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¿Y podrás, lira mía…

[Poema - Texto completo.]

Juan Antonio Pérez Bonalde

I

LA LIRA Y EL ARPA

¿Y podrás, lira mía,
en tus débiles cuerdas el rugido
hallar del aquilón; el estampido
retumbante del trueno,
cuando su fragorosa artillería
barre de seno en seno
la combatida bóveda sombría?
¿Podrás el ronco acento
hallar del mar sañudo y turbulento,
y la potente fibra
que en la gigante cítara del viento,
con rudo plectro la tormenta vibra?
¿Podrás, en fin, de Heredia peregrino,
hallar la fuerte, la robusta nota
y el impetuoso grito de entusiasmo,
tú, pobre lira rota,
para alzar inmortal canto divino
al rey de los torrentes,
gala de un mundo y de los hombres pasmo,
Niágara atronador que hoy se levanta
Circundado de glorias esplendentes
Ante mi vista deslumbrada, y llena
El alma mía de pavor sublime,
Y enmudece la voz en mi garganta
Y con su inmensa majestad me oprime?
¡Qué importa! Si la altiva, la serena
Musa inmortal de Píndaro y Quintana
me negare tirana,
sus divinos favores,
me quedas tú, sombría
diosa de los poéticos dolores,
numen inspirador de la elegía.
Sí, tú me quedarás, tú siempre fuiste,
en el desierto de mi vida triste,
mi columna de sombras por el día
y mi encendida nube por la noche…
Ven a mis manos, pues, ven, arpa mía,
que ya en mi pensamiento abre su broche
bajo el beso fecundo
de la lama inspiración, la flor del canto.
Ven entre llanto y llanto,
a referirle al asombrado mundo
de lo sublime el inmortal poema,
la soberbia belleza que dilata.
En noble aspiración el pecho triste
y la emoción suprema,
y el horror misterioso que sentiste
al borde de la inmensa catarata.

II

EL RÍO

Azul, ancho, sereno,
espejo de los cielos que retrata
en su límpido seno,
de majestuosos pinos coronado,
al blando murmurío
de espumas de cristal y ondas de plata,
sonoro y sosegado,
regando aromas se desliza el río.
Y vagas el viajador por sus riberas
oyendo los suspiros de las aves
y las notas suaves
de las brisas ligeras
que vienen a empujar sobre las ondas
el ancho lino de las blancas naves.
¡Todo es paz en la tierra
Y todo luz en las etéreas blondas!…
¿Oís?… Allá, a lo lejos,
algo como un rumor. Sordo, perdido…
¿Qué será ese ruido?
¿será el viento en la sierra,
precursor de los cárdenos reflejos
del rayo asolador?… No; el horizonte
sereno resplandece, y ni una nube
se cierne sobre el monte.
Escuchad cómo sube…
va creciendo por grados, va creciendo…
ya no es ruido lejano, ya es estruendo
que el ámbito ensordece,
y a medida que crece,
va la linfa perdiendo
su serena quietud; ya las espumas
no son las blandas; las ligeras plumas
que adornaban, graciosas,
la inmaculada frente
de la mansa corriente:
son oleadas ruidosas,
son roncos hervideros bullidores
que rugen, que se encrespan, que batallan,
y al chocarse entre sí, raudos estallan
en mil penachos de irritada espuma
que reflejan del iris los colores.
Y es en vano el luchar; la fuerza suma
de un poder misterioso, oculto, interno,
sin cesar los sacude, los agita
y al fin los precipita
en espumante remolino eterno.
Vórtice arrobador, bello, horroroso,
que hace olvidar, al contemplarlo mudo,
el trueno misterioso
que ya cerca retumba
con ímpetu sañudo…
blanco vapor se eleva
sobre el nivel agua, allá a lo lejos,
do con fuerza mayor el trueno zumba;
y la corriente embravecida lleva
del encumbrado sol a los reflejos,
pinos de sus orillas arrancados
cascos de naves, míseros despojos
por su implacable cólera arrastrados.
De pronto, un torbellino
de vaporosas chispas, invadiendo
el aire cristalino,
en lluvia azotadora el rostro os hiela
y os baña. Y os hostiga y os flagela
al ronco son del pavoroso estruendo…
¡No deis un paso más; cerrad los ojos,
que no os trastorne el vértigo la mente…
bajad por la colina…
ahora abridlos, y postraos de hinojos!

