojos para comer, se daban a la mar con gran alborozo. Los mayores, los amigos de su padre, eran los más entusiastas. También los muchachos y las chicas de su edad organizaban excursiones con frecuencia. Raúl esquiaba muy bien y le gustaba hacerlo, reía y bromeaba con los demás, pero no ponía la menor atención a la pesca; a veces se abstraía largos ratos, olvidados sus compañeros, mirando la estela que la lancha dejaba en el mar. No pensaba nada.

—¡Uy!, ya porque ganó el primer premio nacional de poesía juvenil tiene que posar de “bardo” —se burlaba, por ejemplo, Andrés, dándole una palmada en la espalda. Ambos reían y en realidad a nadie le importaban sus ausencias. Siempre había sido un poco diferente, muy tímido y con ideas un tanto locas. Bueno, así era y así lo querían.

Un día aparentemente hablando de esto y aquello, como tomando valor, Anita se lo dijo: —Me gustaría salir a pescar.

—Ven un día con nosotros.

—No, no, hay mucho ruido. Salí ya con ustedes y me harté. Sólo nosotros tres: papá pesca, y tú y yo miramos, lástima que mamá nunca quiera ir.

No hubo obstáculos. En realidad Anita estaba muy sola.

Fueron a pescar los tres. Tuvieron suerte: papá pescó un pargo muy grande. Durante la lucha, el pargo emergía y volvía a salir del agua moviéndose en todas direcciones.

—¡Mira cómo brilla! ¡Mira cómo pelea! ¡Qué belleza!

Anita estaba muy excitada.

Cuando el hermoso animal estuvo sobre la tarima de la lancha, ella se pasó a su lado y, asustada, observaba sus contracciones y coletazos. Luego el pescado se fue quedando quieto y Anita se acercó a la cabeza. El pescado abría y cerraba la boca desesperadamente, sus agallas sanguinolentas se abrían y cerraban cada vez con menor rapidez y fuerza; se iba quedando quieto, quieto, hasta que sus ojos desmesuradamente abiertos se fueron llenando de un agua espesa. Al fin quedó inmóvil. Ella, pálida, se volvió de espaldas y comenzó a vomitar. El verano se va lentamente, Anita y sus padres ya nadan poco, caminan por la playa cuando el sol está alto, y al atardecer, contra el viento, que se ha vuelto tan delgado que penetra la ropa y la deja perfumada, pasean despacio sobre la arena húmeda. Ya no se grita, se toma té lentamente y todos se tratan con una delicadeza tierna que parece venir de muy lejos, de otros tiempos con otras costumbres, de personas que no se sabe quiénes fueron.

Raúl camina por la playa. Vaga sin mirar. Va sin pensamientos.

Las rosas verdaderas ahora han florecido en el rosedal, y se dan espléndidas. Las otras eran un capricho de la madre, que quería tener rosas en verano. Cuando ya es de noche, de noche maravillosa, a la puerta del cubil, Raúl mira las rosas, las estrellas, rasguea la guitarra y medio canta cancioncitas tristes sobre gente que va por caminos, viviendo. Porque él está anclado. Cuando sea hora entrará al nicho y Wanda estará junto a él, en cuanto se desnude.

—Quiero quedarme a terminar un libro de poemas, papá. Ya sabes que no hay clases. En cuanto empiecen, me voy.

—Pero cuándo se ha visto que un chamaco se quede solo en una playa desierta. Y pasarías mucho frío, lo sabes. Este otoño vino helado.

—No me quedo solo. Aquí vive Rodolfo todo el tiempo, y el pueblo está tan cerca que se puede ir a pie. Además, hay teléfono ahí.

Discutieron. Intervinieron todos. No era conveniente: era un chico apenas. Pero no había inconveniente: era tan inocente lo que pedía. Se trataba de dos semanas. Anita lloró: no quería. La madre estaba preocupada, pero al fin dieron el consentimiento con la advertencia de que, si sucedía algo irregular, Rodolfo estaba obligado a llamarlos y avisarles lo que pasara. Rodolfo seguiría cuidando del cubil, de la casa, y se encargaría de sus ropas, su comida, de todo. En fin, que quedaba bajo el cuidado de Rodolfo. Aceptó

Pero vino el Viento Sur. La atmósfera es un nítido cristal que se va rompiendo. Las tardes parecen muy cortas, iluminadas por un sol que no calienta, hermosas, melancólicas y vacías. No hay en qué apoyarse, no hay nada que hacer más que mirar, aterido, desde la playa, el alboroto de las gaviotas.

Wanda, Wanda, y esperarte cada noche, con tus seres extraños que me muestras y me traes del fondo del mar. Wanda y los abismos del ahogo y del placer inconmensurables.

Rodolfo, sorpresivamente, le habla, confuso, de las sábanas manchadas, de que llega el momento en que un hombre no hace eso —eso, ¿qué?, piensa él—, de que hay, a cierta edad, que saber las cosas como son, de que irán al pueblo. Él lo va a llevar.

