Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Your fah neefah neeface

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

Esta mujer, a los diecinueve o veinte años, tenía un número que interpretaban ella y su hermano, generalmente en estaciones, en trenes o en vestíbulos de hotel. Yo los vi ponerlo en escena bajo el reloj del Biltmore en los tiempos en que ese lugar de encuentro era una hilera de bancos dispuestos en forma de ce, y lo recuerdo muy bien porque era la primera vez que veía el número y la primera vez que veía tanto a ella como a su hermano. Fue hace más de treinta años.

Ella estaba ahí sentada, muy recta, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo y obviamente, como todo el mundo, esperando para encontrarse con alguien. Llevaba un gorro estilo boina a juego con el vestido, y por su forma de fumar era evidente que había sostenido muchos cigarrillos en el curso de su corta vida. Recuerdo haber pensado que me gustaría oírla hablar; con cuánta compostura y buen humor contemplaba a los jóvenes que se daban cita bajo el reloj… Fumaba dando largas caladas al cigarrillo; el humo seguía saliendo de sus narices mucho después de que uno creía que ya se le había acabado. Era terriblemente guapa, con la nariz pequeña y recta, y unos vivaces ojos azul cielo.

Al cabo, apareció un joven subiendo por la escalera sin mucha prisa. Vestía abrigo negro con cuello de terciopelo y en la mano llevaba un bombín. Era alto, aunque no demasiado, y tenía el pelo rizado y rubio. Unos setenta kilos, hechuras de marinero. Llegó al lugar de encuentro, echó un vistazo a las caras de la gente ahí sentada y se dio la vuelta hacia la escalera. Se quedó mirando a los hombres y mujeres que subían, pero después de un minuto o así giró la cabeza y miró a la chica, arrugó la frente como desconcertado y volvió a mirar a la gente que llegaba. Repitió lo mismo varias veces, y yo empecé a pensar que había ido a una cita a ciegas sin tener una descripción detallada de su chica. A todo eso, ella no le había prestado la menor atención.

Finalmente, se fue directo a la chica y con voz firme para que todos los que estaban bajo el reloj pudieran oírlo dijo:

—¿Por casualidad es usted Sallie Brown?

—Sí, ¿y a usted qué le importa? —dijo ella.

—¿No sabes quién soy? —dijo él.

—No.

—¿No me reconoces?

—No lo he visto en mi vida.

—Claro que me has visto, Sallie. Mírame bien —dijo él.

—Lo siento, pero estoy segura de que nunca lo he visto.

—Asbury Park. Piensa un segundo.

—He estado en Asbury Park, como tanta gente. ¿Por qué debería acordarme de usted?

—Sallie. Soy Jack. Jack.

—¿Jack? ¿Qué Jack…? ¡No! ¡Mi hermano! ¿Eres… eres Jack? ¡Oh, cariño, cariño! —La chica se levantó, miró a las personas que estaban cerca y, como si no pudiera contenerse, dijo—: Es mi hermano. ¡Mi hermano! No lo veo desde… oh, cariño. Esto es maravilloso. —Lo rodeó con los brazos y lo besó—. Oh, ¿dónde estabas? ¿Dónde te habías metido? ¿Cómo estás?

—Estoy bien. ¿Y tú?

—Oh, vámonos a algún lado. Tenemos tanto de que hablar.

Sonrió al resto de jóvenes y, agarrándose del brazo de su hermano, bajaron las escaleras y se fueron, dejándonos a los demás con una feliz experiencia en la que pensar y susceptible de ser contada una y otra vez. La chica con la que yo había quedado llegó diez o quince minutos después de que Sallie y Jack se hubieran marchado, y mientras estábamos en el taxi de camino a la fiesta a la que íbamos le expliqué lo que había visto. La chica esperó a que yo acabara de contar la historia y entonces dijo:

—¿Esta tal Sallie Brown era rubia? ¿De mi estatura? ¿Y su hermano también era rubio, con el pelo rizado corto?

—Exactamente —dije—. ¿Los conoces?

—Pues claro. Lo único cierto en esta historia es que son hermanos. El resto es un cuento. Ella se llama Sallie Collins, y él, Johnny Collins. Son de Chicago. Son muy buenos.

—¿Buenos? Ya te digo si son buenos. Yo y todos los demás nos lo hemos tragado.

—Siempre hacen lo mismo. La gente llora y a veces aplaude como si estuviera en el teatro. Sallie y Johnny Collins, de Chicago. ¿Has oído hablar de los Spitbacks?