III

EL TORRENTE

¡Oh espectáculo inmenso! ¡oh sorprendente
panorama de horror y hermosura!
¡oh inenarrable escena peregrina
que a un tiempo el llanto y la sonrisa arranca!
Falta al pecho el aliento; la luz pura
falta a los ojos por exceso de ella,
y la sangre se estanca
y al corazón se agolpa y lo atropella…
¡Oh! ¡Qué sublime horror! El ancho río,
desde escarpada, gigantesca altura,
en toda la extensión de su pujanza,
de súbito se lanza
en el abismo fragoso y frío.
¡Paso!, ¡paso al coloso!
la amedrentada tierra
gime bajo su peso; el poderoso
raudal se precipita,
y tras breve batalla,
cuanto su marcha cierra,
cuanto a sus pies palpita,
colinas, valles, árboles, peñones,
rompe, tala, avasalla,
y triunfador altivo, sus blasones
despliega al orbe que, agitado y mudo
de admiración lo acata;
¡digno blasón de su glorioso escudo:
en campo azul, vorágine de plata!
ved como tiembla la humillada roca
y el combatido centro del abismo
cuando su seno toca
con el rudo fragor de cataclismo
la desprendida mole del torrente
lago de espuma hirviente,
como vasto incensario,
alza eterno plumaje
de flotante y fúlgidos vapores,
en severo homenaje
a la deidad terrible del santuario:
al dios de los abismos bramadores,
al numen dueño del cerrado arcano
que guardan en su seno oscuro y frío
las simas y los antros, y el océano,
las sombras y el vacío.
¿Do te ocultas deidad atronadora?
¿en qué confín perdido del torrente
tienes tu húmedo lecho,
para volar ansioso y diligente
a tu encuentro feliz? Sí, ya la hora
sonó de interrogarte frente a frente;
Sí, yo tengo el derecho,
Como cantor, como hombre,
De venir a tu lóbrego palacio,
de la verdad en nombre ,
a pedirte el secreto del abismo,
ese enigma profundo
que debe ser el mismo
que, no resuelto aún, lleva en el pecho
el mísero mortal en este mundo:
la rebelión, la duda, la agonía
del corazón en lágrimas deshecho …
¡Genio, responde a mi clamor, responde!
¿Por dónde, di, por dónde
se va hasta ti? La fría,
la inmensa, la impetuosa catarata
que en lluvia de diamantes se desata
al descender al antro furibundo,
con su raudal frenético me esconde
los umbrales de plata
de tu oscuro palacio:
el estruendo iracundo
ensordece el espacio,
y la agitada espuma
me azota el rostro y por doquier me abruma.

IV

SUB-UMBRA

¡Adelante, alma mía!
allí junto al peligro está la boca
de la sima profunda …
¡fe, valor, osadía!
ya el pie resbala en la musgosa roca,
ya la lluvia iracunda
me flagela la frente …
¡este es mi Sinaí relampagueante,
este es mi Oreb ardiente!…
¡Adelante! ¡Adelante!
¡Qué hermosa caverna!
¡Qué espantoso ruido! ¡Aquí tienen su nido
la oscuridad eterna,
el torbellino airado,
la fragorosa espuma,
el Aquilón helado,
la sofocante y cegadora bruma! …
¡Adelante! ¡adelante! ¡Allá en el fondo,
la sombra es más intensa,
el rugido más fuerte,
la atmósfera más densa
y más cerca al espíritu la muerte.
Allí, allí está el hondo
santuario en que se oculta
el dios de la terrible catarata!
¡Cómo llegar a él! … En arco enorme
que en el vórtice hirviente se sepulta,
sobre mi frente pálida, tendida,
cual bóveda de plata,
pasa la mole rápida y deforme
de la corriente al báratro impelida.
Bajo mis pies se escapa
la resbalosa peña
que sirve, artera, de engañosa capa
a la muerte en sus grietas escondida.
El vértice se adueña
de mi turbada mente …
¡un paso más … y terminó la vida!

V

EL ECO

Heme aquí, frente a frente
de la espesa tiniebla desde donde
oírme debe la deidad rugiente
que en su seno se esconde:
–“Dime, genio terrible del torrente,
¿a dónde vas al trasponer la valla
del hondo precipicio,
tras la ruda batalla
de la atracción, la roca y la corriente? …
¿a dónde va el mortal cuando la frente
triunfadora del vicio,
yergue, al bajar a la mundana escoria
en pos de amor y venturanza y gloria?
¿adónde, van, adónde,
su fervoroso anhelo,
tu trueno que retumba?…”
y el eco me responde,
ronco y pausado: ¡tumba!
¡Espíritu de hielo,
que así respondes a mi ruego, dime;
si es la tumba sombría
el fin de tu hermosura y tu grandeza;
el término fatal de la esperanza,
de la fe y la alegría;
del corazón que gime
presa del desaliento y los dolores;
del alma que se lanza
en pos de la belleza,
buscando el ideal y los amores;
después que todo pase,
cuando la muerte al fin, todo lo arrase,
sobre el océano que la vida esconde,
dime qué queda; di, ¿qué sobrenada?…”
y el eco me responde,
triste y doliente: ¡nada!
Entonces, ¿por qué ruges,
magnífico y bravío,
por qué en tus rocas, impetuoso crujes,
y el universo asombras
con tu inmortal belleza,
si todo ha de perderse en el vacío? …
¿Por qué lucha el mortal, y ama, y espera,
y ríe, y goza, y llora y desespera,
si todo, al fin, bajo la losa fría
por siempre ha de acabar? … Dime, ¿algún día,
sabrá el hombre infelice do se esconde
el secreto del ser? ¿Lo sabrá nunca?
y el eco me responde,
vago y perdido: ¡nunca!
¡Adiós, Genio sombrío,
más que tu gruta y tu torrente helado;
no más exijo de tu labio impío,
que al alejarme, triste, de tu lado,
llevo en el cuerpo y en el alma frío.
A buscar la verdad vine hasta el fondo
de tu profunda cueva;
mas, ¡ay!, en vez de la razón ansiada,
un abismo más hondo
mi alma desesperada
en su seno al salir, consigo lleva …
ya sé, ya sé el secreto del abismo
que descubrir quisiera …
es el mismo, es el mismo
que lleva el pensador dentro del pecho:
la rebelión, la duda, la agonía
del corazón en lágrimas deshecho!

