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 Yo no sé si el señor Horacio Flaco 
fue quien se alzó el primero, 
echando a noramala la cultura 
y hablando de la dicha y la ventura 
que se goza viviendo a lo ranchero; 
yo no sé si el buen vate poseería 
quinta o hacienda, o lo que allá se estile, 
ni si viviendo en ella se hallaría 
cuando dio en escribir su Beatus ille; 
pero el hecho y el caso 
es que desde él a Rosas, 
sin contar a Fray Luis y a Garcilaso, 
no hay poeta que no hable a cada paso 
de la vida del campo y de sus cosas; 
y tanto de magnífico y de bueno 
nos dicen de esa vida, 
y tanto nos repiten la escondida 
senda, y la fruta del cercado ajeno, 
que ganas dan de veras 
de comprar unas buenas chaparreras, 
de abandonar el fieltro por el ancho, 
el bastón por la reata, 
y adiós diciendo a la ciudad ingrata, 
a caballo o a pie lanzarse a un rancho. 
Y como esos señores 
saben decirlo y presentarlo todo 
con ese meomodeodo 
exclusivo a los buenos escritores, 
de aquí resulta en consecuencia clara, 
que ante cuadros tan bellos y felices, 
más de cuatro lectores 
se quedan con un palmo de narices 
y soñando en rediles y pastores. 
De estos cuatro entusiastas, el que menos 
es seguro que exclama: 
“¡Oh!, ¡la vida del campo! ¡Cuán hermoso 
debe de ser en la abrasada siesta 
gozar de la frescura y del reposo, 
cabe la margen del riachuelo undoso 
que corre serpenteando en la floresta!” 
O bien si se halla cerca la señora 
con la que piensa dar en el busilis, 
y que tiene por fuerza que ser Filis 
desde el momento en que entre a labradora, 
le dirá: “Por la tarde, Filis mía, 
nos iremos al monte, y desde el monte 
verás cuán grato es al morir el día 
el cuadro que presenta el horizonte”. 
Y esto, que ciertamente 
es de una grande y poética belleza, 
le parece al señor tan convincente 
que sin andarse en chicas, 
ni pensarlo primero, 
se mete de ranchero en la confianza 
de que el dolor no puede ser ranchero. 
¡Ah!, ¡si yo refiriera una por una 
las víctimas que debe 
este error, que en el siglo diez y nueve 
va haciéndose tan raro por fortuna! 
Sin caminar más lejos, 
yo que conmigo aún no me reconcilio 
por haberme buscado esa desgracia; 
yo soy el más completo verbi-gracia 
de un mártir de su amor por el idilio. 
Diome hace tiempo ya por la manía 
de leer y releer cuanto a mis manos 
sobre la vida pastoril caía, 
y tanto di en pensar de noche y día 
sobre los bienes rústicos y urbanos, 
que convencido al fin de que la corte 
sólo es del mal y del dolor la senda, 
exclamé: ¡que el demonio te soporte…! 
Y después de pedir mi pasaporte 
me puse en dirección para una hacienda. 
Aún no asomaba el rubicundo Febo 
poniendo al universo como nuevo, 
y el saltador y alegre jilguerillo 
aún no alzaba su canto entre las breñas, 
cuando yo y mi tordillo, 
un animal muy bruto por más señas, 
atravesando cerros y asustando 
aquí a un conejo y más allá a una liebre, 
íbamos ya en vereda y caminando 
yo en busca de un hogar y él de un pesebre. 
Después de una hora larga 
de correr y correr a la ventura, 
a despecho y pesar de mi andadura 
que protestaba ya contra la carga, 
más que pesada, dura, 
y más que dura y que pesada, amarga, 
pues era nada menos mi amargura; 
después de una hora impía 
de correr y de andar inútilmente, 
sin poder distinguir ni aun vagamente 
las señales de alguna ranchería, 
dimos por fin con una 
donde cansados ya de correr tanto, 
mi animal se alzó y dijo: ¡qué fortuna! 
Y yo me bajé y dije: ¡aquí me planto! 
Hacerlo, y que tres perros 
se me echaran encima, fue todo uno; 
pero a la voz de alarma, 
salieron de la choza unos pastores, 
y cogiendo unas piedras, que son la arma 
de que se valen siempre esos señores, 
a su sola presencia fue acabando 
del canino furor hasta el residuo, 
¡y yo pude por fin en eco blando 
cantar la instalación de mi individuo! 
–¡Oh habitantes felices 
de esta comarca rústica y tranquila…! 
–les dije yo tan luego 
que vi a los canes en lugar seguro. 
–Yo vengo aquí tras del feliz sosiego 
que en la alma del labriego 
derrama este aire embalsamado y puro, 
cansado de la vida 
que se lleva en la corte aborrecida; 
yo vengo con el mal que me destroza 
y que gimiendo mi zampoña exhala, 
a que me deis un sitio en vuestra choza, 
media torta de pan… y una zagala. 
Así fue, sobre poco más o menos, 
el pequeño y tristísimo discurso 
que improvisé al mirarme entre el concurso 
de aquellos hombres rústicos y buenos; 
y media hora después, una pastora, 
no Flérida ni Arminda, 
pero, eso sí, tan linda 
que casi era una chica encantadora, 
se presentó a mi vista completando 
con un trozo de pan que me traía 
las tres cosas aquellas, 
y haciéndome gozar con todas ellas, 
de modo que yo dije: ¡aquí es la mía! 