—No. ¿Los Spitbacks?

—Es una especie de club de Chicago. Para ser un Spitback tienen que haberte expulsado del colegio, y a Johnny lo han expulsado al menos de dos.

—¿Y a ella?

—Cumple los requisitos. Iba dos cursos por detrás de mí en Farmington.

—¿Por qué la expulsaron?

—Oh, no lo sé. Por fumar, supongo. No duró mucho. Ahora estudia en un colegio de Greenwich, creo. Johnny trabaja de mensajero en el centro.

—¿Qué más hacen?

—Todo lo que se les ocurre, pero son famosos por el número del hermano perdido. Lo tienen ensayadísimo. ¿Verdad que se ha quedado mirando a la gente como diciendo: “No me lo puedo creer, es como un sueño”?

—Sí.

—Ya no pueden hacerlo tanto como antes. Todos sus amigos se lo saben y se lo han contado a mucha gente. Y siempre hay gente a la que le molesta.

—¿Qué otras cosas hacen?

—Oh… No sé. Nada malo. No hacen gamberradas, si es eso lo que estás pensando.

—Me gustaría conocerla algún día. Y a él. Parecen divertidos —dije.

A Johnny nunca llegué a conocerlo. Se ahogó en algún lugar del norte de Michigan más o menos un año después de que yo asistiera como público a su actuación del Biltmore, y cuando por fin conocí a Sallie, estaba casada y vivía en New Canaan; tendría unos treinta años y seguía siendo guapísima; sin embargo, algo me impidió hablarle enseguida de su antaño famoso número del hermano perdido. En cualquier caso, “diversión” no era precisamente la palabra que a uno le venía a la cabeza cuando se la presentaban. Si nunca antes la hubiera visto ni hubiera sabido de sus números, habría jurado que su idea de la diversión consistía en ganar el campeonato de golf femenino del estado de Connecticut. Las mujeres a las que les gusta el golf y que juegan bien se mueven más reflexivamente que, por ejemplo, las mujeres que juegan bien al tenis, y mi suposición de que lo suyo era el golf no tiene ningún mérito, porque sabía que su marido era un jugador de hándicap cuatro.

—¿Dónde se aloja? —dijo ella durante la cena.

—En casa de los Randall.

—Oh, ¿le gusta navegar?

—No, Tom y yo nos criamos juntos en Pensilvania.

—Entonces va a tener mucho tiempo para estar solo este fin de semana, ¿no? Tom y Rebecca se iban a Rye, ¿cierto?

—No importa —dije—. Me he traído algo de trabajo, y Rebecca es de esas anfitrionas que le dejan a uno hacer su vida.

—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

—Textiles.

—Vaya, debe de ser un negocio muy rentable hoy en día, ¿verdad? Dicen que el ejército encarga uniformes por millones.

—No lo sé.

—¿No trabaja en esa rama del textil?

—Sí, pero no estoy autorizado a responder preguntas referentes al ejército.

—Me encantaría ser espía.

—Sería buena —dije.

—¿Eso cree? ¿Qué se lo hace pensar?

—Porque la primera vez que la vi…

Llevaba más de una hora en su compañía y ya no me incomodaba tanto recordarle lo ocurrido en el Biltmore.

—Qué gracia que se acuerde —dijo sonriendo—. ¿Cómo no lo ha olvidado?

—La verdad es que era usted muy guapa. Lo sigue siendo. Y toda la actuación fue brillante. Profesional. Seguramente sería una buena espía.

—No. Todo eso era cosa de Johnny. Todo lo que hacíamos se le ocurría a él. Él era el cerebro del equipo. Yo era el complemento. Como las chicas esas en maillot que siempre van con los magos. Cualquiera habría podido hacerlo con Johnny planeándolo… ¿Le apetece venir a almorzar el domingo? Sé que Rebecca está sin cocinera, así que, si no, tendrá que irse usted al club. A menos que tenga otra invitación, claro.

Le dije que iría encantado a almorzar el domingo, y después de eso se puso a conversar con el caballero a su izquierda. Descubrí con sorpresa que el domingo íbamos a comer los dos solos. Tomamos una sopa fría y luego nos sirvieron palitos de cangrejo con un poco de verdura. Cuando la camarera se hubo marchado, Sallie se sacó un trozo de papel del bolsillo de la blusa.