VI

¡HOSANNA!

Y lejos de la gruta el paso guío
contra el azote del raudal luchando.
¡Ya fuera estoy del ámbito sombrío!
¡Oh! ¡Qué bella esa luz! ¡qué hermosa, cuando
salimos del horror de las tinieblas!…
ved como juega en círculo brillante
sobre las blandas nieblas
que circundan la frente del gigante
ved los tintes que toma,
según viene a su encuentro,
ya en penacho de pluma,
ya en velo de cristal o en lluvia fina,
la vaporosa espuma
o el agua cristalina.
Aquí, en el ancho centro,
Ostenta los colores
Del cuello tornasol de la paloma;
Allá es verde esmeralda,
Abajo, azul de límpido zafiro;
Y vista de lo alto,
Es mágica guirnalda
De irisados fulgores,
De la ovación en el revuelto giro
Al pie arrojada del augusto salto.

¡Quién como tú feliz, Niágara undoso!
¡quién como tú glorioso!
tienes para tu orgullo,
y para orgullo que jamás perece.
De la libre región que se adormece
al rudo son de tu gigante arrullo,
un continente, un mundo por imperio,
el abismo por trono,
por escabel la sombra y el misterio;
por himno de victoria
del trueno eterno el pavoroso tono;
la hermosura suprema
por cetro de tu gloria;
el iris rutilante por diadema;
por incienso, el vapor de hirviente plata
que, en elástica nube,
eternamente sube
del hondo seno oculto
al choque de la rauda catarata;
por sacerdotes sumos de tu culto
los genios de la tierra,
la lira y los pinceles;
y por vasallos fieles
las razas, las naciones
y las generaciones
de asombro mudas, que el planeta encierra.

VII

HOMBRE Y ABISMO

¡Quién como tú, feliz Niágara undoso!
¡quién como tú, glorioso!
mas a pesar de tu insólita belleza,
a pesar de tu indómita fiereza
de tu trueno, y tu vórtice, y tu bruma,
a pesar de tu indómita fiereza
y tu poder sin nombre,
¡tú no eres más que yo, ni más que el hombre!
Tú eres la imagen viva
de la proscrita humanidad altiva;
tú eres el hombre mismo
en escala aumentada;
por eso, cuando ansioso de adueñarme
del secreto del ser baje a tu abismo,
¿Pudiste acaso darme
la clave deseada …?
Nada supiste responderme, nada;
que lo que el hombre ignora
lo ignoras tú también:
Tras el radiante
velo de tu hermosura arrobadora
escondes tú de la mortal mirada
tu musgo, tu pantano,
tu limo y tus horribles asperezas;
y el infeliz humano,
detrás de sus quiméricas grandezas,
oculta, agonizante,
la inocencia perdida
y el fango y las miserias de la vida.
Tú sales rumoroso, azul, sereno,
de las fuentes del río,
y luego impetuoso, desbordado,
te despeñas, colérico, en el seno
del abismo sombrío;
así el niño mimado
sale puro, inocente,
de bajo el ala maternal; mas, luego,
el pecado lo arrastra en su corriente
de calcinante fuego,
y víctima del mal y las pasiones,
rueda al fin, inconsciente,
del dolor a las lóbregas regiones.
Tú tienes tus vapores deslumbrantes,
tus nubes ondulantes
que, audaces, un momento el aire hienden
por subir al azul, y al fin, cansadas,
tras vano batallar, raudas descienden
en gotas sin color al centro frío;
también el hombre tiene sus doradas,
flotantes ilusiones,
sus locas ambiciones
que lanza, alucinado, en el vacío
de sus sueños quiméricos; vapores
que bajan luego en lluvia de dolores,
en lágrimas heladas a su frente …
Tú tienes tu estridente,
Fatídico rugido,
Tus simas, tus cavernas,
En donde el viento brama,
En donde da la ola
con lúgubre ruido;
En el alma del hombre
desesperada y sola,
tienen también su nido
la duda, las internas
rebeliones sin nombre;
el ara húmeda y fría
de la apagada llama
do la fe un tiempo ardía;
cenizas de memorias
ya en fango transformadas,
de sueños y de glorias,
de cerúleos amores,
de esperanzas rosadas
de apariciones blondas …
¡simas tal vez más hondas
que todos tus horrores!
Tú ostentas en tu frente majestuosa
el iris luminoso de los cielos
que en círculo te ciñe, cual diadema
de oro y zafir, y de esmeralda y rosa
y al hombre triste, en medio de los duelos
de su lucha suprema,
lo corona en señal de nueva alianza
el iris del amor y la esperanza.


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