Raúl come muy poco y todo el tiempo está como dormido, mirándose las manos, contemplando las rosas que se marchitan, destrozadas por el viento que corre sin cesar. Sin guitarra, sentado junto al nicho, con frío. Al fin ha comprendido lo que Rodolfo quiso decir, pero no piensa en ello.

Caminaban contra el Viento Sur, sumidos hasta las orejas en los cuellos gruesos de las chamarras. Se tenía la sensación de no avanzar. Con la lámpara de pilas en la mano Rodolfo iba iluminando el camino. No hablaban, iban amurallados, cada uno, por el ulular del viento. El frío se sentía menos al caminar, pero se sentía, y muy fuerte, a pesar de la ropa pesada y densa.

Tristes luces de pueblo triste barrido por el viento. Nadie en las primeras calles. Poca gente entre el cine y la cantina. Las tiendas cerradas. Un mundo quieto y silencioso tras las ventanas iluminadas o ciegas.

Rodolfo se detuvo frente a una casa pintada de blanco, del otro lado del pueblo, casi en las afueras. Las luces estaban encendidas y la puerta se abrió de inmediato. Rodolfo dijo dos frases en voz baja, lo hizo pasar y se fue, cerrando la puerta.

Era muy joven y no le dijo nada. Le sonrió. Una sonrisa franca, como de bienvenida. Tenía el pecho opulento y la cintura fina. No llevaba pintados más que los labios. Su casa estaba caldeada y lo primero fue quitarse la gruesa chamarra.

Ella sencillamente lo condujo a otra habitación. Fue guiando sus manos torpes y heladas, al principio. Lo ayudó a desabotonar, a ir haciendo las ropas a un lado mientras ponía sobre la suya una boca caliente y grasosa que se extendía y enjutaba con intención de absorber, de sorber. El cuerpo se contonea, los dientes salen de la boca, comienzan a mordisquear, la lengua a abrir brecha. Las salivas se mezclan. Cuando estuvo desnuda se tendió sobre la cama y lo jaló hacia ella. Un pequeño vértigo lo hizo tambalearse.

Luchar sin rival sobre una piel pegajosa, con un sudor que huele a alguien. Las palpitaciones se sienten y se escucha el resollar de manadas que arremeten ciegamente. Aplastarse sobre la carne dócil que se va deformando siguiendo al movimiento; que cae, fatigada, por los flancos estremecidos. Sol fijo de un extraño verano que se desborda en las manos llenas de grasa. Y el calor que viene de dentro hacia afuera y termina en un erizarse de la piel indefensa. Respirar, respirar, hace falta respirar.

Dedos duros que estrujan su cuerpo, sin motivo, errantes siempre en el limitado espacio que es él mismo. Manos que conducen sus inexpertas manos por espacios también limitados y que se estremecen. Hay un jadeo continuo, común, que confunde bocas y respiraciones. Un esfuerzo compartido, instintivamente, por llegar a algún sitio, por ir, fatigosamente, hacia el final de la lucha, del calor, del sudor, del estar juntos. La espera de un final, el desenlace de unos momentos vividos al mismo tiempo, compartidos de una extraña manera, porque la soledad está ahí, presente. Viene de adentro, de un conocimiento inocente, muy viejo, el recorrido del camino, sus pausas y su reanudación, con el sol en el centro, metido en el plexo, inundándolo todo. Están luchando sobre la arena, en mitad del verano, y el mar retumba en sus sienes. Y el mar se encrespa y los cuerpos se encrespan, y es difícil, imposible respirar; sudan por todos los poros, se distorsionan, se contorsionan, llegan a la convulsión, y el tiempo estalla, al fin, en un segundo, y el mar y el sol desaparecen.

De regreso, callados. El Viento Sur arreció con la madrugada. Hace más frío. De pronto Rodolfo aminora el paso y le pregunta con su voz seca si le gustó. Él contesta que no. Y siguen caminando, empujados por el viento. Cuando llegan a “Las Flores” Rodolfo se separa sin darle las buenas noches. Raúl va a su cubil y se quita a tirones la ropa. Se tiende en la litera y cierra los ojos. Espera, como todas las noches. Espera. Wanda no llega.

Es necesario buscarla, encontrarla, no perderla, no perderla nunca.