—Este es el reloj del Biltmore ese día. Aquí es donde yo estaba sentada. Usted estaba aquí. Si no me equivoco, llevaba un traje gris y estaba sentado con el abrigo doblado sobre las piernas. Le habría venido bien un corte de pelo.

—Dios mío, ha acertado en todo.

—Llevaba un reloj de cadenilla, y cada dos por tres se lo sacaba del bolsillo y volvía a guardarlo.

—Eso no lo recuerdo, pero es probable. La chica con la que había quedado llegó bastante tarde. Da la casualidad de que estudió en Farmington con usted. Laura Pratt.

—Oh, cielos, Laura. Si hubiera llegado a tiempo, usted nunca habría visto el número del hermano perdido. Cuando íbamos a Farmington me odiaba, pero ahora la veo de vez en cuando. Vive en Lichtfield, supongo que ya lo sabe. ¿Lo he convencido de que lo recuerdo igual de bien que usted a mí?

—Es el mayor cumplido que me han hecho en toda mi vida.

—No. Usted era guapo, y todavía lo es, pero lo que recuerdo sobre todo es que esperaba que viniera a hablarme. Luego me molestó un poco que no lo intentara. Madre mía, parece que hace una eternidad, ¿no?

—Más o menos —dije—. ¿Por qué no me dijo nada durante la cena la otra noche?

—No estoy segura. Egoísmo, supongo. Era mi noche. Quería que hablara usted, y supongo que también quería oírle hablar sobre Johnny.

—Se ahogó —dije—. En Michigan.

—Sí, pero yo eso no se lo he dicho. ¿Cómo lo sabe?

—Lo vi en el periódico en su momento.

—Rebecca me ha dicho que va usted a divorciarse. ¿Le resulta doloroso? No que me lo haya contado, sino romper con su mujer.

—No es la experiencia más agradable del mundo.

—Me imagino que no. Nunca lo es. ¿Sabía que había estado casada antes de casarme con mi actual marido?

—No, no lo sabía.

—Duramos un año. Era el mejor amigo de Johnny, pero aparte de eso no teníamos nada en común. No es que una pareja casada tenga que tener mucho en común, pero deberían tener algo más aparte de amar a la misma persona, en este caso mi hermano. Hugh, mi primer marido, era lo que Johnny llamaba uno de sus comparsas, como yo. Pero por algún motivo para un hombre no resulta muy atractivo ser el comparsa de otro hombre. Que lo sea una hermana, da igual, pero un hombre no, y en cuanto Johnny murió, de repente me di cuenta de que, sin Johnny, Hugh no era nada. Siendo un trío lo pasábamos muy bien juntos, nos divertíamos de verdad. Y con Hugh disfrutaba del sexo. Creo que en mis sentimientos por Johnny no había nada por el estilo, aunque puede que sí. Si lo había, sin duda logré mantenerlo bajo control y ni siquiera se me pasó nunca por la cabeza. Yo no sabía mucho sobre esas cosas, pero en un par de ocasiones sospeché vagamente que, si alguno de nosotros albergaba ese tipo de sentimientos hacia Johnny, era Hugh. Aunque estoy segura de que él tampoco lo sabía.

—Así que se divorció de Hugh y se casó con Tatnall.

—Me divorcié de Hugh y me casé con Bill Tatnall. Y todo porque usted no se atrevió a hablarme y olvidarse de Laura Pratt.

—Pero yo también podría haberme convertido en uno de los comparsas de Johnny —dije—. Es probable.

—No. Los comparsas de Johnny tenían que ser gente a la que conociera de toda la vida, como yo o como Hugh, o como Jim Danzig.

—¿Quién es Jim Danzig?

—Jim Danzig era el chico que iba en la canoa con Johnny cuando se volcó. No me gusta hablar del pobre Jim. Se culpó a sí mismo del accidente y se ha convertido en un alcohólico irrecuperable, a los treinta y dos, piense usted.

—¿Por qué se culpó? ¿Tenía razones?