Nunca lo hubiera dicho, 
o por mejor decir, no lo hubiera hecho, 
pues apenas sintió ella sobre su hombro 
un beso que le di en mi desvarío, 
cuando con triste asombro, 
¡cayó de mi ilusión sobre el escombro 
un bofetón de Dios y Señor mío…! 
Después de que comí aquel pan amargo 
al que hizo más amargo este detalle, 
de mi fe y de mis creencias en descargo 
pronuncié suspirando un sin embargo, 
¡y me puse en camino para el valle…! 
Allí, pensaba yo, mientras seguía 
el mejor y más cómodo sendero, 
allí bajo de un olmo 
encontraré un consuelo en mi tristeza, 
ya que la pérfida esa 
a mi pena y dolor ha puesto colmo. 
Bajo sus verdes y brillantes hojas 
iré a llorar la pena que me mata; 
y si la muy ingrata 
va a reírse aún allí de mis congojas, 
pues que en mi tierno y ardoroso ahínco 
ni una sonrisa de su amor merezco, 
o le hago comprender lo que padezco, 
o le hago comprender ¡cuántas son cinco! 
Pero, señor, en el bendito valle, 
como en la alma de un poeta de veinte años, 
todo estaba tan seco y tan marchito 
como ella a los primeros desengaños, 
los árboles sin ramas y sin hojas, 
la hierba macilenta y amarilla, 
y en medio de este cuadro y a lo lejos, 
un arroyo estancado, a cuya orilla 
rumiaban con afán dos toros viejos. 
Ante tal panorama, 
yo que soñaba coronar mi frente 
con las flores cogidas a una rama 
de las verdes y muchas de la fuente; 
yo que soñaba en recrear mi oído 
con la canción dulcísima y sabrosa 
del tordo filarmónico escondido 
cabe las ramas de la selva umbrosa, 
me senté sobre el tronco de un encino 
y me puse a llorar con tantas ganas, 
que los cielos al verme y al oírme 
llorar con un dolor tan verdadero, 
empezaron también recio y de firme 
a gemir y a llorar un aguacero. 
¡Ay! cómo, y cómo entonces 
extrañé los simones de la plaza, 
y cómo fue aquel líquido elemento 
que entraba hasta mis huesos poco a poco, 
el mejor y más sólido argumento 
para obligarme a ver que estaba loco. 
Cuando llegué a la choza, las estrellas 
brillaban ya en el éter indeciso, 
y en derredor del fuego 
que alumbraba muy poco ciertamente, 
me hallé con que a la ley de un uso añejo, 
pero para ellos bueno y necesario, 
bajo la voz de un viejo, un poco viejo, 
rezaban todos juntos el rosario. 
Esto sí no es conmigo, 
me dije yo al primer Santa María, 
viendo que no era aquella la más propia 
ocasión de salvarme del infierno; 
y encontrando en la fe que mi alma acopia, 
que aquella copia era muy mala copia 
para darle el valor de un Padre Eterno; 
y como el sueño, gente que no reza, 
me estaba ya doblando la cabeza 
y yo empezaba ya a sentir en mi alma 
sus primeras y dulces vaguedades, 
me decidí a dormir en santa calma 
para acabar con tantas necedades… 
–El sueño por lo menos 
me hará gozar de la ilusión que ansío 
–pensaba yo temblando 
¡y estremecido todo por el frío! 
–Y como ellos me han puesto en este brete 
que peor no puede ser según barrunto, 
¡evocaré a Fray Luis y a Navarrete 
y les diré lo que hay sobre el asunto…! 
Y me dormí… pero una santa gota 
que cayendo del techo 
con una precisión constante y rara, 
bajaba desde el techo hasta la cara 
para seguir después por todo el pecho, 
me obligó a despertar en el instante 
en que soñaba yo, lleno de galas, 
bailar bajo la luz de un sol brillante 
entre un grupo magnífico y radiante 
de blancas y bellísimas zagalas. 
¡Ah!, y lo que roncan esas buenas gentes 
que a los más fuertes árboles destroncan, 
¡y que hacen tanto ruido con los dientes 
que parece mentira lo que roncan! 
Nunca me hubiera yo ni sospechado 
ver por aquellos mundos, 
reunidos y durmiendo lado a lado 
tantos bajos profundos… 
Así es que hallando aquello peor que el rezo, 
pues era una calumnia contra el arte, 
le di gracias a Dios, y después de eso, 
me largué con la música a otra parte. 
Metido entre un trigal y decidido 
a terminar con él lo que era fácil 
no estando muy crecido, 
me encontré al animal de mi caballo 
tan dado y atareado en su faena, 
que a no ser por un medio 
muy usado y común entre animales, 
probablemente no hallo otro remedio 
de sacarlo de aquellos andurriales. 
Y aún no asomaba iluminando al mundo 
la dulce claridad del rubicundo, 
y la pastora aquella 
aún no se alzaba a ver la última estrella, 
cuando cansado ya de ser tan loco 
y de soñar en lo que ya no pasa, 
rompí de mi ilusión las dulces redes 
y me volví a la corte y a mi casa, 
donde estoy a las órdenes de ustedes. 
 
1873
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