En el mar. A pesar del frío. Desnudo sale Raúl de su hornacina y se va a la playa a buscar a Wanda. Ya al meter los pies en el agua sus pulmones se contraen y cree que no va a poder hacerlo. Pero lo hace. Se tira al mar y lucha por alcanzar aire, pero parece que tiene los pulmones petrificados. Bracea desesperadamente, y al fin puede respirar. En cuanto alcanza un poco de resuello toma una gran bocanada de aire y se sumerge. Bucea hasta donde le dan sus fuerzas, el mar está negro como tinta china. Regresa a la superficie y vuelve a sumirse. Abajo las aguas siguen quietas, oscuras, impenetrables, y él es un hombre que nada entre ellas. Otra vez fuera, y de nuevo dentro, aterido ya. Otra vez y otra. Nada. El mar se cierra sobre su cuerpo, eso es todo. Se queda flotando un largo rato en la superficie, porque sus miembros están paralizados y sus pulmones funcionan apenas, como en estertores. El Viento Sur azota el mar en su cuerpo sin descanso. Piensa que es el fin. Pero no, tiene que seguir buscando a Wanda. Y con un supremo esfuerzo nada lentamente hasta donde las olas puedan arrojarlo a la playa.

Allí vuelve a tomar conciencia. No puede moverse. El dolor en los costados lo traspasa sin descanso. Es un dolor terrible. Comienza a toser. Apenas respira. De pronto el frío brota de sus entrañas. Ya no tirita sólo por fuera, tirita todo él, y todo da vueltas en su estómago, en su cabeza. Un inmenso malestar lo ahoga. Amanece. Un triste amanecer de vómito, de dolor, y aire que falta, a pesar de que el Viento Sur sigue soplando sobre su cuerpo inerte.

Oleadas de calor empiezan a azotarlo. Un calor que viene de dentro, que le calcina los pulmones. Puede moverse. Arrastrándose primero, y a cuatro patas después, atraviesa la playa, se desvanece, cruza el jardín y llega por fin a la ermita. Trepa al camastro y se tumba en él. No sabe más. El sol está ya alto.

Rodolfo viene con el desayuno. Mira con horror a Raúl, le dice que es necesario pedir ayuda, que vaya al pueblo a hablar por teléfono con sus padres. Es necesario que vengan y se lo lleven inmediatamente. Que hagan que se le quite el terrible dolor de los costados, la fiebre: que lo hagan respirar. Quiere estar en su cama de siempre, cubierto con una sábana limpia y olorosa, la mano fresca de su madre sobre la frente, y escuchando la voz clara de Anita. Estar en su cuarto, protegido, sin oír al Viento Sur y al mar que rugen continuamente. Que le quiten el dolor y lo hagan respirar. Rodolfo se siente culpable, pues cree que la enfermedad es por la excursión de la noche anterior. Le pone compresas, lo cubre con sábanas mojadas, le prepara brebajes que él no puede tragar. Delira.

—¿Ya es de noche, Rodolfo?

Quien tiene que venir es Wanda, en su propio aire, en su propia agua. Ya falta poco. Ya viene. Es cosa de soportar un poco más. Solamente eso. Un poco. Un poco más.

La bola de fuego se viene encima, vertiginosamente. En medio del universo, sobre el negro, las estrellas son cuerpos opacos e indiferentes. La bola de fuego se ensaña contra su cuerpo y ambos luchan, sin lucidez, como cosas. Un grito rompe la lucha, y en el precario despertar se sigue oyendo al corazón que salta, desesperado. Los mundos de colores siguen girando y el lodo comienza a tragárselos. Lodo pegajoso que borra lo oscuro con su ola angustiosa, insaciable; que se acerca sin ritmo ni tregua.

¡Wanda! ¡Wanda! Y aprieta la mano sobre la perla que ella le dejara. Oye, lejanos, sus propios gritos. ¡Wanda!

Rodolfo está ahí. Lo siente. Entreabre los ojos y mira el sol de mediodía, allá, afuera, muy lejos. Rodolfo habla. Es mediodía. La esperó inútilmente. Ya no vendrá.

—No, no más aspirinas… agua… Más agua… En el agua purísima los peces nadan sin hacer ruido… Déjame dormir… Vete, Rodolfo… No puedo hablar… Déjame solo… Vendrá…

Rodolfo habla. Enciende la lamparilla. Se va… al fin…

Aire, aire, necesito aire. Necesito… ¿Qué ha dicho Rodolfo?… Va a llamarlos… Se lo llevarán. Y Wanda está aquí. Solamente aquí.

Atravesado de costado a costado por el dolor, flaco, desnudo; los labios morados, hechos jirones por las grietas que se ahondan, distendidos hasta sangrar en la boca inmensamente abierta; los ojos fuera de las cuencas violáceas, avanza bamboleante, desmembrado. Con el puño agarrotado sobre su talismán. Cree correr por la playa, luchando contra el viento. Busca. Busca y llama ¡Aaaaa! ¡Aaaaaa! Los labios no pueden cerrarse, quisieran recobrar, en un esfuerzo cruel, el aliento exhalado. La nariz se distiende, inútilmente, al máximo, y el estertor de los pulmones lo domina. Cae de bruces. Repta sobre el abdomen contraído, hasta donde lo mojan las olas. Quiere seguir llamando. Clamando. La boca se le queda abierta, y los ojos, desorbitados, se inundan de un agua espesa.

*FIN*


Los espejos, 1988


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