—Bueno… él iba en la canoa, y los dos llevaban una curda considerable. Era de noche y habían estado en una fiesta en la cabaña de los Danzig, y entonces decidieron cruzar el lago a remo hasta nuestra cabaña, en lugar de recorrer doce o trece kilómetros en coche. Una de esas ideas descabelladas que a uno se le ocurren cuando está como una cuba. Johnny habría llegado a casa en quince minutos con el coche, pero se montaron en la canoa y se dirigieron hacia las luces de nuestro embarcadero. Supongo que se pusieron a hacer el tonto y la canoa se volcó, y Jim no pudo encontrar a Johnny. Estuvo llamándolo, pero no hubo respuesta, y Jim no podía darle la vuelta a la canoa, a pesar de que era tan buen remero como Johnny… cuando estaba sobrio. Pero se habían puesto hasta las cejas, y aquello estaba negro como un pozo. No había luna. Finalmente Jim llegó a nado a la orilla y se pasó un rato perdido por el bosque. Era pasado el Día del Trabajo y la mayoría de las cabañas estaban cerradas hasta después del invierno, y para cuando llegó a la cabaña de los Danzig, Jim iba descalzo, lleno de cortes y sangraba, además de estar un poco fuera de sí por la bebida. Creo que tuvieron que usar dinamita para recuperar el cuerpo de Johnny. Yo no estaba, y me alegro. Por los informes supongo que fue algo horrible, y aún hoy prefiero no pensar en todo aquello.

—Entonces no piense —dije.

—No, cambiemos de tema —dijo ella.

—De acuerdo. Así que se casó con Tatnall.

—Me casé con Bill Tatnall un año y medio después de que Hugh y yo nos divorciáramos. Dos niños. Betty y Johnny, seis y cuatro años. Usted no ha dicho nada de niños. ¿Tiene hijos?

—No.

—Muchos matrimonios aguantan por los niños —dijo ella.

—¿El suyo?

—El mío también, por supuesto. Si no, no lo habría dicho, ¿no? ¿Ve a los Randall a menudo?

—Oh, quizá una o dos veces al año.

—¿Saben que ha venido a comer conmigo?

—No —dije—. Esta mañana se han ido muy temprano, antes de que me levantase.

—Eso explica que usted no sepa nada de Bill y de mí. En fin, cuando les diga que ha estado hoy aquí no se sorprenda si se quedan mirándolo con cara de “mal, muy mal”. Bill y yo suscitamos muchos comentarios por aquí. El año que viene le tocará a otra pareja, pero por el momento nos toca a Bill y a mí.

—¿Quién es el transgresor? ¿Usted o su marido?

—Más que Bill o yo individualmente, es el matrimonio. En un lugar como este, puede que en cualquier zona suburbana o en cualquier ciudad pequeña, cuando la gente no puede echarle la culpa a nadie en concreto, se ve privada de su escándalo. Se sienten como si les estuvieran robando algo, y se indignan, se horrorizan de que personas como Bill y como yo puedan vivir juntas. A mí me aborrecen porque tolero las aventuras de Bill, y a Bill lo aborrecen porque me deja hacer lo que me viene en gana. Bill y yo deberíamos estar en los tribunales, peleándonos como perro y gato. Peleándonos por la custodia, por la pensión.

—Pero ¿usted y su marido tienen lo que suele llamarse un acuerdo?

—Eso es lo que parece, pero en realidad no. Al menos no un acuerdo verbal. Lo que pasa es que nos trae bastante sin cuidado lo que haga el otro. Él va a su aire, y yo voy al mío.

—¿Quiere decir que nunca lo han hablado? ¿Ni la primera vez que él descubrió que usted le era infiel o que él le era infiel a usted? ¿No hablaron de nada?

—¿Tan increíble parece? —dijo—. Tomemos el café en el porche.

La seguí hasta la terraza de losas, con sus muebles de cristal y hierro. Sirvió el café y continuó hablando.

—Me imaginaba que Bill estaba con otra chica. No era difícil de adivinar. Siempre me dejaba sola. Entonces empecé a pensar que estaba con otra, y si no le armé un escándalo con la primera, no iba a armárselo con la segunda. Ni con la tercera.

—Supongo que entonces empezó a buscarse amigos también usted.

—Así es. Y me imagino que Bill pensó que ya que yo había sido muy comprensiva con sus deslices, también él lo sería con los míos.

—Pero sin hablarlo. ¿Acordaron tácitamente no seguir viviendo como marido y mujer, y ya está?

—Intenta hacerme decir lo que usted quiere que diga, que tuvimos algún tipo de charla, de discusión, alguna pelea que desembocó en este acuerdo. Pues bien, no pienso decir eso.

—Entonces es que hay algo más profundo en lo que creo que prefiero no meterme.

—Eso no voy a negarlo en absoluto.

—¿Incompatibilidad sexual?

—Podríamos llamarlo así. Pero eso no es tan profundo como usted parece creer. Muchos hombres y mujeres, también casados, son incompatibles sexualmente. Lo nuestro era más profundo, y peor. Peor porque Bill es un cobarde rematado. Nunca se ha atrevido a dar un paso al frente y decir lo que piensa.

—¿Es decir?

—Un día se enfadó conmigo y me dijo que mi hermano Johnny había sido una influencia siniestra. Eso fue todo lo que dijo. Que Johnny había sido una influencia siniestra. No se atrevió a acusarme, ni a mí ni a Johnny, de lo que realmente quería decir. ¿Por qué no se atrevió? Porque no quería admitir que su mujer era culpable de incesto. No era tanto el incesto como que le hubiera ocurrido a su mujer. Alguien, alguno de los amigos de Bill, le metió esa idea en la mollera, y él se lo creyó. Todavía se lo cree, pero me da lo mismo.

—La pregunta que de forma natural me viene a la cabeza —dije— es ¿por qué me está contando todo esto?

—Porque usted nos vio juntos sin conocernos. Usted nos vio a Johnny y a mí haciendo el número del hermano perdido. ¿Qué impresión le dimos?

—Pensé que era de verdad. Me lo tragué.

—Pero luego Laura Pratt le dijo que era mentira. ¿Qué pensó entonces?

—Pensé que eran encantadores. Divertidos.

—Tenía la esperanza de que pensara eso. Eso mismo era lo que creíamos nosotros, Johnny y yo. Creíamos que éramos absolutamente encantadores… y divertidos. Puede que no fuéramos encantadores, pero sí que éramos divertidos. Eso y nada más. Y ahora la gente lo ha arruinado todo. Al menos para mí. Johnny nunca supo que la gente pensaba que tenía una influencia siniestra sobre mí. O yo sobre él, lo mismo da. ¿Verdad que la gente es encantadora? ¿Verdad que es maravillosa? Han logrado arruinar toda la diversión de la que Johnny y yo disfrutamos durante todos esos años. Piense que yo me he casado dos veces y he tenido dos hijos antes de empezar a crecer. No empecé a crecer hasta que mi marido hizo que me diera cuenta de lo que la gente pensaba, y decía, de Johnny y de mí. Si eso es crecer, se lo regalo.

—No todo el mundo pensaba eso de usted y de Johnny.

—Basta con que alguien lo haya pensado. Y es de tontos creer que solo fue cosa de una o dos personas —dijo ella—. Hicimos tantas cosas por divertirnos, Johnny y yo. Bromas inofensivas que no hacían daño a nadie y que para nosotros eran para morirse de risa. En algunas ya ni siquiera pienso por culpa de cómo las interpretaba la gente… Teníamos una que era lo contrario de lo del hermano perdido. Los recién casados. ¿Ha oído hablar de nuestro número de los recién casados?

—No —dije.

—Surgió por accidente. Íbamos en coche hacia el este y tuvimos que pasar la noche en un pueblecillo de Pensilvania. El coche tenía una avería, así que fuimos al hotel del pueblo y cuando íbamos a registrarnos el empleado dio por hecho que éramos marido y mujer. Johnny le siguió la corriente y le susurró, aunque lo bastante alto para que yo pudiera oírlo, que estábamos recién casados, pero que yo era tímida y que queríamos habitaciones separadas. Así que nos dieron habitaciones separadas, y tendría que haber visto cómo nos miró la gente del hotel esa noche en el comedor y a la mañana siguiente durante el desayuno. Nos pasamos el día riéndonos de eso, y a partir de entonces cada vez que teníamos que pasar la noche en algún lado hacíamos lo mismo. No le hacíamos daño a nadie.

—¿Qué más hicieron?

—Oh, un montón de cosas. No solo bromas. Los dos adorábamos a Fred y Adele Astaire, y les copiábamos los bailes. No lo hacíamos igual de bien, obviamente, pero todo el mundo adivinaba a quién estábamos imitando. Ganamos un par de premios en fiestas. A Johnny se le daba genial. “I lahv, yourfah, neeface. Your fah, neefah, neeface.”

De pronto se echó a llorar y yo me quedé sentado, inmóvil.

Eso fue hace veinte años. No creo que nada de lo que le haya ocurrido desde entonces haya cambiado mucho a Sallie, pero aunque así fuera, así es como la recuerdo y como siempre la recordaré.

*FIN*


“Your Fah Neefah Neeface”,
The Cape Cod Lighter
, 1962


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